No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
27
—Se está muriendo de hambre —dijo el doctor Lyon con sus pálidos ojos azules ocultos tras los cristales de las gafas—. Está demasiado delgada para cualquier mujer, pero en su estado es extremadamente peligroso.
—Desde que llegué come más, claro que de eso hace sólo dos días.
A Bella se le encogió el estómago de miedo. ¿Dónde diablos estaba Regmont?
Todavía no lo había visto. Una de dos, o tenía un horario muy extraño, o hacía tres días que no aparecía por casa.
—No come lo suficiente ni de lejos. —El médico puso sus esqueléticos brazos en jarras. Para estar tan preocupado por el estado de Hester, él también parecía estar sumamente delgado—. A partir de ahora, tiene que hacer reposo y quedarse en cama tanto como sea posible, y comer pequeñas porciones de comida varias veces al día.
Cada día. Y nada de emociones fuertes en su estado. Tiene el corazón delicado a causa de su debilidad.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene? Hace meses que no deja de empeorar.
—Nunca he tenido oportunidad de examinar a lady Regmont como es debido.
Ella siempre se muestra muy reticente. Excesivamente, en mi opinión. Pero al margen de eso, creo que tiene tendencia a la melancolía. Y la mente afecta al cuerpo mucho más de lo que pensamos.
A Bella le tembló el labio inferior, pero contuvo las lágrimas que amenazaban con derramarse.
La vida era demasiado frágil. Demasiado preciosa. Demasiado corta.
El médico cobró sus servicios y se fue de la casa.
Bella volvió al dormitorio de su hermana y se sentó en la cama para observar a Hester. La piel, que antes había sido resplandeciente, ahora tenía un color enfermizo.
Hester sonrió levemente.
—Estás muy seria. No es para tanto. Sólo estoy cansada porque he tenido unas náuseas matutinas muy fuertes, pero ahora ya ha pasado.
—Escúchame bien —le dijo Isabella, enfadada y en voz muy baja—, ya tengo cubierto el cupo de cuidar a gente moribunda.
—Sólo has cuidado a uno —le recordó su hermana.
—Ya son demasiados. Si crees que voy a volver a hacerlo, estás muy equivocada.
—Le cogió la mano para suavizar la dureza de sus palabras—. Mi sobrino o mi sobrina está luchando con uñas y dientes para crecer dentro de ti, así que vas a ayudarlo, maldita sea.
—Bella… —A Hester se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo no soy tan fuerte como tú.
—¿Fuerte? Yo no soy fuerte. Bebo demasiado porque así puedo olvidar. He echado al hombre que amo de mi lado porque tengo un miedo atroz de que si no lo hago, él terminará echándome a mí del suyo y no podré soportarlo. En el barco de Edward había un hombre que maltrataba a un niño y cuando me enfrenté a él pensé que iba a desmayarme, o a vomitar, o a hacerme pipí encima. Soy débil y tengo muchos defectos y soy absolutamente incapaz de ver cómo te echas a perder. Así que no pienso escuchar ninguna excusa más. Te comerás todo lo que te traiga y te beberás todo lo que te diga y dentro de unos meses, las dos recibiremos nuestra recompensa y tendremos a un niño al que querer y malcriar a nuestro antojo.
—Como tú digas —accedió Hester, mirándola enfadada y desafiante.
Bella se tomó aquella muestra de mal genio como una buena señal. Y también aprendió la lección que había recibido aquel día: la vida y la felicidad son demasiado buenas como para echarlas a perder.
Le daría a Edward el tiempo que necesitaba para asumir su cambio de circunstancias, pero no lo dejaría escapar sin luchar. Si tenía que encerrarlos a él, a su madre y a Masterson en la misma habitación para que hablasen, lo haría.
Plantó un beso en la frente de Hester y se fue a hablar con la cocinera.
Michael entró en el despacho de Edward y se lo encontró mirando unos proyectos sobre posibles sistemas nuevos de irrigación. Se detuvo un instante para asimilar los cambios que había sufrido su amigo de la infancia durante el tiempo que había estado lejos de casa.
—Tienes un aspecto horrible —le dijo, al ver la sombra de la barba del día anterior y el mal estado de su camisa—. ¿Y por qué estás aquí y no en la mansión Masterson?
Edward levantó la cabeza.
—Por nada del mundo viviría bajo el mismo techo que mi padre.
—Sabía que dirías eso.
—Entonces, ¿por qué me lo has preguntado?
—Para hacerte enfadar.
Con un gemido que sonó peligrosamente parecido a un gruñido, Edward se apartó de la mesa y se pasó una mano por el pelo. Michael sabía por experiencia lo abrumadores que iban a ser esos primeros meses para su amigo. Ya había transcurrido un año y medio de la muerte de Benedict y sólo ahora él empezaba a tener la sensación de que volvía a recuperar su vida.
—Ya estoy bastante enfadado sin tu ayuda.
—¿Y para qué están los amigos si no? —Michael levantó una mano antes de que Edward pudiese contestar—. Tendrás problemas mucho más graves cuando salgas de tu escondite y reaparezcas en público. La buena sociedad te ha declarado mi sustituto como el soltero más codiciado de Londres, por lo que te estaré eternamente agradecido.
Edward se desplomó en la butaca de piel de detrás del escritorio. La decoración de la estancia tenía un aire náutico, no muy obvio, pero presente de todos modos. Se detectaba en los colores elegidos, el azul y el blanco, y en el diseño de los muebles de nogal, rematados con detalles de cobre. El despacho hacía juego con el hombre que lo utilizaba, famoso por ser un aventurero y un trotamundos, lo que no encajaba en absoluto con la frase que Edward dijo a continuación.
—Yo no estoy soltero.
—No estás casado —le señaló Michael, escueto—. Eso te convierte en soltero.
—Yo no lo veo así.
—¿Todavía sigues empeñado en estar con Isabella?
—Ya estoy con Isabella. —Miró a su amigo con un gesto claramente insolente—.El resto es mera formalidad.
—Espero que no estés insinuando que te has tomado libertades con ella.
La idea no le sentaba demasiado bien a Michael. Isabella era la viuda de su hermano. Formaba parte de su familia y, además, era su amiga. Había querido a Benedict y lo había hecho muy feliz y, cuando éste enfermó de tuberculosis, estuvo a su lado hasta el final. Abandonó por completo la vida social para estar junto a su marido, para cuidarlo y hacerle compañía. A cambio de todo ese cariño, Michael la protegería y defendería sus intereses durante el resto de su vida.
Edward tamborileó el reposabrazos con los dedos y entrecerró los ojos para estudiar a su amigo.
—Mi relación con Bella no es asunto tuyo.
—Si tus intenciones son honorables, entonces, ¿por qué no has anunciado vuestro compromiso?
—Si la decisión sólo dependiese de mí, ya estaríamos casados y viviendo bajo el mismo techo. Isabella es la responsable del retraso, por razones que no logro comprender. Se comporta como si creyese que existe algo capaz de hacer desaparecer lo que siento por ella.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo la necesidad de Masterson de tener un heredero, combinada con una joven debutante capaz de dárselo. O que mi madre sea infeliz por culpa de la decisión que he tomado. O que de repente me dé un ataque y me entren unas ganas incontenibles de tener hijos.
—Todos ellos son argumentos razonables.
—Desde que tengo uso de razón estoy locamente enamorado de ella. Hasta ahora, el amor que siento por Bella ha vencido a todo lo demás y eso no va a cambiar en el futuro.
—Ha vencido a todo lo demás excepto a más mujeres de las que soy capaz de contar —le recordó Michael.
—Tendrías que contratar a un profesor para que te diese clases de matemáticas.
—No me hacía falta verlas —continuó su amigo—. Eran muy pocas las noches que no volvías apestando a sexo o al perfume de una mujer.
Para sorpresa de Michael, el hombre más libertino que conocía se sonrojó delante de él.
—Y de las que viste —dijo Edward. todavía avergonzado—, ¿qué recuerdas de ellas?
—Lo siento, amigo. Tus amigas no me interesaban tanto como a ti. Y si no me falla la memoria, nunca te vi más de una vez con la misma.
—Vaya… ¿No te diste cuenta de que todas eran rubias, con la piel pálida y los ojos claros? Jamás logré encontrar a una que los tuviese grises como el color de una tormenta, pero me conformaba con eso. Yo nunca he sido capaz de contentarme con la réplica de algo inimitable. No hay nada como el objeto original —murmuró para sí mismo, con la cabeza claramente en otra parte—. Y cuando un hombre tiene la suerte de conseguir una mujer así, lo único que lo hace feliz es cuidarla y protegerla; convertirla en el centro de su hogar y de su existencia.
Michael frunció el cejo e hizo memoria. Soltó el aliento al comprender lo lejos que se remontaba la fascinación que Edward sentía por Isabella. Quizá tan lejos como la suya con Hester.
—Maldita sea.
Alguien llamó a la puerta del despacho y Edward arqueó una inquisitiva ceja.
El mayordomo dijo:
—Discúlpeme, milord, su excelencia la duquesa de Masterson ha venido a verlo.
Edward suspiró resignado y asintió.
—Hágala pasar.
Michael se apoyó en los brazos del sofá para levantarse.
—Quédate —le pidió Edward.
—¿Disculpa? —Su amigo levantó ambas cejas.
—Por favor.
Michael volvió a sentarse, sólo para levantarse segundos más tarde, cuando entró la madre de Edward. Le sonrió, igual que hacían todos los hombres al encontrarse delante de una mujer bella. A diferencia de sus hermanos, su amigo se parecía mucho a ella. Los dos tenían el pelo negro y los ojos azules. Ambos poseían una elegancia y una sensualidad innatas, tanto en el porte como en su carácter, y un agudo sentido del humor capaz de seducir y de herir de muerte con la misma fiabilidad.
—Lord Tarley —lo saludó la duquesa con voz melodiosa—. Tiene buen aspecto y está demasiado guapo para la salud mental de cualquier mujer.
Michael le besó el dorso de las manos enguantadas.
—Excelencia, verla siempre es un gran placer.
—¿Asistirá al baile de máscaras de Treadmore?
—No me lo perdería por nada del mundo.
—Excelente. ¿Sería tan amable de acompañar a mi hijo hasta allí para que no se pierda?
Michael miró a Edward de reojo y sonrió al ver que éste tenía ambas manos apoyadas en el escritorio y que los estaba fulminando con la mirada.
—No tengo tiempo para tales tonterías —dijo.
—Pues búscalo —contestó su madre—. La gente empieza a hablar.
—Que hablen.
—Llevas años ausente del país. Quieren verte.
—Entonces —dijo él—, un baile de máscaras no es el lugar más adecuado.
—Edward Anthony Cullen…
—Dios santo. ¿Cuándo es este maldito evento?
—El miércoles, por lo que tienes tiempo de sobra para organizar tu agenda y poder tomarte una noche libre.
—La primera de muchas —masculló él—, si te sales con la tuya.
—Me siento muy orgullosa de ti. ¿Es un crimen que quiera presumir de hijo?
Michael se cruzó de brazos y sonrió. Era muy agradable, e inusitado, ver a Edward ceder ante otra persona.
—Iré —dijo finalmente, pero levantó una mano cuando su madre sonrió victoriosa— sólo si mi prometida también está invitada. Ella hará que sea soportable.
—¿Tu prometida…? —La duquesa se dejó caer despacio en la butaca que Michael tenía al lado. Una expresión de felicidad se extendió por su rostro—. Oh, Edward. ¿Quién es ella?
—Isabella Sinclair. Lady Tarley.
—Tarley —repitió la mujer, mirando a Michael.
Éste se sujetó de los reposabrazos de la butaca, intentando contener la rabia.
—Mi cuñada.
—Sí, por supuesto. —La duquesa carraspeó levemente—. ¿No es… mayor que tú?
—Sólo un poco. Dos años no es una diferencia digna de mención.
—Estuvo casada con Tarley durante un tiempo considerable, ¿no?
—Varios años. Fue un matrimonio feliz en todos los sentidos.
Su madre asintió como si estuviese aturdida. Y la furia de Michael aumentó. A la duquesa no le importaba lo más mínimo si había sido o no un matrimonio feliz y el maldito Edward lo sabía.
—Es una chica preciosa.
—Es la mujer más hermosa del mundo —dijo él, observando a su madre con la mirada de un halcón—. Estoy impaciente por que os conozcáis y os hagáis amigas, pero Isabella es algo reticente. Tiene miedo de que la juzgues por algo que no tiene nada que ver con su capacidad para hacerme feliz. Yo le he asegurado que no tiene de qué preocuparse.
—Por supuesto. —A la mujer le costó tragar.
—Quizá podrías escribirle una carta. Estoy convencido de que eso la tranquilizaría.
—Me esforzaré por encontrar las palabras exactas —dijo su madre, poniéndose en pie.
Ellos dos también se levantaron. Michael fue a servirse una copa de coñac mientras Edward acompañaba fuera a su excelencia. Verse abocado a la bebida a esa hora del día puso al primero de todavía peor humor. Cuando eran jóvenes, Edward siempre lo arrastraba a una aventura tras otra y lo hacía cometer locuras y, al parecer, su influencia seguía siendo cuestionable.
En cuanto oyó que volvía a entrar en el despacho, Michael se le encaró.
—Por Dios, eres un canalla, Baybury. Un completo imbécil.
—Pues tú te has vuelto loco si crees que conseguirás nada esgrimiendo mi título.
—Caminó hacia él con calma y arrogancia—. Además, si te sorprende el modo en que he manejado la situación, es que llevas años sin recordar mis defectos.
—¡No hacía falta que me pidieses que me quedase para hacer eso! Ha sido muy incómodo, tanto para mí como para su excelencia.
—Sí hacía falta, maldita sea. —Edward se acercó al mueble donde guardaba el licor y se sirvió una copa—. Tu presencia ha obligado a mi madre a contenerse.
Ahora tendrá tiempo de sobra para pensar en lo que le he dicho y no dirá nada que ambos pudiésemos llegar a lamentar. Espero que, cuando lo asimile del todo, sea capaz de anteponer mi felicidad a otras consideraciones.
—Siempre has sido un insensato, pero esto…, esto afecta a más gente.
Edward vació la copa de un trago y apoyó la cadera en el mueble.
—¿Me estás diciendo que hay algo que no estarías dispuesto a hacer para estar con lady Regmont?
Michael se quedó petrificado y apretó los dedos alrededor de la copa que sostenía en la mano. Teniendo en cuenta el impulso asesino que experimentaba siempre que veía a Regmont, no podía contestar a esa pregunta.
Edward sonrió y dejó su copa encima de la mesa.
—Entiendo —dijo—. Tengo que hacer algunos recados. ¿Te gustaría acompañarme?
—Y por qué no —masculló Michael acabándose la bebida—. Podemos terminar el día en el manicomio, o esposados en la cárcel. Contigo no hay ni un minuto de aburrimiento, Baybury.
—Ah…, otra vez el título. Debes de estar muy enfadado.
—Y a ti más te vale ir acostumbrándote a ese nombre que tanto odias. En el baile de máscaras lo oirás cientos de veces.
Edward le pasó un brazo por los hombros y juntos se encaminaron hacia la puerta.
—Cuando lo oiga acompañado del nombre de Isabella, me encantará. Hasta entonces, sencillamente tendré que asegurarme de que estés de buen humor.
—Dios, necesito otra copa.
—Esta tonalidad de rojo es impresionante —dijo Hester desde la cama, donde estaba sentada.
Rodeada por montones de almohadas parecía muy pequeña y muy joven, a pesar de que la decoración del dormitorio era sin duda adulta. De hecho, a Isabella los aposentos de su hermana la habían sorprendido mucho. A diferencia del resto de la casa, que estaba decorada en tonos alegres, el dormitorio y el vestidor de Hester exhibían solamente grises y azules, con algún que otro toque de blanco. El resultado final era muy espectacular, pero al mismo tiempo bastante sombrío. No era en absoluto lo que Bella esperaba encontrar.
—Muy atrevido —señaló lady Pennington por encima de su taza de té.
Bella volvió a centrar su atención en la seda roja y no pudo evitar pensar en lo que significaría para Edward. le demostraría que él la había hecho cambiar, que la había vuelto más atrevida y que la había ayudado a encontrar una paz que Isabella nunca había creído posible.
—No sé cuándo podré ponerme un vestido confeccionado con esa tela.
—Póntelo en privado —sugirió Hester.
Bella miró a Elspeth y se mordió el labio inferior, preguntándose cómo afectaría a su suegra oír esa conversación. En los últimos años había sido como una madre para ella. ¿Le reprocharía que quisiera seguir adelante con su vida?
—Mi querida niña —dijo la mujer como si le hubiese leído el pensamiento—. No te preocupes por mí. Benedict te quería. Él habría deseado que fueras lo más feliz posible y yo te deseo lo mismo.
A Bella le escocieron los ojos y apartó la vista rápidamente.
—Gracias.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
