No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


Siete años para pecar

29

Era una verdad irrefutable que llevar máscara desinhibía bastante.

Hecho que Edward pudo comprobar una y otra vez mientras estaba de pie junto a una columna dórica, en el salón de Treadmore, respondiendo a los invitados que lo saludaban.

En más de una ocasión estuvo tentado de meterse la mano en el bolsillo y tocar la carta que se había guardado, pero se contuvo. Las palabras de Isabella que contenía esa misiva le daban fuerza y paciencia para soportar a toda aquella gente que quería causarle buena impresión al futuro duque de Masterson.

Al parecer, no sabían que Edward tenía muy buena memoria y recordaba bien a todos los que lo habían considerado un don nadie sólo por haber nacido en cuarto lugar. Se acordaba perfectamente de todas las mujeres que le habían pagado para que se las follase y lo habían hecho sentir sucio durante todo el proceso. Y no había olvidado a todos los que le habían hecho daño y habían herido su orgullo.

Mi amado y decidido Edward.

Tu regalo y las palabras que lo acompañan me han atravesado el corazón y me lo han llenado de alegría. Cuando vuelva a verte, te demostraré lo agradecida que te estoy por ambos.

Y en cuanto al baile de máscaras, nada podrá mantenerme alejada de ti.

Ni ahora ni en ningún otro evento en el futuro. Date por advertido.

Irrevocablemente tuya,

Isabella

A la izquierda de Edward estaba Masterson, estoico y austero. A su derecha, su madre, desplegando sus encantos ante todos los que se acercaban a saludarlos. Sin embargo, no le había escrito a Isabella. Claro que él tampoco esperaba que lo hiciese.

—La hija de Haymore es adorable —murmuró Louisa, refiriéndose a la joven que se alejaba de ellos con el abanico.

—No me acuerdo.

—Pero si acabas de conocerla. Se ha bajado adrede la máscara para que pudieses verla.

Edward se encogió de hombros.

—Confiaré en tu palabra.

La orquesta que había en el balcón superior marcó el inicio del baile con unas notas. El grueso de los invitados despejó la zona de baile y se reagrupó alrededor del salón.

—Empieza con una cuadrilla —señaló su madre—. Me gustaría que al menos le hubieses pedido a una de esas jóvenes damas que bailase contigo. Habría sido lo más educado.

—He sido extremadamente educado con todas.

—Eres muy buen bailarín y me gusta verte bailar. Y seguro que a todos los presentes también les gustaría.

—Madre —la fulminó con la mirada en cuanto la orquesta empezó a tocar—, no voy a permitir que todos los ecos de sociedad y las hojas de cotilleos especulen acerca de lo que se esconde tras mi elección de pareja de baile. No estoy en el mercado y me niego a dar la impresión de lo contrario.

—Pero ¡si ni siquiera les has echado un vistazo! —se quejó su madre con un susurro que quedó oculto tras la música—. Estás fascinado con una mujer hermosa y mayor que tú, una mujer de mundo. Puedo entenderlo, en especial teniendo en cuenta las circunstancias. Estoy convencida de que crees que su pericia para moverse por las complicadas aguas de la buena sociedad puede resultarte muy valiosa ahora, pero te pido por favor que lo reconsideres. Es viuda, Edward y, por tanto, tiene más libertad que una debutante y podría serte útil fuera del matrimonio.

Él respiró entre dientes y luego soltó el aliento. Repitió el proceso otra vez para ver si así lograba contener la rabia que amenazaba con hacerle perder los estribos en público.

—Por el bien de los dos, voy a olvidar que has dicho eso.

Miró a su padre y vio que mantenía la mandíbula apretada, como si la conversación que estaba teniendo lugar delante de sus narices no fuese con él.

—¿Cuánto tiempo más tiene que durar esta hipocresía para que absuelvas a mi madre de sus pecados? ¿Acaso no ha sufrido bastante?

El duque siguió con la mirada fija hacia adelante y lo único que indicó que había oído a Edward fue un tic en la mandíbula.

Él miró entonces a su madre y se quitó la máscara.

—Yo sí que he sufrido bastante, maldita sea. Toda mi vida he deseado tu felicidad, madre. Y he intentado facilitarte las cosas siempre que he podido, pero en lo que respecta a Isabella no voy a ceder.

Los ojos de Louisa brillaron por las lágrimas que no quería derramar. Verlas le hizo daño a Edward. pero él ya no podía hacer nada más para ayudarla. Nada que estuviese en sus manos.

Un cúmulo de murmullos los rodeó en el mismo instante en que Edward sentía un escalofrío recorriéndole la espalda. El anhelo por ver a Isabella se deslizó por sus venas, fiero y delicioso. Miró a su madre y vio que abría los ojos escandalizada ante lo que estaba sucediendo tras la espalda de su hijo. Edward mantuvo la máscara entre sus dedos inertes y empezó a darse la vuelta despacio, saboreando la tensión que sólo sentía cuando Isabella estaba cerca de él.

Al verla sintió como si le hubiesen dado un puñetazo y se hubiese quedado sin aire en los pulmones. Iba vestida de rojo. Envuelta en seda, como si fuese un regalo.

Llevaba los hombros al descubierto, dejando expuesta la piel blanca y las curvas de sus pechos, y su preciosa melena estaba recogida en una especie de maraña de rizos sueltos con cierto aire desaliñado. Era la viva imagen del pecado y la seducción, y del sexo. La mitad de los brazos le quedaba oculta bajo unos guantes largos blancos que no hacían nada para mitigar el aspecto descaradamente carnal de la mujer que los llevaba.

A pesar de que había gente bailando y, por tanto, eso quería decir que los músicos seguían tocando, él no oía ninguna nota, porque en sus oídos sólo resonaba el bombear de su propia sangre. Prácticamente todos los ojos estaban fijos en Isabella, que seguía avanzando por el lateral de la zona de baile sin detenerse. Cada paso que daba era sensual, erótico. Un movimiento que a Edward lo atraía sin remedio.

Respiró hondo al notar que le quemaban los pulmones. Notaba una opresión en el pecho de las ganas que tenía de estar con ella. Sus ojos devoraron con avidez cada detalle en un vano intento de saciar el hambre que sentía de Isabella, después de varios días sin verla.

Llevaba un sencillo antifaz de color rojo, pero a medida que iba acercándose a él, iba aflojando las cintas que se lo sujetaban hasta que quedó colgando de sus dedos.

Dejó que todo el mundo la viese bien mientras ella no apartaba ni un segundo la mirada de Edward. Dejó que todo el mundo —aquellos nobles cuya censura él había temido que ella no pudiese soportar— viese el modo tan íntimo en que lo miraba. Sus ojos grises brillaban como si los iluminase una luz interior encendida por aquellas emociones que ya no se esforzaba lo más mínimo en ocultar.

Era imposible que alguien la viese y le quedase la menor duda de lo que sentía por él.

Dios, era tan valiente. Le habían pegado hasta dejarla sorda y la habían obligado a comportarse según los dictados de los demás y, sin embargo, esa noche se había acercado a Edward sin la menor duda y sin la menor reserva. Sin miedo.

No había nadie más en el salón. No para él. No cuando ella lo estaba mirando de esa manera que decía más que mil palabras; Isabella lo amaba con todo su ser.

Completa, irremediable e incondicionalmente.

—¿Lo ves, madre? —le preguntó en voz baja, completamente cautivado—. En medio de todas estas mentiras, no hay mayor verdad que la que tienes ahora delante.

Empezó a caminar hacia Isabella sin darse cuenta, atraído inexorablemente.

Cuando estuvo lo bastante cerca como para oler su perfume, se detuvo. Apenas los separaban unos centímetros y las ganas que tenía de abrazarla, de pegarla a él, eran insoportables.

—Bella.

Abrió y cerró los dedos para reprimir la necesidad de tocar su suave piel.

Los bailarines dejaron espacio a su alrededor, boquiabiertos, pero Edward no les prestó la menor atención.

El vestido de Bella era toda una declaración de principios y él jamás sería capaz de expresarle con palabras la gratitud que sentía. Aquélla no era la misma mujer que había subido a su barco. Isabella ya no creía que Edward fuese «demasiado» y tampoco creía que no fuese la mujer adecuada para él.

Y Edward la amó más entonces de lo que la había amado antes. Y seguro que al día siguiente la amaría más aún y al siguiente todavía más que el anterior.

—Milord —susurró ella, devorando su rostro con la mirada, como si hubiese estado tan desesperada por verlo como él lo había estado por verla a ella—. El modo en que me estás mirando…

Edward asintió, consciente de que sus ojos revelaban todo lo que sentía en su corazón. Todo el mundo sin excepción sabía ahora que estaba loco por ella.

—Te he echado espantosamente de menos —le dijo emocionado—. La peor tortura que alguien podría infligirme es mantenerte lejos de mí.

Empezaron a sonar las primeras notas de un vals. Edward aprovechó la oportunidad y cogió a Isabella por la cintura para llevarla a la zona de baile.

Edward era la criatura más espléndida de todo el salón. Bella se había quedado sin aliento al verlo, impresionada por la masculinidad que desprendía vestido de fiesta.

Llevaba pantalones y chaqueta negros y la sobriedad de su atuendo sólo servía para subrayar la perfección de su cuerpo y de su rostro. Con su pelo oscuro y resplandeciente y aquellos ojos azules brillantes como aguamarinas resultaba espectacular.

Edward no necesitaba ningún adorno. Lo único que le hacía falta para fascinar a las mujeres era su sonrisa. Incluso los hombres se acercaban a él, atraídos por la seguridad en sí mismo que emanaba y por el poder que sabía sobrellevar tan bien.

Saber que aquel hombre tan increíble, tan innegablemente sexual, era suyo la dejó sin respiración. Y el modo en que él la miraba, con tanta ternura y deseo al mismo tiempo…

Dios santo. Tenía que estar loca para plantearse siquiera por un instante la posibilidad de dejarlo.

—¿Me estás pidiendo que baile contigo? —le preguntó, cuando él la llevó a la zona de baile.

—Tú eres la única pareja de baile que quiero tener, así que tendrás que complacerme.

Edward la cogió por la cintura y luego le levantó el otro brazo. Se acercó a ella.

Demasiado. Estaba escandalosamente cerca. A Isabella le encantó. Todavía no habían bailado juntos, pero ella se lo había imaginado muchas veces.

Edward se movía con mucha elegancia y, si a eso se le sumaba su innata sensualidad, el resultado era que siempre representaba un placer mirarlo. Además, Isabella sabía lo que se sentía al tenerlo moviéndose dentro de ella. Sería una tortura estar entre sus brazos, tan cerca de su poderoso cuerpo, y tener que contenerse por culpa del decoro, con tantas capas de ropa entre los dos.

—Te amo —le dijo echando la cabeza hacia atrás para poder mirarlo—. No te dejaré escapar. Soy demasiado egoísta y te necesito demasiado.

—Voy a arrancarte este vestido con los dientes.

—Y yo que esperaba que te gustase.

—Si me gustase un poco más, ahora mismo lo tendrías arremangado hasta la cintura —contestó, con un brillo pecaminoso en los ojos.

Ella lo abrazó con más fuerza. Edward olía deliciosamente bien. A virilidad y a sándalo, con algunas notas de cítricos. Isabella odió los guantes y a los cientos de invitados que tenían alrededor. Podría pasarse el resto de la vida sólo con él.

Trabajando en silencio, escuchándolo tocar el violín, hablando con él de sus pensamientos y de sus sentimientos sin que nada los separase…

La música empezó a sonar con fuerza y Edward esbozó una sonrisa e hizo girar a Isabella. Ella se rió encantada y fascinada por lo bien que se sentía estando en sus brazos, como si los hubiesen hecho para abrazarla a ella.

Edward bailaba del mismo modo que hacía el amor, con intimidad, emanando poder y manteniendo un férreo control sobre cada paso con contenida agresividad.

Sus muslos rozaban los de ella y la acercó a él hasta que apenas los separaron unos milímetros. Se movía al ritmo de la música, la abrazaba, la trataba como propia.

Cuando la miró, los ojos de Edward se llenaron de intensidad y determinación, de calidez y ternura.

Hasta ese momento, Isabella no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba que él la mirase con amor.

—Todo el mundo puede ver lo que sientes por mí.

—No me importa, me basta con que tú puedas verlo.

—Lo veo.

Se movieron con las otras parejas a un ritmo un poco más acelerado, la falda roja de Isabella revoloteaba alrededor de los pantalones negros de Edward. Ella se excitó tanto que se sonrojó. Se moría de ganas de sentir su boca sobre su piel, de oír cómo le susurraba eróticas promesas y amenazas que avivaban su deseo.

—¿Cómo está tu hermana? —le preguntó él, con una voz que evidenciaba el deseo que sentía por ella.

—Mejorando un poco más cada día. Al parecer, lo único que necesitaba era comer y pasarse todo el día en la cama, reposando.


Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23