No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
30
—Eso es justo lo que yo también necesito. Contigo.
—Pero nosotros no reposamos cuando estamos en la cama, milord.
—¿Crees que dentro de cuatro semanas estará lo bastante recuperada como para prescindir de ti?
Isabella sonrió.
—Para cuando hayan leído las amonestaciones, Hester sólo me necesitará de vez en cuando.
—Me alegro. Yo también te necesito.
Bella no le preguntó por su madre ni por Masterson. Al llegar había visto la cara que ponía la duquesa mientras Edward le decía algo. Fuera lo que fuese, él no había titubeado ni un segundo; ella ya sabía lo decidido que podía ser Edward. En aquel instante, se reflejaba en su semblante lo que lo había hecho tan famoso en el pasado: su determinación y su audacia, era el semblante de un hombre que siempre aceptaba un desafío.
Cuando adoptaba esa expresión, todo el mundo sabía que jamás lograrían hacerlo cambiar de idea. No importaba cómo reaccionase su madre, Edward estaba decidido y no iba a cambiar su decisión.
—Esta noche no puedo quedarme hasta muy tarde —le dijo Isabella—. No tengo ni la más remota idea de qué mantiene tan ocupado a Regmont, pero llega a casa cuando todo el mundo está ya acostado y se va antes de que bajemos a desayunar. Si no lo conociese, diría que me está evitando. Aparte de eso, alguien tiene que quedarse con Hester de noche y Aqueronte también me necesita.
Edward inclinó la cabeza un poco más, hasta que sus labios estuvieron muy cerca.
—Me basta con esto por ahora. Necesitaba verte, abrazarte. Si no tienes ninguna objeción más, me gustaría cortejarte públicamente.
—Hazlo, por favor. —Sintió un cosquilleo en el estómago. La cercanía de Edward la embriagaba de un modo como nunca podría hacerlo el clarete. Llevaba días sin beber y, aunque los efectos de la abstinencia habían sido duros al principio, empezaba a sentirse mejor. Más fuerte—. De lo contrario, mi reputación estará destrozada. Me tildarán de provocadora. Tienes que convertirme en una mujer respetable, milord.
—¿Después de lo mucho que me ha costado convencerte de que pecaras?
—Siempre pecaré por ti.
Edward se detuvo al oír que la música cesaba, pero el corazón de Isabella seguía latiendo a toda velocidad. Él se apartó y se llevó la mano enguantada de ella a los labios.
—Ven, deja que te presente a mi madre y a Masterson antes de que te vayas.
Isabella asintió y, como siempre, dejó que él la guiase.
Edward cogió el sombrero, el abrigo y el bastón que le ofrecía uno de los lacayos y se dirigió hacia la puerta para ir en busca de su carruaje. Cuando, media hora antes, Isabella se fue, la luz abandonó la fiesta y lo dejó sin ningún motivo para quedarse.
—Anthony.
Las firmes zancadas de Edward titubearon un segundo. Tensó los músculos de la espalda y se dio media vuelta.
—Lady Trent.
Ella se acercó balanceando ligeramente las caderas y lamiéndose el labio inferior.
—Wilhelmina —lo corrigió—. Hay demasiada intimidad entre nosotros como para que nos andemos con formalidades.
Edward conocía aquella mirada lasciva. Seguía siendo una mujer hermosa y todavía tenía unas curvas muy sensuales. Era una pena que estuviese casada con un hombre mucho mayor que ella.
A él se le revolvió el estómago de vergüenza y a su alrededor ya no tenía los muros que había levantado para protegerse. Isabella los había derribado todos, piedra a piedra, hasta demostrarle que era un hombre que valía la pena. Las decisiones que había tomado…, las cosas que había hecho con mujeres como lady Trent…, ahora lo ponían enfermo.
—Usted y yo jamás compartimos ninguna intimidad —le dijo—. Buenas noches, lady Trent.
Se fue de la mansión Treadmore a toda prisa y sintió un gran alivio al ver que su carruaje lo estaba esperando junto a la acera. Entró en él, iluminado por la suave luz de un quinqué, y se sentó en la banqueta de piel. El látigo resonó en el aire y el vehículo se puso en marcha por el camino. Se detuvo en cuanto llegó a la verja de hierro de la casa, que permanecía abierta para los invitados; la concurrida calle que cruzaba por delante de la mansión estaba atascada. Y seguiría así durante todo el camino de vuelta, Edward lo sabía. Las calles de la ciudad estaban atestadas de carruajes que llevaban a miembros de la nobleza de una fiesta a otra.
Exhaló y se relajó y en su mente revivió el instante en que les había presentado a Isabella a su madre y a Masterson. Los tres eran actores tan expertos en las normas de la buena sociedad que Edward no tenía ni idea de lo que opinaban unos de otros.
Los tres habían sido extremadamente educados y habían intercambiado las frases de rigor y comentarios sin importancia y se despidieron en el momento exacto para evitar un silencio incómodo.
Había sido demasiado fácil.
El carruaje se detuvo junto a uno de los pedestales ubicados en la entrada principal; encima del pedestal había la escultura de un león. Una silueta negra emergió de detrás del animal y abrió la puerta del carruaje.
El desconocido se topó con la afilada punta del espadín que Edward llevaba oculto en el bastón.
Pero entonces una mano enguantada apartó la capucha del abrigo y dejó al descubierto la sonrisa de Isabella.
—Creía que ibas a atravesarme con algo mucho más placentero.
El arma desenfundada fue a parar al suelo del carruaje de golpe y Edward metió dentro a Bella. Cerró la puerta tras ellos y se dijo que el cochero se había ganado un aumento de sueldo.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Ella se lanzó encima de él y lo sentó de nuevo en la banqueta.
—Quizá tú te conformes con haber bailado conmigo, pero yo no. Ni mucho menos.
Se apartó de Edward y echó las cortinas del carruaje. Luego se agachó un poco y se subió la falda de seda roja con impaciencia. Edward vio las puntillas de su ropa interior y, acto seguido, ella se sentó a horcajadas encima de él.
—Bella —suspiró su nombre.
Edward tenía la piel caliente, se notaba una opresión en el pecho y no podía coger suficiente aire. Los sentimientos que tenía por ella eran demasiado volátiles como para que pudiese atraparlos. Bella lo abrumaba, lo sorprendía, lo seducía con pasmosa facilidad.
—Tengo que decirte… Tienes que saber…, yo…, lo siento. —A Bella se le quebró la voz y él se quebró entero—. Siento haberme asustado. Siento haberte hecho daño o haberte hecho dudar aunque sólo fuese un segundo. Te amo. Y te mereces algo mejor.
—Tú eres lo mejor —le dijo él, emocionado—. No hay nadie mejor que tú.
Las manos enguantadas de ella se pelearon con los botones del pantalón de Edward. Él se rió por lo bajo, feliz al verla tan impaciente. Colocó las manos encima de las suyas y dijo.
—Ve más despacio.
—Me muero por ti. El modo en que bailas… —Los ojos de ella brillaban en medio de la penumbra del carruaje—. Creía que se me pasaría cuando me fuese, pero va a peor por momentos.
—¿Qué es lo que va a peor? —le preguntó Edward. porque quería oírselo decir.
—El deseo que siento por ti.
A él se le aceleró la sangre y se excitó.
—Entonces no tengo más remedio que llevarte a casa conmigo.
—No puedo. No puedo dejar sola a Hester tanto rato y tampoco puedo esperar tanto.
Al comprender que había entrado en su carruaje prácticamente para violarlo, Edward casi perdió la razón. Estuvo tentado de tumbarla bajo su cuerpo y echarle el polvo que ella parecía necesitar, pero las circunstancias no eran las más apropiadas.
Justo al otro lado de las cortinas, los conductores de los carruajes se gritaban entre sí. Había personas paseando por la calle, riéndose y charlando. Estaban tan cerca del coche que tenían al lado que si él y el ocupante del otro vehículo sacaban la mano por la ventana, podrían tocarse los dedos.
—Tranquila —le dijo, acariciándole la espalda—. Haré que te corras, pero tienes que estar callada.
Ella negó con la cabeza con vehemencia.
—Te necesito dentro de mí.
—Dios. —Edward apretó la mano con que le sujetaba la cintura—. Nos movemos a paso de caracol, Bella. Demasiado despacio como para que no se note el balanceo del carruaje. Y estamos rodeados por todas partes.
Ella se arqueó hacia él y le rodeó los hombros con los brazos.
—Piensa en algo. Ten imaginación. —Le acercó la boca a la oreja y se la lamió—. Estoy húmeda y desesperada por ti, mi amor, y eres tú el que me ha puesto así. No puedes dejarme en este estado.
Un estremecimiento sacudió a Edward de la cabeza a los pies. Isabella no podría haberle demostrado más claramente que confiaba en él; sin embargo, la desesperación con que decía necesitarlo dejaba entrever que no sólo estaba en juego su placer físico.
Quizá todo aquello fuera un efecto secundario de haber conocido a su madre y a Masterson, que no lo aceptaban a él y tampoco a la mujer que amaba. El entorno familiar de Edward era muy distinto al que Isabella había conocido con Tarley y prueba de ello era que Michael siguiese protegiéndola.
Lo ponía furioso pensar que Isabella pudiese estar preocupada y el motivo de dicha preocupación era todavía peor. Ella era el diamante de la buena sociedad, perfecta en todos los sentidos, excepto en uno que ella no podía controlar. Después de todo lo que había sufrido para llegar a convertirse en la esposa perfecta para cualquier noble, no se merecía que nadie la despreciase.
Edward le sujetó la cara entre las manos y la echó un poco hacia atrás para mirarla directamente a los ojos.
—Bella.
Ella se detuvo al notar lo serio que estaba.
Él ladeó la cabeza, posó suavemente sus labios sobre los suyos y susurró:
—Te amo.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
