No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
33
El médico empezó a hablar precipitadamente, su voz iba subiendo de volumen con cada palabra:
—Estaba inconsciente cuando he empezado a coserle los puntos. Y entonces se ha despertado… Se ha puesto furioso… Me ha preguntado por lady Regmont. Le he dicho que bajase la voz, que se calmase. Le he explicado que su esposa estaba descansando porque había perdido al bebé. Se ha vuelto loco… Ha salido corriendo del dormitorio… He intentado seguirlo, pero…
Michael volvió a embestir la puerta. El pestillo se rompió, pero no cedió. Edward fue a ayudarlo. Le dieron una patada a la puerta al mismo tiempo y la abrieron con un gran estruendo. Entraron, seguidos por el médico y Isabella pisándoles los talones, pero Edward giró sobre sí mismo y la cogió por la cintura para sacarla al pasillo.
—No entres aquí —le ordenó.
—¡Hester! —gritó ella, intentando mirar hacia el interior del dormitorio por encima del hombro de Edward.
Él la abrazó con fuerza y la pegó a su torso.
—Ha sido Regmont.
En cuanto Isabella entendió lo que eso significaba, sintió que la fuerza abandonaba sus extremidades.
—Dios santo. Hester.
Hester se acurrucó junto a ella y se apretó contra su hermana. A pesar de que estaba tapada por la colcha y de que se había metido en la cama con Isabella en el dormitorio de invitados, seguía teniendo frío.
Su hermana le acarició el pelo, susurrando palabras de consuelo. Era como si fuesen niñas de nuevo y Bella le estuviese enseñando a Hester lo que era sentirse amada y a salvo. Algo que Hester sólo había sentido con ella.
Le dolía todo el cuerpo. Era un dolor profundo que le había succionado toda la fuerza. Su hijo había muerto. Su marido también. Y lo único que podía sentir Hester era que ella también estaba muerta. La sorprendía notar que el aire se deslizaba entre sus labios. Había creído que esos gestos propios de la vida ya estaban lejos de su alcance.
—Al final era James—susurró.
Su hermana mayor se quedó en silencio.
—Cuando entró en mi dormitorio, era el hombre al que había llegado a odiar y temer. Tenía los ojos desorbitados y blandía una pistola. Sentí tal alivio al verlo…Pensé: «Por fin va a terminar mi dolor». Creí que se apiadaría de mí y me liberaría de todo esto.
Isabella la estrechó entre sus brazos.
—No pienses más en ello.
Hester intentó tragar, pero tenía la boca seca.
—Le supliqué: «Mátame. Toma mi vida. El bebé ya no está… Por favor. Deja que me vaya». Y entonces se convirtió en James. Pude verlo en sus ojos. Eran tan sombríos. Vio lo que había hecho cuando estaba fuera de sí.
—Hester. Chist… Necesitas des… descansar.
El tartamudeo de Isabella resonó dentro de su hermana.
—Pero James no me liberó de mi agonía. Fue egoísta hasta el final y sólo pensó en sí mismo. Y, sin embargo, lo echo de menos. Echo de menos al hombre que era. El hombre con el que me casé. Te acuerdas de él, ¿no, Bella? —Echó la cabeza hacia atrás y miró a su hermana—. ¿Te acuerdas de cómo era hace tanto tiempo?
Bella asintió, tenía los ojos y la nariz rojos de tanto llorar.
—¿Qué significa? —le preguntó Hester bajando de nuevo la barbilla—. ¿Que soy feliz porque se ha ido, pero que al mismo tiempo estoy triste?
Se produjo un largo silencio hasta que Isabella volvió a hablar.
—Supongo. Quizá lo que echas de menos es la promesa de lo que podría haber sido y al mismo tiempo estás agradecida de que se haya acabado.
—Puede. —Hester se acercó un poco más a ella en busca del calor que desprendía su cuerpo—. ¿Y qué…, qué hago ahora? ¿Cómo sigo…, cómo sigo adelante?
—Un día detrás de otro. Te levantas por la mañana, comes, te bañas y mientras estés tan triste, hablas sólo con la gente que te apetezca. Con el paso del tiempo te dolerá menos. Y luego un poco menos. Y así irás avanzando. —Isabella le pasó los dedos por el pelo—. Hasta que una mañana te despertarás y te darás cuenta de que el dolor es tan sólo un recuerdo. Siempre formará parte de ti, pero a la larga dejará de tener el poder de hacerte daño.
A Hester se le llenaron los ojos de lágrimas, que derramó encima del corpiño del vestido de Bella. Ésta se había metido en la cama vestida, ofreciéndole consuelo antes incluso de que Hester supiese que lo necesitaba.
—Supongo que tendría que alegrarme de no estar embarazada del hijo de mi marido muerto —susurró—, pero no puedo. Me duele demasiado.
Un sollozo resonó en el dormitorio, la expresión desgarradora de un dolor demasiado reciente como para hacerle frente. La agonía se abrió pasó por el entumecimiento de Hester y la desgarró por dentro.
—Quería a ese bebé, Bella. Quería a mi bebé…
Ella empezó a acunarla y a murmurar palabras de consuelo sin demasiado sentido, para intentar calmarla.
—Habrá otros. Algún día encontrarás la felicidad que te mereces. Algún día lo tendrás todo y entonces lo que hayas pasado para llegar hasta allí tendrá sentido.
—¡No digas eso! —Hester ni siquiera podía plantearse la posibilidad de volver a quedarse embarazada. Le parecía una traición demasiado grande para el bebé que había perdido. Como si los niños fuesen reemplazables. Intercambiables.
—Pase lo que pase, yo estaré a tu lado. —Bella le dio un beso en la frente—. Lo superaremos juntas. Te quiero.
Hester cerró los ojos, convencida de que su hermana era la única persona que podía decir eso. Porque incluso Dios la había abandonado.
Edward entró en su casa destrozado. El dolor de Isabella lo sentía como propio y tenía el corazón apesadumbrado de la tristeza y el horror que ensombrecía la vida actual de ella.
Le entregó el sombrero y los guantes al mayordomo.
—Su excelencia lo está esperando en el despacho, milord —anunció Clemmons.
Edward miró el reloj de pared y vio que era muy tarde. Casi la una de la madrugada.
—¿Cuánto tiempo lleva esperando?
—Casi cuatro horas, milord.
Estaba claro que su madre no era portadora de buenas noticias. Preparándose para lo peor, Edward entró en su despacho y vio a la duquesa leyendo en un sofá. Tenía los pies debajo de ella y una manta delgada sobre las piernas. El fuego ardía en la chimenea, y un candelabro en la mesa que su madre tenía junto al hombro iluminaba las páginas del libro que estaba leyendo.
—Edward. —Levantó la vista al oírlo entrar.
—Madre. —Rodeó el escritorio y se quitó el abrigo—. ¿Pasa algo malo?
—Tal vez yo debería preguntarte lo mismo —dijo ella, después de mirarlo.
—He tenido un día larguísimo y una noche interminable. —Se sentó en su silla y suspiró agotado—. ¿Qué necesitas que haga?
—¿Tengo que necesitar que hagas algo?
Edward se quedó mirándola y vio que tenía arrugas alrededor de los ojos y de los labios, signos que, después de ver a lady Regmont, empezaba a relacionar con tener un matrimonio difícil. Signos que jamás vería en la cara de Isabella, porque él semoriría antes que causarle ninguna clase de dolor.
Al ver que Edward no le contestaba, Louisa apartó la manta y bajó los pies del asiento. Se cogió las manos encima del regazo y echó los hombros hacia atrás.
—Supongo que me merezco tu suspicacia y que desconfíes de mí. Estaba tan concentrada en lo que yo sentía que me temo que nunca presté demasiada atención a lo que sentías tú. Y lo lamento profundamente. Te he hecho daño durante muchos años él se le aceleró el corazón y la confusión se mezcló con la incredulidad. De pequeño había querido oír esas palabras más que nada en el mundo.
—He venido a decirte —siguió su madre— que deseo que seas feliz. Le hace bien a mi corazón ver que esa mujer te ama y te admira tanto. Porque lo vi. Y también lo sentí. Venera el suelo que pisas.
—Yo siento lo mismo por ella. —Edward se pasó la mano por el lugar en el pecho que más echaba de menos a Isabella—. Y ni su estima ni su amor disminuirán jamás. Isabella sabe lo peor de mí y me ama a pesar de mis errores. No… Diría que quizá me ama gracias a mis errores; porque ellos son los que me han hecho como soy.
—El amor incondicional es un regalo maravilloso. Es culpa mía no haber sido capaz de dárselo a mi hijo. —Se puso en pie—. Quiero que sepas que apoyaré tu decisión hasta el final. Acogeré a tu esposa en mi corazón igual que has hecho tú.
Él pasó los dedos por la mesa lacada. Dios, estaba exhausto. Quería a Bella a su lado, cerca. Necesitaba abrazarla y encontrar su propia paz con ella.
—Significa mucho para mí que hayas venido, madre. Y que hayas esperado a que regresase. Y que me des tu bendición. Gracias.
Louisa asintió.
—Te quiero, Edward. Haré todo lo posible para demostrarte cuánto, y espero que algún día ni la desconfianza ni la suspicacia tengan cabida entre nosotros.
—Yo también lo espero.
Su madre rodeó el escritorio y se inclinó para darle un beso en la mejilla.
Edward le cogió la muñeca antes de que se apartase y la retuvo cerca de él para poder observar su reacción. ¿De verdad había ido a verlo porque se arrepentía de su comportamiento, sin ningún otro plan, sólo para demostrarle su afecto? ¿O ya se había enterado de lo que él todavía no le había contado y le daba su bendición porque creía que así era un riesgo controlado?
—Serás abuela —le dijo despacio.
Louisa se quedó petrificada, sin respirar y entonces sus ojos se llenaron de una alegría incontenible.
—Edward.
No, su madre no lo sabía. El alivio que sintió al saber que su afecto había sido sincero se extendió por sus venas.
—No gracias a mí. Tal como dedujiste, Isabella es estéril. Pero Emmaline… Al final resulta que Albert cumplió con su deber. Quizá no sea niño y no pueda nombrarlo mi heredero, pero con independencia del sexo del bebé, al menos tendrás la alegría de ser abuela.
Una trémula sonrisa borró la melancolía de los ojos azules de Louisa, iguales a los de él.
Edward le devolvió la sonrisa.
LLORANDO...pero a veces la vida es así.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
