No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


ÁMAME


8

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué has ido allí?

Edward caminaba por delante del fuego que ardía en la chimenea de su despacho, maldiciendo en voz baja.

—Porque sí —se limitó a contestar Jacques.

—¿Porque sí? ¡Porque sí!

Edward miró el objeto que tenía en la mano, una miniatura de Bella que sólo debería ver un amante. La joven posaba en salto de cama, con un provocativo hombro descubierto casi hasta el pezón, el pelo suelto y los labios rojos ligeramente separados. Como si la hubieran retratado después de una placentera y larga sesión de buen sexo.

¿Para quién se habría hecho esa miniatura? Desde luego no era para él. Tenía que haber sido encargada hacía meses.

—Estaba muy hermosa.

Edward se detuvo delante del fuego y se inclinó sobre él, deseando haberla visto.

—¿De qué color iba vestida?

—De amarillo.

—¿Se te ha acercado ella?

—En cierto modo.

Jacques se sentó en el sofá y apoyó un brazo sobre el respaldo con aire despreocupado, una actitud que contrastaba mucho con la agitación de Edward.

Éste soltó el aire con fuerza.

—Maldita sea. Yo quería guardar las distancias.

—¿Por qué? ¿Para mantenerla a salvo? Está muy bien vigilada. —El francés tamborileó con los dedos sobre la madera del respaldo del sofá—. ¿A qué se debe eso?

—Su hermana y el marido de ésta son famosos criminales. Y temen que alguien pueda utilizar a Bella en su contra, igual que yo.

Se apartó de la chimenea y se dejó caer sobre el sillón de detrás del escritorio.

—Pensaba que su padre era un hombre de cierta importancia.

—Sí, era vizconde. —Jacques arqueó las cejas y Edward prosiguió—: Su avaricia sólo se veía superada por su crueldad. No era capaz de ver más allá de sus propias necesidades y deseos. Se casó con una encantadora viuda con el único fin de tener acceso a su hija, la hermana de Bella. Envió a la chica a las mejores escuelas y luego la vendió en matrimonio a hombres a los que acababa asesinando para hacerse con sus posesiones.

—Mon Dieu! —Jacques detuvo su movimiento y dejó los dedos suspendidos en el aire—. ¿Por qué no huyó la joven?

—Lord Welton tenía a Bella cautiva y la utilizaba para conseguir su cooperación.

Al francés se le endureció el semblante.

—Espero que recibiera su merecido. Hay muy pocas cosas en esta vida que me resulten más detestables que el daño causado a la propia familia.

—Al final lo juzgaron y lo colgaron. Y mientras trataba de liberar a su hermana, María conoció a Christopher St. John, un célebre pirata y contrabandista. Juntos idearon la forma de rescatar a Bella e implicar a Welton en los asesinatos de los dos maridos de María.

Edward se pasó una mano por el pelo.

—La historia es mucho más compleja que todo esto, pero basta con decir que St. John y su mujer son dos personas con muchos enemigos.

—Teniendo en cuenta las circunstancias del pasado y el presente de la señorita Swan, es incluso más curioso que se hay a acercado a mí como lo ha hecho.

—Bella siempre ha sido imprevisible.

La mirada de Edward se volvió a posar en la miniatura que tenía en la mano.

Era una provocación irresistible que debía tratar de ignorar.

—¿Qué te ha dado?

—Una invitación.

De hecho, una petición privada para que se encontrase con ella en el baile de los Fairchild. Otra oportunidad para verla y hablar.

—¿Asistirás?

—Creo que lo mejor sería que abandonara la ciudad —contestó, pensando adónde ir. Podría viajar a Bristol, lugar de origen de los Cartland, y ver qué podía encontrar de interés allí. Un hombre como Cartland no tendría un pasado limpio.

Tenía que haber algo que Edward pudiera utilizar para sacarlo de su escondite—. No nos podemos arriesgar a quedarnos demasiado tiempo en el mismo sitio.

—Y yo que estaba empezando a cogerle cariño a Londres —dijo Jacques con ironía.

Edward sabía que, aunque el francés tratara de esconderlo valerosamente, Inglaterra le parecía un lugar desagradable y, evidentemente, se moría de ganas de volver a su casa.

—No tienes por qué venir conmigo. —Edward sonrió para suavizar sus palabras—. Para serte sincero, no sé qué haces aquí.

El otro encogió sus robustos hombros.

—Algunos hombres nacen para mandar. Yo nací para servir. —Se puso de pie—. Empezaré a empaquetar nuestras cosas.

—Gracias. —Edward cerró el puño alrededor de la preciosa miniatura de Bella y luego la metió en el cajón donde había guardado el antifaz—. Te ayudaré.

Se levantó y se dijo que lo mejor que podía hacer por Bella era poner distancia entre los dos.

Pero la imagen del retrato se negaba a abandonar su mente y le carcomía el alma de tal forma que se preguntó si lograría sobrevivir.

Bella siempre había sido conocida por sus merodeos. Su inusual infancia la había llevado a detestar la soledad con la misma intensidad con que la necesitaba.

Nunca había sido capaz de quedarse sentada mucho rato y siempre buscaba excusas para poder estar sola, incluso en las cenas más íntimas. Cullen comprendía bien su necesidad de moverse, motivo por el que siempre se apresuraba a sugerirle que dieran algún paseo o que salieran a tomar un poco el aire.

Por eso cuando ella le pidió que la dejara sola unos momentos, no le dio ninguna importancia, ni tampoco lo hizo lady Montrose, su carabina. Los dos sonrieron y asintieron dándole la libertad que necesitaba.

Si Montoya acudiese a su cita…

Bajó la escalera procurando ser lo más silenciosa posible y luego se deslizó en el interior de una alcoba al oír el sonido de unas voces que se aproximaban, haciéndola comprender que corría peligro de que la descubrieran. Luego, con el corazón acelerado, esperó a que los invitados pasaran de largo.

¿Aparecería? ¿Habría encontrado la forma de llegar a ella? El hecho de que hubiera asistido al baile de máscaras la indujo a pensar que era un hombre de cierta importancia. Le habría bastado con conseguir que alguien le presentara a lady Fairchild para hacerse con una invitación para la fiesta de aquella noche. Y, sin embargo, todas las veces que Bella preguntó por él recibió miradas de completa ignorancia.

No lo habían invitado.

Aunque eso no tenía por qué significar que no estuviera allí.

Si el interés que tenía para acercarse a ella estaba relacionado con St. John, Bella imaginaba que poseería los conocimientos necesarios para entrar en la casa y encontrar el salón privado donde lo había citado. No obstante, era incapaz de decidir si era mejor que él no acudiera. Teniendo en cuenta quién la alojaba en su casa y con quién se suponía que debía casarse, no se podía permitir más problemas. Pero su temerario corazón se empeñaba en ignorar las circunstancias y se concentraba sólo en lo que quería. No estaba segura de lo que haría si Montoya respondía a su invitación, lo único que sabía era que deseaba que lo hiciera.

Cuando lo pensaba, una abrumadora sensación de anticipación y expectación se apoderaba de ella. Esa noche se había vestido con toda la intención: había elegido un vestido de grueso damasco oscuro, acentuado por delicados encajes dorados en el corpiño, el borde de las mangas y las enaguas. Y después se puso zafiros en el pelo, alrededor del cuello y en los dedos, con la esperanza de parecer una mujer mayor y con más mundo.

Ojalá se sintiera de ese modo también por dentro. Pero estaba igual que cuando era una muchacha: casi sin aliento debido a lo mucho que deseaba ver a Edward y ansiosa por sentir las emociones que únicamente él conseguía despertar en ella. Pensaba que nunca se volvería a sentir de la misma forma. Y era emocionante y aterrador experimentar de nuevo esos sentimientos por un desconocido enmascarado.

Por fin llegó al pequeño salón que había mencionado en su nota. Sarah, su doncella, conocía la existencia de esa estancia por su prima, que trabajaba en casa de los Fairchild, y le había facilitado la información a Bella para que supiera adónde dirigirse si necesitaba retirarse a algún lugar tranquilo.

Se detuvo un momento con la mano sobre el pomo e inspiró con fuerza para relajarse. Enseguida se dio cuenta de que era imposible, así que dejó de intentarlo. Abrió la puerta y entró en la habitación. Las cortinas estaban descorridas y la luz de la luna se colaba por las ventanas.

Esperó junto a la puerta hasta que sus ojos se adaptaron a la falta de luz.

Expectante, contuvo la respiración y aguzó el oído para escuchar por encima del rugido de su sangre, con la esperanza de que él estuviera y a allí y la llamara.

Pero lo único que oyó fue el tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea.

Se acercó a la ventana y se dio la vuelta para mirar la habitación. Dos sofás, un diván, dos sillones, mesas de diversos tamaños repartidas aquí y allá, pero ni rastro de Montoya.

Suspiró intranquila y se retorció las manos por encima de su voluminosa falda. Quizá hubiera llegado demasiado pronto o él estuviera teniendo problemas para entrar en la casa. Miró por la ventana, medio asustada por la idea de que la pudiera estar esperando fuera. Pero tampoco estaba allí.

Sólo podía permanecer allí unos minutos. No podía quedarse más tiempo.

Empezó a pasear de un lado a otro, escuchando el incansable sonido del reloj.

Se relajó un poco y su respiración volvió al ritmo habitual. Sentía el peso de la decepción sobre los hombros y en las comisuras de los labios. Diez minutos más tarde, comprendió que no podía quedarse más rato, aunque, de no ser porque sabía que sus acompañantes se preocuparían por ella, por su parte sería capaz de esperar toda la noche.

Se encaminó hacia la puerta.

—Bueno, por lo menos ahora ya no hay nada que me vaya a distraer de los planes de boda —murmuró para sí misma.

—¿Para quién encargó la miniatura?

Bella se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y se estremeció al oír aquella voz grave que la envolvió como un cálido abrazo. Se le puso la piel de gallina y se le separaron los labios para dejar escapar un jadeo silencioso. Luego se dio la vuelta muy despacio, con los ojos abiertos como platos. Fue entonces cuando vio el ligero brillo del antifaz y del pañuelo en la esquina más alejada de la habitación. Montoya volvía a vestir de negro, cosa que le permitía ocultarse perfectamente entre las sombras.

—Para lord Cullen —contestó ella, ligeramente sorprendida por la repentina aparición de su fantasma y al comprender que había estado ahí todo el rato.

Observándola.

¿Por qué llevaría la máscara? ¿Qué estaba escondiendo?

—¿Con qué intención lo hizo? —le preguntó con brusquedad—. No es la clase de regalo que una novia virginal suele entregarle a su prometido.

Ella dio un paso hacia él.

—Quédese donde está y conteste la pregunta.

Bella frunció el cejo al percibir su sequedad.

—Quería que me viera de otra forma.

—Él la verá de todas las formas posibles. La verá desnuda.

Había cierta amargura en su tono, cosa que suavizó el recelo de Bella y le permitió decir lo que no se habría atrevido a expresar en otras circunstancias.

—Quería que comprendiera que estaba dispuesta a compartir con él esa parte de mí —confesó.

El estado de alerta que tensaba el cuerpo de Montoya era evidente.

—Y ¿por qué iba a dudarlo?

—¿Tenemos que hablar de él? —Bella dio unos golpecitos impacientes con el pie—. Como ha estado tanto rato escondido en esa esquina, ahora ya casi no nos queda tiempo.

—No estamos hablando de él —dijo la sedosa voz del conde—. Estamos tratando de averiguar cómo es que ha acabado en mis manos un regalo íntimo pensado para su prometido. ¿También quiere que yo la vea de otra forma?

Bella se dio cuenta de que no dejaba de retorcerse las manos con nerviosismo y se las escondió detrás de la espalda.

—Creo que usted ya me ve de un modo diferente —murmuró—.Independientemente de la miniatura.

Él esbozó una blanca sonrisa que brilló en la oscuridad.

—Y si y o, un desconocido, puedo verla como una criatura sexual, ¿por qué su futuro marido tiene dificultades para hacerlo? Bella contuvo la respiración mientras pensaba en su perspicaz análisis.

—¿Qué quiere que le diga? Sería inapropiado que le hablase de mi vida privada.

—Y ¿mandarme una imagen provocativa sí es apropiado?

—Si tanto le molesta, puede devolvérmela. —Y tendió la mano.

—No —contestó él—. Nunca se la devolveré.

—¿Por qué no? —Bella arqueó una ceja, desafiante—. ¿Acaso pretende utilizarla en mi contra?

—Como si fuera a permitir que la viera alguien.

Posesividad. Tan clara como el día. Él se mostraba posesivo con ella. Estaba sorprendida y encantada a un tiempo.

—¿Por qué lord Cullen no la ve como usted desea que la vean? —le preguntó,acercándose al fin.

Su alta figura surgió de entre las sombras y se detuvo bajo la luz de la luna. A Bella se le aceleró el corazón. Había algo de depredador, y, sin embargo, elegante, en su forma de moverse, con los faldones de la casaca balanceándose detrás de su cuerpo a causa de sus decididos pasos. Aquel hombre era puro poder revestido de una apariencia civilizada. Eso hacía que su encanto fuera todavía más seductor y que ella quisiera verlo descontrolado y libre. Sus rasgos eran austeros y sus apetecibles labios la provocaban para que los besara.

« Eso es lo que quiero —comprendió Bella de repente—. Por eso necesitaba volver a verlo» .

Y estaba dispuesta a ser sincera con él para conseguir ese objetivo.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿No se casan por amor? —le preguntó Montoya, deteniéndose a poca distancia de ella.

—No debería contestar a eso.

—Y yo no tendría que estar aquí. No debería haberme provocado.

—Hizo que me siguieran.

Él negó con la cabeza.

—No. Jacques lo hizo por su cuenta. Yo me voy de la ciudad. Necesito alejarme de usted antes de que esto vaya más lejos.

—¿Cómo puede marcharse? ¿No sintió el embrujo de nuestro baile en el jardín? —Bella se llevó la mano a los zafiros que le adornaban el cuello—. ¿No piensa en el beso que nos dimos?

—No puedo dejar de pensar en él. —Entonces se abalanzó hacia ella y la estrechó con fuerza, como si de repente algo en su interior se hubiera librado de sus ataduras—. Despierto. Y dormido.

Bella sintió el ardor de su mirada sobre los labios. Se humedeció el labio inferior e inspiró el aroma de su piel. Éste era exótico, picante, puro animal masculino. Y entonces algo se estremeció en su interior de forma instintiva.

—Hágalo —lo provocó, mientras su pecho se movía contra el de él con la respiración acelerada.

Montoya murmuró un juramento.

—No lo ama.

—Ojalá lo hiciera.

Ella movió las manos con indecisión por debajo de su casaca y las posó sobre su cintura. El conde tenía la piel caliente, tanto que podía percibir el calor a través de la ropa.

—¿Le ha entregado su corazón a alguien?

Bella dejó escapar un tembloroso suspiro.

—En cierto modo.

—¿Por qué yo?

—¿Por qué la máscara? —contraatacó. Odiaba la sensación de que la desnudara con sus preguntas.

Él la miró fijamente.

—No creo que quiera ver mi rostro.

La inquietó la rotundidad de su tono. La incertidumbre se apoderó de ella hasta el punto de que lo soltó y trató de recular. Pero Montoya la agarró con fuerza.

—Vamos a aclarar esto ahora mismo —dijo, levantando la mano para acariciarle la mejilla con las ásperas yemas de los dedos—. ¿Qué quiere de mí?

—¿Se acercó a mí por St. John?

Él negó con la cabeza.

—Mis motivos eran muy simples. Vi a una mujer hermosa, me olvidé de los modales y me quedé mirándola fijamente, cosa que la incomodó. Luego traté de disculparme. Eso es todo.

Le posó las manos en la espalda y las deslizó hacia abajo para apretarla contra él.

Era tan duro y sólido que Bella quería estrecharlo y tocarlo con total libertad. Sólo había un hombre en el mundo que la hubiera abrazado de esa forma. Unos días antes, habría asegurado que su capacidad de disfrutar de un abrazo como ése con todas las fibras de su ser había muerto con Edward. Pero ahora sabía que no era cierto.

Era extraordinario que hubiera encontrado a Montoya.

O, para ser exactos, lo extraordinario era que él la hubiera encontrado a ella.

—La otra noche… dijo que venían los otros —le recordó ella.

—Sí. —Apretó los labios—. Soy un hombre perseguido por su pasado. Por eso no debería citarme.

—No tenía por qué venir.

Un pasado que le permitía reconocer códigos secretos que muchos aristócratas no advertirían. ¿Quién era ese hombre?

Los labios de él se arquearon divertidos y ella se los tocó con un dedo. No podía distinguir ninguna deformación por los agujeros de la máscara ni alrededor de su boca. Lo único que podía ver eran unos ojos oscuros levemente rasgados y una boca hecha para pecar. Su curvatura, su forma y su firmeza eran pura perfección. Bella podía imaginarse besándolo durante horas sin aburrirse.

Pensó que podría lidiar con cualquier problema físico que pudiera tener.

Entonces tocó el borde de la máscara.

—Déjeme verlo.


Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23