No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


ÁMAME

14

Los peatones, carretillas y carruajes recorrían la calle a un ritmo pausado.

Hacía un día soleado y agradablemente cálido y la breve llovizna que había caído por la mañana había limpiado el aire. Sin embargo, Edward estaba muy lejos de sentirse relajado. Había algo en aquel día que no le gustaba.

—No deberías preocuparte tanto —le dijo Jacques—. Ella estará bien. Nadie os ha conectado ni a ti ni a tu pasado con la señorita Swan.

Edward sonrió con pesar.

—¿Tan transparente soy?

—Oui. Cuando bajas la guardia.

Él dejó vagar la mirada por fuera de la ventana del carruaje y observó a las muchas personas ocupadas en sus quehaceres diarios. En su caso, la tarea que tenía por delante era abandonar la ciudad. En ese momento, su carruaje transitaba por la carretera que los conduciría a Bristol. Ya habían empaquetado todas sus cosas y liquidado la cuenta con el arrendador de la casa.

Pero Edward seguía intranquilo.

La sensación de que estaba dejando su corazón en la ciudad era peor que la primera vez. Cada día que pasaba era más consciente de su mortalidad. La vida era finita y la posibilidad de pasar el resto de la suya sin Bella le resultaba demasiado dolorosa.

—Nunca he ido en carruaje con ella —dijo, agarrándose con la mano enguantada al borde de la ventana—. Nunca me he sentado con ella a la mesa para comer. Todo lo que he hecho durante estos últimos años ha sido para conseguir una mejor posición que me proporcionara el privilegio de poder disfrutar de todas las facetas de su vida.

Los oscuros ojos de Jacques lo observaban por debajo del ala del sombrero.

Estaba sentado frente a él. Edward nunca lo había visto tan relajado y, sin embargo, seguía transmitiendo una intensa energía.

—Cuando mis padres murieron —continuó Edward, mirando fijamente la calle—, mi tío aceptó el puesto de cochero de lord Welton. El sueldo era muy bajo y tuvimos que abandonar el campamento gitano, pero mi tío creyó que esa vida era mejor para mí que la existencia nómada. Él era soltero, pero se tomó muy en serio la tarea de cuidarme.

—Así que él es la fuente de tu sentido del honor —comentó el francés.

Edward esbozó una leve sonrisa.

—A mí no me gustó nada el cambio. Tenía diez años y lamenté mucho abandonar a mis amigos, especialmente cuando acababa de perder a mi padre y a mi madre. Estaba convencido de que mi vida se había acabado y que sería desgraciado para siempre. Y entonces la vi.

Edward recordaba aquel día como si acabara de suceder.

—Sólo tenía siete años, pero su imagen me impresionó. Parecía una muñeca de porcelana: rizos negros, piel de alabastro y ojos verdes. Entonces me tendió una mano sucia, sonrió mostrándome los dientes que le faltaban y me preguntó si quería jugar con ella.

—Charmante —murmuró Jacques.

—Sí que lo era. Bella era como tener doce amigos en uno: aventurera, desafiante y lista. Yo siempre hacía mis tareas lo más rápido posible para poder estar con ella. —Suspiró, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos—.Recuerdo el primer día que me subí al carruaje en calidad de lacayo. Me sentí tan maduro y orgulloso de mi logro… Ella también estaba contenta por mí, le brillaban los ojos de alegría. Pero entonces me di cuenta de que Bella se sentaba dentro del carruaje iba fuera, y de que nunca me permitirían sentarme a su lado.

—Has cambiado mucho desde entonces, mon ami. Ahora ya no existe esa división entre vosotros.

—Pero sí hay una división —replicó Edward—. Lo único que ha cambiado es que ahora no se trata sólo de una cuestión monetaria.

—¿Cuándo te diste cuenta de que la amabas?

—La amé desde el principio. —Apretó los puños sobre sus muslos—. El sentimiento solamente creció y cambió, igual que hicimos nosotros.

Jamás olvidaría una tarde que pasaron jugando en el arroyo, tal como solían hacer a menudo. Él únicamente llevaba calzones y ella una camisola. Bella acababa de cumplir quince años y él, dieciocho. Edward se tambaleó por encima de las piedras de la orilla, tratando de atrapar una rana y se cayó al agua. La encantadora risa de Bella lo hizo volver la cabeza y cuando la vio, su vida cambió para siempre. Ella lo miraba iluminada por el sol, con la camisola empapada y con su preciosa cara rebosante de felicidad. A Edward se le antojó una auténtica ninfa de agua. Atractiva e inocentemente seductora.

Se quedó sin aliento y se le endureció todo el cuerpo. Una ráfaga de cálido apetito le hizo hervir la sangre y le secó la boca. Su miembro, que se había convertido en un intenso y exigente tormento desde que había empezado a madurar, empezó a palpitar, presa de una fuerza muy dolorosa. Ya no era un chico inocente, pero las necesidades físicas que había experimentado antes de aquel momento sólo eran pequeñas molestias comparadas con la necesidad que se apoderó de él al ver el cuerpo semidesnudo de Bella.

De alguna forma y en algún momento, mientras él no estaba mirando, ella se había convertido en una mujer. Y él la deseaba. La deseaba como jamás había deseado nada en el mundo. Se le encogió el corazón presa de aquella repentina necesidad y sus brazos se murieron de ganas de abrazarla. Sintió un vacío en lo más profundo de su ser y supo que sólo Bella podría llenarlo. Completarlo. De niño, ella lo había sido todo para él. Y Edward sabía que también lo sería de hombre.

—¿Edward? —La sonrisa de Bella se desvaneció cuando la tensión se adueñó del aire que flotaba entre ellos.

Un poco más tarde, aquella misma noche, Pietro advirtió su tristeza y le preguntó. En cuanto él le confesó su descubrimiento, su tío reaccionó con una intensa ferocidad.

—Mantente alejado de ella —rugió, echando chispas por sus ojos oscuros—. Debería haber puesto fin a vuestra amistad hace y a mucho tiempo.

—¡No! —La mera idea de alejarse de Bella horrorizó a Edward. Era incapaz de imaginarse la vida sin ella.

Pietro dio un puñetazo en la mesa y se inclinó hacia él.

—Ella está muy por encima de ti. Está fuera de tu alcance. ¡Tu comportamiento nos costará el sustento!

—Pero ¡yo la amo!

En cuanto esas palabras salieron de sus labios, supo que eran ciertas.

Su tío lo sacó de sus aposentos con semblante muy serio y se lo llevó al pueblo. Allí lo dejó en brazos de una preciosa prostituta que se mostró encantada de dejarlo bien seco. Era una mujer madura que no tenía nada que ver con las jovencitas inexpertas con las que Edward se había entretenido hasta entonces. Se aseguró de extenuarlo y él abandonó su cama con los músculos convertidos en gelatina y muchas ganas de echarse una buena siesta.

Cuando varias horas más tarde entró tambaleándose en la taberna más próxima, su tío lo recibió con una alegre sonrisa en los labios y rebosante de orgullo paterno.

—Ahora ya tienes otra mujer a la que amar —dijo, dándole una afectuosa palmada en la espalda.

Afirmación que Edward enseguida se apresuró a corregir:

—Le estoy muy agradecido, pero yo sólo amo a Bella.

A Pietro se le borró la sonrisa. Al día siguiente, cuando Edward vio a Bella y sintió el mismo deseo lujurioso que experimentó en el arroyo, supo por instinto que el sexo sería distinto con ella. De la misma forma que había conseguido dar más luz a sus días y aligerar su corazón, también sabía que lograría que el sexo fuera más profundo y placentero. El ansia que sentía por esa conexión era innegable. Lo arañaba por dentro y no le daba tregua.

Durante los meses siguientes, Pietro no dejó de advertirle ni un solo día que la dejara en paz. Su tío le decía que si de verdad la amaba tenía que querer lo mejor para ella y que un mozo de establo gitano nunca lo sería.

Al final consiguió alejarla de él. Y eso lo mató.

Seguía matándolo.

El carruaje rebotaba, se mecía y retumbaba por las calles, cada nuevo movimiento era una señal de que se alejaba más y más de lo único que había deseado en el mundo.

—Volverás a estar con ella —auguró Jacques en voz baja—. Esto no se ha acabado aquí.

—Hasta que pongamos fin a este asunto con Cartland no puedo ni pensar en ella. Hay un buen motivo por el que Quinn siguió sirviéndose de los servicios de Cartland a pesar de ser un hombre problemático: es un rastreador excelente. Y mientras siga buscándome, no tengo futuro.

—Yo creo en el destino, mon ami. Y el tuyo no es morir a manos de ese hombre. Te lo aseguro.

Edward asintió, pero en realidad no se sentía tan optimista.

Los dedos cubiertos con guantes blancos que se aferraban a la ventana del carruaje pertenecían a Montoya. Bella estaba convencida de ello.

Cuando el impresionante coche pasó por su lado, lanzó un descuidado vistazo al interior del vehículo y vio a Jacques. La sorpresa la dejó helada y el escalofrío que le provocó el descubrimiento la atravesó y la llenó de esperanza. Entonces reparó en la gran cantidad de baúles que había en la parte posterior del vehículo.

Montoya abandonaba la ciudad, tal como había dicho que haría.

Por suerte para ella, pero por desgracia para él, su cochero había elegido pasar por la calle por la que transitaba, Bella con su hermana, buscándolo precisamente de él.

—María —dijo con urgencia, temerosa de apartar los ojos, por miedo a perderlo de vista.

—¿Hum? —contestó su hermana, distraída—. Mira, aquí venden máscaras.

Antes de que Bella pudiera decir nada, María se metió en la tienda, haciendo sonar las campanillas de la entrada.

Había gran cantidad de peatones a su alrededor, aunque la mayoría se alejaban de ellas debido a la presencia de Tim, que sobresalía por encima de cualquiera y vigilaba a sus protegidas con ojos de halcón.

—Tim. —Bella levantó el brazo y señaló el carruaje, que se alejaba cada vez más—. Montoya va en ese carruaje negro. Tenemos que darnos prisa o lo perderemos.

La sensación de que se le escurría entre los dedos le provocó una ansiedad que no había experimentado nunca. Se agarró la falda y casi corrió tras el carruaje.

Un coche de caballos de alquiler dejó a unos pasajeros algunos metros más adelante y Bella se dirigió hacia él levantando la mano y agitándola con frenesí.

Cuando Tim advirtió sus intenciones, maldijo entre dientes, la agarró del codo y tiró de ella.

—¡Deténgase! —gritó, cuando el cochero iba a ponerse y a en marcha sin verlos.

El hombre volvió la cabeza y se quedó de piedra al ver al gigante. Tragó con fuerza y asintió. Cuando alcanzaron el carruaje, Tim abrió la puerta y metió a Bella dentro. Luego miró a los dos lacayos que los habían seguido.

—Volved con los demás, buscad a la señora St. John y explicadle lo que ha pasado.

Sam, un hombre pelirrojo que llevaba varios años trabajando para St. John, asintió con energía.

—Entendido. Id con cuidado.

Tim se metió también en el carruaje y Bella tuvo que echarse hacia el rincón del asiento para hacerle sitio.

—Esto no me gusta —le dijo él con brusquedad.

—¡Date prisa! —lo presionó ella—. Puedes reprenderme por el camino.

Tim la fulminó con la mirada, maldijo de nuevo y le gritó las instrucciones pertinentes al cochero.

El carruaje se puso en marcha y se alejó de la calle para adentrarse en el tráfico.

Las campanillas seguían sonando cuando María se detuvo ante un caballero alto y elegante que le bloqueaba el paso. Lo acompañaba una preciosa rubia vestida a la última moda francesa. María miró alternativamente a uno y otro, pensando que eran una pareja muy atractiva.

—¡Simón! —Se quedó de una pieza al reconocer al hombre.

—Mhuirnín. —El hombre le cogió la mano y se la llevó a los labios. El tierno afecto que impregnaba su voz resultaba evidente—. Estás arrebatadora, como siempre.

Simón Quinn estaba de pie ante ella, con un aspecto pecaminosamente delicioso que ningún hombre debería tener. Llevaba unos calzones beige y una casaca verde oscuro; su poderosa figura atraía las miradas de cualquier mujer que tuviera cerca. Tenía complexión de trabajador, pero llevaba unos ropajes tan elegantes que parecían hechos para el mismísimo rey.

—No sabía que habías vuelto a Londres —lo reprendió ella con suavidad—. Y tengo que admitir que estoy bastante ofendida al ver que no te has puesto en contacto conmigo de inmediato.

La francesa esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos y lo llamó:

—Quinn… —Negó con la cabeza, haciendo ondear las festivas cintas que la adornaban—. Por lo visto, tu lamentable forma de tratar a las mujeres es un rasgo recurrente de tu personalidad.

—Silencio —le espetó él.

María frunció el cejo. No estaba acostumbrada a ver a Simón mostrándose cortante con mujeres tan hermosas como aquélla.

Entonces las campanillas de la puerta volvieron a sonar y María trató de apartarse, pero alguien la agarró del brazo. El contacto la pilló por sorpresa y se dio media vuelta haciendo ondear su falda rosa para encontrarse con Sam, que estaba muy nervioso.

—La señorita Bella ha visto su carruaje y ha salido corriendo tras él —le explicó el lacayo—. Tim está con ella, pero…

—¿Bella?

En ese momento, María se dio cuenta de que su hermana no estaba con ella y salió corriendo a la calle llena de gente.

—Van por allí —indicó Sam, señalando un carruaje que se alejaba calle abajo.

—¿Ha visto a Montoya —preguntó, sintiendo cómo los nervios le oprimían el estómago.

Entonces se cogió la falda y empezó a abrirse camino entre los peatones, mientras Simón y la rubia la seguían a toda prisa y otros hombres de St. John se dirigían también hacia ellos. Estaban provocando una especie de aglomeración, pero a María no le importaba. Lo único que le preocupaba era llegar hasta Bella.

Cuando se dio cuenta de que le iba a resultar imposible alcanzar su coche a pie, se detuvo.

—Necesito mi carruaje.

—Ya he pedido que lo vayan a buscar —le dijo Sam, que seguía a su lado.

—Ve a casa y dile a St. John lo que ocurre. —La cabeza le iba a mil por hora y ya había empezado a planear las próximas horas—. Yo me llevaré al resto de los hombres. Cuando encontremos a Bella, mandaré a alguien para informar de dónde estamos.

Sam asintió y se marchó en busca de su caballo.

—¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó Simón preocupado y con el cejo fruncido. La rubia, sin embargo, sólo parecía vagamente interesada.

María suspiró.

—Mi hermana se enamoró de un desconocido enmascarado al que conoció en un baile hace algunas noches y ahora lo está persiguiendo.

La repentina tensión de Simón no hizo más que aumentar el nerviosismo de María. Si él había advertido algún peligro en aquella situación, sabía que la preocupación por su hermana estaba más que justificada.

—Desde que lo conoció vivo muy preocupada —prosiguió—, pero no hay forma de persuadirla de que lo olvide. He intentado razonar con ella, pero está decidida a dar con él. Y St. John también. Le he dicho a Bella que y o la ayudaría a buscarlo, con la intención de controlar parte del asunto, pero parece que lo ha visto en la calle hace un rato y ahora lo está persiguiendo.

—¡Cielo santo! —gritó Simón, con los ojos abiertos como platos.

—¡Oh, es encantador! —exclamó la señorita Rousseau dejando que sus ojos mostraran al fin alguna emoción.

—Iré contigo —anunció Simón con brusquedad, gesticulando en dirección a su lacayo.

El chico salió corriendo a buscar su carruaje.

—No tienes por qué implicarte en esto —dijo María con la respiración agitada—. Ya tienes un compromiso. Disfruta del día.

—Estás muy alterada, mhuirnín, y quizá yo pueda ayudarte. Además, estábamos a punto de dejar la ciudad para irnos de vacaciones. A la señorita Rousseau no le importará que alteremos nuestro destino.

—La verdad es que no —admitió la francesa sonriendo—. En realidad me gustaría ir con vosotros. Las parejas de tontos enamorados siempre son muy divertidas.


Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23