No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
ÁMAME
20
Alguien llamó a la puerta y el sonido la despertó. María, medio dormida, tardó un momento en recordar dónde estaba. Entonces, los recuerdos del día anterior y la larga noche que había pasado medio en vela acudieron a su mente como una avalancha. Se sentó en la cama a toda prisa, apartó las sábanas y corrió hacia la puerta.
—¡Christopher!
Se lanzó con alegría a los brazos de su marido, que la abrazó, levantándola del suelo para entrar con ella en la habitación.
—¿Cómo me has encontrado tan deprisa? —le preguntó, mientras él cerraba la puerta de una patada.
—Habría sido mucho más rápido si te hubieras quedado en casa de uno de mis hombres en lugar de pernoctar en esta pocilga, maldita seas. ¿Qué narices haces aquí?
—Simón insistió.
Ella había intentado que se quedaran en una de las muchas casas que Christopher poseía repartidas por todo el país. No eran elegantes: eran pequeñas casitas habitadas por hombres y a mayores, que vivían de pensiones que les proporcionaba St. John. Eran lugares seguros, cómodos y solían estar ubicados en rincones tranquilos en los que se hacían pocas preguntas y no se recibían muchas visitas. Gracias a esas casas habían salvado muchas vidas.
—Pues maldito sea él también —exclamó Christopher.
Luego se apoderó de sus labios y la besó con avidez.
Cuando a ella le flaquearon las piernas y se quedó sin aliento, él murmuró:
—Maldita bruja. ¿Por qué me atormentas de este modo?
—¡Esto no ha sido culpa mía! —protestó María, quitándole el sombrero.
—Claro que sí. —La llevó a la cama y la lanzó sobre ella. Su mirada se calentó al ver que sólo llevaba la camisola. Luego se quitó la capa y añadió—: Si no hubieras dejado que Bella siguiera fantaseando, ahora no tendríamos que perseguirlo no habría pasado la noche helado dentro de un carruaje.
—Se habría marchado sola.
María se metió bajo las sábanas.
Christopher atizó el fuego, se quitó el chaleco y las botas y se metió en la cama junto a ella, con los calzones y la camisa puestos.
—Dime cómo me has encontrado tan deprisa —le pidió ella, acurrucándose a su lado.
—Cuando Sam regresó para decirme que te habías ido, mencionó a Quinn.
Mandé a algunos hombres a averiguar dónde se alojaba y en sus aposentos encontraron a su asistente, que estaba recogiendo sus cosas. Lo seguí y él me trajo hasta aquí.
María frunció el cejo y levantó la cabeza.
—¿Cómo es posible? No teníamos ni idea de que nos íbamos a quedar aquí hasta que llegamos.
—Quinn debía de saberlo, porque su asistente y la doncella de su compañera francesa han venido directamente a este lugar. Tú misma has dicho que fue él quien insistió.
—Insistió en que no nos alejáramos de la carretera.
Pero al pensar en ello, recordó que fue Simón quien le pidió que se alojaran en la primera posada que encontraran antes de llegar a Reading. María había protestado por el sórdido aspecto del lugar, pero él se quejó de que tenía el culo adolorido y mucha hambre.
—No lo entiendo. —Se sentó y miró a su marido, que se había apoyado contra el cabezal—. Nuestro encuentro en la tienda fue fortuito, de eso estoy segura. E incluso aunque me equivocara, no había forma de que Simón supiera que Bella saldría corriendo como lo hizo.
—Pero sí sabía a quién perseguía ella y adónde se dirigía ese hombre… —Christopher calló y dejó que ella sacara sus propias conclusiones.
—Me dijo que estaban de vacaciones y, sin embargo, tú dices que su asistente y sus cosas aún no estaban preparadas. ¿Por qué me engañaría? ¿Por qué querría fingir ayudarme cuando tenía sus propios motivos para seguir al conde?
—Tendremos que hacerle algunas preguntas dentro de unas horas, cuando nos levantemos.
—¿¡Dentro de unas horas!?
Él bostezó y tiró de ella para estrecharla entre sus brazos.
—Su habitación está vigilada y aún es muy temprano. Les he ordenado a algunos jinetes que sigan el rastro de Bella. No hay nada que no pueda esperar a que eche la cabezadita que tanto necesito. Tengo que dormir un poco o no serviré para nada durante el resto del día. Además, y espero que me perdones por decirlo, tú tampoco pareces estar muy descansada.
María se dejó abrazar por su esposo con cierta reticencia. Era una mujer que actuaba rápido. Eso era lo que la había mantenido con vida hasta ese momento.
—No duermo bien cuando no estoy contigo —reconoció.
Él la abrazó con más fuerza y le dio un beso en la cabeza.
—Me alegro de oír eso.
—Me debo de haber acostumbrado a tus ronquidos.
Christopher levantó la cabeza.
—¡Yo no ronco!
—¿Cómo lo sabes? Estás dormido cuando lo haces.
—Alguien me lo habría dicho antes que tú —argumentó.
—Quizá las agotabas tanto que se quedaban dormidas antes de acabar.
St. John gruñó y la inmovilizó bajo su cuerpo. Ella parpadeó con fingida inocencia. Nadie se atrevía a tomarle el pelo al temido pirata salvo ella.
Despertar su ira era una deliciosa tentación a la que no se podía resistir: sabía bien que cuanto más lo molestaba, él más se excitaba.
—Si necesitas cansarte, señora —replicó, metiendo la mano entre ellos para desabrocharse los pantalones—, soy perfectamente capaz de ocuparme de esa tarea.
—Acabas de decir que no servías para nada y que necesitabas echar una cabezadita.
Él le levantó la camisola y le cogió el sexo con la mano. María se humedeció inmediatamente. Christopher percibió su caliente deseo. Ella gimió cuando la acarició de nuevo y él esbozó una sonrisa arrogante, separándose un poco para situar su erección.
—¿Te parece que esto no sirve para nada? —ronroneó, penetrándola.
—Oh, Christopher —susurró María, abrumada por el intenso placer que le proporcionaba. Después de casi seis años de matrimonio, el ardor que sentía por él no se había reducido ni un ápice—. Te quiero tanto… Por favor, no te quedes dormido antes de que llegue al orgasmo.
—Pagarás por esto —le dijo con la voz teñida de placer.
Y se aseguró de que así fuera.
Fue maravilloso.
Edward estaba enjuagando su cuchilla cuando un ruido llamó su atención y lo hizo detenerse. Escuchó con atención con los nervios alerta y preparado para una posible confrontación.
Ya hacía un rato que Bella había vuelto a su cuarto, pero él dudaba mucho de que se hubiera dormido. Era demasiado curiosa y tenía una naturaleza demasiado impaciente. Conociéndola como la conocía, imaginaba que debía de estar paseando nerviosa por la habitación, mirando continuamente el reloj y contando los minutos que quedaban para que llegara el momento en que él le revelara su identidad.
Ahí estaba. Lo oyó de nuevo. El evidente sonido de alguien que rascaba la puerta.
Dejó la cuchilla, cogió un paño y se estaba secando la cara cuando su asistente abrió la puerta. Detrás de él, Jacques entró con expresión seria.
—Han encontrado a la señorita Benbridge, mon ami.
Edward se quedó de piedra.
—¿Quiénes?
—Unos jinetes, esta mañana. Han hablado con el gigante que vino con ella y han dado la vuelta. Edward asintió, soltando el aire que estaba conteniendo.
—¿Reservaste el comedor privado que te pedí?
—Mais oui.
—Gracias. Bajaré enseguida.
Jacques cerró la puerta con cuidado tras él y Edward se apresuró para acabar de asearse. Le había prometido a Bella una explicación y estaba decidido a dársela sin que nadie los interrumpiera.
Le hizo un gesto con la cabeza a su asistente y le dio la espalda para que lo ayudara a ponerse la casaca que había elegido aquella mañana. Era una prenda muy llamativa, que recordaba el precioso plumaje del pavo real. El elevado precio del traje, que incluía calzones y un chaleco con bordados plateados, era más que evidente. El Edward Masen que Bella recordaba con tanto cariño jamás habría podido costearse una ropa tan cara. Decidió ponérsela para la ocasión, para demostrar lo mucho que había subido de posición. Había hecho realidad su sueño de convertirse en un hombre capaz de merecerla y quería que ella se diera cuenta al instante.
Cuando estuvo vestido, Edward salió de su habitación seguro de sí mismo y bajó la escalera que lo llevaría a la sala principal. Sólo tardó un momento en localizar al hombre que había acompañado a Bella. El gigante estaba sentado contra la pared y miraba a su alrededor con atención. Cuando Edward se le acercó, el otro fijó la vista en él con intensidad.
—Buenos días —lo saludó.
—Buenos días —le contestó Edward con voz grave—. Soy el conde Montoya.
—Eso suponía.
—Tengo muchas cosas que explicarle a Bella. ¿Sería tan amable de darme el tiempo y la oportunidad de hacerlo?
El hombre frunció los labios y se reclinó en la silla.
—¿Qué tiene en mente?
—He reservado el comedor privado. Dejaré la puerta entornada, pero le ruego que se quede fuera.
El gigante se puso de pie. Su cabeza asomó por encima de la considerable altura de Edward.
—Eso nos parece bien tanto a mí como a mi espada.
Él asintió y se apartó, pero cuando el gigante fue a retirarse, le dijo:
—Por favor, dele esto.
Le ofreció lo que llevaba en la mano. Él lo miró un momento y lo cogió.
Edward esperó a que subiera la escalera y luego entró en el comedor privado y se preparó para la conversación más difícil de su vida.
En cuanto María entró en la sala principal de la posada, Simón supo que se había metido en un lío. Estaba radiante, como una mujer que acaba de gozar de una sesión de buen sexo, pero si eso no le hubiera dejado entrever que ya había descubierto el engaño, la habría delatado el hecho de que llevara ropa limpia. La confirmación llegó cuando Christopher St. John entró en la sala poco después de su mujer.
—Qué estupenda forma de empezar el día —dijo Lysette con humor.
A pesar de lo mucho que Simón detestaba su gusto por el drama, esa mañana le pareció un alivio oír sus sarcasmos, después del extraño comportamiento que había tenido durante la noche.
Soltó un suspiro de resignación y se puso de pie.
—Buenos días —saludó a la impresionante pareja haciéndoles una reverencia. La combinación del rubio St. John con la sangre española de María resultaba muy atractiva.
—Quinn —respondió el pirata.
—Hola, Simón —murmuró María. Se sentó en la silla que su marido apartó para ella y entrelazó los dedos por encima de la mesa con actitud remilgada—.Tú conoces la identidad del hombre que se oculta tras esa máscara. ¿Quién es?
Simón se volvió a sentar y dijo:
—Es el conde Reynaldo Montoya. Estuvo trabajando varios años para mí.
—¿Estuvo? —repitió St John—. ¿Ya no?
Simón explicó lo que había ocurrido con Cartland.
—Cielo santo —susurró María, con sus ojos oscuros llenos de terror—.Cuando Bella me contó que ese hombre estaba en peligro nunca imaginé que sería hasta ese punto. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me mentiste?
—Es complicado, María —le dijo. Odiaba haber traicionado la confianza que ella raramente depositaba en nadie—. No soy libre de divulgar los secretos de Montoya. Él me ha salvado la vida muchas veces. Por lo menos le debo mi silencio.
—Y ¿qué hay de mi hermana? —gimoteó María—. Ya sabes cuánto significa para mí. Tú eras consciente de que estaba en peligro y no me avisaste… —Se le quebró la voz—. Creía que tú y yo estábamos más unidos.
St. John estiró el brazo y cogió la mano de su mujer. Esa muestra de consuelo le dolió mucho a Simón. María era la mujer a la que él más apreciaba en el mundo.
—Mi intención era ayudarte a encontrarla y ponerla a salvo —explicó—.Después, Montoya y yo nos encargaríamos de poner fin a todo este asunto.
Ella entrecerró los ojos y lo miró con furia. Ésta irradiaba de ella traicionando la femenina apariencia que le proporcionaba el vestido de flores que llevaba.
—Deberías habérmelo dicho, Simón. Si lo hubiera sabido, habría actuado de otra forma.
—Sí —admitió—. Habrías enviado docenas de hombres tras tu hermana, cosa que habría alertado a Cartland y hubiera incrementado el peligro.
—¡Eso no lo sabes! —replicó María.
—Pero sí lo conozco a él. Trabajaba para mí. Sé muy bien cuáles son sus puntos fuertes. Lo suyo es encontrar personas desaparecidas y objetos perdidos.
Un grupo de jinetes rastreando la zona atraería la atención de cualquier mentecato. ¡Y Cartland no tiene un pelo de tonto!
La ronca voz del pirata puso fin a la creciente tensión.
—Y ¿quién representa que es usted, mademoiselle Rosseau?
Lysette hizo un gesto despreocupado y delicado con la mano.
—Yo soy el juez.
—Y, llegado el caso, también el verdugo —masculló Simon.
St. John arqueó las cejas.
—Fascinante.
María se puso de pie y Simon y St. John también se levantaron.
—Ya he perdido demasiado tiempo aquí —espetó—. Tengo que encontrar a Bella antes de que lo haga otra persona.
—Deja que vaya contigo —le pidió Simón—. Yo puedo ayudar.
—Ya me has ayudado bastante, ¡gracias!
—Lysette ha visto a tres jinetes haciendo preguntas en plena noche. —El tono de Simón era muy serio—. Necesitas toda la ayuda que puedas conseguir. La seguridad de Bella está en tu mano, pero lo que pase con Cartland y Montoya es cosa mía.
—Y mía —intervino Lysette—. No entiendo por qué no nos ponemos en contacto con el hombre para el que trabajaste cuando estabas aquí, en Inglaterra.
A mí me parece que nos sería de mucha ayuda.
—Es mucho más probable que St. John disponga de una red más amplia de colaboradores —contestó Simón—. Estoy seguro de que nos costará menos convencer a sus hombres para que se pongan en marcha.
—María. —Christopher le puso una mano en la parte baja de la espalda—.Quinn conoce el aspecto de esos dos hombres y nosotros no. Sin él iremos a ciegas.
Ella volvió a mirar a su antiguo lugarteniente.
—¿Por qué Montoya lleva una máscara?
Simón se esforzó por mantenerse impasible y utilizó la excusa que le había dado Edward.
—Se puso el antifaz para asistir al baile de máscaras. Después lo usó para que a la señorita Benbridge le resultara más difícil seguirlo. No quería ponerla en peligro. Se preocupa mucho por ella.
María levantó la mano para evitar que siguiera hablando.
—Tenemos una complicación más —dijo el pirata. Todos los ojos se posaron sobre él—. Es muy probable que lord Cullen nos esté siguiendo.
—¡Será una broma! —gritó María.
—¿Quién es lord Cullen. —preguntó Lysette.
—Maldita sea —murmuró Simón—. Lo último que necesitamos es la intromisión de un noble.
—Me dijo que quería acompañarme —explicó St. John con seriedad—, pero cuando el asistente de Quinn se marchó, no pude esperarlo. Aun así, me pidió indicaciones y, aunque he sido deliberadamente ambiguo con la esperanza de que lo reconsiderara, podría ser más tenaz que otros hombres de su posición.
María suspiró con fuerza.
—Motivo de más para empezar a moverse cuanto antes.
—He mandando el carruaje urbano de vuelta a Londres —expuso su marido—. Pietro está cargando nuestras cosas en el de viaje en este preciso momento.
Iremos más deprisa en ése.
Por desgracia, Simón no tenía otro carruaje al que recurrir, por lo que su lastimado trasero tendría que conformarse con el único que quedaba.
A continuación, se apresuraron a partir en dirección a Reading, aprovechando la luz del sol que les iluminaba el camino.
Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de su habitación, Bella corrió a abrir.
—¡Tim! —exclamó, sorprendida al ver a su visitante.
No parecía muy contenta. Quizá Tim tuviera intención de convencerla para que se marcharan cuanto antes y eso significaría que tendría que darle explicaciones sobre Montoya y el engaño que había urdido la noche anterior.
Él miró su pelo revuelto y la ropa mal puesta y maldijo con tanta rabia que
Bella esbozó una mueca de dolor.
—¡Anoche me mentiste! —la acusó, entrando en el dormitorio.
Ella parpadeó. ¿Cómo lo sabía?
Entonces vio lo que llevaba en la mano y la respuesta a su pregunta perdió toda importancia.
—Déjame ver —le dijo, con el corazón acelerado ante las posibilidades. Tim sostenía la máscara de Montoya. ¿Cómo? ¿Por qué?
Él se la quedó mirando durante un largo y tenso momento y luego le ofreció la máscara y la nota que la acompañaba.
Mi amor:
Ahora tienes la máscara. Cuando me vuelvas a ver no la llevaré puesta.
A tus pies,
M.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
