No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


ÁMAME

27

Se incorporó y dio media vuelta, mostrándole aquel pecho que ella había venerado con la boca y con las manos.

Era divino. Tan atractivo y viril que al mirarlo le dolía el corazón.

—¿Estás sola? —le preguntó él.

—Completamente.

Edward se estremeció y dio un paso hacia ella.

—Por favor, no te acerques —le pidió Bella.

Él apretó los dientes y se detuvo.

—Quédate. Habla conmigo.

—Y ¿qué podría decir? Ya he escuchado tus motivos. Ya entiendo por qué actuaste de la forma en que lo hiciste.

—¿Hay alguna esperanza para nosotros?

Ella negó con la cabeza.

La agonía transformó el rostro de Edward.

—Mírame —le ordenó entonces con la voz entrecortada—. Mira dónde estamos. Aquí es donde estaría si no me hubiera marchado: cuidando de los caballos de St. John mientras tú vivieras en una mansión en la que yo no podría entrar. ¿Cómo habríamos conseguido estar juntos? Explícamelo.

Bella se tapó la boca para sofocar un sollozo.

—¿Y si renunciara a todo? —prosiguió Edward. Sus palabras destilaban tal desesperación que a ella se le rompió el corazón todavía más—. ¿Y si volviera a aceptar un puesto de sirviente en tu casa? ¿Me aceptarías entonces?

—Maldito seas —exclamó ella, a la defensiva—. ¿Por qué tienes que cambiar para estar conmigo? ¿Por qué no puedes limitarte a ser quien eres?

—¡Yo soy éste! —Abrió los brazos—. Éste es el hombre en el que me he convertido, pero sigue sin ser lo que tú quieres.

—Y ¿a quién le importa lo que yo quiero? —Bella se acercó a él—. ¿Qué es lo que quieres tú?

—¡Yo te quiero a ti!

—Entonces ¿por qué no dejas de alejarte? —le espetó—. Si me quieres lucha por mí. Pero hazlo por ti, no por mí.

Bella le lanzó las riendas del caballo.

Él le cogió la mano.

—Te quiero.

—No lo suficiente —susurró ella, soltándose. Luego dio media vuelta y salió del establo entre un frufrú de seda.

Edward se quedó absorto un buen rato, tratando de pensar qué más podía hacer o decir para recuperar su amor. Lo había hecho todo, y lo había perdido todo.

Entonces, una oscura figura apareció en la puerta y Edward ocultó sus agitadas emociones.

—St. John.

El pirata le lanzó una mirada astuta.

—Han avistado a un jinete solo merodeando por una cerca cercana. Lo están siguiendo de vuelta a la ciudad.

Él asintió.

—Gracias.

—Pronto servirán la cena.

—No creo que pueda soportarlo.

La idea de tener que fingir indiferencia mientras Cullen se apropiaba de Bella en público era demasiado para él.

—Les transmitiré sus excusas.

—Le debo mucho.

St. John vaciló un momento y luego entró un poco más en el establo.

—¿Alguna vez tuvo la desgracia de conocer a lord Welton?

—Una vez. Muy brevemente.

—¿Qué recuerda de él? ¿Conserva alguna impresión?

Edward frunció el cejo y trató de remontarse a aquel día tan lejano.

—Recuerdo haber pensado que no había ninguna calidez en sus ojos.

—No tenía nada que ver con la señorita Swan.

—Pues claro que no.

—Y, sin embargo, ella parece creer que son criaturas similares —murmuró St. John—. O por lo menos que ella es capaz de convertirse en la misma clase de persona. Cada vez que hace algo para satisfacer sus deseos en lugar de dejar que sea la razón quien dicte sus decisiones, lo ve como una debilidad.

Edward digirió la información con cautela. Cuando estaba con él, Bella era una criatura apasionada. Siempre lo había sido. Pero se separaron justo cuando ella acababa de descubrir la traicionera naturaleza de su padre. Era lógico pensar que habría cambiado de alguna forma al descubrir la maldad de Welton. Edward estaba intentando atraer a la chica que conoció años atrás, pero Bella ya no era aquella chica. Debía tenerlo en cuenta.

—Cullen es la elección más razonable para ella —dijo, pero ya no lo pensaba.

La vitalidad de Bella procedía del fuego apasionado que ardía en su interior.

Y eso era algo digno de explorar, como ocurriría si se quedaba con Edward. Esa chica no podía desaparecer tras el decoro que la sociedad le exigiría al ser la esposa de Cullen.

—Sí —convino St. John—. Lo es.

Y se marchó con el mismo sigilo con el que había llegado, dejando a Edward con mucho en que pensar.

Bella estuvo muy tensa durante la cena; no podía olvidar que Edward estaba comiendo en su habitación. La discusión que había mantenido con él en los establos la torturaba. Estaba siendo una compañía desastrosa: hablaba muy poco y ensombrecía el ánimo general, ya de por sí bastante lúgubre. Por mucho que se esforzara, no era capaz de olvidar la imagen de Edward trabajando en el establo, un lugar que podría seguir ocupando si se hubiera quedado en la casa años atrás.

Había sido una revelación muy impactante y no sabía qué creer.

Se retiró pronto y rezó para que el cansancio se apoderara de ella, pero el destino no era tan compasivo. No podía dormir y pasó largas horas dando vueltas en la cama. Al final, dejó de esforzarse y abandonó el calor de su lecho revuelto, se puso la bata sobre el camisón y bajó a la biblioteca.

Era muy tarde y todo el mundo estaba durmiendo; eso significaba que tenía la casa para ella sola. A veces merodeaba por la mansión de St. John por las noches; la reconfortaba el silencio y aquella sensación de soledad que le recordaba su infancia. Dejaba volar su imaginación e inventaba historias y cuentos utilizando pasajes de sus libros favoritos, y siempre acababa en la biblioteca.

La puerta estaba entreabierta y la luz parpadeante de un fuego revelaba la presencia de alguien en su interior. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y se le puso la carne de gallina. Se arrepintió de haber bajado y quiso regresar corriendo a la seguridad de su cama. Reflexionó un momento y se preguntó mentalmente los motivos por los que debería seguir adelante cuando valoraba tanto la estabilidad.

Desde que Edward había vuelto a su vida, había estado actuando con temeraria desconsideración con todo lo que no tuviera que ver con sus deseos y necesidades. No podía ignorar la relación que todo eso tenía con su padre y apretó los dientes con decisión. Lo más probable era que la persona de la biblioteca fuera Cullen, cuya presencia la relajaría y mitigaría el descontrol de emociones que ella sola no conseguía manejar.

Abrió la puerta.

Entró en silencio y de inmediato vio el brazo en mangas de camisa que colgaba por el lateral de un sillón orejero y la enorme mano que sostenía una copa de cristal de forma despreocupada. El tono oscuro de la piel enseguida le dejó muy claro que se había equivocado respecto a la identidad del ocupante, pero no se marchó. Había algo en la forma en que él sujetaba la copa que la alarmó. El líquido ámbar de su interior estaba peligrosamente cerca del borde y a punto de verterse sobre la alfombra.

La habitación era cálida y confortable. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que contenían una mezcla de volúmenes antiguos y objetos de un valor incalculable. Había muchos muebles y varias mesitas. Era una biblioteca que se utilizaba, no como esas que servían de mera y ostentosa demostración de riqueza. A pesar del inevitable e inmediato enfrentamiento que la aguardaba con el hombre del sillón, Bella se tranquilizó al percibir el olor a papel y cuero y también el silencio propio de un lugar de aprendizaje y descubrimiento.

Rodeó el sofá y se encontró a Edward tirado de cualquier forma en él: tenía las largas piernas apoyadas en un taburete, no llevaba ni casaca ni chaleco y la ausencia de pañuelo dejaba entrever parte de su pecho.

La miró con los ojos entornados carentes de emoción y se llevó la copa a sus bien esculpidos labios. Tenía una herida junto a la ceja y un reguero de sangre seca justo debajo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó con delicadeza—. ¿Cómo te has hecho eso?

—Aléjate —le contestó él con voz ronca—. Estoy en una habitación oscura, y he consumido más licor del recomendable. No me hago responsable de lo que pueda hacer si te acercas demasiado.

Sobre el intrincado respaldo de madera de una silla cercana vio su chaleco, la casaca y unas armas: un espadín y una daga.

—¿Adónde has ido?

—Aún no me he ido.

Volvió la cabeza para mirar el fuego.

Ella percibió la tristeza y la desesperación que se ocultaban tras sus palabras y se le encogió el corazón de dolor por él. Por ella.

—Me alegro de que no lo hayas hecho.

—¿Ah, sí? —Edward volvió la cabeza. A la luz del fuego, su atractivo rostro se veía duro y sus oscuros ojos más fríos que de costumbre—. Yo no.

—¿Qué ibas a hacer en este estado?

—No hay ningún motivo por el que deba seguir evitando a Cartland. Debería enfrentarme a él de una vez por todas y ahorrarle a todo el mundo los contratiempos que está causando mi presencia.

—¡Tu vida es el motivo! —protestó ella—. Si te entregas, morirás.

Él esbozó una media sonrisa irónica.

—Ahora que no me queda ninguna esperanza de tenerte, quizá ese destino sea el más compasivo.

—¡Edward! ¿Cómo puedes decir eso?

Bella se llevó las manos a la boca y luchó contra las lágrimas que asomaron a sus ojos.

Él maldijo en silencio.

—Vete. Ya te he advertido que no soy una buena compañía.

—Tengo miedo de dejarte.

Temía que cumpliera su amenaza y se rindiera.

—No es cierto. Ya lo has hecho, ¿te acuerdas?

Estuvo tentada de seguir hablando, pero su peligroso estado de ánimo la hizo callar. Había visto a St. John en situaciones parecidas en alguna ocasión y siempre se preguntaba de dónde sacaría Maria las fuerzas para ir a buscarlo cuando estaba tan afligido.

« Me necesita» , le habría dicho su hermana.

Era evidente que Edward también necesitaba consuelo. Y como ella se había distanciado de él, ya sólo le quedaba recurrir a la botella.

Se le acercó muy derecha y se llevó la manga de la bata a los labios para humedecerla. Luego le levantó la barbilla con una mano para limpiarle la sangre con la otra. Él se quedó muy quieto y la observó mientras la tensión que desprendía su cuerpo la envolvía también, hasta provocarle un hormigueo y acelerarle la respiración.

Edward dejó escapar un rabioso gruñido y volvió la cabeza para posar los labios sobre la sensible piel de su muñeca. Bella se quedó inmóvil, incapaz de moverse cuando él deslizó la lengua por encima de su palpitante vena.

La copa hizo un ruido sordo al caer sobre la alfombra y, acto seguido, Edward se levantó para tumbarla en el suelo.

—Te deseo. —Su boca abierta se deslizó vorazmente por la tierna piel de su cuello—. Te deseo tanto que me está comiendo vivo.

—Edward… —Al sentirlo de aquella forma, sus casi dos metros sobre ella e intensamente excitado, su pasión se encendió también hasta convertirse en un ardiente fuego—. No deberíamos…

—Nada puede pararlo —respondió él, abriéndole la bata para cogerle un pecho—. Me perteneces.

Bella volvió la vista en dirección a la puerta que había dejado abierta al entrar.

—La puerta…

Los labios de Edward rodearon su pezón por encima de la finísima tela del camisón. Ella jadeó y se agarró a su pelo.

—Recuerda la otra noche —susurró él contra su pecho—. Acuérdate de cómo me sentiste dentro de ti. Recuerda lo mucho que te llené.

Bella se estremeció de deseo. Se le calentó la sangre y se le hincharon tanto los pechos que empezaron a dolerle. Los ásperos dedos de Edward masajearon y tiraron de su pezón, provocándole oleadas de placer que se extendieron por todo su cuerpo.

—Edward…

Se puso de nuevo encima de ella y cuando se apoderó de su boca, inundó sus sentidos con el gusto a brandy y aquel otro exótico sabor que le pertenecía sólo a él. Bella gimió de placer y le lamió la lengua en un desesperado esfuerzo por saciarse más de él.

Notaba el roce de sus manos sobre sus muslos. La fresca brisa nocturna acarició su piel febril y comprendió que él le estaba levantando el camisón. Entonces se puso tensa y se contrajo a la espera de sus caricias, mientras gimoteaba en su boca. La rodilla de Edward se coló entre las suyas y la forzó a abrir las piernas. Ella obedeció con descaro y separó los muslos para darle acceso a su palpitante sexo.

Edward levantó la cabeza y la observó mientras bajaba la mano y la acariciaba.

—Te deshaces cuando estás conmigo —susurró, con el pecho agitado. Luego deslizó dos dedos en su interior y Bella se arqueó de placer—. Estás hecha para mí.

Sentirlo allí, donde más lo necesitaba, fue demasiado para ella. Lo rodeó con los brazos y le susurró:

—Te quiero dentro de mí. Lléname.

La mirada de Edward se oscureció y sus iris desaparecieron, absorbidos por las dilatadas pupilas.

—Hay tantas cosas que le puedo hacer a tu cuerpo, Bella. Conozco tantas formas de darte placer… ¿Quieres que te demuestre lo que te vas a perder cuando nos separemos?

—Tú me dejaste primero.

—Pero he vuelto. —Su tono seductor contrastaba intensamente con el dolor que ella veía en su cara—. ¿Volverás tú también? Si te amo lo suficientemente bien, si consigo crearte una adicción lo bastante poderosa por mi cuerpo,

¿volverás a mí?

A ella le tembló el labio inferior y él se lo lamió, compartiendo su cálido aliento con olor a licor. Sus dedos avanzaban y se retiraban, internándose profundamente en su palpitante sexo, haciendo crecer su ardor con delicada habilidad. Sus movimientos eran enormemente íntimos, pero de una forma distinta a la anterior. Las emociones que compartían ya no eran confianza y placer, sino desesperación y dolor.

—Si queda alguna esperanza de que vuelvas a quererme, todo habrá valido la pena —le dijo él, con un suspiro entrecortado.

—Nunca he dejado de quererte —gimió ella con suavidad, mientras le resbalaban las lágrimas por las sienes y le mojaban el pelo—. El problema no es que me falte amor por ti.

Edward posó la mejilla contra la suya.

—Mi mayor dolor era tener la certeza de que, a pesar de mis esfuerzos, nunca conseguiría ser suficiente para ti.

Bella volvió la cabeza y pegó los labios a los suyos, sintiéndose incapaz de volver a discutir sobre sus diferencias cuando él estaba tan dolido. Edward aceptó su beso con tangible desesperación; su corazón latía con tanta violencia que ella podía oírlo por encima de su propio pulso acelerado. Entretanto, Edward no dejaba de acariciarla, internando los dedos en su húmedo y dolorido sexo. Bella gimió con suavidad, fue un débil sonido de rendición femenina y de lujuria.

Ese sonido lo cambió todo, ella pudo sentirlo. El chico dolido de su pasado dejó paso al decidido hombre del presente. La desesperación se convirtió en dominio y el desaliento en deseo. Cuando Edward levantó la cabeza y la volvió a mirar a los ojos, tenía el diablo en la mirada.

—Si pudieras ver lo que yo veo… —murmuró.

Ralentizó el movimiento de sus dedos y salió de ella para deslizarlos por su clítoris con maestría.

Ella jadeó y arqueó las caderas involuntariamente, en un esfuerzo por aumentar la presión de su provocadora caricia.

—Siempre tan glotona —le susurró Edward—, siempre tan apasionada. Ardes por mí como si tuvieras sangre gitana en las venas, Bella.

Le mordió la barbilla y luego dejó resbalar la lengua por su garganta hasta que llegó al molesto cuello del camisón. Entonces se puso de rodillas y se cernió sobre ella de tal forma que Bella se sintió atrapada. Estaba tumbada en el suelo, con la ropa revuelta, y Edward la tocaba de un modo reservado sólo a un marido. El descaro de la situación potenciaba su ardor, la excitaba más y la hacía sentir más desesperada.

Él siguió levantándole el camisón para besarle los pezones. Su lengua era un instrumento de placer y agonía. Los suaves lametones que prodigaba sobre las tensas cumbres la obligaron a agarrarse a su pelo y estrecharlo contra su cuerpo.

Al succionar le provocaba tantas sensaciones que llegó un momento en que fue incapaz de registrarlas todas.

Edward. Su atractivo y exótico Edward. Le estaba haciendo el amor como jamás soñó que lo haría y era incapaz de resistirse. La necesidad y el deseo de él despertaban el suyo, la liberaban de sus inhibiciones y la convertían en una entusiasta esclava de sus exigencias.

—Tienes unos pechos preciosos —la piropeó, sin dejar de repartir besos por el valle que se extendía entre ellos, para brindarle la misma cantidad de atención al olvidado y celoso pezón contrario. Se lo agarró y se lo masajeó con suavidad, mientras lo hacía rodar entre sus dedos—. Eres tan dulce y suave que me podría perder en ti días enteros, semanas.

La idea de ser el recipiente de toda la intensidad de sus deseos era tan excitante como sus caricias, y Bella se movió contra su mano, sintiendo la inminente necesidad de llegar al orgasmo.

—Por favor…

Edward le mordió el pezón y ella se sorprendió. Luego siguió hacia abajo y dibujó un círculo en su ombligo con la punta de la lengua.

—Aún no.

—Ahora —le suplicó Bella, acuciada por un intenso anhelo—. Por favor…ahora.

Edward se apartó de ella, privándola de su calor y sus caricias. Sonrió cuando protestó y le dejó ver aquellos incitantes hoyuelos que tanto le gustaban. Se sacó la camisa de los calzones y se la quitó por la cabeza, revelando su escultural pecho y su abdomen tan liso. La piel que cubría su firme musculatura era oscura y tersa. Bella adoraba su cuerpo, siempre lo había hecho. Le encantaba. Los años de duro trabajo lo habían convertido en un hombre fuerte y poderoso.

—Esa forma que tienes de mirarme nos va a mantener despiertos toda la noche —auguró Edward con un tono de voz grave y sensual.

Se llevó la mano a los calzones y liberó su cautiva erección. Cualquier cordura que pudiera quedar en la mente de Bella desapareció al instante y se centró en el hombre que tenía delante. Era una fantasía sensual hecha realidad: su brillante torso desnudo hasta la cintura y aquel grueso y hambriento miembro elevándose con orgullosa excitación.

Ella se humedeció los labios, se sentó y alargó los brazos para cogerlo.

—Bella…

El tono de Edward era una advertencia, pero no hizo ademán de detenerla cuando se inclinó hacia él para acercarlo a su boca.

—Sólo quiero probar —susurró ella, lamiéndose los labios—. Sólo probar.

La lengua de Bella se deslizó por encima del minúsculo orificio de la punta y Edward siseó entre dientes.

La piel era más suave que cualquier otra cosa que hubiera tocado en su vida y su sabor, salado y primitivamente viril, le resultaba afrodisíaco. Gimió y rodeó el ancho prepucio con los labios para chuparlo con indecisión.

—Cielo santo —gruñó él, estremeciéndose. Luego levantó las manos y las apoyó en la cabeza de ella.

Animada por su respuesta y empujada por el deseo de tenerlo a su merced, Bella ladeó la cabeza y chupó la palpitante longitud desde el extremo hasta la base. La punta de su lengua siguió el camino de una vena palpitante hasta la hinchada cresta. Luego lo chupó alrededor de la misma y percibió el sabor de su semilla.

Edward estaba seguro de que moriría a causa del placer que le estaba proporcionando con tanto entusiasmo. Parecía perdida en el acto, menos centrada en él y más en su propio disfrute. Tenía el precioso rostro sonrojado, los ojos verdes vidriosos de excitación y los labios rojos hinchados y pegados a su miembro.

—Sí —susurró, mientras ella gemía y lo chupaba con más fuerza—. Tu boca es un paraíso. Más adentro… sí…

El cuerpo de Edward se arqueó con fuerza. Estaba temblando, ardía y jadeaba en busca de un poco de aire. La imagen de su miembro deslizándose entre sus labios lo estaba matando. Hacía sólo una hora pensaba que nunca volvería a tocarla, que jamás volvería a abrazarla ni a sentir su caliente y húmedo cuerpo recibiéndolo mientras alcanzaba el orgasmo debajo de él. Y el dolor de esa pérdida era demasiado intenso como para seguir viviendo. Había perdido toda esperanza y se había quedado sin nada y de repente aquella escena que tenía ante los ojos: sus calzones apenas abiertos, su miembro erecto y palpitante de necesidad, y Bella… el amor de su vida, saciando su lujuria con apasionado fervor. Esa visión estaba consiguiendo que el éxtasis que sentía crecer en su interior resultara agónicamente intenso.

—Mi amor, no voy a aguantar mucho…

Su voz sonó tan gutural que apenas se entendió a sí mismo, pero ella lo sabía.

Bella comprendió lo que quería decir. Edward lo sabía por cómo lo tocaba y por su forma de mirarlo.

—Hazlo —susurró, rozando la piel húmeda con su cálida boca.

Luego lo rodeó con la mano y empezó a acariciarlo hasta que se le contrajeron los testículos y le temblaron los muslos debido a la intensidad del creciente clímax. Entonces lo agarró del escroto y deslizó los dedos entre su áspero vello para masajeárselo.

A Edward se le escapó una maldición al sentir la tensión que le recorría la espalda.

—Te voy a llenar la boca, maldita sea…

Los ansiosos labios de Bella se apoderaron de la dolorida cabeza de su pene en una ardiente caricia de hambrienta succión. A Edward se le encogieron los pulmones, se le nubló la vista y la agarró del pelo con fuerza.

Se movió por instinto y la embistió con las caderas para deslizar la verga por su lengua y la parte posterior de su garganta. La sujeción de ella evitaba que pudiera internarse con demasiada fuerza. Bella gimió en sensual súplica y la vibración resonó por toda su erección y liberó su orgasmo.

Edward rugió cuando explotó y su pene se sacudió con cada nueva expulsión de semen, mientras él enredaba los dedos en su pelo. Entre los violentos latidos de su corazón y su áspera y jadeante respiración, oyó los seductores gemidos de

Bella y su desesperada forma de tragar mientras él se corría como no lo había hecho nunca, embistiendo con fuerza y rapidez hasta que estuvo completamente vacío.

Ella lo soltó tras hacerle una última y lenta caricia con la lengua. Tenía los labios brillantes, impregnados de su semilla y una preciosa y seductora sonrisa en ellos. Edward la miró con asombro y sus pensamientos perdidos en una nube de alcohol y placer. Y, sin embargo, su corazón estaba más despierto que nunca.

¿De verdad había pensado que el sexo mitigaría el amor que sentía por ella y lo convertiría en un sentimiento más controlable? En aquel momento la amaba más que nunca, con temerario y colmado abandono.

¿Perderla? Eso jamás.

La empujó hacia atrás y se deslizó hacia abajo. Le abrió los muslos con las manos y enterró la cara en su húmedo y suave paraíso. A continuación, empezó a chuparla, apartando los pliegues de su sexo para lamerle el clítoris.

—¡Edward! —gritó ella con la voz rebosante de sorprendido y avergonzado placer.

Él sonrió contra su cuerpo y la besó antes de explorar con la lengua aquella minúscula y palpitante abertura que estaba hecha para tragarse su pene. El sabor de Bella lo emborrachó y le creó adicción.

—No… Por favor.

Había algo en su voz, una nota de pánico que le hizo levantar la cabeza. La miró, vio la salvaje luz que brillaba en sus ojos y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Para, por favor.

Edward frunció el cejo cuando advirtió el intenso rubor de sus mejillas y cómo le temblaban los muslos. Estaba completamente excitada y, sin embargo, le había pedido que se detuviera.

—¿Por qué?

—No puedo pensar…

Raciocinio. Pensamiento consciente. Bella lo deseaba. Proporcionarle placer le había otorgado poder. Pero dejar que fuera él quien lo hiciera se lo quitaba.

—Piensas demasiado —le dijo con voz ronca—. Relájate. Libera de nuevo a esa mujer que me llevó a su cama sin importarle nada ni nadie.

Ella forcejeó debajo de su cuerpo.

—Me pides demasiado.

—Sí —contestó él—. Te quiero toda. Cada centímetro.

Y entonces empezó a darle placer con sus ávidos labios y su lengua, devorándola, bebiendo de ella, inhalando el primitivo aroma de su esencia hasta lo más profundo de sus pulmones. El innato apetito que sentía por ella respondió trepando e hinchándole el pene como si no acabara de vaciarse.

Bella se retorció debajo de él y le clavó las uñas en los hombros, suplicando clemencia con voz entrecortada de pura lujuria. Estaba al borde de un altísimo acantilado que la aterrorizaba y Edward la empujaba sin darle cuartel ni espacio para que se pudiera retirar.

Su lengua era un instrumento de atormentador placer: lamía, chupaba y la llevaba cada vez más arriba. Sus labios rodearon su clítoris, lo succionaron y tiraron de él. Y los sonidos que hacía la volvían loca. Los sonidos de Edward la humedecían y la excitaban aún más.

El negro pelo de Edward colgaba entre sus muslos, moviéndose al mismo ritmo que él, obligándola a centrarse, hasta que lo único que pudo sentir fue la tensión de su sexo y el indefenso balanceo de sus caderas.

Él exigía su respuesta, la obligaba a rendirse, la convertía en una criatura de apetitos inconscientes, necesidad y desesperado deseo.

—No… no… no… —jadeó, resistiéndose al mismo tiempo que le sujetaba la cabeza para pegarlo más a ella.

Para que no pudiera volver a abandonarla.

Edward la agarró de las nalgas y la levantó para variar el ángulo y poder deslizarse más en su interior. Internó la lengua con fuerza y rapidez en la palpitante abertura y ella se entregó a un violento clímax, dejó caer los brazos contra el suelo y clavó las uñas en la alfombra.

—¡Edward!

Estaba medio inconsciente, jadeante, pero él aún no había acabado. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se había puesto encima de ella, dentro de ella, penetrando en su corazón con su gruesa y dura erección.

—Sí —gruñó Edward, deslizando los brazos por debajo de los hombros de Bella para inmovilizarla mientras la embestía con sensual elegancia y se hundía en ella hasta el fondo—. Dios… qué placer.

Pegó las caderas a las suyas y se frotó en su interior, consiguiendo que sintiera hasta el último centímetro de su miembro.

Bella jadeó y se arqueó aceptando su posesión con hambrienta gula, mientras su sexo hinchado se abría para sus incesantes embestidas, a modo de temblorosa bienvenida. Edward la agarró del cuello con una mano y de la cadera con la otra, inmovilizándola contra el suelo. Dominándola. Poseyéndola.

Haciéndola suya.

—Eres mía —rugió en voz baja, deslizándose dentro y fuera de ella con movimientos relajados, a pesar de que nada en él desprendía relajación.

En su ruborizado y sudado rostro se reflejaba una expresión ambigua, mitad agonía mitad placer. Concentrada, intensa. Sus ojos ardían. Sus atractivos rasgos estaban tensos a causa del esfuerzo. Era abrasadoramente erótico. Tan íntimo…

Edward le estaba haciendo el amor. Estaba vivo entre sus brazos y en su cuerpo.

Susurrándole palabras de amor y deseo, haciendo realidad sueños que ella creía muertos y enterrados para siempre.

La tensión volvió a crecer. Bella se contrajo alrededor de su miembro y se estremeció, cosa que hizo maldecir y rugir a Edward. Sentía su roce entre los muslos y oía el sonido de sus botas clavándose en la alfombra, y entonces se dio cuenta de que él seguía también medio vestido.

En su mente se representó una imagen del aspecto que debían de tener: ella con la bata abierta y el camisón levantado, él con las botas puestas y los calzones bajados lo justo para sacar su preciosa verga, y los dos acoplados en pleno acto carnal sobre el suelo. Y esa imagen la llevó directa al orgasmo.

—Así —ronroneó Edward, observándola con una feroz sonrisa de posesión en los labios mientras arremetía con fuerza y seguridad y alargaba su placer hasta tal punto que Bella pensó que la iba a matar.

Cuando alcanzó el clímax y empezó a deshacerse en gemidos, Edward se abandonó a su propio placer: echó la cabeza hacia atrás y apretó la mandíbula.

Bella lo observó de la misma forma que él la había observado a ella. Le rodeó las caderas con las piernas, lo cogió de la cintura y tiró de él.

Edward aumentó el ritmo y la agarró con más fuerza. Bella sintió cómo también alcanzaba su clímax, cómo ella lo apretaba como un puño y a él se le contraían los pulmones. Entonces Edward explotó y la llenó de su ardiente semilla, que vertió dentro de ella una y otra vez. El entrecortado y largo gruñido que se le escapó y el estremecimiento que le agarrotó los hombros pregonaban la rotura final de la presa.

—Dios —jadeó luego, temblando y frotándose contra el hinchado e hipersensible clítoris de Bella, provocándole un nuevo orgasmo.

El placer de ella se coló hasta los huesos, el corazón y el alma de él hasta convertirlos en una sola persona.

—Mi amor —susurró, con su enorme cuerpo sobre el suyo, impregnándola del aroma de su piel—. No pienso dejarte marchar nunca.

Eres mía.

Bella sofocó sus palabras con un beso desesperado.


Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23