No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


ÁMAME

29

Edward se apartó y se dirigió hacia la puerta. La habría cerrado mientras ella dormía. Hizo girar el pomo y la abrió lo suficiente como para poder atisbar fuera. Las bisagras bien engrasadas no chirriaron.

Luego desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Bella contó hasta diez y salió detrás de él.

El tacto de la empuñadura de la daga en su mano le dio la seguridad que necesitaba y avanzó despacio por el pasillo en dirección a la escalera, con los sentidos muy alerta. El silbido del viento y el lejano ulular de un búho la anclaron a aquel momento. Respiraba con pesadez y sus emociones desaparecieron tras el instinto de supervivencia y la necesidad de proteger a Edward. Se hizo un repentino silencio, como si la casa contuviera la respiración, y entonces oyó un sonido mínimo, una pisada justo por delante de ella.

Se detuvo. Se puso de rodillas y se acurrucó en la oscuridad.

Se oyó un disparo, sólo uno.

Vio un movimiento a su derecha. Agarró con fuerza la empuñadura del arma y se dispuso a atacar. Estaba preparada y tenía los nervios bajo control. Nunca había matado a nadie, pero si era necesario, primero actuaría y luego se enfrentaría a las consecuencias.

Echó el brazo hacia atrás con la vista clavada en un finísimo rayo de luna que caía justo en el último escalón.

Aunque no oía ningún sonido que indicara algún avance, tenía la sensación de que el intruso se acercaba cada vez más a aquel minúsculo rayo de luz.

« Más cerca, más cerca…»

De repente, Edward se abalanzó sobre alguien. Bella sabía que era él por el color blanco de su camisa, que brilló cuando cruzó el rayo de luna. Impactó sobre un cuerpo. El intruso estaba tan bien escondido entre las sombras que ella no había advertido su contorno desde su posición. Entonces se oyó un fuerte estruendo que dio a entender que los dos contendientes habían chocado contra un objeto que se hizo añicos.

Bella se puso de pie y cruzó el vestíbulo hasta la pared opuesta para así aumentar sus opciones de acertar.

Estaba demasiado oscuro como para poder distinguir una figura de la otra. Y mientras los dos cuerpos siguieran entrelazados de aquella forma, no podía hacer otra cosa que rezar.

Por suerte, en ese momento se abrió una puerta en el piso de arriba y ella reprimió un sollozo de alivio. La luz que proyectó el quinqué que se aproximaba le permitió ver entre los que luchaban una hoja levantada, demasiado corta como para ser el espadín de Edward. Bella echó el brazo hacia atrás y atacó con habilidad, embistiendo con todo el peso de su cuerpo.

Luego giró sobre sí misma a la velocidad del rayo y a continuación se oyó un dolorido rugido. El cuchillo que iba a atacar a Edward resonó contra el suelo de madera.

St. John corrió escaleras abajo con una pistola en una mano y el quinqué alzado en la otra. María iba justo detrás de él, con un florete desenvainado.

La luz iluminó el vestíbulo, revelando al intruso, que se había llevado las manos al pecho y ahora se desplomó sobre las rodillas. La empuñadura de la daga que tenía clavada sobresalía entre sus dedos. Se balanceó unos segundos y luego cayó hacia adelante.

—¡Vaya! —jadeó Edward corriendo hacia ella—. Lo has hecho muy bien.

—Ha sido excelente, Bella —sentenció St. John con orgullo, sin apartar la vista del cuerpo desplomado a sus pies.

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —preguntó Cullen , bajando también la escalera.

El señor Quinn y mademoiselle Rousseau se unieron al grupo enseguida.

—Depardue —dijo la francesa. Se puso en cuclillas y le posó una mano en el hombro para darle un poco la vuelta—. Comment vas-tu?

El francés gruñó con suavidad y abrió los ojos.

—Lysette…

Ella cogió la daga y se la arrancó del pecho. Luego lo apuñaló de nuevo, esta vez en el corazón.

El sonido de la daga atravesando las costillas y el agudo grito de Depardue hicieron que Bella se estremeciera con violencia.

—¡Cielo santo! —gritó mareada.

El brazo de la francesa se levantó y descendió de nuevo. Quinn se abalanzó sobre ella apartándola del cadáver. La daga se le cay ó de la mano e impactó en el suelo.

—¡Ya es suficiente! Está muerto.

Mademoiselle Rousseau forcejeó para soltarse del cerco de sus brazos, mientras gritaba palabrotas en francés con tanto veneno que Bella dio un involuntario paso atrás. Entonces la joven escupió al cadáver.

El espectáculo dejó a todo el mundo mudo. Luego St. John carraspeó.

—Bueno, este hombre y a no supone ninguna amenaza para nadie. Pero seguro que hay más. Dudo mucho que haya venido solo.

—Yo miraré abajo —propuso Edward y, dirigiéndose a Bella, añadió—: Ve a tu habitación y cierra la puerta.

Ella asintió. La imagen del hombre muerto y el creciente charco de sangre que se estaba formando debajo del cuerpo le revolvió el estómago. Ahora que habían llegado refuerzos, empezó a asimilar las consecuencias de lo que había hecho.

—He encontrado algo —dijo la voz de Tim.

Todos los ojos se volvieron hacia él, que apareció agarrando a Jacques por el cuello de la camisa.

—Estaba fuera, espiando —rugió el gigante.

A nadie se le pasó por alto que el francés estaba completamente vestido.

—¡Yo no estaba espiando! —protestó.

—Creo que ha sido él quien ha dejado entrar a ése.

Tim hizo un gesto con la barbilla en dirección a Depardue.

Bella sintió un escalofrío.

En ese momento, mademoiselle Rousseau levantó las manos, una de ellas completamente cubierta de sangre, y exclamó:

—¿Vamos a malgastar tiempo con él cuando puede haber otros ahí fuera?

Tim miró a St. John.

—Hemos cogido a tres más sin contar a estos dos.

Edward apretó la mandíbula.

—Pues los interrogaremos a todos. Alguien nos dirá algo.

Mademoiselle Rousseau resopló.

—Eso es absurdo.

—Y ¿qué sugieres que hagamos? —le preguntó Simón, con exagerada deferencia—. ¿Lo torturamos lentamente durante varios días? ¿Crees que eso saciaría tu sed de sangre?

Ella le hizo un gesto despreocupado con la mano.

—¿Por qué molestarse? Mátalo.

—Salope! —gritó Jacques—. Tú te comerías a tus propios hijos.

St. John arqueó las cejas.

—Ella trabaja conmigo —gritó el francés, forcejeando con Tim—. Por lo menos, yo puedo testificar a favor de la inocencia de Masen en el asesinato de Leroux. Esta mujer no tiene ningún valor.

—¿Cómo? —intervino Edward, poniéndose tenso—. ¿Acabas de decir que trabajáis juntos?

Bella se rodeó el cuerpo con los brazos. Estaba temblando.

—Ta gueule! —siseó mademoiselle Rousseau.

Jacques esbozó una maliciosa sonrisa.

—Creo que deberíamos separarlos —sugirió Edward.

St. John asintió.

—Yo me ocuparé de Lysette —dijo Simón, con una evidente nota de dureza en la voz.

Cuando la francesa se estremeció con aprensión, Bella apartó la vista y luchó contra la repentina simpatía que sintió por la mujer.

—Ven aquí, peque —murmuró María, entrelazando el brazo con el de su hermana—. Vamos a preparar un poco de té y darles algo de beber a los hombres. Tenemos una larga noche por delante.

Edward se quedó mirando al hombre al que había considerado amigo suyo, intentando comprender la dimensión del plan que le estaba detallando.

—¿Trabajabas para mademoiselle Rousseau desde el principio? ¿Incluso antes de que coincidieras con ella en la posada hace unos días?

Jacques asintió. Estaba amarrado a una silla tapizada de damasco en el estudio de Cullen ; le habían atado las piernas a las patas y tenía las manos inmovilizadas a la espalda.

—No nos conocimos en la posada. Ya hace bastante tiempo que la conozco.

—Pero los dos actuasteis como si os acabarais de conocer —argumentó Simón.

Cuando Quinn vio que mademoiselle Rousseau se empeñaba en seguir guardando silencio, decidió dejarla atada y bien vigilada en una habitación de invitados y se unió al resto para interrogar al segundo conspirador.

—Porque teníamos que haceros creer que este asunto tenía que ver con Cartland y el asesinato de Leroux —explicó Jacques.

—Y ¿no va de eso? —preguntó St. John, frunciendo el cejo.

—No. Los Illuminés querían poner fin a vuestras pesquisas y actividades en Francia, que cada vez les dan más problemas. A mí me mandaron a descubrir la identidad de tu superior —añadió, dirigiéndose a Edward.

Éste se quedó helado.

—¿Los Illuminés? —Había oído rumores sobre una sociedad secreta de « iluminados» que buscaban hacerse con el poder a través de canales ocultos, pero había creído que sólo eran habladurías. Hasta ese momento—. Y ¿qué

tienen que ver con Leroux?

—Nada de esto tiene que ver con Leroux —contestó el francés—. En realidad, el hecho de que Cartland asesinara a Leroux fue una complicación inesperada.

—¿En qué sentido? —preguntó Simón, sentado en el sofá. Llevaba una bata de noche y sostenía un puro en una mano. Parecía un hombre completamente despreocupado, cosa que no era cierta en absoluto.

—Los Illuminés supieron que Masen iba a regresar a Inglaterra —dijo Jacques—. Yo conseguí un camarote en el mismo barco con la intención de hacerme amigo suyo durante el viaje. Esperábamos que esa amistad me acabara llevando hasta la identidad del hombre para el que trabajáis aquí en Inglaterra. Seguí a Masen la noche que debíamos partir y aproveché la oportunidad de la pelea con Cartland. Luego utilicé mi intervención para hacerme amigo suyo.

—Fascinante —murmuró St. John.

—Y ¿qué hay de Lysette? —preguntó Simón.

—Masen era mi objetivo —respondió el francés—. Tú eras el de ella. A los Illuminés no les gusta dejar nada al azar.

—Maldita sea —rugió Edward frustrado—. Y ¿qué ha pasado esta noche? ¿Qué papel tiene Depardue en todo esto?

—Él era el responsable de descubrir la verdad sobre la muerte de Leroux, que es una cuestión personal para el comandante.

—Entonces todavía me buscan en Francia —dijo Edward—. Y alguien debe pagar por la muerte de Leroux. Mi situación no ha cambiado, lo único que es diferente es tu participación y la de mademoiselle Rousseau.

Jacques sonrió con tristeza.

—Sí.

—Y ahora Depardue está muerto.

—No lamentes eso, mon ami. Tal como mademoiselle puede confirmar, era un hombre que distaba mucho de ser honorable. Yo nunca dejaría que tú pagaras las consecuencias de sus crímenes. Eso te lo aseguré desde el principio.

—Pero dejaste que Depardue entrara en mi casa —apuntó Cullen —. ¿Por qué?

—Cartland lo envió a buscar a la señorita Swan —explicó Jacques—. Yo accedí a ayudarlo, pero no pretendía dejar que se saliera con la suya. Esperaba ser yo quien lo « descubriera» y lo matara para que confiarais más en mí.

—No lo entiendo. —St. John se acercó un poco más—. ¿Por qué Cartland confía en ti?

—Por Depardue. Cuando Mase estábamos todavía en Londres, fui en busca de Cartland. Me encontré a Depardue y le dije que estaba trabajando con Lysette y que nuestra misión consistía en encontrar al asesino de Leroux. El hecho de que ella estuviera implicada despertó sus recelos y eso me dio una oportunidad con Cartland, que necesitaba el apoyo de los franceses, ya que Depardue no creía en su palabra.

—Y ¿dónde está Cartland ahora? —preguntó Edward.

A—En la posada. Esperando a que alguien lo avise.

Edward miró a Quinn, que se levantó del sofá.

—Me visto enseguida —dijo éste.

St. John también se puso de pie.

—Iré con vosotros.

—Yo me quedaré aquí con las mujeres —se ofreció Cullen . Luego sonrió—.Aunque dudo que necesiten mucha protección.

Edward salió del despacho y se dirigió a la biblioteca con rápidas y ansiosas zancadas. Quinn lo siguió de cerca.

—Me parece que pronto conseguirás demostrar tu inocencia —le dijo el irlandés.

—Sí. Por fin.

La expectativa inundó las venas de Edward y le aceleró el corazón. La distancia que lo separaba de Bella aún existía, pero seguía percibiendo su olor en su piel y eso le daba esperanza. Ella lo amaba. El resto llegaría a su debido tiempo.

Se separó de Quinn y regresó a la biblioteca para recoger el resto de su ropa.

Cogió también la vaina de la daga y su mente regresó al momento en que Bella había acudido en su ayuda. Hacía sólo unas horas, pensaba que era imposible amarla más de lo que ya lo hacía. Pero en ese preciso instante se daba cuenta de que se estaba enamorando de ella otra vez. Se estaba enamorando de la mujer en la que se había convertido.

Por primera vez, Edward se sintió absolutamente convencido de que no había en el mundo un hombre mejor que él para Bella. E incluso aunque ése no fuera el caso, le daba igual: se podían ir todos al infierno de todos modos. Ella le pertenecía y con un poco de perseverancia, acabaría convenciéndola.

Se puso el chaleco y la casaca y salió de la biblioteca. Cullen estaba a los pies de la escalera, mirando fijamente el lugar donde se había desplomado el cuerpo de Depardue hacía sólo un rato. Ya lo habían limpiado todo, pero Edward suponía que el recuerdo perseguiría al conde durante el resto de su vida.

Cuando oyó sus pasos, Cullen volvió la cabeza y entornó los ojos al verlo.

—Si captura a Cartland —le dijo—, y a no le quedará nada más que hacer aquí —apretó los dientes—, salvo una cosa.

—¿Quiere que nos citemos al alba? —sugirió Edward. El duelo era otro impedimento para su futuro con Bella y quería despacharlo cuanto antes—.Ambos habremos estado despiertos toda la noche. No habrá ventaja para ninguno de los dos.

—Es posible que usted se haya pasado la noche peleando o que regrese herido —afirmó el conde muy serio—. Pero si no ocurre nada de eso, el alba me parece bien.

Edward asintió y se apresuró en dirección a los establos, espoleado por la idea de que el sol podría brillar sobre una vida completamente nueva para él. Cuando salió, se encontró a St. John esperando con una docena de hombres. Quinn apareció poco después.

Media hora más tarde, un grupo de más de una docena de jinetes partían en dirección a la ciudad.


Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23