No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.


ÁMAME

31 EPILOGO

—Él sabe lo que estoy haciendo. Podría detenernos si quisiera, pero no lo hará. Y de todas formas, yo estoy cambiando para conseguirte. Me estoy apoderando de este día y de ti y me estoy olvidando del resto del mundo. Los dos tendremos que abandonar las jaulas en las que nos habíamos metido y aventurarnos hacia lo desconocido. Pero siempre nos tendremos el uno al otro.

Jaulas. Sí, había vivido mucho tiempo enjaulada. Una parte de ella odiaba las restricciones, pero otra parte se sentía agradecida de que esas restricciones le impidieran ser como Welton.

—Me conoces muy bien —le susurró.

—Sí, te conozco mejor que nadie. Tú fuiste quien me dijo que debía creer que era digno de ti. Ahora ha llegado el momento de que seas tú quien acepte que eres digna de mí. Tienes que confiar en que no tienes ninguno de los defectos de carácter de tu padre. Y en que y o soy lo bastante inteligente como para amar a una mujer maravillosa.

Le besó los nudillos.

—Da el salto conmigo, Bella. Yo me estoy aferrando a nuestro amor con uñas y dientes a pesar de los muchos motivos por los que no debería hacerlo. Haz tú lo mismo. Acepta tu naturaleza salvaje y huy e conmigo. Libérate conmigo.

Los dos seremos mucho más felices.

Ella se lo quedó mirando un buen rato, notando que las lágrimas le nublaban la vista. Luego se abalanzó sobre él.

—Sí —susurró con la mejilla pegada a la suya—. Seamos libres.

Christopher, Simón y Cullen estaban enfrascados en una conversación, cuando María entró en el despacho sujetándose la falda con una mano y con una carta en la otra.

Los tres hombres se levantaron de inmediato. Christopher y Simón avanzaron hacia ella con el cejo fruncido, expresión que ensombrecía sus atractivos rostros.

Cullen se limitó a arquear las cejas.

—¡He encontrado esto encima de la almohada de Bella! Masen se ha fugado con ella.

Simón parpadeó.

—¿Cómo?

—¿En serio?

Christopher sonrió.

—Dice que tiene intención de casarse con ella. —María bajó la vista para leer la nota de nuevo—. Van de camino al norte.

—Tenemos que darnos prisa o nos perderemos la ceremonia —intervino Cullen.

—¿Usted lo sabía?

María se lo quedó mirando con los ojos como platos.

—No, pero tenía la esperanza de que ocurriera —contestó—. Y me alegro mucho de saber que por fin ese hombre ha entrado en razón.

María abrió la boca para decir algo, pero la cerró de nuevo.

—Pues entonces no hay tiempo que perder —dijo Christopher, agarrándola del codo y dándole la vuelta en dirección a la puerta—. Tenemos que hacer el equipaje. Tim puede vigilar a mademoiselle Rousseau y a Jacques mientras estamos fuera.

—Al norte —murmuró Simon—. ¿Puedo ir en su carruaje, milord?

—Claro.

María, que aún no acababa de creérselo, volvió la cabeza para mirar a Cullen por encima del hombro.

—Éste es un feliz acontecimiento, señora St. John —dijo el conde, siguiéndolos de cerca—. Debería estar tan contenta como y o.

—Sí, milord.

Miró a Christopher y su marido asintió. Entonces se encogió de hombros y soltó una carcajada. Luego se recogió la falda con ambas manos y corrió escaleras arriba seguida de Christopher.

—Arriamos velas en pocas horas —dijo Quinn, tocando con el dedo una de las borlas de un cojín multicolor—. Mis baúles y mi asistente ya están a bordo, y Lysette está retenida en mi camarote.

Estaban sentados en el salón de la nueva casa que Edward había comprado en Londres. Era una estancia muy grande, con una preciosa decoración a base de suaves tonos azules y dorados. Bella había incluido coloridos toques propios de los orígenes de Edward por toda la sala: cojines con fundas de colores, pequeñas figuritas talladas en madera y cuencos llenos de baratijas de origen gitano que Pietro les entregó como regalo de bodas. El estilo era poco elegante y muchos lo considerarían vulgar, pero a ellos les encantaba ese salón y pasaban muchas horas acurrucados allí.

« Tienes que aceptar quién eres» , le dijo ella con una renovada seguridad, que lo excitaba de un modo insoportable. Bella también estaba empezando a asimilar la faceta temeraria de su naturaleza, que tanto se había esforzado por contener. Había desaparecido el miedo que tenía de parecerse demasiado a su padre, igual que también Edward había perdido el suyo de no ser digno de ella.

Edward se apoyó en el respaldo del sofá y le preguntó a Quinn:

—¿Los franceses han aceptado liberar a tus hombres cuando les entregues a mademoiselle Rousseau y a Cartland?

—Y a Jacques. También lo quieren a él. Pero de momento sólo me llevo a Lysette. Les devolveré a los otros dos cuando esté seguro de que cumplirán su parte del trato.

—No envidio el viaje que tienes por delante —le comentó Edward, con una mueca—. No creo que mademoiselle Rousseau vaya a ser una prisionera ejemplar.

—Lo está pasando muy mal, pero yo estoy disfrutando mucho de la experiencia.

Edward se rio.

—Porque eres un canalla. ¿Cuándo vuelves?

—No estoy seguro. —Quinn se encogió de hombros y añadió—: Quizá cuando me asegure de que sueltan a los demás. O tal vez ni siquiera lo haga entonces. Es posible que viaje un poco.

—Eres un buen líder para tus hombres, Quinn. Eso es algo que siempre he admirado en ti.

—Ya no son mis hombres. He dimitido. —Cuando vio que Edward arqueaba las cejas, asintió—. Sí, es cierto. Ha sido divertido trabajar para Eddington, pero tengo que empezar a encontrar otras formas de entretenerme.

—¿Como por ejemplo?

—Ya me meteré en algún lío. —Sonrió—. Cuando te veo a ti no puedo evitar recordar que la vida social no está hecha para mí. Yo me aburriría mucho.

—No si compartes esa vida con la mujer adecuada.

Quinn echó su oscura cabeza hacia atrás y se rio; fue una franca carcajada que dibujó una sonrisa en los labios de Edward.

—Por suerte, nunca he creído en esas tonterías, ni siquiera cuando estaba loco de amor por María —dijo Simón poniéndose en pie.

Edward se levantó también.

—Espero que algún día recuerdes tus protestas y tengas que tragarte tus

palabras.

—¡Ja! Ese día está muy lejos, amigo mío. Es muy probable que ninguno de los dos viva lo suficiente como para verlo.

Cuando se dio media vuelta para marchar, Edward sintió una gran tristeza por su partida. Quinn era un explorador por naturaleza y eso significaba que en adelante se verían con menos frecuencia. Después de todo lo que habían pasado y vivido juntos, Edward lo veía como a un hermano y lo añoraría como si realmente lo fuera.

—Adiós, amigo. —Cuando llegaron al vestíbulo, Simón le dio una palmada en la espalda—. Espero que seas muy feliz en tu matrimonio y que tengas muchos hijos.

—Yo también espero que seas feliz.

Quinn se llevó los dedos a la ceja a modo de saludo y luego se marchó. A por su siguiente aventura.

Edward se quedó mirando la puerta principal cerrada durante un buen rato.

—Cariño.

La dulce voz de Bella le provocó una oleada de calor que le recorrió la piel. Se volvió con una sonrisa en los labios y la vio de pie en lo alto de la escalera, en bata. Llevaba la melena recogida en un precioso peinado, con relucientes diamantes entre los empolvados mechones.

—¿Aún no te has vestido? —le preguntó Edward.

—Ya casi he acabado.

—A mí no me lo parece.

—He tenido que parar para esperar que Anne haga unos toques finales a mi conjunto… y también al tuyo.

—¿Ah, sí?

Edward sonrió con más ganas. Conocía muy bien esa mirada de seductora picardía en sus ojos.

Bella levantó el brazo con elegancia y la esmeralda de su anillo de boda brilló a la luz de las velas de la lámpara del vestíbulo. Sus delicadas manos estaban cubiertas por unos guantes de reluciente satén negro y de ellos colgaba una conocida máscara blanca.

A él se le tensaron todos los músculos del cuerpo.

—Si quieres, podemos ir al baile de máscaras, tal como habíamos planeado—murmuró ella—. Sé que has tardado un buen rato en vestirte.

Edward se acercó a la escalera.

—Y voy a tardar un buen rato en desvestirme —ronroneó.

—Me gustaría que te pusieras esto.

—La guardaba por algo.

—Qué travieso.

Edward subió los escalones de dos en dos y la abrazó, disfrutando del tacto de su suave cuerpo contra el suyo.

—¿Yo soy el travieso? Lo eres tú, condesa Montoya, que pretendes que olvide mis compromisos sociales en favor de una noche de licenciosa rebeldía.

—No me he podido resistir. —Le puso la máscara y ató las cintas—. Siento verdadera pasión por ti.

—Pues entonces déjate llevar —le susurró él, posando los labios en su cuello—. Te lo suplico.

La risa de Bella irradiaba amor y felicidad. Edward tuvo la sensación de que el sonido de sus carcajadas le llenaba el corazón y siguió notándolo incluso varias horas más tarde. Ése y otros sonidos igual de maravillosos.


Espero que les haya gustado...estaré por aquí muy pronto xoxo

¶Love¶Pandii23