Capítulo 1.
El sol había salido por fin aquella mañana, iluminando el patio del dojo y secando por fin las baldosas del suelo, tras semanas de frío y humedad. Incluso un par de pájaros se había atrevido a posarse sobre el arco de madera del pozo y canturrear sus canciones, como si deseasen anunciar la llegada de la primavera. Kenshin tocó las yukatas que colgaban del tendal, pasando los dedos por cada una de ellas. Estaban secas, por fin; secas de verdad. Las últimas semanas toda la ropa que descolgaba tenía un tacto húmedo, como si conservase todavía un poco de agua en su interior. No le gustaba guardar la ropa sin que estuviese completamente seca, pero tampoco podía tenerla tendida toda la vida. Los pájaros volvieron a canturrear y él levantó la vista hacia ellos, esbozando una sonrisa. Parecían dedicarle a él su primera canción de la estación de las flores.
—¿Kenshin? —. Se giró con la mano todavía en una de las yukatas, distraído— ¡Estás aquí!
—Yahiko— contestó a modo de saludo, sonriendo. El chico llevaba el bokken en la mano y corría hacia él con cara de agobio, saltando de baldosa en baldosa.
—¿Dónde está Kaoru? — preguntó, apoyándose en el pozo. Tenía el rostro sudado; había estado corriendo, o tal vez entrenando—. Me prometió que hoy me enseñaría un nuevo movimiento. ¡Lo prometió!
Kenshin sonrió de nuevo mientras comenzaba a retirar las yukatas de la cuerda, doblándolas y colocándolas en el cesto con cuidado, como si hubiese riesgo de que se rompieran. Yahiko lo observaba con impaciencia, frunciendo el ceño.
—Kaoru-dono salió temprano. Tenía una clase en el dojo de Fujame-dono—. Yahiko resopló.
—¿Otra vez? ¡Maldita sea, Busu! Me lo prometió—. Kenshin desató las dos últimas yukatas. Una era de Sanosuke, que había descubierto que si echaba su ropa a lavar con la colada de los demás, aparecía milagrosamente limpia en un par de días. Kaoru se enfadaría si lo supiese, pero Kenshin prefería no decirle nada. A fin de cuentas, a él no le importaba lavar un poco de ropa más—. ¿Cómo voy a mejorar así?
—Seguro que pronto está de vuelta— contestó Kenshin, cogiendo la cesta y echando una mirada a los pájaros, que habían empezado a cantar se el uno al otro, como si tratasen de conquistarse. Yahiko golpeó con la punta del bokken en el suelo.
—Lleva dos semanas llegando tarde de ese maldito dojo. ¡Necesito que me entrene!
Kenshin se dirigió hacia la casa, llevando la cesta apoyada en la cadera, mientras Yahiko caminaba tras él sin dejar de quejarse.
—Fujame-dono paga bien; el dinero es necesario— dijo, sin poder evitar que su voz sonase algo pesarosa. Era perfectamente consciente de que durante el año que llevaba allí, no había aportado nada económico; solo había sido causa de problemas. Desde lo de Enishi todo estaba en calma, pero su situación financiera no había dejado de empeorar, hasta el punto de que Megumi les había tenido que dejar dinero para poder alimentarse. Kenshin le había propuesto a Kaoru ofrecerse para limpiar en otros dojos, pero ella se negó rotundamente, alegando que era completamente inapropiado. ¿Inapropiado?, pensó él, pero no dijo nada. No es que fuese precisamente un experto en eso de las convenciones sociales y estaba claro que había cuestiones de ese tipo que se le escapaban, de manera que si ella decía que era inapropiado, por algún motivo lo sería.
—¿Y a ti no te importa? — preguntó Yahiko, persiguiéndolo por dentro de la casa. Kenshin dejó las yukatas de Kaoru en la puerta de su habitación; nunca había entrado sin estar ella para darle permiso.
—Kaoru-dono hace un gran esfuerzo por mantenernos— dijo, llevando las demás yukatas a su propia habitación. Guardó la de Sanosuke con las suyas, para que Kaoru no las viese y se molestase. Yahiko aún le siguió hasta la cocina, incluso mientras empezaba a colocar las verduras para hacer la comida.
—¿Y si me das tú la lección de hoy? —. Kenshin sonrió, apartando el rábano troceado y cogiendo una zanahoria. Yahiko nunca se cansaría de pedírselo.
—Sessha no da lecciones. Además, sessha no puede enseñarte nada del Kamiya Kassin ryu. Para eso tienes una maestra.
—Tenía una maestra. Ahora es la maestra de ese dojo de mierda—. Kenshin le miró levantando una ceja, pero no dijo nada. Sabía que Kaoru desaprobaba ese lenguaje, pero él con doce años había hablado mucho peor si no fuese por las collejas que le daba Hiko-sama cada vez que se pasaba de la raya. Tiempo después, durante el Bakumatsu y ya fuera del alcance de la mano voladora de su shisho, las palabras malsonantes de Yahiko eran poesía al lado de las que él había llegado a pronunciar.
—¿Te apetece que vayamos a ver a Sano después de comer? — preguntó Kenshin, intentando levantar el ánimo del chico. Yahiko pareció iluminarse un poco.
—Bueno— dijo, en cogiendo los hombros—. ¿Pero me harás onigiri, Kenshin? Tengo hambre.
—Por supuesto— contestó él, sonriéndole— ¿Me ayudas?
Estuvieron el resto de la mañana preparando la comida y después comieron los dos solos, en el porche, aprovechando el sol primaveral. Yahiko devoraba las bolas de arroz como si acabase de venir de una guerra y Kenshin mientras pensaba de qué manera podría contribuir económicamente para aliviar un poco la carga de trabajo de Kaoru. A fin de cuentas en las últimas semanas salía del dojo de madrugada y volvía al caer la tarde, agotada, con las manos heridas de tanto entrenar y la mirada un tanto triste. Decidió que esa noche le prepararía un barreño con las sales que le había conseguido Megumi, para que pidiera descansar los pies. Sí, lo haría en cuanto hubiese preparado la cena.
Maldita sea, maldita sea. Kaoru frotó una mano contra la otra dentro del cubo, intentando sacar los restos de sangre. Por mucho que entrenaba y daba clases parecía que sus manos nunca iban a endurecerse. ¿Cuántos años necesitaría para que por fin saliese un callo, indoloro y permanente? No es que desease tener las manos de un viejo samurai, pero estaba cansada de tener que limpiarlas y vendarlas cada día. Esa tarde Fujame-san le había propuesto sumergir sus manos con las aguas de manantial que llegaban hasta su dojo y Kaoru estaba realmente agredecida. Los entrenamientos allí eran duros, los alumnos eran avanzados, pero eso le gustaba. Sin embargo, acababa completamente exhausta.
— Déjame que vea, por favor— dijo Hideki Fujame, acercándose. Kaoru le miró sorprendida; no le había oído llegar. Todavía llevaba puesta la yukata y la hakama de entrenamiento. Casi por inercia, tendió las manos hacia él, avergonzada. Él las sujetó con resolución y las giró para mirar las palmas. Kami, están hechas un desastre, pensó ella al verlas fuera del agua, con las llagas abiertas y despellejadas—. Tengo algo que puede irte muy bien.
La soltó un instante para entrar en la casa y salió con un pequeño recipiente redondo. Lo abrió y se lo mostró a Kaoru.
—¿Es un aceite? — preguntó ella, oliéndolo. Él sonrió con cara de diversión en el rostro.
—Algo parecido. Es una crema occidental, muy buena para estas cosas. Permíteme, por favor—. Sin esperar a que ella contestase o le diese su aprobación, tomó un poco de crema y empezó a ponérsela en la palma de una de las manos, con suavidad. Kaoru sintió cómo se sonrojaba hasta el extremo de notar calor en la punta de las orejas. Se puso tan nerviosa que fue incapaz de articular una palabra. ¿Qué estaba haciendo Fujame-san? ¿Era eso normal? —. Tienes unas manos preciosas— dijo, casi en un susurro, mientras seguía poniéndole la crema. No, esto no es normal, decidió Kaoru. Retiró las manos con evidente nerviosismo mientras sonreía.
—Se me ha hecho un poco tarde, Fujame-san— dijo, dedicándole la mejor de sus miradas—. Tengo que volver.
—Claro, Kaoru— contestó él, sonriendo. Fujame-san era un hombre muy atractivo, de ojos oscuros y mirada profunda; no era raro que hubiese varias muchachas esperándole en la puerta del dojo, deseosas de alguna atención, aunque él no parecía demasiado interesado.
—Mañana vendré a la misma hora— dijo ella, recogiendo sus cosas y colocándose el macuto en el brazo. Sentía las manos mucho mejor, a decir verdad. La crema aquella sí parecía milagrosa. Cuando estaba atravesando la puerta, Fujame-san la llamó.
—Kaoru— dijo, haciendo que ella se girase—. Me preguntaba si... Bueno, si tal vez querrías acompañarme mañana al festival de colores. Dicen que tienen los lazos más bonitos de Japón, de telas tan suaves que parecen salidas de un sueño. Seguro que encontraremos uno que haga juego con tus ojos.
Kaoru abrió mucho la boca, sin poder disimular la sorpresa. Había estado esperando durante semanas que Kenshin le propusiera ir a ese festival. Él sabía que ella lo esperaba, tenía que saberlo. Incluso una mañana, mientras le ayudaba a tender la ropa, le había dicho directamente: En dos semanas es el festival de los colores. ¡No creo que haya festival más apasionante en Japón! ¿No te parece, Kenshin?; él se había limitado a contestarle parece interesante, Kaoru-dono. ¿Le pasáis a sessha esa yukata, por favor? Aún así, ella había esperado durante unos días que fuese todo una forma de ocultar la sorpresa de invitarla, pero de nuevo no dejaba de ser un simple producto de su imaginación. Ya había decidido olvidarse de ese festival; solo su padre, cuando vivía, parecía darse cuenta de la ilusión que le hacía, de lo mucho que le gustaban las telas y los lazos. Sin embargo, ese hombre que apenas conocía sí se había dado cuenta. Sin apenas pensar, llevada por un impulso, contestó.
—Me encantaría acompañaros, Fujame-san— dijo, sorprendiéndose a sí misma, volviendo a sonrojarse. Fujame-san le devolvió una sonrisa dulce que hizo que se sonrojase todavía más. Nunca antes un hombre le había prestado esa atención. Ni esa ni ninguna otra, más allá de su relación con Kenshin, si es que podía dársele ese calificativo, pues él parecía dispuesto a ser únicamente su sirviente. Si tan solo tuviese algún gesto de afecto, una palabra dulce, un cumplido... Él había visto sus manos cientos de veces. ¿Es que nunca le habían parecido bonitas como para decir algo?
—Entonces hasta mañana, Kaoru— Fujame-san pronunció su nombre despacio, como si lo saborease. Kaoru se giró y se fue rápido de allí, casi huyendo.
La oyó llegar justo en el momento en que echaba las sales en la tina. Se arremangó el brazo derecho y lo introdujo en el agua hasta el codo, para remover bien y mezclarlo todo. Estaba bastante caliente, pero era un calor dulce, lo que necesitarían los pies exhaustos de Kaoru. Se levantó y se secó el brazo en el mandil, saliendo al patio a recibirla con la mejor de sus sonrisas. El sol había desaparecido hacía unos pocos minutos, pero la noche aún era poco oscura.
—Bienvenida, Kaoru-dono— dijo. Tendió la mano para sostener su macuto y ella se lo cedió, resoplando—. ¿Habéis tenido buen día?
—Sí— dijo ella, en un suspiro—. No ha estado mal.
Kenshin cogió también el bokken y se dirigió con todo hacia el dojo.
—Sessha tiene algo para vos— dijo, sin darse la vuelta—. En el baño.
Kaoru abrió mucho los ojos y le siguió por el pasillo, sin decir nada. Kenshin podía sentir su ki agitado, aunque no le extrañaba. Era demasiado trabajo, tantas horas, demasiada carga para una sola persona y ella todavía era muy joven. Tenía que encontrar una solución. Tal vez lo aceptasen como aprendiz en alguna carpintería, aunque no tenía ni idea de trabajar la madera. Abrió la puerta del baño con la mano que tenía libre y le dedicó a Kaoru una pequeña reverencia con la cabeza. Ella pasó a su lado y miró dentro.
—¿Un barreño?
—Son sales. Megumi-dono se las dio a sessha para recuperarse de sus heridas, pero estas heridas están bien— dijo, tocándose el hombro, allí donde Shishio se había llevado consigo un pedazo de su carne. Kaoru le miró durante unos segundos y después suspiró.
—Gracias, Kenshin— dijo, quitándose las sandalias y los calcetines. Al ver lo que hacía, Kenshin se apresuró a salir del baño—. No, no te vayas. Solo voy a mojarme los pies y así tal vez podamos hablar. Hace mucho que no hablamos.
Él la miró desde la puerta, dudando.
—Sessha también os ha preparado el baño. Aprovechad que el agua está caliente, Kaoru-dono. Si queréis, durante la cena hablaremos— dijo finalmente con voz suave, desapareciendo por la puerta.
Kaoru se sumergió en el baño, resoplando. Estúpido Kenshin, se dijo, poniendo los ojos en blanco. Había salido corriendo en cuanto ella comenzó a desatarse las sandalias, como si tuviese alguna enfermedad contagiosa. ¿Qué sucedía con él? ¿Acaso tenía miedo de que ella le arrastrarse a la bañera? Recordó con claridad las palabras de Misao: Kaoru, yo nunca te mentiría. A lo mejor debes empezar a pensar que si él no da el paso... Quiero decir, si no da ningún paso, quizás es que simplemente... no quiera darlo. Asintió para sí con la cabeza. Estaba claro que Kenshin no daría nunca ningún paso, pero ella estaba cansada de esperar. Se consideraba paciente, pero necesitaba algo, lo que fuese, para saber que realmente su espera tenía sentido. En algún momento había estado dispuesta a aguardar el tiempo que fuese necesario, pero tras lo de Enishi... Cuando se enteró de lo que Kenshin le había ocultado, en fin, le resultaba demasiado duro incluso pensar en ello. No le guardaba rencor; aunque nunca había querido pensar en ello, una parte de sí misma siempre había sido consciente de que, con sus años, era probable que antes de conocerla hubiese estado con otras mujeres, incluso que se hubiese enamorado. Pero aquella chica, Tomoe... Él se había entregado a ella. ¿Por qué ahora era diferente? La única respuesta posible era que Misao tuviese razón. Kaoru suspiró profundamente. La primavera había llegado y sentía que necesitaba que su corazón se calentase con el cariño de alguien. No podía negar sus sentimientos hacia Kenshin, pero podía intentar vencerlos. Podía intentar olvidarle. Definitivamente, debía hacerlo.
El festival de los colores había llenado la ciudad de un bullicio hipnótico que lograba arrancarle a Kenshin una sonrisa cada cinco minutos. Le encantaba ver las calles repletas de personas felices, de madres y padres con sus pequeños de la mano, soplando molinillos y riendo a carcajadas. Cuando veía todo aquello sentía que las batallas que había librado quizás habían tenido algún sentido. Era una sensación efímera, pero él la atesoraba para los malos momentos, para las noches largas de insomnio y culpa.
—¡Venga, vamos! ¡No me gusta estar entre tanta gente! — protestaba Yahiko a su lado, dando empujones a todo el mundo para hacerse sitio. Kenshin se había parado hacía rato en el quinto o sexto puesto y miraba un lazo de color índigo, con los bordes un poco más oscuros. Unos metros más atras, Sanosuke hablaba con dos muchachas, coqueteando con ellas. Kenshin pasó los dedos por la tela del lazo con delicadeza, casi sin tocarlo.
—Mira, Yahiko— dijo, ignorando sus quejas—. ¿Qué te parece este?
—Me parece que estoy cansado. ¡Quiero entrenar! ¡Busu se ha olvidado de mí y tú encima quieres hacerle un regalo! — replicó, cruzándose de brazos. Kenshin cogió el lazo en la mano y lo miró con atención, por quinta o sexta vez. Debían llevar en el puesto unos veinte minutos. Aunque era un lazo bonito, algo dentro de él le decía que era mejor regalarle uno rojo. Practicar el hiten mitsurugui ryu le había ayudado a desarrollar una especie de "sexto sentido" para las cosas, pero no conseguía racionalizar esa intuición; no veía cómo podría regalarle un lazo rojo a Kaoru y que pareciese algo natural. El rojo era el color de los amantes. ¿Cómo iba él a regalarle...?
—Quiero ese lazo rojo, por favor— dijo una voz a su lado. Miró al hombre de reojo; era mucho más alto que él, tenía unos ojos oscuros y brillantes y mostraba un billete en la mano mientras hablaba. La mujer del puesto asintió con la cabeza cogiendo el lazo. Era de un rojo muy intenso, parecido al color de la sangre.
—Es el lazo de la pasión, señor— dijo la tendera, sonriendo mientras bajaba la mirada, con las mejillas sonrojadas—. Algunas mujeres son afortunadas.
Kenshin todavía sostenía el lazo índigo en la mano con cara de tonto cuando el hombre se volvió hacia él con una sonrisa amable en el rostro.
— Deja ese y coge el rojo. Solo tendrás una oportunidad para entregar tu lazo. Sé valiente—. El hombre se giró y desapareció entre la multitud.
—¿Oro? — dijo Kenshin, sorprendido. Yahiko le dio un fuerte codazo en las costillas, sacándolo de su obnubilación.
—Ya le has oído. Coge el rojo.
—Pero sessha...
—¡Maldita sea! — exclamó Yahiko, cogiendo el lazo rojo y tendiéndoselo a la mujer. Ella lo cogió con cara de sorpresa, pero después giró la mirada hacia Kenshin.
—Excelente elección, señor. Este rojo simboliza la pasión, el amor que se entrega sin reservas, y también la belleza y el deseo de lo prohibido— pronunció la última palabra lentamente y Kenshin sintió cómo su cara se ponía del color de su pelo.
—Sessha no...
—¿Es para vuetra prometida, tal vez? ¿O para vuestra mujer? No importa que sea para vuestra mujer; a las mujeres casadas también les gusta sentirse deseadas.
—Es para una amiga— acertó a decir finalmente, nervioso. La tendera frunció el ceño y pareció sujetar el lazo con mayor fuerza entre sus dedos, como si se aferrarse a él.
—Entonces quizás prefiráis regalarle ese índigo que tenéis en las manos— contestó, visiblemente afectada. Kenshin sonrió con amabilidad, sintiendo que el sonrojo empezaba a desaparecer.
—Así será. Muchas gracias por sus consejos, señora— dijo, tendiendo las monedas.
En el camino de vuelta a casa Yahiko le repitió cerca de un millón de veces lo fea que era Kaoru, lo poco que agradecería el lazo y lo mucho que le mentía siempre diciéndole que era su alumno favorito, cuando no le dedicaba apenas tiempo. Al llegar al dojo, Kenshin vio que Kaoru no estaba. Había vuelto a mediodía del entrenamiento en el dojo de Fujame-san, pero seguramente cuando él y Yahiko salieron tuvo que regresar. Pensó en ponerle el lazo debajo de la almohada, pero pronto se dio cuenta de que para eso debería entrar en su dormitorio. ¿Y si lo colgaba en la puerta? No le gustaba la idea. Podría simplemente dárselo, pero quería sorprenderla. A Kaoru le gustaban ese tipo de cosas, eso lo sabía. Entonces decidió que prepararía la cena en el patio y se lo daría mientras cenasen, cuando empezasen los fuegos.
