Scott se despertó con un sacudón del hombro. Gruñó e intentó darse la vuelta para continuar durmiendo, pero Patrick insistió.
—Vámonos, KYLE.
—No-me-llames-así —rugió Scott, sentándose casi de golpe en la cama.
Patrick sonrió cínico, enervando a su hermano mayor. Lo sobró con una mirada despectiva desde arriba y hasta se aventuró a patearle la cama.
—Vámonos.
—No... No creo que deberíamos hacer algo así. Papá se va a preocupar.
Patrick bufó, colocando los ojos en blanco.
—Seamos sinceros, solo le importas tú. Así que al menos, acompáñame. Mala persona.
Otra vez, aquellas palabras que lo cargaban con una mochila de piedras. Culpas y más culpas de las cuales no sabía cómo sostener en sus manos. El rostro de Patrick parecía triste, pero de no ser por la penumbra, Scott hubiera notado la siniestra expectativa en los ojos verdes esmerilados de su hermano.
—Un rato.
—Te tengo una sorpresa —ensanchó sus labios, como el gato Cheshire—. Será el mejor rato de tu vida, Kyle.
—Basta de llamarme así, Patrick, por favor —volvió a advertir Scott con un semblante entre dolido y cansado, mientras buscaba a tientas en la oscuridad sus borceguís negros.
Patrick abrió la ventana y colgó las piernas hacia el exterior, disfrutando la brisa nocturna que revolvió su cabello castaño oscuro. Apoyó la punta de su pie en un tronco de la enredadera y comenzó el lento y sigiloso descenso. Scott asomó por la ventana detrás, una vez que Patrick se sintió en confianza para soltarse y continuar trepando por el costado. Scott resopló y comenzó a imitar a su hermano, aferrándose de las ramas gruesas de la enredadera para bajarse de su habitación en el primer piso de la casa.
Tal vez serían lo suficiente cuidadosos como un ladrón experto para su padre, pero para su hermanito menor, fue como escuchar dos orangutanes en ceremonia de apareamiento contra la pared de su cuarto en planta baja. Abrió los ojos con un inmenso fastidio, levantándose rápido para interceptarlos en su escape.
Sus ojos verdes centellaron al encender la luz de la sala, cuyo ventanal exterior dio de lleno a las dos figuras petrificadas, con las manos en la maza: caminando en puntas de pie para no remover la grava del sendero.
Los dos mayores miraron al menor. Sus pobladas cejas ceñidas en enorme disgusto. Sabían exactamente lo que diría.
—... ¿Qué es esta vez? —Patrick se cruzó de brazos.
—La mesada de los dos —sus hermanos se debatieron enfurecidos e indignados—. Por un mes.
—Por favor, no le digas a papá que te damos nuestro dinero —suplicó Scott, con un rostro compungido y preocupado—. Nos preguntará por qué...
—¿Y le digo la verdad? —El chiquillo se sonrió con malicia— ¿Que se escapan para irse de parranda con el francés de Tercero?
Scott se acercó al chico, asomándose por el ventanal, abierto en pleno caluroso verano. Su rostro parecía darse por vencido, con una cálida sonrisa que destensó la expresión de falso desdén del menor. Se sentó y extendió un brazo, mientras que escuchaba a Patrick resoplar con hastío y comenzar a golpear rítmicamente el suelo de grava con un pie, impaciente por las estupideces sentimentales de sus hermanos.
—Yo sé que estás enfadado.
—No me gusta que salgas así, Scott —aflojó el chico—. Yo sé que empiezas a beber y fumar como Patrick. Prometiste que no te harías daño.
—Solo lo acompaño, no te preocupes por mí —le aseguró Scott, pero un doblés en su mirada, le indicó al menor que mentía.
Le mentía como siempre, como todas las veces, en su maldita cara. Iba porque era débil, porque no sabía decir un maldito NO. ¿Qué hace de mal un sorbo, un trago, luego un vaso y la botella? Accedió al abrazo descolorido y frío de Scott. Él también aprendió a darse por vencido. Después de todo... no era quién para decirle qué hacer o qué no.
—Nada va a pasar —intentó nuevamente Scott.
—Sí, claro.
—John —lo nombró Scott, tomando sus mejillas entre sus manos para mirarlo fijamente. Sus ojos se toparon con un fulgor especial, de la esperanza al final del túnel en sus intensas miradas, que decían tanto en su silencio de instantes—... Volveré antes del amanecer.
John asintió y al agachar la cabeza, Scott acarició con ternura su cabello sedoso, negro como el cielo que lo cubría todo de sombras aquella noche.
—¿Se van a dejar de besuquear un momento? Me quiero largar de aquí, por si no lo notaron —bufó Patrick detrás de ellos, sobresaltando levemente a ambos.
—Me aseguraré de que papá siga dormido —alcanzó a decir John antes de separarse de Scott, que comenzó a correr detrás de Patrick que se alejaba sin miedo entre los pastizales altos.
—Gracias, John —susurró Scott, y desapareció en medio del monte, como dos siluetas tragadas por la oscuridad.
A tiempo para no ver las lágrimas que se amontonaron hasta desbordar por las mejillas de John. Apretó sus puños y se restregó el rostro, enfadado por demostrar, incluso en su soledad, lo mucho que le afectaba ver a Scott seguir los pasos del imbécil de Patrick.
Una mano blanca de nudillos rosados, delicada palma perfumada de orquídea, se extendió hacia John desde el interior del salón hacia la luz blanquecina de la luna, que proyectaba su halo opalino. John la estrechó y se dejó dirigir de vuelta hacia los cuartos de abajo.
Se detuvieron juntos delante de la puerta de madera bordó. Apoyaron juntos el oído izquierdo y el derecho, de modo que sus rostros casi se rozaron las narices. John parpadeó y su acompañante asintió con la cabeza. Byron seguía dormido. Mejor que no se enterara que sus dos hijos mayores se escaparon para salir de parranda.
Mejor no se enterara, o al menos, en la teoría.
La ansiedad se apoderó de John cuando los primeros tintes púrpuras aparecieron al horizonte, los pajaritos lo daban todo atrofiándose los pulmones chillando y el despertador de su padre estaba a menos de la mitad por sonar. Apretó la mano que no lo había soltado el resto de la madrugada.
—¿Qué hacemos?
—... Voy a quitarle las pilas al reloj. Decimos que se descompuso.
—Estoy harto de cubrirlos —John se apretó los párpados con las manos—. Traté de chantajearlos para que se detengan, pero les da lo mismo. Me mandan al diablo y ya.
—John, son grandes —trató de calmarlo—. Saben lo que hacen.
—Créeme que no —John frunció el ceño, enfadado—. Y vas a ver.
Como todo el profeta de desgracias que era, un estruendo los sacudió del susto, proviniendo desde la puerta trasera de la cocina. La de hierro de bisagras oxidadas, la que hacía más ruido. ¿Qué clase de idiotas eran estos dos?
Corrieron hacia el pasillo, amortiguando sus pisadas las medias de algodón. John se aferró de la mesada de mármol, a tiempo de prevenir que entre los dos, pisaran el cuerpo que yacía tendido en el suelo. Sentado, aferrando sus brazos, el chico de Tercero, Francis. Patrick sufría cerrando la puerta, con todo el ruido infernal que eso conlleva.
—¡Basta, déjala abierta! —gritó en susurros John, echando vistazos furtivos hacia la habitación de su padre.
—¿Está intoxicado? —preguntó la otra voz, agachándose a inspeccionarlo.
Scott respiraba con dificultad.
Francis miró a Patrick con odio, elevando un dedo índice que apuñaló su plexo solar con ahínco.
—Éste enfermo le dio inhibidores.
John se tapó la boca con ambas manos.
—¡Patrick! —Al carajo el sigilo y los cuidados, John simplemente gritó—: ¿¡Qué mierda tienes en la cabeza!?
—Voy a llamar a papá —determinó el cuarto de los hijos de Byron que vivían con él en Dublin—. Scott necesita ir al hospital.
—¡Al fin un ser humano razonable! —se lamentó Francis, tratando de acomodar el cuerpo inerte de Scott, apoyando su cabeza sobre el regazo.
John aferró a Patrick del cuello de su polera, estampando su nuca contra la pared.
—¡No vuelvas a arrastrarlo a tu mierda! —apegó su frente a centímetros, viéndose mucho más fiero, a pesar de ser tres años menor—. ¡Te voy a partir la cabeza si le pasa algo por tu culpa, infeliz!
—¡Déjame, engendro! —finalmente Patrick reaccionó, empujando a John con tanta fuerza y mala suerte, que le golpeó la espalda contra la punta afilada de la mesada.
En ese momento, apareció Byron. Sus casi dos metros de hombre, de pie en medio de todos sus niños y el extraño, con el cabello pelirrojo largo y trenzado en su nuca, y barba media crecida, y sus petrificantes ojos azules de basilisco. Francis, intimidado, agachó la cabeza con miedo.
—Todos, al auto. Ahora.
Se agachó sobre una rodilla para alzar en brazos a Scott del suelo. Francis tendió una tímida mano para ayudar, pero el hombre lo paralizó de una sola mirada.
—Dije todos, y cada uno de los presentes, al auto. Ya.
Los demás Kirklands, se encaminaron hacia la salida principal de la casa, mientras Patrick cerraba con seguro la puerta de hierro con un farfullo molesto. Francis obedeció, colocándose de pie y caminando detrás de Byron Kirkland, que llevaba al mayor de sus niños en brazos. Recién en ese momento, Francis fue capaz de ver por unos segundos, iluminado por los primeros rayos de sol, el rostro angustiado de su padre al contemplarlo desmayado.
Como si lo hubiese visto venir en algún momento.
El auto nuevo de Byron se trataba de un Peugeot 5008, ideal para la familia numerosa que eran. Todos se acomodaron en los asientos traseros, y en el acompañante, Byron aseguró a Scott con el cinturón de seguridad. Mientras daba la vuelta para sentarse al volante, se oyó un quejido de John.
—¿Qué te sucede? —le preguntó una suave voz.
—Me duele la columna —dijo, pasándose una mano por la espalda.
Se voltearon a mirar mal a Patrick, él lo empujó. Byron se sentó mudo, arrancando el auto con notable ira. Por eso, solamente pudieron palidecer cuando John sacó la mano que tocó su espalda y la sostuvo delante de sí, encandilado de confusión.
Se hallaba cubierta de sangre.
