La vida de Hermione era perfecta en todos los aspectos. Apenas tenía diez años, y sin embargo, su cerebro era ya mucho más maduro, y había experimentado cosas que para muchas personas se quedaban alojadas en un oscuro rincón de su mente sin esperar llegar a salir nunca. Como cada mañana, se miraba al espejo y le gustaba lo que observaba.
Hermione tenía la piel mucho más pálida de lo que la tendría más adelante… los ojos con un leve brillo rojizo… y el pelo ligeramente teñido de este color, igual de rizado que siempre había sido.
Aún siendo una niña, dedicaba un rato por la mañana a repasar su sombra de ojos. Su madre estaba obsesionada con la belleza y ella estaba ligeramente contagiada. Siempre iba bien vestida y caminaba con una gran presencia.
Sólo había una parte de ella que no terminaba de gustarle y eran sus dientes, que eran excesivamente largos. En cuanto pudiera usar su magia, los acortaría. Pero tampoco era algo que le quitara el sueño a la niña, sabiendo que era un contratiempo temporal.
Cuando terminó de arreglarse, la criatura abandonó su lujosa habitación y bajó escaleras abajo en la gran mansión que tenían por hogar. Elizabeth había tenido muchos nombres, muchos apellidos, pero si había algo que había sabido conservar era el capital. A Elizabeth Bathory jamás le había faltado dinero.
La castaña encontró a su madre frente a la mesa. Se dedicaron una gran sonrisa la una a la otra y Hermione se sentó a su vera. Su madre le tendió una copa de oro, llena de aquel líquido espeso y carmesí que tanto había aprendido a amar y, mientras bebía, su madre la observaba en silencio.
_ Tu padre quiere verte esta tarde. _ Le dijo, con tono de ciscunstancias.
Hermione emitió un bufido, bastante molesta.
_ ¿Es obligatorio? _ Susurró. _ Tenía pensado salir a montar… coger el arco y…
_ Tus cacerías pueden esperar, mi amor. _ Susurró Elizabeth, con mano izquierda. _ Sé que tu padre y tú no sois las personas más apegadas, pero te espera un gran destino, y él forma parte de él.
_ ¿Qué destino? _ Le preguntó, relamiéndose los restos de sangre de los labios antes de proceder a coger un trozo de pan de la mesa.
_ Hija mía… no creerías que alguien tan especial como tú no tiene un destino, un camino que seguir para alcanzar la grandeza.
_ Bueno, podía intuir algo, pero nada con seguridad. _ Susurró Hermione, con una sonrisa ladina. _ Quiero decir, está claro que yo no soy como los demás.
_ Estás destinada a ser la bruja más poderosa de todos los tiempos, Hermione. Algún día… tú terminarás la tarea que yo no pude. Tú te alzarás… y el mundo se arrodillará ante ti.
_ Vaya, eso sí que es un destino grande. _ Hermione sonrió. _ ¿Y cómo haríamos eso?
_ Ah, Hermione… eso lo sabrás cuando seas mayor… Pero de momento. _ Le besó la frente. _ Pórtate bien con tu padre.
_ Está bien, mamá.
Hermione durante años estuvo pensando que aquello era una broma, una forma de asegurarse de que no se pusiera en contra de su padre. Lo olvidó hasta que su madre se lo recordó y se quedó inconsciente durante unos segundos, con la cara anegada de la sangre que había salido de su nariz.
Se encontró sentada en la silla frente a su madre, que había esperado a que el ataque terminase. Hermione, instintivamente, chupó la sangre que había bajado y se limpió con un pañuelo que le tendió su progenitora. Se sintió ligeramente avergonzada de mostrarse tan vulnerable ante ella
_ Pensaba que era un cuento infantil para hacer creer especial a tu única hija, mamá. _ Hermione sonrió. _ ¿Y bien? ¿Me lo vas a contar ahora o sigo siendo demasiado niña?
_ Ya estás lista. _ Le extendió la mano. _ Y supongo que también dispuesta.
_ Antes necesitaría saber de qué se trata, ¿No crees?
_ Verás… Existe un poder muy antiguo. Reservado a muy pocas personas. Los egipcios creían que venía de parte de los mismos dioses. Un poder con el que podrías deformar la realidad y doblarla a tu gusto para que sea como tú desees. Podrías, por ejemplo, recuperar los cuatro años que se te han arrebatado. Podrías conseguir que tu padre jamás hubiera caído si quisieras.
_ Nadie debería tener un poder así. _ Susurró Hermione.
_ Nadie salvo tú. _ La tomó del mentón para que la mirara. _ Tú eres la heredera de dos de las estirpes mágicas más poderosas e importantes de todos los tiempos.
_ Te tienes en alta estima, madre. _ Sonrió ligeramente.
_ Muy gracioso, cariño… _ Suspiró Elizabeth. _ Sí, me valoro bastante. No he llegado a dónde estoy por minusvalorarme.
_ Es comprensible. _ Susurró Hermione. _ Aún no me has dicho cómo has vivido tantos años.
_ Ya te lo contaré. _ Le extendió la mano. _ De momento, vámonos.
Mientras bajaban de camino a la salida del colegio, puesto que no podían aparecerse dentro del castillo, Hermione no pudo evitar pararse unos segundos a mirar a Harry y a Ron, que estaban paseando por los corredores. Quizá la estuvieran buscando a ella.
_ Cielo, no te distraigas. _ Le dijo Elizabeth.
_ Sí, disculpa. _ Hermione negó con la cabeza. _ Estaba pensando en mis cosas.
Cuando dejaron atrás las verjas con los cerdos alados, Hermione notó una extraña sensación de vértigo antes incluso de coger la mano de su madre. En cuanto la aferró sintió como toda la realidad a su alrededor se desmoronaba. El mundo se desdibujó y cuando volvió a recomponerse, se encontraba en un lugar muy distinto.
Se encontraban en mitad de un gran desierto. El cielo había cambiado, así como la temperatura. Eso hizo que Hermione se estremeciera. Tenía un mal presentimiento que no la abandonaba. Sentía que había algo que estaba mal con todo aquello.
Su madre le mostró una entrada oculta entre las dunas, y cuando Hermione se introdujo en ella, pudo comprobar que se encontraba en unas ruinas, que parecían propias de la cultura egipcia. Se quedó en silencio un buen rato, simplemente observando hasta que su madre la guió.
Fue entonces cuando lo vio. Un cetro suspendido en el aire, rodeado de un campo mágico que parecía estarlo protegiendo. La sala era muy antigua, y parecía haber estado sellada en la antigüedad. Habían entrado por una pared derruida.
Hermione no pudo evitar tener la sensación de que acababa de meterse en un sitio prohibido y que no debía estar allí. Y esa sensación le encogió el estómago por completo mientras observaba a su alrededor.
Por otro lado, la mirada de su madre era clara, y su petición obvia. Hermione sintió cierto miedo mientras se adelantaba hacia el cetro. El objeto estaba adornado con una gema que emitía un leve resplandor. Hermione pasó limpiamente el cerco mágico que lo rodeaba y lo tocó con los dedos.
Casi esperaba prenderse fuego hasta convertirse en un montón de cenizas o explotar hasta convertirse en una masa informe de carne en el suelo, pero nada de aquello ocurrió. Pudo cerrar la mano y notó el oro extrañamente cálido.
_ Yo ni siquiera pude pasar el cerco. _ Suspiró Elizabeth. _ Vamos, ahora deséalo. Desea nuestra victoria. Desea tu futuro reinado.
_ ¿Sólo desearlo? ¿No hay ningún conjuro? _ Preguntó Hermione.
_ Sólo desearlo. _ Repitió Elizabeth.
_ Deseo la victoria de mis padres… deseo no haber sido arrebatada… que el mundo mágico esté destinado a reposar en mis manos. _ Suspiró, elevando el cetro por encima de sí.
Un fogonazo llenó la pequeña estancia por completo, y Hermione notó cómo la consciencia la abandonaba. Sintió como todo su cuerpo parecía arder.
Había cometido un error. Un terrible error. Estaba convencida. Pero era demasiado tarde como para dar marcha atrás. Y ni siquiera estaba segura de que quisiera hacerlo a pesar de sus dudas.
Cuando Hermione abrió los ojos, no recordaba nada de aquello. Estaba en una gran cama adoselada, que coronaba una habitación absurdamente grande llena de lujos y caprichos, propia de una princesa.
Naturalmente, Hermione era precisamente eso. Se llevó los dedos al puente de la nariz, extrañamente confusa con lo que había sucedido. Le dolía la cabeza como si un hipogrifo le hubiera dado una paliza.
Finalmente se levantó y se miró en el espejo. Su piel era pálida como el mármol, sus ojos rojizos y los bucles de su pelo estaban ligeramente teñidos de rojo. Todo estaba en orden.
Se vistió y se dirigió al pasillo. No le sorprendió ver a mucha gente trabajando para mantener la casa impoluta. Hermione no se entendía a sí misma.
Aquel era un día común y corriente y sin embargo, mientras se paraba a echar un vistazo a las vistas desde su gran balcón, tenía la extraña sensación de que había algo que iba mal. De que algo estaba fuera de lugar.
Se planteó hablar con sus padres, pero era absurdo interrumpir las más que apretadas agendas del primer ministro y la reina con nimiedades como un extraño sueño.
_ ¿Por qué siempre te encuentro mirando hacia el horizonte como si pudieras ver algo que a mí se me escapa?
Giró el rostro y su mirada se chocó con la de Pansy. Sonrió a la muchacha y la invitó a acercarse con el dedo. Pansy dio un par de pasos en su dirección con una sonrisa pícara y le dio un beso en los labios. Apasionado, intenso. Hermione le mordió el labio cuando trató de separarse, impidiéndoselo.
_ Descarada, podrías hacerme daño. _ Susurró Pansy cuando finalmente la liberó.
_ Ya sabías lo que te esperaba cuando empezaste a salir conmigo. _ Susurró Hermione.
_ Sí, lo sé, lo sé… _ Pansy le acomodó el pelo. _ Pero dime… princesa… ¿Qué te ronda la cabeza?
_ Verás… he tenido un sueño… uno muy vivido. _ Susurró Hermione. _ Y no dejo de darle vueltas.
_ ¿Qué has soñado? _ Preguntó Pansy.
_ Soñé con un mundo en el que creía que era una sangre sucia.
_ ¿Tú? ¿La futura reina de inglaterra? ¿La heredera de Elizabeth Bathory, una sangre sucia? Vaya ideas que tienes a veces, Hermione.
_ Sí, la verdad es que suena como una broma pesada. _ Reconoció Hermione, quería verlo como una broma, pero no le salía. _ No sé, te sonará tonto, pero me gustaría investigar un par de cosas sobre ese sueño.
_ ¿Y quieres que te acompañe? _ Hermione se rio.
_ No, quiero que me cubras. Está claro que alguien va a preguntar por mí en algún momento y quiero que lo tengas distraído.
_ De verdad, las cosas que tengo que hacer por el amor de mi vida… _ Susurró Pansy. _ No temas, me ocuparé de todo.
Hermione se desvaneció en el aire, emitiendo un sonido silbante. Pansy suspiró, lamentándose por enésima vez de que el resto de mortales tuvieran que esperar a los diecisiete años para poder aparecerse.
Era un día nublado en Godric's Hollow. La niebla parecía haber llenado el lugar, haciendo muy difícil la visión. Hermione miraba de un lado a otro, buscando señales de vida. Lo primero que escuchó fue a un coro que se estaba agolpando para cantar unos villancicos.
Hermione alzó un momento una ceja. Por algún motivo le resultaba extraño que fueran fechas navideñas. Pero… por supuesto que lo eran. Por eso estaba ella en casa y no en Hogwarts. Decididamente aquel día tenía la cabeza hecha un lío.
Hermione iba ataviada con una túnica rematada en una capucha, pero aún así había gente que la reconocía. Le hacían reverencias, gente con respeto, algunos con cierto miedo. Hermione ya debía estar acostumbrada a aquello, no entendía por qué la sorprendía.
Encontró lo que buscaba justo en el parque del pueblo. Había varios niños jugando allí. Había caído algo de nieve y estaban haciendo muñecos con ella, así como organizando guerras. Una sonrisa involuntaria apareció en su rostro. Ella nunca tenía demasiado tiempo para juegos.
Estaba en su mundo, concentrada en la nada, como solía decir Pansy. No vio la bola de nieve a tiempo y esta impactó directamente contra su nuca.
Hermione se giró lentamente y se quitó la capucha, encarándose con el "agresor". No le costó reconocerlo. Tenía el cabello oscuro y enmarañado, grandes gafas y unos brillantes ojos verdes. Sin embargo, algo le llamó la atención. Por algún motivo esperaba una cicatriz en forma de rayo en su frente… y esa cicatriz no estaba ahí.
_ Oh… lo siento… no la reconocí con la capucha.
Hermione extendió la sonrisa.
_ Oh… no lo sientas. Prepárate para la peor batalla de bolas de nieve que has tenido en tu vida.
