«Y la ingenua Caperucita creyó en sus juramentos, creyó en su amor. Inocente le entregó su corazón en aquel bosque oscuro, solo para que el lobo lo devorara y luego se marchara sin mirar atrás».
Cuando Edward la invitó a cenar con su familia, lo primero que le vino a la mente fue: «¿qué hago si no les agrado?». Recordó a su abuelo, quien se convirtió en su tutor después de perder a su padre. La niña lo conoció gracias a que servicios sociales la llevó con él. Al principio, la interacción entre ambos fue incómoda, era pequeña y tímida, no sabía cómo acercarse al hombre sombrío que la ignoraba y que parecía no querer cargar con ella. Con el tiempo, cayeron en una cómoda rutina en la que se acostumbraron a sus silencios. Hasta que un día lo encontró borracho delirando en el piso de la entrada del departamento. Él le confesó crudamente lo que pensaba de ella. La experiencia fue dolorosa y la confesión acabó con su autoestima. La odiaba, no la quería en su casa; porque lo decepcionaría al igual que Renée lo hizo al casarse con su padre: «Un bueno para nada». Isabella creyó que, si su madre y su abuelo no la amaron, entonces, nadie más aparte de su padre lo haría.
«¿Y si los padres de Edward deciden que no soy buena para él?».
—¡Hola!
Si estaba molesto por hacerlo esperar por más de quince minutos detrás de la puerta, no mencionó nada, solo se detuvo un momento para contemplarla de arriba abajo, antes de soltar un silbido seguido de:
—Luce hermosa, señorita —su sonrisa era deslumbrante sin una pizca de hipocresía. Luego del piropo añadió—: ¡Hace frío! Deberías ponerte un abrigo.
—¡Oh, sí, claro! —Isabella, regresó dentro de su departamento por el abrigo y su bolso.
Edward, quien la llevaba de la mano, la situó frente a un coche color negro, que parecía recién salido de agencia. Le abrió la puerta del copiloto y al agacharse para apreciar el interior, aspiró el aroma de la piel de los asientos. Se enderezó deprisa y vio a Edward con una sonrisa divertida.
—¿Y este coche? —preguntó con verdadera curiosidad y asombro a la vez.
Edward sonrió.
—Mi jefe creyó que merecía un aumento de sueldo.
—¡Oh, por Dios! ¡Edward, es un coche rojo muy hermoso! ¡Felicidades!
Isabella lo abrazó tan fuerte que los hizo tambalear. Demasiado acostumbrado a sus arranques de efusividad, no permitió la caída.
—Gracias, hermosa —le agradeció, luego de besarla.
Isabella subió al coche, y aspiró de nuevo el rico aroma del perfume de Edward mezclado con el olor propio de las vestiduras de los asientos blancos. Inspeccionó todo a lujo de detalle, desde la tapicería hasta la comodidad de los sillones, le pidió que la dejara manejar unas cuadras. Él aceptó después de preguntarle si sabía cómo hacerlo.
—Por supuesto que sí.
Emocionada aceleró de inmediato provocando que Edward se sujetara del tablero. Al detenerse y observar a su lado, encontró a su novio fingiendo estar aterrorizado. Apiadándose de él, se estacionó en la siguiente esquina e intercambiaron lugares. Echó una mirada a los CD, y al no encontrar algo que le gustara, encendió la radio. Edward solo sonreía en silencio. Se notaba feliz. Minutos más tarde, aparcó frente a un parque.
—Todavía es temprano, ¿quieres dar un paseo?
Ella le respondió con una tímida sonrisa, Edward, parecía emocionado y a la vez nervioso. Su actitud esa noche era extraña, pero había creído que era por su juguete nuevo. Se preguntó, si sus padres se molestaron por invitar a la novia a cenar con ellos y esa caminata solo era para ponerla sobre aviso.
Caminaron tomados de la mano por el sendero que conducía al centro del parque, ella miraba el cielo en busca de alguna distracción y así poder calmar su ansiedad. La luna llena resplandecía y las estrellas alrededor la adornaban. Minutos más tarde, llegaron al final del camino donde estaba una hermosa fuente con efectos de luces de colores que salían de sus profundidades, la fuente parecía cobrar vida con el hermoso espectáculo. Edward la abrazó por la espalda y aspiró el perfume de su cabello. Isabella se exaltó en el momento que la tomó del brazo para girarla hasta que estuvieron frente a frente. Sin previo aviso, el hombre que amaba, se arrodilló como un caballero de brillante armadura, poniéndose al servicio de su reina. Mostrándole una pequeña caja forrada de terciopelo rojo en forma de corazón y, con manos temblorosas, la abrió despacio mientras pronunciaba su declaración con voz ronca, pero segura:
—Mi amada Isabella, mi amor por ti conoce el principio mas no el final, te amo más que a mi propia vida y si aceptas unirte a mí en sagrado matrimonio, te prometo que nunca te faltará nada. Te seré fiel en pensamiento, corazón y cuerpo. Eres tú la mujer que quiero a mi lado para ser mi amiga, esposa y amante. Además, ten por seguro que, amarte hasta el término de nuestras vidas, será mi único propósito.
Isabella creyó en sus palabras. Olvidó respirar, su nombre o el hecho de contar con tan solo veintiún años. ¿Qué podía pensar una joven que se hallaba sola en el mundo? Edward se convirtió en su oportunidad de amar y ser amada, su príncipe al que no estaba dispuesta dejar escapar.
—Sí, acepto.
El joven tomó el anillo y se lo colocó suavemente. Las manos de Isabella temblaban tanto como las de Edward. Asimismo, para cerrar la promesa, Edward, besó con suavidad la frágil mano de su amada, todavía de rodillas. Ella no pudo controlar más la emoción, se lanzó a sus brazos besándolo en los labios, ahora sí, cayeron al piso.
Años después, se encuentra de pie frente a la misma fuente. Nunca la verá tan hermosa como esa noche.
«¡Cuántas promesas rotas y juramentos en vano!», piensa.
Le da la espalda. Ya no quiere llorar. Ansía dejar de ser la víctima y con determinación se promete reconquistarlo.
