Lincoln y Adelaide

La que debía haber sido una agradable noche para celebrar el decimoctavo cumpleaños de su hija menor: resultó ser un total fiasco; pues al señor y a la señora Chang no se les ocurrió mejor idea que llevar a Adelaide a ver los Team Choice Awards 2029.

–Eso fue desafortunado –comentó Becca una vez los tres regresaron y estuvieron a las puertas de su edificio.

–Lo juro –dijo Stanley–, cada año reconozco menos nombres.

–Oigan –Adelaide señaló al montón de automóviles que halló aparcados junto a las banquetas–, ¿por qué hay tantos autos en la calle?

–Todos vienen a tu fiesta sorpresa, hija –contestó su padre sonriente.

–¡Stanley, por Dios! –lo reprendió su esposa–. No seas tonto. Teníamos que entrar al apartamento para que todos gritaran: sorpresa.


Total, que aun habiendo echado a perder la sorpresa sin querer, los Chang siguieron adelante con lo planeado.

–¡Sorpresa! –gritaron entonces otras dos jóvenes adultas de veintitrés y veinticuatro años que salieron de diferentes escondites, al momento en que los tres ingresaron al apartamento y encendieron la luz.

Una de estas era Sid, la hermana mayor de Adelaide, y la otra Ronnie Anne Santiago que vivía en el apartamento de abajo con los Casagrande.

La casa estaba decorada para el festejo, pero aparte de ellas dos no había nadie más que se hubiese molestado en asistir.

–Ay, Dios –exclamó la señora Chang al notar el deprimente panorama.

–Mamá –volvió a preguntar Adelaide a Becca–, si esta es una fiesta sorpresa, ¿dónde están los invitados?

–Sid –se acercó su madre a hablarle entre susurros–, ¿qué pasó? Te dije que le pagaras a los chicos de la escuela para que vinieran. Te di quinientos dólares.

–¿Y por qué crees que vino Ronnie Anne? –fue lo que respondió.

–Oye, Adelaide –la felicitó la hispana–, feliz cumpleaños. Eres la más genial.

–¿Pero por qué hay tantos autos en la calle? –insistió en preguntar la cumpleañera.

–Deben estar en la fiesta de Laird –contestó su hermana.


–Atención –llamó el pelirrojo al grupo de nerds descamisados que estaban reunidos con el en el sótano de su casa–, la primera regla del club de la pelea de geeks es que si alguien dice hay se detienen.

–¡Hay! –gimió uno de los nerds cuando otro apenas y lo rozó con un suave manotazo.

–Bueno –habló Laird para dar por finalizada la reunión–, a cenar.


–No sabes cuánto lo siento, hija –se excusó Becca con una muy decepcionada Adelaide–. Parece que no va a venir nadie más. Pero nos divertimos en los Team Choice Awards, ¿no?

–Si, eso creo –dijo ella cabizbaja.

–Feliz cumpleaños de todas formas, Adelaide, nos vemos mañana.

Ding, dong.

Justo cuando se creía que todo había acabado, alguien llamó al timbre del apartamento por lo que Sid fue a abrir la puerta.

–Ah, hola Lincoln –saludó a cierto hombre bien parecido de cabello blanco de casi su misma edad. Ese que había asistido con ella y Ronnie Anne a la facultad de Great Lake City y actualmente vivía en el edificio de enfrente–. ¿Qué te trae por aquí?

–Bueno –respondió al cruzar el umbral–, es que un pajarito me dijo que hoy era el cumpleaños de Adelaide.

–De nada –graznó un avejentado papagayo que se posó en su hombro, a lo que Lincoln le entregó un billete de diez dólares y luego se alejó volando.

–En fin –prosiguió el peliblanco a entrar y sentarse en el sofá junto a Adelaide–. ¿Dónde esta la festejada?

–Ah, hola, señor Loud –lo saludó esta, contenta de que al menos el si hubiese venido a desearle feliz cumpleaños.

En principio, Sid y sus padres también estaban contentos por este gesto que bien podría consolar a la joven; mas sin embargo, y con toda razón, Ronnie Anne tenía un muy mal presentimiento.

–Por favor –le sonrió Lincoln a la cumpleañera–. Mi padre es el señor Loud... Ah, no, ya no desde que me corrió de su casa... Como sea, hoy es un día muy especial para ti, jovencita, toma un obsequio.

–Una vela con aroma –exclamó Adelaide, fascinada con lo que le entregó Lincoln–. Como chica, esto me encanta.

–El precio original era de treinta dólares.

–Muchas gracias, señor Loud.

–Bueno, cumples dieciocho años, Adelaide. Es un momento muy importante en la vida de una niña... Digo, de una mujer. Bienvenida al club de los adultos, ¿y sabes qué? Hay un miembro en el edificio de enfrente, si algún día quieres hablar o hacer algo. Feliz cumpleaños.

Y sin mas, Lincoln se atrevió a poner su mano en la rodilla de Adelaide... y a menear su meñique como si quisiera hacer algo más.

–Oye, ¿a dónde va ese meñique? –dijo de un modo juguetón–. ¿A dónde vas? ¿Qué... Qué haces? Vuelve acá... Eso es, así esta mejor.

–Ja ja... Mira a Lincoln coqueteando con esa perdedora –le comentó Sid entre risas a Ronnie Anne–. Te apuesto a que se la lleva a su apartamento.

–Sid –aclaró su amiga–, esa perdedora es tu hermana menor.

–¡Ay, por Dios! –se escandalizó la otra–. ¡Es cierto!


La velada prosiguió con Lincoln charlando amenamente con Adelaide para aparente agrado de los Chang y una evidente incomodidad de Ronnie Anne y Sid, quienes conocían muy bien al albino desde niñas y sabían bien cuales eran sus intenciones.

–En fin –continuó contándole Lincoln una de sus divertidas anécdotas a la festejada que lo escuchaba fascinada–, resultó que esa historia de la primera dama resultó ser completamente falsa. Lo que significaba que los Loud no eran mis verdaderos padres, sino que, como sospeché, deseaban tanto un niño que pagaron al hospital para que me intercambiaran con esa otra chica llamada Daniela. Y eso explica lo de mi cabello blanco.

–Gracias, Lincoln –los interrumpió Sid–. Esto ha sido muy divertido, pero creo que ya tienes que irte, ¿no?

–Si, ya es tarde –asintió este poniendose en pie y encaminándose hacia la puerta–. Cuídense, amigos.

Al salir, para mayor desagrado de Sid, el hombre de pelo blanco se regresó a guiñarle un ojo a su hermana que en cambio se ruborizó y soltó una risilla.

–Hasta pronto, Adelaide.

–Adiós.

–Eso fue incomodo –le dijo Sid a Ronnie Anne en cuanto Lincoln se retiró del apartamento.

–Eso fue incomodo –secundó su amiga.

–¿Verdad?

–Super incomodo.

–¿Sabes qué? De ninguna manera dejaré que le ponga un dedo encima a mi hermanita. ¡Rápido, al Sidcoptero!

Y diciendo esto, la achinada salió corriendo del apartamento y subió a toda prisa a la azotea en donde tenía estacionado un helicóptero con la imagen de su cara estampada en uno de sus costados, el cual abordó y puso en marcha.

–¡Ay, mamá!... ¡Ay, Dios...Ay, Dios...!

No obstante, cuando estuvo sobrevolando la calle, la chica maniobró mal y el vehículo cayó de lado sobre el pavimento, por lo que Sid se bajó de un salto antes de que las aspas perforaran el suelo y el helicóptero empezara a dar vueltas como loco.

¡Taka taka taka taka taka taka ta...!

–¡¿Pero qué rayos es esto?! –gritó el señor Hector al salir a ver que era lo que estaba salpicando trozos de concreto contra las ventanas de su negocio.

–¡Señor Casagrande! –avisó Sid–. ¡Vuelva a entrar! ¡El motor sigue girando y es muy peligroso!

–¡Oh, por Dios! –gritó el anciano–. ¡¿Qué es esa cosa que está destruyendo mi tienda?! ¡Detenla, Sid!

Finalmente, cuando el motor del helicóptero paró, Sid se acercó a sacudirle el polvo de la ropa al señor Casagrande y a disculparse por las molestias.

–Ay, señor Hector, lo siento mucho.

–Tranquila, Sid.

–¿Está bien?

–Si, estoy bien, todos estamos bien.

–Ay, pero que susto.


Más tarde esa noche, Lincoln siguió adelante con su plan empezando por enviarle un mensaje de texto a Adelaide que decía así:

Me dio gusto verte esta noche.

Att: Lincoln.

A lo cual ella contestó con un:

También me dio gusto verte.

En el acto, Lincoln mandó una contestación preguntando:

Por qué se molestó tu hermana?

LOL

A lo que Adelaide simple y sencillamente contestó:

Si, a veces puede ser una tonta.

Entonces Lincoln siguió mensajeándo a la incauta, haciendo uso de sus dotes como el maestro del convencimiento, empezando con un simpático:

XD

Y después, tratando de aparentar ser más casual, preguntó:

Te gusta Farmville?

A mi me encanta Farmville.

En respuesta, Adelaide le envió su afirmativa diciendo:

OMG, no sabes como me gusta Farmville.

Tienes que ver mis 2 nuevos cerditos.

A sabiendas de que ya se había ganado su confianza, Lincoln le mandó un mensaje un poco más sugerente a los anteriores que decía lo siguiente:

Y tu tienes que ver mi víbora ; )

Lejos de indignarse, Adelaide contestó encantada:

Que chistoso eres :-)

Con esto, Lincoln siguió con sus insinuaciones al mandarle otro mensaje en que le preguntaba:

Te cabe tu puño en la boca?

Con lo que Adelaide con toda confianza contestó:

No sé...

LOL

Es broma.

–Es hora de cerrar la trampa, Lincoln –dijo el peliblanco para sí al escribir otro mensaje más directo a Adelaide.

Deberíamos juntarnos.

De modo que ella, sin ninguna pena le envió otra afirmativa con un:

Ok

–¡Hay, por Dios! ¡hay, por Dios! ¡hay, por dios! –exclamó entusiasmado Lincoln que, ni corto ni perezoso, siguió escribiendo para asegurarse de que Adelaide cediera por completo a sus encantos–. Te voy a dejar adolorida y te voy a ahogar con mis... No, es demasiado, demasiado...

Para acabar, Adelaide recibió un ultimo mensaje con el que siempre si acabó por ceder.

El cielo está muy estrellado hoy –leyó en su teléfono–. Ouh, que lindo. Me encantan las estrellas.


La semana siguiente, Sid y Ronnie Anne miraban la tele en la residencia Chang bien tranquilas, cuando Lincoln se apareció en la puerta bien arreglado y con un ramo de flores en mano.

–Hola, señor Chang –saludó formalmente al padre de Sid y Adelaide quien salió a recibirlo. Aunque tampoco con mucho entusiasmo–. ¿Cómo está?

–¿Lincoln? –Sid se asomó a verlo por detrás de su padre junto con Ronnie Anne–. ¿Qué haces aquí?

–Hola, Linc –lo saludó entonces Adelaide quien llegó a la sala maquillada y usando un vestido de una sola pieza–. Nos vemos, familia. Lincoln y yo vamos a salir.

–¡¿Qué?! –se escandalizó su hermana mayor–. Sobre mi cadáver.

–Bueno, que se diviertan en su cita –dijo la señora Chang para desconcierto de Sid y Ronnie Anne.

–¡¿Que qué?! –exclamaron escandalizadas las dos al tiempo.

–Conduzcan con cuidado –los despidió además el señor Chang; aunque por su tono de voz parecía que más lo hacía a regañadientes–. Nos vemos más tarde.

–Mamá, papá –se dirigió Sid a Stanley y Becca una vez su hermana y el albino se retiraron–, ¿se volvieron locos? No pueden dejar que Adelaide salga con Lincoln Loud. ¡Es Lincoln Loud! El se acuesta con todo lo que se le ponga por enfrente.

–Si, es cierto –la apoyó Ronnie Anne–. ¿Saben por qué ya no vive en Royal Woods? Porque todos los padres de la Avenida Franklin hicieron una petición al ayuntamiento para que lo corrieran del vecindario. Y la peor parte es que fue el propio señor Lynn el que encabezó todo eso... Y, Dios santo, no me hagan empezar a hablar de lo que hizo con la lampara de su sala.

–Si –asintió la señora Chang–, ya conocemos la historia.

–¿Entonces? –insistió Sid.

–Niñas, no va a pasar nada. ¿No entienden? Adelaide nada más sale con el para hacernos enojar. Si nos oponemos nos llevará más la contra.

–Tal vez no planea dormir con el –mencionó Ronnie Anne–. Pero no tienen idea de lo hábil que es Lincoln.

–Es un vag-hiptonista –dijo Sid.

–Ja ja... Que ingenioso –rió Ronnie Anne.

–Si, ¿verdad? Practica la vag-hipnosis.

–Nha, vag-hiptonista estuvo mejor.

–Si, está bien, pero tenemos que preocuparnos.

–Niñas, confíen en mi –siguió insistiendo la madre de Sid–. Sé lo que le pasa por la cabeza. Sólo es un juego.

–Tu madre tiene razón –apoyó Stanley a su esposa aun a su pesar–. Recuerda que tú nos hiciste lo mismo y el problema fue que nos opusimos y el resultado no fue bueno. Esa vez te drenaron el estomago y te hallaron vodka, ron, una buena cantidad de ADN ajeno y un anillo de generación. Y no era de Harvard, sino de Suny.

–Si, si –protestó su hija mayor tapándose las orejas–. Ya no me lo recuerdes.


A la hora de su velada en un restaurante elegante, Lincoln supo aprovechar bien su encanto para conquistar a Adelaide, claramente con intenciones nada románticas.

–¿Y cómo vas en la escuela? –pretendió preguntarle atentamente.

–Voy muy bien –respondió creyendo que de verdad le interesaba–. Me gusta la escuela.

–¿Cuál es tu clase favorita?

–¿Cuál era tu clase favorita?

–Ya sé, digámosla al mismo tiempo a ver si es la misma. ¿Lista? Uno, dos, tres. Histo...

–Matemáticas.

–¡...temáticas! Que impresión, tenemos tanto en común. ¿Y tienes hermanos o hermanas?

–Si, tengo una hermana.

–Ay, suena a alguien increíble... Oye, ¿quieres una salchicha?

–Claro.

Guau, ¿en serio? Genial, cuando quieras.

–Vamos por ella.

–Oh, hablabas de comprarla. Si, no, si, si, claro, vámonos.


A la medianoche, Lincoln estacionó su auto frente al edificio donde vivían los Casagrande y los Chang.

–Cielos, Adelaide –le sonrió al momento de despedirse–, la pasé de maravilla contigo.

–También yo, Linc –dijo ella–. Es increíble que hayas sido amigo de mi hermana por años y ahora tengamos una conexión.

–Oye –propuso Lincoln, señalando con la mirada al otro edificio donde vivía el–. ¿Quieres pasar a beber una soda o algo parecido?

–Tengo confianza en mí –respondió la muchacha–, pero ya se está haciendo tarde. Pero quiero volver a salir contigo.

–Dalo por hecho –afirmó el albino plantándole un beso en los labios que fue felizmente correspondido por la joven.


Luego, al entrar en su apartamento y encender la luz, Lincoln se llevó una fuerte impresión –como las que solía darle Lucy cuando vivía en la Casa Loud– al encontrase con alguien que había irrumpido en su vivienda y lo estaba esperando en su sala.

–Ay, Sid... –jadeó tras haber gritado para recobrar el aliento–. Que susto me diste. ¿Qué haces aquí?

–Creo que ya lo sabes –contestó esta manteniendo una seriedad que era impropia de ella–. Dime si te acostaste con mi hermana.

–¿Qué? –pretendió hacerse el desentendido–. Hay, por favor, Sid.

–¡¿Que si te acostaste con mi hermana?! –volvió a preguntar ella fuerte y claro.

–Sid, creéme –trató de calmarla Lincoln–, eso no va a pasar.

–Está bien, te creo –se calmó la otra–. Tú ganas.

–Se está haciendo la difícil. ¿Por qué no hablas con ella?

–Podría tratar. Pero a veces es tan necia como una mula. Lo juro, le dices que haga una cosa y hace lo opuesto. Es como si no te hubiese escuchado la primera vez. Como si le hablaras a la pared. Peor, por lo menos la pared no te miente y te dice que te entendió, y luego va y hace lo opuesto. Por eso no me sorprende que tengas todas esas dificultades. Al parecer, esa es su forma de ser. No sé si es que no te escucha, o si es que toma una decisión consciente de desafiar tus deseos. ¿Quién sabe? Y la verdad es que, en ciertos aspectos, tener una hermana voluntariosa, es bueno, pero se puede volver demasiado frustrante por el otro lado. Creéme, entiendo perfectamente lo que quieres, pero... ¡ESPERA UN SEGUNDO! ¡NO, NO VOY A HABLAR CON ELLA! ¡Y MÁS VALE QUE NO TE LE ACERQUES!

–Sid, soy yo –repuso el peliblanco como si quisiera aclararle algo que era demasiado obvio–, Lincoln Loud. Esto es lo que hago. Además, Adelaide ya cumplió dieciocho y tienen que soltarla. Tus padres y tu ya hicieron su trabajo, ahora es mi turno.

–Mira, Lincoln –trató de pedírselo Sid por las buenas–, ya sé que eres un mujeriego empedernido, que no pudiste crecer normal por haber vivido todos esos años en esa casa de locos y todo eso; pero, y aunque hayamos tenido nuestras diferencias en el pasado, en el fondo también sé que eres un buen chico. Ronnie Anne te considera su mejor amigo y por eso a ella no le importó que la embaucaras, como tampoco le importó que lo hicieras con Nikki. Pero yo conozco bien a Adelaide y sé que ella se deja ilusionar por este tipo de cosas. Te pido, no, te ruego que por favor no hagas esto.

–Cielos, Sid –dijo algo apenado con ella–. Quiero ayudarte, lo juro. Pero es como si le pidieras a un pez que no nadara... Es legal y lo voy a hacer.

–Pues ya lo veremos –declaró Sid–. Si así lo quieres, sabes que esto significa la guerra.


Los siguientes días, en los que Adelaide creyó que estaba iniciándose en un bonito noviazgo con Lincoln Loud, ellos dos miraban una película acurrucados en el sofá grande de la sala de la residencia Chang.

–¿Estás bien? –le preguntó Lincoln a Adelaide, al tiempo que le acariciaba el hombro de modo sugerente.

–Si, nene –contestó ella dejándose toquetear como si nada.

–Quiero hacer pipí, pero no quiero moverme. Estoy super cómodo ahora.

–¿Le pongo pausa?

–Si, puedes ponerle pausa... –sonrió pícaramente Lincoln, inclinándose sobre Adelaide para abalanzarse sobre ella–. ¡Pero no puedes ponérmela a mi!

–¡Ja ja... Basta, por favor! –se echó a reír la chica en el momento en que su supuesta pareja empezó a hacerle cosquillas sin parar–. ¡Ja ja... Déjame!

–¡Camara rápida! ¡Camara rápida!

–¡Ja ja ja... No puedo respirar!

–¡Yo tampoco puedo respirar, también es tortura para mi!

En dado momento, Lincoln si se detuvo cuando a la chica por accidente se le salió un gas.

–Lo siento –se disculpó avergonzada.

–Ah, no importa –dijo el sin prestarle mayor importancia–. Sólo es tu cuerpo. A veces las cosas se escapan. Tal vez hace espacio para algo.

–¿Cómo que?

Por suerte, Sid y Ronnie Anne llegaron a intervenir antes de que la cosa pasara a mayores.

–Hola, "niños" –saludó Sid, a la vez que ella y su amiga tomaban asiento en medio de los dos–. ¿Hay espacio para más? A ver, dejen que nos sentemos aquí.

–Oh, ¿qué es esto? –preguntó disimulando Ronnie Anne, cuando sustrajo el móvil del bolsillo del albino con un ágil movimiento de su mano–. ¿Es tu celular, Lincoln? Veamos que hay aquí... Guau, mira, Sid, cuantos nombres de chicas hay en su lista de contactos.

–No me digas –disimuló la hermana mayor de Adelaide–. ¿Cuántos nombres de chicas hay?

–No sé, son muchos. Están: Paige, Stella, Tabby, Risas, Haiku, Jordan, Mollie, Cristina, Brownie, Cookie, Sasha, Thicc, Gabby, Becky, Whitney, Fiona, Jackie, Dimartino, Carol, Maggie, Sam, Margo, Paula, Dana, Beatrix, Amy, Hattie, Kat, Renee, Maya, Penelope... Uf, y todavía muchas más. ¿Puedes creerlo?

–Vaya que son muchos.

–Si, y mira cuántas llamadas perdidas tiene de todas esas chicas.

–Eso es muy grosero, Lincoln –le dijo Sid con tono sarcástico–. Me pregunto por qué no les contestas.

–Y también le mandan mensajes y... Uy, no, pero que cosas tan vulgares le escriben y...¡¿Qué ra...?! ¡No mames! ¡¿Con Carlota también?!

–Ay, cielos –bufó Sid palmeándose la frente.

–En fin –dijo Ronnie Anne tratando de mantener la compostura y seguir adelante con el plan de desenmascarar a Lincoln–. Como iba diciendo... ¡¿Pero que demonios?!

–¿Y ahora qué ocurre?

–Mira las cochinadas que se escribe... ¡Con sus hermanas!... ¡¿Y con la señora Loud también?! ¡Esto ya es demasiado, Lincoln!

–Oh, rayos –gimió Sid apretándose una mano contra la boca, pero haciendo un gran esfuerzo por usar la otra para mantener a Adelaide lo más apartada de Lincoln que le fuera posible–. Creo que voy a vomitar... Asqueroso degenerado.

–Oigan –aclaró el albino en su defensa–. Les recuerdo que ni siquiera son mi verdadera madre y hermanas.

–Ah, si, si, si... –repuso Ronnie Anne, pese a lo cual no dejaba de disgustarle aquello de lo que acababa de enterarse–. Cierto que te intercambiaron al nacer, ya nos sabemos esa historia... (y que bueno que tus verdaderos padres no tuvieron hijas)... Como sea, ahora que estás con Adelaide, no tienes que hablar con ninguna de estas chicas, ¿verdad? Bueno, deja que le envíe un mensaje a... Posible piercing en el pezón diciéndole que ya no estás disponible.

Como si todo aquello no hubiese sido lo suficientemente bochornoso, ni bien que Ronnie Anne terminó de enviar ese mensaje y que la notificación sonó inmediatamente en el celular de Adelaide.

–¡¿Eres posible piercing en el pezón?! –le preguntó su hermana atolondrada, a lo que la otra simplemente se encogió de hombros.

–Bueno –prosiguió Ronnie Anne creyendo que ya no podía soportar tanto morbo y depravación que había en el ambiente–, mejor le envió el mensaje a... vello negro.

Y en el acto, esta vez fue el celular de la propia hispana el que emitió la notificación de mensaje recibido.

–¡Por favor! –se dirigió indignada al que se suponía era su mejor amigo–. ¿Yo soy vello negro?

–No puede ser una sorpresa para ti –contestó Lincoln con indiferencia y cinismo.

–Si, lo sabía... –dijo Ronnie Anne empezando a lagrimear un poco–. ¡Pero no sabía que tú sabías!

E inmediatamente salió corriendo a su apartamento para ir a meterse bajo las cobijas de su cama y echarse a llorar.


Otro día de esos, Lincoln se hallaba en la habitación de Adelaide ayudándola a estudiar para un próximo examen de química.

–A ver, ¿que compuesto es este? –preguntaba conforme iba pasando unas tarjetas que tenían escritos los símbolos de la tabla periódica.

–Es cloruro de sodio –respondió Adelaide.

–Exacto, ¿y este?

–Peroxido de hidrogeno.

Guau, eres brillante... A ver, ¿cuál es este?

–¿AC2? –leyó confusa la tarjeta–. No estoy segura de que es eso.

–Es Adelaidecoln –respondió Lincoln de modo galante–. Es el compuesto más fuerte de la tierra, nada puede separarlo. Tiene un peso atómico de increíble.

Aaaawh... –suspiró enternecida–. Eres una ternurita bonita.

–Si yo soy una ternurita, tu eres una vaginiti loliti.

Aaaawh...

De pronto, Sid irrumpió en la habitación al abrir la puerta de una patada.

–¡Escuché un Aaaawh tierno! –gritó apuntando a Lincoln con el shooter de una manguera, cuyo otro extremo estaba conectado al lavamanos del baño más cercano en donde Ronnie Anne dio abriendo la llave para que así Sid empezara a rociarlo con el agua–. ¡Silbando y aplaudiendo!

–¡Oye, oye! –protestó Lincoln echándose para atrás–. ¡Basta, basta, esta bien, tu ganas! ¡Me voy de aquí y ya no volveré más!

–¡¿Qué?! –exclamó Adelaide devastada.

–Así me gusta –asintió Sid–. ¡Ronnie Anne, cierra el agua!

En cuanto dejaron de rociarlo, Lincoln se puso en pie y se encaminó hacia la puerta ante la inquisidora mirada de la hermana mayor de Adelaide.

–¿Te vas? –le preguntó esta ultima.

–Si –contestó Lincoln escurriéndose la camiseta–. Lo siento, Adelaide, pero así no puedo.

–Espera... –lo llamó, pero el ya acabó de irse sin mas–. ¡Sid!, ¡¿Cómo pudiste?! ¡Mamá!

–¿Qué pasa? –entró Becca a ver que ocurría.

–Dile a Sid que ya me deje tranquila –reclamó Adelaide–. Tengo dieciocho años, y me sigue tratando como a una niña.

En respuesta, la señora Chang tomó a su hija mayor del brazo y la llevo afuera de la habitación en donde Ronnie Anne se reunió con ellas.

–Sid –la amonestó–, te dije que no la presiones por este asunto de Lincoln. Si presionas demasiado la empujarás directo a sus brazos.

–¿Y que esperas que haga, mamá?

–Nada. Tu hermana está jugando un juego muy serio y la única manera de ganar es no jugarlo.

–Ay, bueno, ya –accedió a regañadientes–. Si tu lo dices.


Al final de esa semana, la señora Rosa organizó una comida en la azotea del edificio con motivo de celebrar que Lori y Bobby habían venido de visita.

Para la ocasión también invitaron a los Chang. Justo en ese momento, Becca ayudaba a la señora Rosa a repartir los platillos y Stanley y Sid acababan de llegar a unírseles con un postre de cortesía que ella misma había preparado.

–Ah, cariño, ahí estás –se dirigió la señora Chang a su hija mayor–. ¿Le dices a Adelaide que suba? La comida está servida.

–Ah, Adelaide no está.

–¿De que hablas?

–Ella y Lincoln fueron a su cabaña el fin de semana –aclaró Stanley.

–¡¿Qué?! –exclamó escandalizada Lori al oír eso.

A su vez, Bobby casi se atraganta con el ultimo bocado que acababa de dar.

Cof, cof, ¡puaj!... ¡¿Dejaron que su hijita vaya un fin de semana a la cabaña de Lincoln en el bosque?!

–¡¿Sola?! –añadió Lori–. Oigan, mi hermanastro le puso un nombre a su cabaña. ¡Literalmente la llama cabaña sexual!

–¡Ay, por Dios! –reprendió Becca a su esposo e hija–. Stanley, Sid, no puede ser que supieran eso y la dejaran ir con el.

–Eh... –empezó a balbucear el hombre sin saber que decir como el pusilánime que era.

–Oye, no me vengas con eso, mamá –dijo Sid en su defensa–. Hice exactamente lo que dijiste. Dijiste no te metas en esto y no me metí.

–¡Chicos, esto es una cosa diferente! Una cosa es hacer enojar a tus padres saliendo con un chico mayor, y otra cosa es irse con el a su cabaña en el bosque todo el fin de semana.

–Ay, no me digas –replicó Sid poniendose a imitar a su madre de modo sarcástico–. No se preocupen, niñas. El no va a dormir con ella.

–Escuchen –intervino Lori de nuevo–, todos saben que si te vas un fin de semana con un hombre y no duermes con el eres una frígida. ¡Tienen que detenerlos, ahora!

–¡Claro que si! –dijo Ronnie Anne poniendose en pie.

–¡Vamos! –exclamó su mejor amiga–. ¡Al HindenSid!

Tan rápido como pudo, la hermana mayor de Adelaide se adelantó a bajar hasta la entrada del edificio y cruzó a adentrarse en el callejón del otro lado de la calle.

–Literalmente –dijo Lori al señor y la señora Chang mientras que todo esto ocurría–, ustedes son unos pésimos padres, y que lo diga yo que fui criada por los míos es mucho decir.

Al instante, un dirigible de aire caliente, con la cara de Sid impresa en uno de sus costados, salió volando del callejón en donde esta misma había ingresado; pero, nada más levantar el vuelo, uno de sus motores se fundió súbitamente y el aerostato cayó a estrellarse directamente en el Mercado Casagrande, al que recién le habían cambiado las ventanas después del incidente con el helicóptero.

¡KABOOM!

–¡Ay, Dios mío! –exclamó Hector al asomarse por el borde de la azotea–. ¡Mi tienda!

–¡Ay, señor Casagrande! –gritó desde abajo Sid quien milagrosamente había sobrevivido al choque–. ¡Le pido una disculpa!

–¡¿Cómo rayos puedes pagar estas cosas?!


Al poco rato, Ronnie Anne y Sid echaron a correr hacia el edificio de enfrente y por suerte vieron que el auto de Lincoln seguía aparcado ante sus puertas.

–Mira, Sid –avisó Ronnie Anne–. Su auto sigue ahí. Tal vez aun no se han ido.

–¡Lincoln –llamó Sid al timbre que correspondía al apartamento del peliblanco –, abre, maldito degenerado!

Disculpa que no esté en casa para recibirte –oyeron hablar a una contestadora automática por el portón eléctrico–. El motivo, es que me ahuyentaste definitivamente de tu esposa, hermana y/o tu hija. Me fui a recibir terapia y usaré el sentido común en el futuro.

–Hay, no –exclamó Ronnie Anne señalando al auto de Lincoln, a bordo del cual vio asomar a su dueño y a Adelaide quienes previamente se habían agachado para que no los descubrieran.

–¡Hasta la vista, tontos! –gritó Lincoln haciendo que el vehículo arrancara a toda velocidad.

Recién durmiendo
con esta jovencita

rezaba un letrero que había pegado en el parachoques trasero, junto con varías latas que ató mediante unos cordeles que asemejaban a la tradición de los recién casados.

–Ay, que ternura –dijo Sid, en cierto modo conmovida con ese detalle.

–¡Sid! –la hizo reaccionar su mejor amiga.

–Ah, si, si, perdón, vámonos.

–¡Tengan, niñas! –gritó el señor Stanley, quien les dio arrojando las llaves de su auto desde su ventana una vez las vio devolverse a la entrada de su edificio–. ¡Vayan adelantándose!

Sin perder tiempo, Sid recibió las llaves y ella y Ronnie Anne subieron al auto, programaron el GPS con la dirección que Lori les dio pasando por mensaje de texto y salieron a echar una carrera contra reloj rumbo a la cabaña de Lincoln Loud.


Al caer la noche, en un terreno cercano al Campamento Rascatraseros, Lincoln estaba a punto de concretar su plan gracias a que Sid y Ronnie Anne se estaban retrasando por culpa de un embotellamiento.

–Que bonita es tu cabaña –comentó Adelaide, a esa hora que los dos estaban sentados ante la chimenea encendida.

–Si, fue un regalo que me hicieron mis verdaderos padres después de que me gradué.

–Dime la verdad. ¿Has venido aquí antes con otras mujeres?

–La verdad, dos.

–¿En serio?

–Si, traje las cenizas de mi maestra de quinto año, la señorita Johnson, y las esparcí por todo el lago como ella me lo pidió.

Aaaawh...

–La otra era una cualquiera que conocí en un muelle como a seis kilómetros.

–¡¿Qué?!

–¡Ja! Strike cuatro –se echó a reír Lincoln–. Celosa, celosilla. La otra fue mi hermanastra Daniela.

–Ah... –rió Adelaide aliviada–. Perdona que sea tan distraída. ¿Quien era Daniela?

–La verdadera hija de los Loud con quien me intercambiaron al nacer –explicó–. Ella y yo nos volvimos muy unidos después de que mis verdaderos padres ganaran la demanda por su custodia con los Loud.

–Ay, eso suena muy lindo. ¿Son muy unidos? ¿Cómo hermanos?

–Si... –sonrió Lincoln con malicia fuera de la vista de Adelaide–. Los dos somos muy unidos.


Al tiempo que esto ocurría, tras un arduo viaje por carretera, Ronnie Anne y Sid llegaron al mismo lugar en el auto suyo.

–¡Rápido, Sid! –exclamó la hispana al bajar–. ¡Corre!

–¡Ronnie Anne, espera, espera, espera...! –dijo la otra al oír el cantar de un ave–. Escucha eso... Es un colimbo... Que belleza. Le diré a mis papás que compremos una P*#c!e cabaña aquí.

–¡Sid, perdemos tiempo! Lincoln está allí adentro a punto de seducir a tu hermana.

–¡Maldito degenerado! ¡Le voy a...! Espera un segundo... ¿Ya oíste?

–No escucho nada.

–Exacto. ¿No es lo máximo?

–¡Sid, corre ya!


Mientras tanto, adentro de la cabaña, Lincoln y Adelaide ya se encontraban en paños menores mientras degustaban un Sunday cada uno.

–Mmm... Gracias por el helado, Linc –agradeció Adelaide tras tomar otra cucharada–. Y tenías razón. Por alguna razón, sabe mejor en ropa interior.

–Si, es como estar en la playa –dijo Lincoln inclinándose hacia ella, listo para atacar–. Ahora, ven acá mientras tu boca todavía está helada por dentro.

En ese preciso instante, Ronnie Anne derribó la puerta de una embestida y Sid se plantó amenazante frente a Lincoln.

–¡No la toques –gritó arrojándose contra el–, maldito depravado!

Lincoln apenas tuvo tiempo de volver a colocarse la camiseta antes de que Sid lo arrinconara furiosamente contra la pared.

–¡Aléjate de mi hermana, pervertido! –le gritó a la cara y luego se regresó a ver a Adelaide que se estaba vistiendo otra vez–. Adelaide, ve al auto, nos vamos a casa.

–¡No lo haré, Sid! –replicó la otra acabando de abrocharse la falda–. Tengo dieciocho años y ya no pueden decirme que hacer con mi vida.

–Adelaide –habló Sid fuerte y claro, tras acabar de aturdir a Lincoln con un rodillazo en la entrepierna–, lo diré sólo una vez. Podrás ser un adulto ahora, pero yo sigo siendo tu hermana mayor, y como tal es mi deber protegerte de degenerados errantes como este de aquí, ya que mamá y papá han demostrado ser muy tontos para hacerlo. Así que no me importa tu edad, harás lo que yo diga, ¡y ve al maldito auto!

–Si, Sid –accedió Adelaide muy apenada con ella.

Antes de ir tras su amiga y la hermana menor de esta, Ronnie Anne se acercó a darle un ultimátum a Lincoln que yacía en el suelo sujetándose su adolorida región genital.

–Si vuelves a tocar a la hermanita de Sid en tu vida –advirtió poniendose en cuclillas frente a el–, te voy a cortar la cosa y haré que Lalo se la coma.

–Está bien –asintió Lincoln con un hilillo de voz.

–Y los Chang y mi familia usaremos tu cabaña un fin de semana al mes, ¿te quedo claro?

–Clarísimo.

–¡Sid, ya tenemos cabaña!

–¡Hurra! –clamó ella afuera en el porche.

–Y no quiero verte cerca de mi edificio por lo menos en tres meses –terminó de amenazar Ronnie Anne a Lincoln para luego retirarse.

–¿Puedes firmar el libro de visitas al salir? –pidió Lincoln entre gemidos.

–Bien... –accedió Ronnie Anne a firmar el susodicho libro que estaba en una mesa al lado de la entrada–. Ronnie Anne Santiago... Sid Chang... Escuchamos un colimbo.


–Hay, Sid –se dispuso a agradecer Adelaide a su hermana mayor al otro día a la hora del almuerzo, después de haber reflexionado todo lo sucedido con cabeza fría–, ¿sabes qué? Me alegra que evitarás que hiciera lo que iba a hacer.

–Para eso estoy yo –le sonrió ella–. Sin importar la edad que tengas, te amo y no quiero ver que te hagan daño nunca.

–Si, hija –dijo Becca arrepentida de no haberle hecho caso a Sid–. Que bueno que no te pasó nada.

–Ojalá hubiéramos visto desde el principio lo que sucedía como lo vio tu hermana –comentó Stanley igual de arrepentido.

–Reconocí las señales –explicó Sid–. Porque lo mismo me sucedió con Lincoln Loud cuando lo conocí por primera vez. Ronnie Anne creyó que el vino de Royal Woods para declarársele. Tenía doce años y estaba persiguiendo un ave perdida de mamá, cuando sin querer lo vi semidesnudo al asomarme por la ventana del baño de la pizzería mientras se estaba cambiando de ropa. Era un Adonis. Y aunque mi cuerpo era el de una preadolescente, tenía la mente de una niña de cinco años. Lincoln me invitó a entrar diciendo que quería mostrarme un truco de magia. No tenía idea de que eso me llevaría a una aventura amorosa psicótica sexual de ocho años a distancia. La vida puede ser extraña. Y fin del escrito.

FIN