Capítulo 10
Unas semanas después ocurrió lo que tanto temía la señora Buttercup: Laura empezó a tener dificultades para respirar, le lloraban los ojos y la nariz le moqueaba constantemente; lo peor eran las noches durante las cuales la pequeña apenas podía dormir ya que le costaba muchísimo tomar aire y hacía unos ruidos terribles que ponían los pelos de punta a Candy. Volvió a consultar al doctor Campbell, pero este no conocía más remedios que los que ya le había dado el año anterior, el problema era que esta vez Laura no se recuperó con tanta rapidez. Después de dos semanas sin notar la más mínima mejoría en su hija Candy se sentía totalmente desesperada; el doctor visitaba a la niña cada dos días y los pocos ahorros de Candy se habían esfumado, siendo necesario que sus padres le proporcionaran algo de dinero para seguir contando con la atención del doctor. La situación se había vuelto insostenible y tanto Candy como la señora Buttercup comenzaron a temer en serio por la vida de la pequeña cuando una noche esta sufrió una tremenda crisis en la cual perdió la consciencia a causa de sus dificultades para respirar; Candy, tras las duras palabras con las que el duque la había echado de Grandchester pensó que jamás volvería a experimentar tanto dolor, pero en esos momentos se dio cuenta de que se había equivocado; desesperada en mitad de la noche salió corriendo a buscar al doctor Campbell suplicándole que acudiera a atender a su hija; lograron reanimarla dándole friegas con alcohol y haciéndole respirar vapores de abedul, pero Candy estaba decidida a que su hija se curase como fuese porque sabía que no aguantaría muchas más crisis como esa. Cuando consiguieron que la pequeña se quedara apaciblemente dormida la señora Buttercup, aún pálida tras el terrible susto que habían pasado, preparó té y los tres se sentaron pensativos y silenciosos a tomarlo. Candy rompió el silencio, su voz reflejaba la angustia que había pasado:
—Doctor Campbell, sea sincero, ¿cree usted que mi hija podría….podría morir en una de estas crisis?
El doctor la contempló sopesando la conveniencia o no de tranquilizarla o ser totalmente sincero con ella. Finalmente se decidió por esta última opción: la señora Tyler ya había sufrido demasiado y merecía poder prepararse para lo peor.
—Verá señora Tyler no estoy muy familiarizado con este tipo de enfermedades respiratorias cíclicas y aunque no es el primer caso que he visto sí se trata de la paciente de menor edad que he tenido y que la padece….yo diría que tal vez su organismo, al ser menos fuerte que el de un adulto, acuse fatalmente este tipo de crisis y…
—Por favor dígame lo que sea sin andarse por las ramas doctor —lo interrumpió bruscamente Candy.
—Sí, es posible que una de estas crisis sea definitiva.
Se hizo un terrible silencio sólo interrumpido por el sollozo de la señora Buttercup; Candy siguió tomando su té con la mirada vacía, pensando, odiando un destino que parecía solazarse en quitarle todo aquello que más amaba y, sobre todo, odiando a Lord Terrence al que en última instancia culpaba de la situación de su hija: si no se hubiesen visto obligadas a vivir en un lugar tan húmedo en el que a pesar de los esfuerzos combinados de la señora Buttercup y ella siempre hacía frío tal vez su hija no hubiese enfermado. Ya no quedaba nada de la alegre y optimista joven que había sido, la amargura había ocupado el lugar que antes ocupaba la esperanza y la ilusión, aún así no se resignaba a quedarse de brazos cruzados viendo como quizá su pequeña Laura, la única razón que tenía para vivir, moría sin que ella pudiese evitarlo.
—¿No hay absolutamente nada, ningún remedio, que pueda ayudar a mi hija?
—Bueno…—el doctor Campbell titubeó— en las afueras de Londres el doctor Lindsend tiene una residencia en la que trata sólo enfermedades respiratorias.
—¿El doctor Lindsend?...jamás había oído hablar de él.
—Es discípulo del doctor Bostock, John Bostock, quien revolucionó hace algunos años el estudio de las enfermedades respiratorias con el descubrimiento de una especie de sensibilidad a ciertos elementos de la naturaleza….
Candy se sintió un poco más animada, podría hacer algo más que esperar sentada a ver como su pequeña Laura languidecía poco a poco.
—Bien, pues ya está todo decidido, mañana mismo iré a hablar con el doctor Lindsend y Laura podrá comenzar en esa residencia su tratamiento.
El doctor Campbell movió la cabeza apesadumbrado, precisamente era esto lo que temía de dar esperanzas a una madre desesperada.
—Verá, señora Tyler, esa residencia es un lugar muy exclusivo, perteneció a los duques de Westmoreland y sus precios son tan prohibitivos que sólo los pacientes más acaudalados pueden permitirse el ingreso allí.
La señora Buttercup volvió a sollozar pero Candy se limitó a apretar la mandíbula tenazmente: ya lo tenía decidido, al día siguiente iría a Londres y si le daban la más mínima esperanza para su hija haría todo lo que estuviese en su mano para conseguir que ingresara en la residencia.
Cuando el carruaje que había alquilado con las últimas monedas que le habían dado sus padres la dejó frente a la entrada de la residencia que regentaba el doctor Lindsend sintió que algo del optimismo y la energía que la habían empujado hasta allí desaparecía: verdaderamente se trataba de una imponente mansión con enormes jardines bien cuidados y que exudaba elegancia y lujo por todos sus costados. A pesar de esto se obligó a mantener la cabeza alta y franqueó la enorme verja; una vez dentro la hicieron esperar en una pequeña salita a la vez que le ofrecían un té que ella aceptó pues se sentía agotada tras el viaje; a pesar de que se había puesto el mejor vestido que tenía, el de viaje azul añil, la criada que la atendió la había mirado de arriba abajo; Candy viendo el lujo que la rodeaba estaba segura de que ella no era, ni mucho menos, como los clientes que habitualmente frecuentaban la residencia del doctor Lindsend. Cuando le trajeron el té lo cogió entre sus frías manos con avidez, ansiando notar en sus entumecidos dedos el calor que desprendía la taza, notó un ligero temblor al llevarse la taza a la boca lo que le hizo tomar conciencia de la ansiedad con la que esperaba la entrevista con el doctor Lindsend. Tras unos minutos de espera entró un hombre de mediana edad, alto y desgarbado, con profundas entradas en su pelo rubio y cara de concentración. Ella se levantó nada más verlo.
—Siéntese señora….
—Tyler, Candice Tyler —volvió a tomar asiento y a continuación él hizo lo mismo.
—Soy el doctor Everett Lindsend, ¿cuál es su caso?
Evidentemente se trataba de un hombre muy ocupado que no perdía el tiempo en convenciones sociales; ese hecho agradó a Candy dándole una impresión de seriedad y profesionalidad. Ella le explicó en qué consistían los síntomas de la pequeña Laura y él le hizo un montón de preguntas relacionadas con la niña, el tratamiento que le habían recomendado, los momentos del año y del día en los que se habían producido los episodios y, lo más sorprendente, el tipo de flora y fauna del lugar dónde vivían. Luego le explicó que el doctor Bostock, de quién había sido ayudante había descubierto que esas enfermedades respiratorias respondían a menudo a hipersensibilidad al polen de determinadas plantas, agravado por condiciones climáticas y el mal uso de tratamientos y remedios. Candy lo escuchaba con atención sintiendo que estaba dando los pasos adecuados; una vez que el doctor Lindsend dejó de hablar, ella pasó a preguntarle algo que le interesaba sobremanera:
—Y bien doctor, ¿cuánto tiempo duraría el tratamiento?
—Bueno, nuestra política es tener a los pacientes aquí ingresados en el balneario para determinar mejor los síntomas y escoger el tratamiento más adecuado. Una vez que determinamos esto lo aplicamos y esperamos hasta que los síntomas o bien remiten o mejoran de forma ostensible —por primera vez el doctor pareció fijarse realmente en ella y su voz sonó algo incómoda al proseguir: —El tiempo de estancia depende de cada paciente…en cualquier caso, señora Tyler, contamos con personal de lo más especializado, enfermeras, cocineras….y los niños cuentan con los servicios de niñera y maestra, además de sus horas de juego y paseo…por todo ello el tratamiento es bastante caro.
Sintiendo un presentimiento de fatalidad Candy hizo la pregunta que más temía:
—¿Y de cuánto dinero estaríamos hablando exactamente?
—Bueno, el precio lo determinará la duración del tratamiento, pero puedo asegurarle que no menos de trescientas libras.
El color abandonó el semblante de Candy; esa era una cantidad totalmente prohibitiva para ella, ni con todos los ahorros de una vida de sus padres podría pagar ese dinero; el doctor Lindsend se dio cuenta de su consternación y la miró con simpatía y conmiseración. Visiblemente violento el doctor añadió que él sólo era el jefe del equipo médico, pero que la administración del balneario no le correspondía a él, siendo sólo un asalariado. Candy se obligó a sonreír agradeciendo la amabilidad del doctor, se levantó y realizando una pequeña reverencia con la cabeza dio las gracias una vez más y salió.
De camino a su hogar de nuevo en el mismo carruaje alquilado que la había llevado a Londres iba pensando en todo lo que el doctor le había dicho. Sus pensamientos no podían ser más pesimistas pues no tenía manera de hacer frente a ese gasto. Por otro lado se rebelaba contra la idea de resignarse a no hacer nada; verdaderamente el doctor Lindsend le había dado muchas esperanzas y ella estaba decidida a hacer todo lo que estuviera en su mano para salvar a su hija. De repente se le ocurrió la única solución posible y a pesar de que algo en su interior se revolvió supo que era la única posibilidad: le pediría el dinero al duque de Grandchester.
