Capítulo 3
A la mañana siguiente, se oyó un terrible alarido por todo el palacio. El ruido parecía salido de las mismas entrañas de la piedra. Sonaba terrible. Sonaba hambriento. La princesa se despertó con ese grito. Luego gruñó:
—Lina…
Su amiga era complicada de ignorar. Aún así, Amelia lo intentó. Lo intentó de veras. Por desgracia, la hechicera no estaba colaborando con la causa.
No es que fuera nada nuevo. Despertarse a gritos era casi parte de la nueva rutina del castillo. Todas las mañanas, Lina aterrorizaba las cocinas y hacía temblar a las doncellas que mencionaban las palabras "vestidos" o "ropa de gala". Después, volvía a las cocinas, a seguir con su reinado de terror y de picoteo entre horas.
Sin embargo, hoy había algo diferente. Había fragmentos de la noche anterior en la rutina. Eran trocitos crujientes, dulces, igualitos a los que salpicaban las tortitas de la hechicera. La pelirroja observó esos fragmentos. Entornó los ojos. Amelia le estaba pasando el azúcar a Zel y su mirada, cálida y feliz, se le estaba atragantando. Se le empalagaba más que los granitos blancos.
No le gustaba.
No le gustaba un pelo.
—Vale, ¿qué es esto?
—Pues están un poco quemadas, pero a mí me parecen tortitas —contestó Gourry—. ¿No las quieres? Ya me las como yo si...
—¡Quita! Ya, sé que esto son tortitas, idiota —ladró Lina—. Y son mías. No te las doy ni harta a vino. Pero no me refería a eso.
La hechicera blandió el tenedor como si fuera la más terrible de las armas y señaló primero a Amelia, luego a Zelgadis.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es ese jueguecito de miradas?
La quimera y la princesa compartieron un poco de duda. Ella tuvo la modestia de sonrojarse.
—Sólo le estaba pasando el azúcar.
—Ya, ya. Claro. A mi no me la dais. Anoche pasó algo, ¿verdad? No. No disimules y te escondas el pelo detrás de la oreja, Amelia, que te he visto. Vosotros dos tenéis demasiado roce. De hecho casi parece que...
—Esto…¿Lina? —la interrumpió Zel.
—¿Qué?
—Creo que tienes problemas más urgentes.
La hechicera miró hacia donde apuntaba el chico y sus ojos se abrieron. Después, se abrió su boca:
—¡Gourry!
El mercenario había aprovechado la conversación para conquistar el plato de Lina y asesinar a todos sus habitantes. Ahora estaba ocupado masticando las últimas pruebas.
—¿Uh? Penffe que habiiahg tegminadoh
— ¡Serás cretino!
Pequeñas alarmas sonaron en la mente de Amelia y ésta levantó su plato de la mesa. Por desgracia, no llegó a tiempo a agarrar los cubiertos. Éstos torpedearon en dirección a Gourry. Le siguieron el mantel y el silencio. Ella lanzó un suspiro.
—¿Zelgadis? ¿Quieres continuar con el desayuno fuera?
—Por favor —gruñó la quimera.
Él agarró el poco café que le quedaba en su taza. El resto, gracias a Lina, se lo llevaba puesto en la ropa.
La pareja salió del campo de batalla y cruzaron la cristalera que daba a los jardines de palacio. Amelia señaló un banco a la sombra. La brisa agitaba las margaritas, el aire olía a césped recién cortado.
—Oye ¿Zelgadis? Quería preguntarte... ¿Sabes cuánto tiempo te quedarás esta vez?
Era una pregunta importante pero, por desgracia, la quimera no la estaba escuchando.
—¿Zelgadis? —insistió de nuevo.
—¿Uhm?
—Te preguntaba cuánto te ibas a quedar esta vez en el castillo. ¿Vas a marcharte con Lina y Gourry?
—Puede —respondió, cauteloso. Tenía la mirada ausente y el ceño apretado.
—¿Te pasa algo?
—No es nada. Pensaba en lo mucho que le gusta a Lina meterse contigo.
—Sí. A veces se pasa.
—¿Se pasa?
—Bueno, Lina es una amiga estupenda. Pero, entre tú y yo, a veces es algo molesta. Ya sabes, si alguien puede acabar con la paciencia de un dragón, esa es Lina.
—Por algo la llaman la Dra-mata, ¿no?
Amelia asintió con ganas y Zel, sonrió tras su taza. Los segundos pasaron mientras el desayuno menguaba. La quimera apuró el café y carraspeó. Había algo que quería preguntarle a la princesa:
—Oye… ¿Crees que antes también se pasó? En el desayuno, digo.
Ella se quedó pensando. ¿A qué venía eso? Lo primero que aprendías cuando viajabas con Lina era una mujer de carácter. Lo segundo que aprendías era esquivar. A veces esquivabas bolas de fuego. Otras veces eran chanclas y tenedores. Y, si tenías mucha mucha suerte, esquivabas la muerte.
—¿Lo dices por Gourry? Es verdad que esa sandía era un poco grande, pero creo que está acostumbrado a que Lina le tire cosas. De hecho, empiezo a sospechar que le gusta.
—Ya —respondió su amigo.
Parecía querer añadir algo. Abrió la boca. La cerró de nuevo.
—Te referías a la sandía, ¿verdad? —preguntó la princesa.
—Yo…—empezó a mentir.
Nunca llegó a terminar la frase. En ese momento, una graciosa calva asomó tras el pasillo.
—¿Princesa Amelia?
William salió al jardín. El pobre mayordomo aún no dominaba el arte de esquivar a Lina y traía consigo secuelas de la batalla alimenticia. Concretamente, tenía restos de cereales y trozos de fruta.
—Princesa —anunció, ignorando el jugo de sandía que escurría por sus cejas—, llega tarde a su reunión con el sumo sacerdote. Muy tarde.
—¡Oh¡ ¡Lo olvidé! —su mirada fue de William a Zelgadis— Pero...
—Si me permite, señorita —carraspeó el mayordomo—, creo que el señor Jeremías ya se está impacientando un poco. Además, ya no nos quedan galletas.
El amor del sacerdote por las galletas era algo que trascendía los antojos y rozaba la categoría de adicción. Los efectos secundarios incluían: irritabilidad, mal humor y severas preguntas sobre nuevas hornadas. Zelgadis, que se las había visto alguna vez con el anciano, hizo una mueca.
—Será mejor que vayas.
—Sí. Tienes razón. ¿Hablamos luego?
Él asintió. Después compuso una sonrisa y la vio marcharse de vuelta al edificio. Cuando estuvo lo bastante lejos, susurró.
—"¿Crees que antes también se pasó?" Joder. ¡Menudo imbécil!
