Capítulo 5

El aire murmuraba entre las estanterías. La noche avanzaba y el tiempo tiraba con impaciencia de los restos de la vela encendida.

Los segundos pasaron por la sala de piedra. Primero uno, después otro. Y, sin embargo, había dos figuras ajenas al gotear del tiempo. Allá, en la mesa, todo seguía igual que lo habíamos dejado. Zelgadis seguía en la misma posición: con la cabeza enterrada en las manos, con un mejunje de ansiedad en el cuerpo.

—Zelgadis.

—Dame un momento.

La quimera abrió la boca y lanzó un par de suspiros. El aire hizo retroceder el mejunje, y en su lugar, añadió una pizca de mal humor. No le gustaba ser así. Tan sentimental, tan... débil.

El muchacho volvió a respirar. Sentía la ansiedad replegarse. Ahora apenas agitaba su estómago. Respiró de nuevo.

—¿Estás mejor? —preguntó la princesa.

Zel lanzó un gruñido.

—No.

—Zelgadis. Venga...

—Deja que adivine—le cortó él—: me vas a decir que me anime.

—Ajá.

—Que la justicia siempre vence.

—Claro.

—Y, por supuesto —dijo en el más sarcástico de los tonos—Que no soy sólo una quimera. Que soy más que todo eso.

—¡Si!

—Pues ahórratelo, gracias.

—¿Por qué? Si es la verdad.

—Ya —ladró él—. Claro.

Amelia hizo un movimiento y, de pronto, Zelgadis tenía un puño justiciero en el hombro. Pegado al puño había una princesa.

—¡Ey!

—¿Quieres escucharme? —le grito a la oreja—. Que no puedas cambiar el pasado no significa que te defina. Tú… ¡arg! Tú eres más que eso y me voy a cabrear mucho si sigues sin verlo. Eres tan inteligente como Lina y casi tan bueno como Gourry con la espada. Eres tan bueno como yo con la magia y más artístico que todos nosotros juntos.

Zelgadis contempló a la muchacha. Su puño se había retirado de su hombro. Pero su cuerpo seguía echado hacia delante, sobre la mesa de madera. Cerca. Demasiado cerca.

Desde esa distancia pudo volver a mirar a través de Amelia. Vio su mirada nerviosa. Vio su voz cargada de cariño y Verdad Justiciera.

—Eres paciente, independiente y cabezota. También terco. Terco como una mula —ahí la princesa pareció perder un poco el hilo, porque continuó—. Tienes una moral un tanto cuestionable y no llevas nada bien las bromas. Además, mira que Lina tiene mal genio pero es que tú...Pero, no, eso no es lo que quería decirte. Quería decirte que eres genial. Que me fastidia mucho oírte hablar así de ti mismo.

La cara de la quimera se alteró. Su color pasó de azul a morado y las palabras se fueron de sus labios.

¡Mierda! ¿Cómo se contesta a eso?

—Gracias.

¿Gracias? Capullo.

—Yo también creo que eres genial —añadió a la desesperada.

El color se fue extendiendo también por las mejillas de la princesa. De pronto, se acordó de que seguía encima de la mesa, de que estaban demasiado cerca.

Ella se retiró a su asiento y, en el camino, el cuaderno de Rezo resbaló hasta el suelo. Rompió el momento. La mirada de la chica pasó de la quimera a la madera y, por último, al libro.

—¿Qué vas a hacer con esto? Seguro que Lina estará encantada de prenderle fuego.

—Seguro —bufó él—. Pero, por desgracia, quiero saber cómo acaba.

—¿De verdad?

—Sí. Sé que no va a ser agradable pero, aún así, quiero seguir leyéndolo. Quizás dentro quizás haya una pista, un hilo del que tirar para saber más de mi cura…No sé, algo. Y, haya lo que haya, quiero saberlo.

Ella asintió.

—Y, ¿sobre lo otro?

¿Lo otro? ¿Qué otro?

La mente de Zel buscó en los archivos de la conversación, ¿se refería a Rezo? ¿A su cura? ¿Qué otro?

—Lo que te pregunté esta mañana.

Un montón de alarmas empezaron a sonar en la cabeza de Zel. Seguía sin tener ni idea de lo que estaba hablando y, a la vez, presentía que era algo importante, delicado. Por suerte, Amelia se apiadó del muchacho y acudió en su ayuda.

—Me refería a Saillune —aclaró—. ¿Cuánto te quedarás esta vez?

—¿Cuánto quieres que me quede?

Ella murmuró primero.

—¿Cómo? —preguntó él.

Murmuró más fuerte:

—¿Qué tal para siempre?

Él rompió en una risa grave. Sonaba como el golpear de dos piedras y, para Amelia, sonaba adorable.

—Buen intento. ¿Qué tal un par de meses?

Ella escondió el pelo tras las orejas y Zel se la quedó mirando. El rostro de la princesa estaba encendido. Era del mismo tono que las sandías. Era rojo como la granada madura. Era, de hecho, el mismo tono que la princesa lucía esta mañana, cuando le estaba pasando el azúcar, cuando Lina...

—¿Ame?

—¿Uhm?

—¿Puedo preguntarte una cosa?

Ella se echó hacia delante. Tenía toda su atención.

—Es sobre el follón que armó Lina hoy.

—¿Cuál de ellos?

Mierda. Iba a tener que ser más conciso.

—El de esta mañana, en el desayuno. Quería saber si te molestó lo que dijo. Ya sabes, sobre lo de que tenemos "demasiado roce".

El se atrevió a mirarla. La sonrisa de Amelia apenas cabía en su boca.

—No. No me molesta en absoluto.

Sus manos buscaron las suyas y apretó su piel azul con dulzura. Él saltó al contacto.

—Perdona —se disculpó ella.

—Perdona —respondió él con amargura.

Estrujó una vez más la mano de Amelia y, después, rompió el contacto.

—Perdona —repitió—. Me cuesta.

Ella lo miró con dulzura. La quimera apretaba los puños tras la mesa. Parecía dividido entre sus ganas de quedarse y las de salir corriendo. Parecía un mejunje de vergüenza y nervios.

—No te preocupes —habló despacio. Entre sonrisas. La mano seguía extendida sobre la mesa— tenemos toda la noche y yo no tengo prisa.