Capítulo 3: Manos frías, corazón caliente
Si estás leyendo esto probablemente signifique que estoy muerta, aunque también podría ser que se me hubiese olvidado volver a coger la caja del agujero…
¿Muerta?
Soy la segunda hija de los difuntos reyes Agnar e Iduna y la hermana de la reina Elsa, la legítima reina de Arendelle. Si la suerte acompaña a mi hermana, ahora mismo estará reinando. Si no ha sido el caso, probablemente el desgraciado de Hans se haya hecho con el trono. Esperaba poder ayudarla, pero creo que le he arruinado la vida. Aunque, bueno, no es que ella se haya quedado corta conmigo. Está bien, lo de ella ha sido sin querer, pero también lo ha sido lo mío.
No te estás enterando de nada, ¿verdad? No hay de qué preocuparse, yo te pongo al día.
Mis padres fallecieron hace tres años cuando su barco se hundió en alta mar. Casi desde que tengo memoria he vivido prácticamente sola, ni siquiera mi hermana me permitía acercarme a ella; pero, desde aquel día, la soledad fue completa. Los últimos tres años de mi vida han sido lo más duro que había vivido hasta… bueno, hasta ahora que estoy a punto de morir congelada y eso.
—Venga ya…
Uy, que me voy por las ramas. El caso es que mi hermana acaba de cumplir los veintiuno y hace unos días fue su coronación. Pues bien, ese día, por primera vez desde que yo tenía cinco años, abrieron el castillo y pude relacionarme con alguien que no fuese del servicio del castillo. No me malinterpretes, son una gente maravillosa, pero no dejan de tratarme como a una princesa en lugar de como a una persona, no sé si me explico… Bueno, pues como era lógico, aproveché y salí escopetada del castillo y, nada más salir, conocí a Hans, el pequeño de los trece príncipes de las Islas del Sur. Congeniamos de una forma tan brutal y repentina que debí darme cuenta de que era una gran mentira, pero no lo hice. Pensé que aquel chico era la primera persona que me veía por mí misma y, cuando me pidió matrimonio ese mismo día, sentí que era mi única oportunidad para dejar de vivir una vida de soledad y acepté.
—¿Te comprometiste con alguien a quien acababas de conocer?
Sé lo que estás pensando. Una locura, ¿no? Pues tienes razón. Le pedimos a mi hermana su bendición y ella que, por lo visto, tiene algún dedo más de frente que yo, se negó a dárnosla.
—Gracias al cielo…
Así que me enfrenté a ella. No podía más con aquella vida. No podía aceptar volver a la soledad. La cuestión es que le puse los nervios de punta hasta que, sin querer, nos mostró a todos los presentes la razón por la que habíamos vivido aisladas y separadas durante todos aquellos años: sus poderes de hielo.
Suena raro, pero es cierto. ¿Te lo puedes creer? Trece años sola y nadie me había explicado en ningún momento a qué se debía. No me voy a poner aquí a explicar cómo me hace sentir la falta de confianza en mí que han demostrado tanto mis padres como ella, pero… auch.
Era un cuento, sólo un cuento. Pero no pude evitar sentir una profunda rabia al pensar en los sentimientos de aquella pobre chica creciendo aislada sin entender qué pasaba a su alrededor durante tantos años; durante toda su vida. Y aún así, ella hablaba de ello restándole importancia, como si tampoco fuese gran cosa.
Pues resulta que fui en busca de mi hermana y dejé a Hans a cargo del reino. Durante aquel viaje, casi muero congelada por la tormenta de nieve que desató en todo el reino y cuando, absolutamente agotada, por fin logré llegar al alucine de palacio de hielo que se había montado, volví a sacar a relucir sus miedos y me llevé un accidental rayo de hielo mágico en el corazón. De nuevo, auch.
Pese a lo doloroso que fue, no parecía nada grave, pero tuve que irme de allí de todos modos cuando su amable golem de nieve me lanzó escaleras abajo.
Probablemente no debí hacerlo, lo sé, pero lo hice.
—Eso me suena.
Llevada por la rabia, le lancé una bola de nieve al descomunal bicharraco.
—¿A quién se le ocurre?
Sin duda, tenía genio. Pero se esforzaba más de lo que habría hecho cualquiera por ayudar a su hermana. Cualquier otro, habría heredado el trono y habría seguido con su vida a su manera, sin encierros, casándose con quien quisiera y sin arriesgar su vida en las montañas.
Y, sí, se enfado un poquito. Total, que acabé corriendo como una loca por la montaña hasta acabar lejos de allí en una zona libre de nieve, cubierta de de musgo y con un montón de fumarolas y de piedras súper redonditas por todas partes. Y, allí, por fin libre de la ira del golem, un intenso frío estremeció mi pecho y recorrió mi cuerpo anulando mis fuerzas. Mis trenzas se blanquearon y mis piernas flaquearon y tuve que apoyarme en una de aquellas rocas para no caer al suelo.
—Disculpe señorita, pero agradecería que quitase su trasero de mi capa nueva —Oí que decía aquella piedra.
Sí, has leído bien, la piedra. La señora piedra se revolvió y yo caí al suelo de culo para encontrarme cara a cara con una señora troll que me miraba con curiosidad.
—Y ahora trolls, claro que sí.
—Disculpe, ehm…
—Bulda.
—Disculpe, Bulda. No era mi intención…
Y ahí, otro apretujón al corazón me cortó el habla y todas las rocas rodaron hacia mí hasta que me vi rodeada por un montón de trolls. Y cuando digo un montón, es un montonazo. Uno de ellos, el más… ¿verde? ¿peludo? ¿cultivado? Da igual, uno de ellos, se adelantó hacia mí y tomó mi mano. Por lo visto era una especie de anciano sabio troll mágico o algo así, Gran Pabbie se llamaba. El señor troll me dijo que Elsa había puesto hielo en mi corazón y que pronto me convertiría completamente en hielo; que sólo un acto de amor verdadero podría salvarme. Un acto de amor verdadero, ¿sabes? En medio de la montaña, débil y con prisas.
—No pinta bien.
Agradeciéndoles su ayuda a los trolls, me encaminé al castillo, pero un pequeño troll me detuvo a las afueras del valle y me contó brevemente la leyenda de Flemmingrad.
Cuenta la leyenda que, hace muchos años, un orondo troll que adoraba comer fue asesinado por los humanos y sus restos cayeron al fondo del fiordo donde permanecen hoy aún. Desde que aquello ocurrió, cada diciembre, los trolls hacen una celebración en su honor. En ella, construyen una versión del tal Flemmingrad en piedra, liquen, hongos y lo que pillan, le cantan "La balada de Flemmingrad", le lamen la frente (qué asquito…), piden un deseo y, por último, se hacen un guiso con los ingredientes comestibles del monigote y se lo comen.
—Y, ¿para qué te hizo perder el tiempo contándote todo eso?
Y tú dirás, 'Y, ¿para qué te hizo perder el tiempo contándote todo eso?', ¿verdad? Pues eso mismo le pregunté yo.
—Está claro, para que busques el muñeco de Flemmingrad que hice el diciembre pasado, le cantes y le pidas el deseo de curarte.
—¿No os lo comisteis?
—No, nos comimos el que hicieron los mayores. —Pero, ¿funciona?
—No lo sabrás si no lo intentas. Aunque nunca le hemos pedido un deseo en un mes que no sea diciembre… —Y… hay que chuparlo… —¡Claro! ¡Y cantarle, no lo olvides!
—Pero yo no conozco la balada.
—Yo te la enseño, presta atención.
No pensé ir a memorizarla de una sóla vez, pero, por lo visto, el miedo a morir ejercita la memoria. El niño me enseñó la canción, me dijo cómo encontrar el muñeco del troll y se fue con los demás.
Yo me encaminé de nuevo hacia el castillo. Para ser sincera, probablemente la persona a la que más quería era mi hermana, pero ella se encontraba congeladamente inaccesible, por lo que fui hacia la única otra persona que podría quererme: Hans.
—Nada bien…
Te puedes imaginar, llegué congelada y de milagrito, y, cuando por fin me encuentro con él, me salta con que sólo se acercó a mí para aprovecharse de mi desesperación para casarse conmigo y luego provocarle algún tipo de "accidente" a Elsa para convertirse en rey. Me encerró para dejarme morir y fue en busca de mi hermana para asesinarla. No sé cómo se las piensa apañar para engañar a todo el mundo, pero no dudo de que sea capaz de hacerlo.
—Eso debió doler…
Gracias a la ventisca de Elsa, logré escapar del castillo y huí en busca de mi última oportunidad de sobrevivir: el troll roñoso…
Con bastante dificultad, cogí esta cajita, el papel y la pluma con el tintero de viaje pensando en que esto podría pasar y saqué un caballo de los establos del castillo. Entonces, con su ayuda, volví a la montaña e invertí casi todas mis energías en dar con el troll. Después le canté, lamí su asquerosa frente con sabor a liquen y pedí mi deseo. Poder vivir. Sólo he pedido eso, nada muy elaborado, pero parece que el troll no está muy dispuesto a colaborar.
Tragué saliva mientras un escalofrío recorría mi espina dorsal.
Supongo que éste es mi final, pero quiero que se conozca mi historia para que se haga justicia con Hans y se salve a Elsa de ese malnacido y de su propio miedo. Así que, a ti que me lees, por favor, ayúdala. El frío me puede y no creo que tenga tiempo de escribir mucho más, pero, por si es diciembre y quieres probar suerte, te escribiré la letra de la canción:
A esas alturas, la caligrafía había ido empeorando y cada trazo parecía haber sido escrito con menos fuerza y pulso que el anterior. Podías sentir en sus letras cómo su vida se iba desvaneciendo.
'Cada diciembre hay una reunión para presentarle respetos a un troll,
en recuerdo de una amistad,
a quien todos llamamos Flemmingrad.
Sus antepasados quisimos hallar,
sus fosas nasales hubo que afeitar.
Que en los cielos su alma esté.
Oh, Flemmy el hongo troll.
Ahora voy a enterrar cuidadosamente esta cajita a sus pies y, bueno, moriré señalándolo o algo para que se sepa donde buscar. Espero que me dé tiempo…
—Casi lo consigues, fierecilla —contesté al viento con una triste risa.
Gracias por leerme. De algún modo eres mi más nuevo, mejor y único amigo. Al menos, gracias a ti, no caeré del todo en el olvido.
Una lágrima recorrió mi mejilla al finalizar la carta.
—Anna…
No tenía sentido. Sabía que no era real, ella no existía. Era todo un elaborado montaje. Una de las tantas trampas del mundo moderno. Quizás al día siguiente apareciese llorando la muerte de un ser imaginario en Llouttubee. Sin embargo, aquel personaje había despertado en mí un extraño tipo de simpatía y un instinto de protección que ningún humano real había despertado nunca. Me fascinaba su valentía y su dicharachería; la entrega y fe que demostraba tener en los demás; su genio y su ingenio… Quería ver sus ojos, los reales, no los de hielo, y quería verlos libres de terror, quería verla sonreír; quería escuchar el timbre de su voz, quería hablar con ella, abrazarla y decirle que no estaba sola, ya no, nunca más, que a mí me importaba.
Leí de nuevo la letra de la canción del horroroso troll, obviamente, sin música, pues no tenía ni idea de cuál era la suya.
—Deseos, actos de amor… Ojalá traerte conmigo fuese tan fácil como eso.
Alcé la mirada y la vi ahí, supuestamente mirando espantada cómo su caja caía al agujero mientras ella se congelaba para siempre y, aceptando mi nefasto destino en Llouttubee en este mundo de haters, me quité la chaqueta y se la puse sobre los hombros. Un mínimo de calidez para calmar el frío que debió sentir.
Entonces, me di media vuelta y, con una ligera flojera en las piernas, me dispuse a salir de aquel claro que nunca podría olvidar y a volver a mi mundana vida donde ella nunca estaría de verdad.
—¡Oh, Dios mío! ¡¿He vuelto?! ¡He vuelto!
