Capítulo 5: Lo que no mata, engorda.
—Sé que me voy a arrepentir de esto, pero… —dije cuando sentí cómo su llanto cesaba probablemente de puro agotamiento—. ¿Quieres venir a mi casa a ver si los dos nos tranquilizamos un poco y podemos ponerle algo de orden a esto?
Asintió sin abrir si quiera la boca y, agarrada de mi camiseta como lo haría una niña perdida, me siguió, más confiada de lo que debería, hasta la puerta de mi bloque. Saqué las llaves y, sin estar seguro yo mismo de lo que estaba haciendo, me aseguré de que, al menos, ella lo estuviese.
—Ésta es mi casa. ¿De verdad quieres subir?
—¿Eso son las llaves de tu casa?
—¿Eh? Sí…
—Son muy pequeñas… —dijo otra vez a punto de llorar—. Me gusta su tintineo —añadió sorbiendo mocos y con un atisbo de sonrisa.
—Está bien, voy a entrar. Si quieres venir, sígueme.
Y así lo hizo. Al cruzar el portal, soltó mi camiseta y se dedicó de nuevo a observar cada detalle y cada rincón, como si estuviese en un mundo nuevo.
—Tú casa es muy extraña. ¿Dónde están los muebles?
—Esto no es mi casa, es el portal. Tenemos que coger el ascensor y subir al cuarto piso.
—¿El ascensor?
—De no ser que prefieras subir los cuatro pisos por las escaleras. A mí no me importa, pero después de la caminata de hoy…
Pulsé el botón de llamada del ascensor y se acercó corriendo para quedarse embobada mirando la lucecita azul. Entonces, la puerta se abrió y pegó un brinco ante el que no pude evitar reír.
—¡¿Qué es esa habitacioncita?! ¡¿Cómo se ha abierto la puerta?!
—Es automática.
—O sea que…
—Funciona con electricidad. No hace falta empujarla.
—¿Como con… rayos? —preguntó arqueando una ceja con incredulidad.
—Sube al ascensor, anda.
—¿Eso es el ascensor?
—Ahá.
Entró obedientemente y diría que algo asustada.
—No nos va a caer un rayo ni nada, ¿no?
—¡No! —contesté riendo de nuevo.
El ascensor se cerró y comenzó a moverse y Anna se refugió fuertemente en mi brazo despertando en mí las mismas emociones que esa carta que me había removido las entrañas.
—¡¿Qué está pasando?!
—Estamos subiendo a casa, ¿recuerdas?
El ascensor paró y se abrió de nuevo regalándole otro respingo y, cogidos del brazo, salimos de él y nos paramos ante mi puerta. Abrí preguntándome qué iba a hacer cuando por fin estuviésemos dentro, encendí la luz y entramos muy, muy despacio.
Anna clavó su mirada en la lámpara de la entrada, atraída por ella como una polilla.
—Te vas a quemar las retinas como no dejes de mirar así las luces.
Sin contestarme y con cautela, apretó el interruptor de la luz apagando la única bombilla que nos alumbraba y pude oír su jadeo. Luego la luz se encendió de nuevo a sus manos. Y se apagó, y se encendió, y se apagó otra vez.
—Anna —dije en la oscuridad—, ¿podrías dejar de jugar con las luces? No tengo bombillas de repuesto.
La luz se encendió y me sorprendí al ver a una Anna más maravillada que asustada.
—¡Es fascinante! ¡Todo lo es!
—Me… ¿alegro?
Encendí la luz del pasillo y del salón.
—¿Necesitas ir al baño?
—Oh… un baño estaría bien, pero hay cosas que necesito aclarar antes de eso.
—Ya, no. No me estás entendiendo. ¿Necesitas ir al… retrete?
—¡Oh! ¡Claro! ¿Puedo? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Espero no necesitar explicarte el como.
Caminé por el pasillo hasta llegar a la puerta del cuarto de baño y le encendí la luz.
—Adelante.
Anna se asomó curiosa y quedó boquiabierta.
—¿Es esto?
—Eso es el bidet.
Entré con ella sintiéndome bastante fuera de lugar en mi propio baño y levanté la tapa del váter.
—Hazlo aquí, por favor.
—Pues se parecen mucho, la verdad.
—Y no olvides tirar de la cadena cuando acabes.
—¿Qué cadena? —preguntó mirando hacia el techo como buscando realmente una cadena.
—La cisterna del váter.
—No te sigo.
Suspirando me acerqué de nuevo y pulsé el botón de la cisterna para que viese cómo funcionaba. Nada más empezar a sonar, dio un saltó para atrás y se puso en guardia, pero la estrepitosa caída del agua la cautivó y la atrajo de nuevo en cuestión de segundos.
—Waaao… Y eso, ¿se lo lleva?
—No, lo lava y te lo devuelve.
—¡Puaj! ¡Pero, ¿qué os pasa?!
—¡Pues claro que se lo lleva!
—Y, ¿a dónde va a parar todo ese agua?
—A las alcantarillas.
Anna entrecerró un ojo como intentando procesar mis palabras y yo no podía creer la situación en la que me encontraba.
—Escucha, yo también necesito usar el váter. No tengo tiempo para esto. Haz lo que tengas que hacer y ya te lo explicaré luego.
Hice ademán de salir de allí, pero me detuvo tirando de mi brazo.
—Kristoff, ¿podrías prepararme una palangana con agua? Me gustaría poder lavarme después.
—Prueba con el grifo —contesté burlón.
—¿Tienes grifos? ¡Qué moderno! En el castillo aún no los han instalado…
—Apuesto a que sí.
Salí por fin del cuarto de aseo y cerré la puerta tras de mí.
—Esto no está pasando.
Sacudí la cabeza y dejé caer la espalda despacio sobre la puerta. Entonces un susurrado "¿Esto será para limpiarme? Y, ¿dónde lo dejo?" me negó la posibilidad de huir de aquella imposible realidad.
—Límpiate con el papel y tíralo al váter, ¿quieres? —grité desde el otro lado de la puerta esperando no encontrarme con nada especialmente desagradable al abrir.
—Vale, gracias.
Tras unos minutos de silencio, susurros ininteligibles, sonido de cosas cayendo al suelo, cisternas (sí, en plural), y grifos, Anna salió por fin del baño con una sonrisa de oreja a oreja.
—Todo tuyo.
—Ya era hora.
La guié hasta el salón y le mostré el sofá.
—Por favor, espérame aquí. Quietecita.
En cuanto me giré, pude oír cómo se lanzaba cual bestia encima del sofá.
—Si se rompe tendrás que robar uno del castillo para mí. No voy a comprarlo en la tienda de la que me han despedido.
—¡Tomo nota!
Entré al baño, por fin, y alivié la vejiga, me aseé y coloqué en su sitio todo lo que había tirado Anna un momento antes. Después, me paré frente al espejo, me lavé la cara y respiré hondo sumergido en la toalla buscando algo de calma y paz. Y… al cuerno la calma. La toalla ya olía a ella.
Por supuesto, para cuando volví al salón, Anna ya no estaba en el sofá. Los cojines del sofá estaban revueltos, el portátil abierto (aunque desenchufado), los libros desordenados, los cajones abiertos y Sven estaba siendo olisqueado por ella.
—Apostaría a que huele a aluminio.
—¿Qué es?
—Es Sven.
—Ahá. Y, ¿qué es?
—Empecemos por algo más sencillo. ¿Quién eres tú?
—Creía que ya habíamos pasado por esto.
Me senté en el rebujo de sofá que había dejado y me crucé de brazos.
—No me queda claro si eres la mejor actriz de la historia o si simplemente se te ha ido la olla, pero no me gustaría que te encerrasen, así que, por favor, dime que eres actriz y explícame a qué viene todo esto.
—Y, ¿por qué no quieres que me encierren?
—Real o no, pareces creer que has pasado mucho tiempo encerrada. No creo que te guste la idea de volver a estarlo.
—Muy considerado —dijo sonriendo dulcemente.
—Espera, ¿te has escapado de un manicomio?
—Escucha, entiendo por qué te cuesta creer que mi historia es real, la magia no es algo fácil de aceptar a no ser que la veas muy evidente. Pero tampoco es que tu realidad sea más fácil de creer, ¿sabes? Haces luz sin fuego.
—No, verás. En este mundo no puede pasar nada que te haga creer en la magia. Ahora mismo cualquier cosa es posible y creíble gracias a la tecnología. No vas a lograr que te crea.
Se quedó callada. Me miró como si leyese en mi mirada que, lo quisiese o no, la creía más de lo que afirmaba. La quería creer, y, por mucho que sonase a locura, sentía que había verdad en sus palabras. Sin embargo, la lógica no me permitía dar ese paso.
—Kristoff… —dijo apoyando cuidadosamente a Sven encima de la mesa como si fuese más importante que el resto de las cosas que había desastrado—. Necesito volver a mi casa. Tengo que ayudar a mi hermana. Tiene que haber alguna forma de demostrarte que todo esto es real.
—Está bien, demuéstramelo. Busquemos en la historia de Arendelle a ver si figura algo de todo lo que cuentas.
—¿Tienes libros de historia?
—Mejor, tengo Internet.
