PRIMERA PARTE
LA SUPERVIVIENTE DE HATHSIN
Me considero una mujer de principios. Pero ¿qué mujer no se considera tal? Incluso la asesina, según he advertido, interpreta sus acciones como «morales».
Tal vez otra persona, al leer mi vida, me considere una tirana religiosa. Puede llamarme arrogante. ¿Qué hace que la opinión de ese hombre sea menos válida que la mía propia?
Supongo que todo se reduce a una sola cosa: al final, soy yo quien tiene los ejércitos de su parte.
Capítulo 1
Llovía ceniza.
Lexa contempló los copos revolotear en el aire mientras caían. Lentamente. Descuidadamente. Libres. Los trozos de hollín caían como copos de nieve negra, descendiendo sobre la oscura ciudad de Luthadel. Se acumulaban en las esquinas, impulsados por la brisa, y se enroscaban en diminutos remolinos sobre el empedrado. Parecía que no les importaba nada. ¿Cómo sería eso? Lexa estaba sentada en silencio en uno de los miradores, un hueco oculto en los ladrillos de un lado de la guarida. Desde dentro, se podía vigilar la calle en busca de signos de peligro. Lexa no estaba de guardia: el mirador era solamente uno de los pocos lugares donde podía estar a solas. Y a Lexa le gustaba estar sola. Cuando estás sola, nadie puede traicionarte. Palabras de Lincoln. Su hermano le había enseñado muchas cosas, luego había reforzado sus enseñanzas haciendo lo que siempre había prometido que haría: traicionarla. Es la única manera de aprender. Cualquiera puede traicionarte, Lexa. Cualquiera.
La ceniza continuó cayendo. A veces, Lexa imaginaba que era como la ceniza, o el viento, o la misma bruma. Una cosa sin pensamiento, capaz simplemente de ser, sin pensar, ni preocuparse, ni sentir dolor. Entonces podría ser… libre. Oyó un sonido cercano y luego la trampilla al fondo de la pequeña recámara se abrió de golpe.
–¡Lexa! – dijo Ulef, asomando la cabeza–. ¡Estás ahí! Titus lleva media hora buscándote.
Precisamente por eso me he escondido.
–Deberías prepararte –dijo Ulef–. Estamos a punto de empezar.
Ulef era un chico larguirucho. Amable, a su manera; ingenuo, si alguien que había crecido en el mundo de los bajos fondos podía ser considerado realmente tal cosa. Naturalmente, eso no significaba que no pudiera traicionarla. La traición no tenía nada que ver con la amistad; era un simple acto de supervivencia. La vida era dura en las calles y, si un skaa ladrón quería evitar ser capturado y ejecutado, tenía que ser práctico.
Y la frialdad era la más práctica de las emociones. Otro de los dichos de Lincoln.
–¿Bien? –preguntó Ulef–. Deberías ir. Titus está enfadado.
¿Cuándo no lo está? Sin embargo, Lexa asintió y se apartó del estrecho, aunque cómodo, espacio del mirador. Pasó rozando a Ulef y salió por la trampilla para dirigirse a un pasillo y luego a una despensa ruinosa. La habitación era una de las muchas del fondo del taller que servía como tapadera. El cubil de la banda en sí estaba oculto en los túneles de una caverna de piedra situada bajo el edificio. Salió por una puerta trasera, seguida de Ulef. El trabajo sería a unas manzanas de distancia, en una zona más rica de la ciudad. Era un trabajo complicado, uno de los más complejos que había visto Lexa. Suponiendo que Titus no fuera capturado, los beneficios serían grandes. Si lo capturaban… Bueno, timar a nobles y obligadores era una profesión muy difícil, pero desde luego era mejor que trabajar en las fraguas o las fábricas textiles.
Lexa salió del callejón y se internó en una calleja oscura de uno de los muchos suburbios de skaa de la ciudad. Los skaa demasiado enfermos para trabajar yacían acurrucados en esquinas y aceras, con la ceniza revoloteando a su alrededor. Lexa mantuvo la cabeza gacha y se subió la capucha para protegerse de los copos que todavía caían.
Libre. No, nunca seré libre. Lincoln se aseguró de eso cuando se marchó.
–¡Aquí estás! –Titus alzó un dedo cuadrado y grueso y le apuntó a la cara–. ¿Dónde te habías metido?
Lexa no dejó que el odio ni la rebeldía se notaran en sus ojos. Simplemente agachó la cabeza, dándole a Titus lo que esperaba ver. Había otras formas de ser fuerte. Esa lección la había aprendido ella sola.
Titus soltó un leve gruñido, luego alzó la mano y le dio un revés en la cara. La fuerza del golpe envió a Lexa contra la pared, y su mejilla ardió de dolor. Se desplomó contra la madera, pero soportó el castigo en silencio. Sólo otro cardenal más. Era lo bastante fuerte para soportarlo. Lo había hecho antes.
–Escucha –susurró Titus–. Éste es un trabajo importante. Vale miles de cuartos: más que tú cien veces. No permitiré que metas la pata. ¿Entendido?
Lexa asintió.
Titus la estudió un momento, el rostro gordezuelo rojo de furia. Finalmente, se apartó, murmurando para sí. Estaba molesto por algo…, no era sólo por Lexa. Tal vez se había enterado de la rebelión skaa que había tenido lugar en el norte hacía varios días. Uno de los lores de provincias, Themos Tresting, al parecer había sido asesinado y su mansión calcinada. Esas preocupaciones eran malas para los negocios: hacían que la aristocracia estuviera más atenta y fuese menos fácil de engañar. Eso, a su vez, podía reducir seriamente los beneficios de Titus.
Está buscando alguien a quien castigar, pensó Lexa. Siempre se pone nervioso antes de un golpe. Miró a Titus, saboreando la sangre de su labio. Seguramentedejó entrever un poco de confianza porque él la miró por el rabillo del ojo y suexpresión se ensombreció. Alzó la mano, como para volver a golpearla.
Lexa utilizó un poco de su Suerte.
Gastó sólo una pizquita: necesitaría el resto para el trabajo. Dirigió la Suerte hacia Titus, calmando su nerviosismo. El jefe de la banda se detuvo, ajeno al contacto de Lexa pero sintiendo sus efectos de todas formas. Permaneció inmóvil un instante; luego suspiró, apartándose y bajando la mano.
Lexa se limpió el labio mientras Titus se marchaba. El ladrón tenía un aspecto muy convincente vestido de noble. Llevaba el traje más lujoso que Lexa hubiese visto jamás: una camisa blanca y un chaleco verde oscuro con botones de oro grabados, casaca negra larga, a la moda, y sombrero negro a juego. Sus dedos chispeaban de anillos e incluso llevaba un hermoso bastón de duelo. Titus imitaba bastante bien a los nobles: cuando se trataba de interpretar un papel, había pocos ladrones más competentes que Titus. Siempre que pudiera controlar su temperamento.
La habitación en sí era menos impresionante. Lexa se puso en pie mientras Titus empezaba a gritar a algunos otros miembros de la banda. Habían alquilado una de las suites del hotel de la localidad. No demasiado lujosa, pero ésa era la idea. Titus iba a interpretar el papel de Lord Jedue, un noble de campo que tenía problemas financieros y había ido a Luthadel a establecer algunos contactos finales y desesperados. La habitación principal había sido transformada en una especie de sala de audiencias, con una gran mesa para que Titus se sentara a ella y las paredes decoradas con obras de arte baratas. Había dos hombres de pie junto a la mesa, con uniforme de criado; interpretarían el papel de los lacayos de Titus.
–¿Qué es todo este alboroto? –preguntó un hombre mientras entraba en la habitación. Era alto e iba vestido con una sencilla camisa gris y un par de pantalones, con una fina espada atada a la cintura. Dante era el otro jefe de la banda: aquel golpe era en realidad idea suya. Se había asociado con Titus porque necesitaba a alguien que hiciera de Lord Jedue, y todos sabían que Titus era uno de los mejores.
Titus alzó la cabeza.
–¿Eh? ¿Alboroto? Oh, no ha sido más que un pequeño problema disciplinario. No te preocupes, Dante. –Titus recalcó sus palabras haciendo un gesto con la mano; había motivos para que interpretara tan bien a la aristocracia. Era tan arrogante que podría haber pertenecido a una de las Grandes Casas.
Dante entornó los ojos. Lexa sabía lo que probablemente estaba pensando el hombre: decidía si sería muy arriesgado clavarle al gordo Titus un cuchillo en la espalda cuando el golpe hubiera terminado. Al cabo de un rato, el alto jefe de la banda se apartó de Dante y miró a Lexa.
–¿Y ésta quién es? –preguntó.
–Una de mi banda –respondió Titus.
–Creía que no necesitábamos a nadie más.
–Bueno, la necesitamos a ella –dijo Titus–. Ignórala. Mi parte de la operación no es asunto tuyo.
Dante miró a Lexa y su labio ensangrentado. Ella apartó la mirada. Sin embargo, los ojos de Dante se posaron en ella, recorriendo todo su cuerpo. Llevaba una sencilla camisa abotonada y un mono. En realidad, resultaba poco atractiva: flaca y de rostro juvenil, no parecía tener ni dieciséis años. No obstante, algunos hombres preferían ese tipo de mujeres. Pensó en usar con él un poco de Suerte, pero al poco él dejó de mirarla.
–El obligador está a punto de llegar –dijo Dante–. ¿Estás preparado?
Titus puso los ojos en blanco, acomodando su masa en el asiento, tras la mesa.
–Todo perfecto. ¡Déjame a mí, Dante! Vuelve a tu habitación y espera.
Dante frunció el ceño, pero se dio media vuelta y salió de la habitación murmurando para sí.
Lexa escrutó la habitación, estudiando la decoración, los criados, la atmósfera. Finalmente se acercó a la mesa de Titus. El jefe de la banda estaba sentado ojeando un fajo de papeles, intentando al parecer decidir cuáles colocar sobre la mesa.
–Titus –dijo Lexa en voz baja–, los criados están demasiado bien.
Titus frunció el ceño y alzó la cabeza.
–¿Qué tonterías dices?
–Los criados –repitió Lexa, hablando todavía en un susurro–. Se supone que Lord Jedue está desesperado. Puede tener trajes elegantes de antes, pero no podría permitirse esos criados tan opulentos. Usaría skaa.
Titus la miró con mala cara, pero se lo pensó. Físicamente, había poca diferencia entre los hombres nobles y los skaa. Sin embargo los criados que Titus había dispuesto iban vestidos como nobles menores: se les permitía llevar un chaleco pintoresco y su pose era confiada.
–El obligador tiene que pensar que estás casi en la miseria –dijo Lexa–. Llena la habitación con un puñado de skaa.
–¿Qué sabrás tú? –dijo Titus, mirándola con desdén.
–Suficiente. –Lexa lamentó de inmediato haberlo dicho: sonaba demasiado rebelde. Titus alzó una mano enjoyada y Lexa se preparó para recibir otro sopapo.
No podía permitirse usar más Suerte. Le quedaba muy poca.
Sin embargo, Titus no la golpeó sino que suspiró y posó una mano gordezuela sobre su hombro.
–¿Por qué insistes en provocarme, Lexa? Sabes las deudas que me dejó tu hermano antes de escapar. ¿Te das cuenta de que un hombre menos misericordioso que yo te habría vendido a los proxenetas hace mucho tiempo? ¿Qué te parecería, servir en la cama de un noble hasta que se canse de ti y te mande ejecutar?
Lexa se miró los pies.
Titus la agarraba con fuerza, lastimándole la piel allí donde su cuello y su hombro se encontraban, y ella jadeó de dolor a su pesar. Él sonrió.
–Sinceramente, no sé por qué te conservo, Lexa –dijo, aumentando su tenaza–. Tendría que haberme deshecho de ti hace meses, cuando tu hermano me traicionó. Supongo que tengo un corazón demasiado blando.
La soltó por fin, luego le indicó que se colocara a un lado de la habitación, junto a una planta de interior. Ella hizo lo que le ordenaba, orientándose para tener una buena panorámica de la habitación. En cuanto Titus apartó la mirada, se frotó el hombro. Un dolor más. Puedo enfrentarme al dolor.
Titus permaneció sentado unos instantes. Luego, como era de esperar, llamó a los dos «criados».
–¡Vosotros dos! –dijo–. Vais demasiado bien vestidos. Id a poneros algo que os haga parecer siervos skaa… Y traed a seis hombres más cuando vengáis.
Pronto, la habitación estuvo llena tal como había sugerido Lexa. El obligador llegó poco después.
Lexa observó al prelado Laird cuando entró arrogantemente en la habitación.
Rapado como todos los obligadores, llevaba una túnica gris oscuro. Los tatuajes de su ministerio alrededor de sus ojos lo identificaban como prelado, un burócrata veterano en el Cantón de las Finanzas del Ministerio. Un grupo de obligadores menores, de tatuajes más sencillos, lo seguía.
Titus se levantó cuando el prelado entró, en señal de respeto, un respeto que incluso los nobles de la más alta de las Grandes Casas debían mostrar a un obligador del rango de Laird. Éste no inclinó la cabeza ni expresó ningún saludo, sino que avanzó y tomó asiento delante de la mesa de Titus. Uno de los miembros de la banda que hacía de criado se apresuró a traer vino helado y fruta para el obligador. Laird aceptó la fruta, dejando que el criado esperara allí de pie, obediente, con el plato de comida, como si fuera un mueble.
–Lord Jedue –dijo por fin Laird–. Me alegro de que por fin tengamos ocasión de conocernos.
–Igual que yo, Vuestra Gracia –respondió Titus.
–¿Por qué, de nuevo, no pudo acudir al edificio del Cantón y requirió en cambio que yo lo visitara aquí?
–Mis rodillas, Vuestra Gracia –dijo Titus–. Mis médicos me recomendaron que viajara lo menos posible.
Y te daba bastante aprensión entrar en una fortaleza del Ministerio, pensó Lexa.
–Ya veo –dijo Laird–. Rodillas delicadas. Un desafortunado defecto para un hombre cuyo negocio es el transporte.
–No tengo que ir en los viajes, Vuestra Gracia –dijo Titus, inclinando la cabeza–. Sólo organizarlos.
Bien, pensó Lexa. Asegúrate de que sigues mostrándote servil, Titus. Tienes que parecer desesperado.
Lexa necesitaba que aquel timo tuviera éxito. Titus la amenazaba y la golpeaba pero la consideraba su amuleto de la buena suerte. No estaba segura de que supiera por qué los planes salían mejor cuando ella estaba presente en la habitación, pero al parecer había atado cabos. Eso la convertía en valiosa… y Lincoln siempre había dicho que la forma más segura de mantenerse con vida en los bajos fondos era ser indispensable.
–Ya veo –repitió Laird–. Bien, me temo que nuestro encuentro se ha producido demasiado tarde para nuestros propósitos. El Cantón de las Finanzas ya ha votado su propuesta.
–¿Tan pronto? –preguntó Titus con sorpresa genuina.
–Sí –repuso Laird, tomando un sorbo de vino, sin despedir todavía al criado–. Hemos decidido no aceptar su contrato.
Titus permaneció sentado un momento, aturdido.
–Lamento oír eso, Vuestra Gracia.
Laird ha venido a verte, pensó Lexa. Eso significa que aún está en posición de negociar.
–Bien –continuó diciendo Titus, viendo lo que había visto Lexa–. Eso es muy desafortunado, ya que estaba dispuesto a hacer al Ministerio una oferta aún mejor.
Laird alzó una ceja tatuada.
–Dudo que importe. Hay un elemento del consejo que considera que el Cantón recibiría un servicio mejor si encontráramos una casa más estable para transportar a nuestra gente.
–Eso sería un grave error –dijo Titus suavemente–. Seamos sinceros, Vuestra Gracia. Los dos sabemos que este contrato es la última oportunidad de la Casa de Jedue. Ahora que hemos perdido el contrato con Farwan, no podemos permitirnos seguir atendiendo con nuestros barcos a Luthadel. Sin el patrocinio del Ministerio, mi casa está condenada económicamente.
–Esto es hacer muy poco para persuadirme, Alteza –dijo el obligador.
–¿De verdad? –preguntó Titus–. Hágase esta pregunta: ¿quién los servirá mejor? ¿Será la casa que tiene docenas de contratos que atender o la casa que ve su contrato como su última esperanza? El Cantón de las Finanzas no encontrará un socio más acomodaticio que uno desesperado. Dejen que mis barcos sean los que transporten a sus acólitos desde el norte…, dejen que mis soldados los escolten, y no se sentirán decepcionados.
Bien, pensó Lexa.
–Yo… Comprendo –dijo el obligador, preocupado ahora.
–Estaría dispuesto a ofrecerles una ampliación de contrato, con un precio fijo de cincuenta cuartos por cabeza el viaje. Sus acólitos podrían viajar en nuestros barcos a su antojo y siempre tendrían los escoltas necesarios.
El obligador alzó una ceja.
–Eso es la mitad de la tarifa anterior.
–Ya se lo he dicho. Estamos desesperados. Mi casa necesita mantener sus barcos en marcha. Cincuenta cuartos no nos dejarán beneficio, pero no importa. Cuando tengamos el contrato ministerial que nos garantice estabilidad, podremos encontrar otros contratos para llenar nuestros cofres.
Laird pareció pensativo. Era un trato fabuloso…, un trato que normalmente hubiese levantado sospechas. Sin embargo, la presentación de Titus creaba la imagen de una casa al borde del colapso financiero. El otro jefe de la banda, Dante, había pasado cinco años construyendo, timando y engañando para crear aquel momento. El Ministerio se mostraría remiso a no considerar la oportunidad. Laird se estaba dando cuenta de lo mismo. El Ministerio de Acero no era sólo la fuerza de la burocracia y la autoridad legal del Imperio Final: era como una casa nobiliaria en sí misma. Cuantas más riquezas tuviera, cuanto mejores fueran sus propios contratos mercantiles, más peso tendrían los Cantones del Ministerio entre sí y con las casas nobles. Sin embargo, Laird parecía vacilar. Lexa vio la expresión en sus ojos, el recelo que tan bien conocía. No iba a aceptar el contrato.
Ahora, pensó Lexa. Es mi turno.
Lexa usó su Suerte con Laird. Lo hizo de modo tentativo, sin estar siquiera segura de lo que hacía o de por qué lo hacía. Sin embargo su contacto fue instintivo, entrenado por años de sutil práctica. Tenía diez años de edad cuando se dio cuenta de que la gente no podía hacer lo que podía hacer ella.
Volvió a presionar contra las emociones de Laird, cubriéndolas. Él se volvió menos receloso, menos temeroso. Dócil. Sus preocupaciones se fundieron y Lexa vio un calmado control asentarse en sus ojos. Sin embargo, Laird todavía parecía indeciso. Lexa presionó con más fuerza. El ladeó la cabeza, como pensativo. Abrió la boca para hablar, pero ella presionó de nuevo, agotando desesperadamente sus últimas reservas de Suerte. Él volvió a hacer una pausa.
–Muy bien –dijo por fin–. Llevaré esta nueva propuesta al Consejo. Tal vez todavía se pueda alcanzar un acuerdo.
