Llegamos a Terris a principios de semana y tengo que decir que el paisaje me pareció maravilloso. Las grandes montañas al norte, con sus cimas nevadas y sus faldas boscosas, se alzan como dioses guardianes sobre esta tierra de verde fertilidad. Mis propias tierras del sur son llanas: creo que serían menos temibles si hubiera unas cuantas montañas para dar variedad al terreno.
Aquí la gente se dedica principalmente al pastoreo, aunque no son extraños los leñadores y los granjeros. Es una tierra de pastos, desde luego. Parece extraño que un sitio tan agrícola sea la cuna de las profecías y las ideas teológicas en las que se basa actualmente el mundo entero.
Capítulo 3
Titus contó sus monedas, dejando caer los cuartos de oro uno a uno en un cofrecito que había en la mesa. Todavía parecía un poco aturdido, y bien podía estarlo. Tres mil cuartos era una fabulosa cantidad de dinero, mucho más de lo que Titus ganaba incluso en un año muy bueno. Sus amigotes más íntimos estaban sentados a la mesa con él, mientras la cerveza y las risas fluían libremente.
Lexa permanecía en su rincón tratando de comprender sus temores. Tres mil cuartos. El Ministerio nunca debería haber soltado tan rápidamente una suma semejante. El prelado Arriev parecía demasiado astuto para dejarse engañar con tanta facilidad. Titus dejó caer otra moneda en el cofre. Lexa no estaba segura de si se estaba haciendo el tonto o de si era astuto al hacer aquella exhibición de riqueza. Las bandas de los bajos fondos trabajaban siguiendo un acuerdo estricto: todos recibían una parte de las ganancias en proporción a su estatus en el grupo. Aunque a veces resultaba tentador matar al jefe y quedarse el dinero, un líder que tuviera éxito creaba más riqueza para todos. Matarlo prematuramente era quedarse sin ganancias futuras, además de ganarse la ira de los otros miembros de la banda. De todas formas, tres mil cuartos… Eso era más que suficiente para tentar al ladrón más sensato. Todo era un error.
Tengo que salir de aquí, decidió Lexa. Alejarme de Titus y de la guarida, por si sucede algo.
Sin embargo… ¿marcharse? ¿Ella sola? Nunca había estado sola; siempre había tenido a Lincoln. Era él quien la guiaba de ciudad en ciudad, uniéndose a bandas de ladrones distintas. A ella le encantaba la soledad. Pero la idea de estar sola, ahí fuera en la ciudad, la horrorizaba. Por eso nunca se había escapado de Lincoln; por eso se había quedado con Titus. No podía irse, pero tenía que hacerlo. Alzó la cabeza en su rincón, estudiando la habitación. No había mucha gente en la banda por quien sintiera afinidad. Sin embargo, había un par a los que lamentaría ver heridos si los obligadores actuaban contra la banda. Unos cuantos hombres que no habían intentado abusar de ella o, en casos muy raros, la habían tratado con cierta amabilidad.
Ulef encabezaba esa lista. No era un amigo, pero sí lo más parecido que ella tenía ahora que Lincoln se había marchado. Si la acompañaba, al menos no estaría sola. Con cautela, Lexa fue avanzando contra un muro de la habitación hasta el lugar donde Ulef bebía con alguno de los otros miembros jóvenes de la banda. Le tiró de la manga. Ulef se volvió hacia ella, sólo ligeramente ebrio.
–¿Lexa?
–Ulef –susurró ella–. Tenemos que irnos.
Él frunció el ceño.
–¿Irnos? ¿Irnos adónde?
–Fuera –susurró Lexa–. Fuera de aquí.
–¿Ahora?
Lexa asintió impaciente.
Ulef miró a sus amigos, que reían entre sí, dirigiendo miradas cargadas de picardía hacia Lexa y él. Se ruborizó.
–¿Quieres que vayamos a algún sitio, solos tú y yo?
–No para eso –dijo Lexa–. Es que… tengo que salir de la guarida. Y no quiero estar sola.
Ulef frunció el ceño. Se acercó más, con un leve hedor a cerveza en su aliento.
–¿Qué es lo que pasa, Lexa? –preguntó en voz baja.
Lexa hizo una pausa.
–Creo… Creo que puede pasar algo, Ulef –susurró–. Algo con los obligadores. No quiero estar en la guarida en este momento.
Ulef guardó silencio.
–Muy bien –dijo por fin–. ¿Por cuánto tiempo será?
–No lo sé –respondió Lexa–. Hasta la noche, al menos. Pero tenemos que irnos.
Ahora.
Él asintió lentamente.
–Espera aquí un momento –susurró Lexa, volviéndose. Dirigió una mirada a Titus, que se reía con uno de sus propios chistes. Luego se dirigió en silencio hacia el fondo de la sala, lleno de humo y cenizas.
La habitación donde dormía la banda era un sencillo pasillo alargado cubierto de petates. Era un sitio estrecho e incómodo, pero mucho mejor que los fríos callejones en los que ella había dormido durante sus años de viaje con Lincoln.
Callejones que tal vez tenga que volver a utilizar, pensó. Había sobrevivido a ellos anteriormente. Podría hacerlo de nuevo.
Se acercó a su camastro oyendo las risas y los ruidos apagados de los hombres que bebían en la habitación de al lado. Se arrodilló y recogió lo poco que le pertenecía. Si algo le pasaba a la banda, no podría volver a la guarida. Jamás. Pero no podía llevarse el petate porque hubiese sido demasiado obvio, sólo la cajita que contenía sus efectos personales: un guijarro de cada ciudad que había visitado, el pendiente que según Lincoln le había dado su madre y un pedazo de obsidiana del tamaño de una moneda grande. Tenía forma irregular y Lincoln lo llevaba como si fuera una especie de amuleto de la buena suerte. Era lo único que había dejado al abandonar la banda medio año antes. Cuando la había abandonado a ella.
Como siempre dijo que haría, se dijo Lexa severamente. Nunca creí que fuera a hacerlo… y por eso exactamente tuvo que marcharse.
Se guardó el pedazo de obsidiana y los guijarros en el bolsillo. Se puso el pendiente: era un adorno sencillo de acero. Parecía más bien un botón que no merecía la pena robar, y por eso no temía dejarlo en la habitación del fondo. Lexa apenas se lo ponía por temor a que el adorno la hiciera parecer más femenina. No tenía dinero, pero Lincoln le había enseñado a mendigar y rapiñar. Ambas cosas eran difíciles en el Imperio Final, sobre todo en Luthadel, pero encontraría un modo, si tenía que hacerlo. Lexa dejó su caja y su petate y volvió a la habitación grande. Tal vez estaba exagerando; a lo mejor no le pasaría nada a la banda. Pero si pasaba… Bueno, si una cosa le había enseñado Lincoln era cómo salvar el cuello. Llevarse a Ulef era buena idea. Tenía contactos en Luthadel. Si le pasaba algo a la banda de Titus, Ulef probablemente encontraría trabajo para ambos en…
Lexa se detuvo. Ulef no estaba en la mesa donde ella lo había dejado, sino de pie en la parte delantera de la sala. Cerca de la barra. Cerca de Titus.
–¡Qué es esto! –Titus se levantó, con la cara roja como la luz del sol. Apartó su taburete del camino y se abalanzó hacia ella, medio borracho–. ¿Te escapas? Vas a traicionarme al Ministerio, ¿eh?
Lexa corrió hacia la puerta de la escalera, abriéndose paso a la desesperada entre mesas y miembros de la banda. El taburete de madera de Titus la alcanzó en la espalda y la arrojó al suelo. El dolor ardió entre sus hombros; varios miembros de la banda soltaron una exclamación cuando el taburete rebotó en ella y golpeó las tablas del suelo. Lexa se sintió aturdida. Y algo en su interior, algo que conocía pero no comprendía, le dio fuerzas. La cabeza dejó de darle vueltas, el dolor se convirtió en su centro de atención. Se puso torpemente en pie. Titus estaba allí. Le dio un revés mientras se incorporaba. La cabeza de Lexa se movió siguiendo el impulso de la bofetada, torciendo el cuello de manera tan dolorosa que apenas sintió que volvía a golpear el suelo. Titus se inclinó, la agarró por la camisa y la puso en pie mientras alzaba el puño. Lexa no se paró a pensar ni se molestó en hablar; sólo podía hacer una cosa. Usó toda su Suerte en un único y tremendo esfuerzo, y la lanzó contra Titus calmando su furia. Titus se tambaleó. Su mirada se suavizó momentáneamente. La bajó un poco. Entonces la furia regresó a sus ojos. Dura. Aterradora.
–Maldita zorra –murmuró Titus, agarrándola por los hombros y sacudiéndola–. Ese traidor hermano tuyo no me respetó nunca y tú eres igual. He sido demasiado amable con los dos. Debería…
Lexa trató de zafarse, pero la tenaza de Titus era firme. Buscó desesperadamente ayuda de otros miembros de la banda, aunque sabía lo que iba a encontrar. Indiferencia. Ellos se volvieron, avergonzados pero no preocupados. Ulef todavía estaba junto a la mesa de Titus, con la cabeza gacha y expresión culpable. En su mente, a Lexa le pareció oír una voz que le susurraba. La voz de Lincoln.
¡Necia! La frialdad es la más lógica de las emociones. No tienes ningún amigo en los bajos fondos. ¡Nunca tendrás ningún amigo en los bajos fondos!
Renovó sus esfuerzos, pero Titus volvió a golpearla, derribándola al suelo. El golpe la aturdió y jadeó, sin aliento.
Sopórtalo, pensó, la mente confusa. No me matará. Me necesita.
Sin embargo, mientras se volvía torpemente vio a Titus alzándose sobre ella, el rostro dominado por una furia ebria. Supo que aquella vez iba a ser diferente: no sería una simple paliza. Él creía que pretendía traicionarlo al Ministerio. Estaba fuera de sí. Había una expresión asesina en sus ojos.
¡Por favor!, pensó Lexa con desesperación, buscando su Suerte, tratando de hacerla funcionar. No hubo ninguna respuesta. La Suerte le había fallado.
Titus se agachó, murmurando para sí mientras la agarraba por el hombro. Alzó un brazo, su mano carnosa formó otro puño, sus músculos se tensaron, una furiosa perla de sudor resbaló por su barbilla y la golpeó en la mejilla.
A unos pocos metros de distancia, la puerta de la escalera se sacudió y luego se abrió de golpe. Titus se detuvo con un brazo en alto mirando hacia la puerta y al desafortunado miembro de la banda que había elegido tan inoportuno momento para volver a la guarida.
Lexa aprovechó la distracción. Ignorando al recién llegado, trató de librarse de la tenaza de Titus, pero estaba demasiado débil. La cara le ardía de los puñetazos y el costado de las caídas. Arañó la mano de Titus, pero se sintió súbitamente débil, su fuerza interna le fallaba igual que le había fallado la Suerte. El dolor iba en aumento, cada vez más insoportable, más… exigente. Se volvió desesperada hacia la puerta. Estaba cerca, dolorosamente cerca. Casi había escapado. Sólo un poco más…
Entonces vio a una mujer de pie en la escalera, una desconocida. Alta y de rostro aguileño, tenía el pelo moreno y vestía un holgado traje de noble, con la capa suelta. Tenía unos treinta y cinco años. No llevaba sombrero, ni bastón de duelo. Y parecía muy, muy furiosa.
–¿Qué es esto? –exigió saber Titus–. ¿Quién eres?
¿Cómo ha pasado ante los vigías…? pensó Lexa, esforzándose por concentrarse.
El dolor. Podía tratar con el dolor. Los obligadores… ¿La han enviado ellos?
La recién llegada miró a Lexa y su expresión se suavizó ligeramente. Entonces miró a Titus y sus ojos se ensombrecieron. Las furiosas exigencias de Titus quedaron cortadas en seco cuando saltó hacia atrás como si hubiera sido golpeado por una fuerza poderosa. Su brazo se soltó del hombro de Lexa y se desplomó en el suelo haciendo que las tablas se estremecieran. La sala quedó en silencio.
Tengo que escapar, pensó Lexa, obligándose a ponerse de rodillas. Titus gemía de dolor a unos pocos palmos de distancia y Lexa se apartó de él, escabulléndose bajo una mesa desocupada. La guarida tenía una salida oculta, una trampilla junto a la pared del fondo. Si lograba arrastrarse hasta allí…
De repente, Lexa sintió una paz abrumadora. Se le vino encima como un peso repentino y sus emociones guardaron silencio, como aplastadas por una mano poderosa. Su miedo se apagó como una vela, e incluso su dolor dejó de parecer importante. Se detuvo, preguntándose por qué había estado tan preocupada. Se incorporó y se detuvo ante la trampilla. Respiraba entrecortadamente, todavía un poco mareada.
¡Titus acaba de intentar matarme!, advirtió la parte lógica de su mente. Y alguien está atacando la guarida. ¡Tengo que escapar! Sin embargo, sus emocionescontradecían la lógica. Se sentía… serena. Sin preocupaciones. Y más que un pococuriosa.
Alguien acababa de emplear la Suerte con ella. Lo reconoció de algún modo, aunque nunca lo había sentido. Se detuvo junto a la mesa, con una mano en la madera, y se dio la vuelta despacio. La recién llegada seguía en la puerta. La estudió con ojo crítico y luego sonrió de un modo que la desarmó.
¿Qué está pasando?
La recién llegada entró por fin en la sala. Los de la banda de Titus permanecieron sentados a sus mesas. Parecían sorprendidos, pero extrañamente despreocupados.
Está usando la Suerte con todos ellos. Pero… ¿cómo puede hacerlo con tantos a la vez? Lexa nunca había podido acumular suficiente Suerte para conseguir otra cosaque un ocasional y breve empujoncito.
Cuando la recién llegada entró en la sala, Lexa vio por fin que había una segunda persona en las escaleras. El segundo hombre era menos llamativo, más bajo, con una media barba oscura y el pelo liso y corto. También llevaba un traje de noble, aunque de corte menos elegante.
Al otro lado de la habitación, Titus gimió y se sentó en el suelo sujetándose la cabeza. Miró a los recién llegados.
–¡Maese Monty! ¡Vaya, oh, bueno, qué sorpresa!
–En efecto –dijo el hombre más bajo, Monty.
Lexa frunció el ceño al darse cuenta de que las voces de estos hombres le resultaban levemente familiares. Las había oído en alguna parte. El Cantón de las Finanzas. Estaban sentados en la sala de espera cuando Titus y yo nos marchamos.
Titus se puso en pie, estudiando a la recién llegada morena. Miró las manos de la mujer, cubiertas de extrañas cicatrices solapadas.
–Por el Lord Legislador… –susurró Titus–. ¡La Superviviente de Hathsin!
Lexa frunció el ceño. El título le resultaba desconocido. ¿Tendría que haber conocido a esa mujer? Las heridas aún le dolían a pesar de la paz que sentía, y se notaba mareada. Se apoyó en la mesa, pero no se sentó. Fuera quien fuese la recién llegada, Titus obviamente la consideraba importante.
–¡Vaya, maese Raven! –farfulló–. ¡Qué raro honor!
La recién llegada (Raven) sacudió la cabeza.
–¿Sabes? En realidad no me interesa escucharte.
Titus dejó escapar un urk de dolor cuando fue impulsado de nuevo hacia atrás.
Raven no hizo ningún gesto para empujarlo. Sin embargo, Titus se desplomó en el suelo, como empujado por una fuerza invisible. Guardó silencio y Raven escrutó la habitación.
–¿Los demás sabéis quién soy?
Muchos de los miembros de la banda asintieron.
–Bien. He venido a vuestra guarida porque vosotros, amigos míos, estáis en deuda conmigo.
La habitación permaneció en silencio. Sólo se oían los gemidos de Titus. Finalmente, uno de los hombres habló.
–Nosotros… ¿Sí, maese Raven?
–En efecto. Veréis, maese Monty y yo acabamos de salvaros la vida. Vuestro incompetente jefe salió del Cantón de las Finanzas del Ministerio hace una hora y regresó directamente aquí. Lo siguieron dos oteadores del Ministerio, un prelado de alto rango… y un único inquisidor de acero.
Nadie habló.
Oh, Señor…, pensó Lexa. Estaba en lo cierto: no había sido lo bastante rápida. Si había un inquisidor…
–Me he encargado del inquisidor –dijo Raven.
Hizo una pausa, dejando que lo que eso implicaba flotara en el aire. ¿Qué tipo de persona podía decir tan tranquilamente que se había «encargado» de un inquisidor? Según los rumores esas criaturas eran inmortales, podían ver el alma de un hombre y eran guerreros sin rival.
–Exijo mi pago por los servicios prestados –dijo Raven.
Titus no se levantó esta vez: había caído con fuerza y estaba obviamente desorientado. La habitación permaneció en silencio. Finalmente, Milev (el hombre de piel oscura que era el segundo de Titus), vio el cofre de cuartos del Ministerio y se abalanzó sobre él. Se lo ofreció a Raven.
–El dinero que Titus ha conseguido en el Ministerio –explicó Milev–. Tres mil cuartos.
Milev está ansioso por complacerla, pensó Lexa. Esto es más que simple Suerte… O eso, o es un tipo de Suerte que yo nunca he podido utilizar.
Raven hizo una pausa y luego aceptó el cofre de monedas.
–¿Y tú eres…?
–Milev, maese Raven.
–Bien, jefe Milev, consideraré esta paga satisfactoria…, suponiendo que hagas otra cosa por mí.
Milev hizo una pausa.
–¿Qué tengo que hacer?
Raven señaló con la cabeza al semiaturdido Titus.
–Encárgate de él.
–Por supuesto –dijo Milev.
–Quiero que viva, Milev –dijo Raven, alzando un dedo–. Pero no quiero que lo disfrute.
Milev asintió.
–Lo convertiremos en mendigo. El Lord Legislador desaprueba la profesión…
Titus no lo tendrá fácil aquí en Luthadel. Y Milev lo eliminará en cuanto piense que este Raven no está prestando atención.
–Bien –dijo Raven. Entonces abrió el cofre y empezó a sacar monedas de oro–. Eres un hombre de recursos, Milev. Rápido de reflejos, y no te dejas intimidar tan fácilmente como los demás.
–He tratado con brumosos antes, maese Raven.
Raven asintió.
–Monty –dijo, dirigiéndose a su acompañante–, ¿dónde vamos a celebrar nuestra reunión esta noche?
–Estaba pensando que deberíamos usar el taller de Gustus –respondió el otro hombre.
–Un sitio poco neutral –dijo Raven–. Sobre todo si decide no unirse a nosotros.
–Cierto.
Raven miró a Milev.
–Estoy planeando un trabajo en esta zona. Me sería útil tener el apoyo de algunos lugareños. –Alzó un puñado de monedas, un centenar de cuartos–. Necesitamos usar vuestro cubil esta noche. ¿Puede ser?
–Por supuesto –dijo Milev, aceptando ansiosamente las monedas.
–Bien –respondió Raven–. Ahora, fuera.
–¿Fuera? –preguntó Milev, vacilante.
–Sí. Toma a tus hombres, incluido vuestro antiguo jefe, y marchaos. Quiero tener una conversación en privado con la señora Lexa.
En la habitación volvió a reinar el silencio y Lexa supo que no era la única en preguntarse cómo sabía Raven su nombre.
–¡Bien, ya lo habéis oído! –exclamó Milev. Llamó a un grupo de hampones para que recogieran a Titus y envió al resto de la banda escaleras arriba.
Lexa los vio marchar cada vez más aprensiva. Esa Raven era una mujer poderosa y el instinto le decía que las mujeres poderosas eran peligrosas. ¿Conocía su Suerte? Obviamente: ¿qué otro motivo podía tener para querer quedarse con ella a solas?
¿Cómo va a intentar utilizarme esta Raven?, pensó, frotándose el brazo con el que había golpeado el suelo.
–Por cierto, Milev –dijo Raven tranquilamente–. Cuando digo «en privado», quiero decir que no quiero que nos espíen los cuatro hombres que están asomados a los miradores tras la pared del fondo. Llévatelos al callejón también.
Milev se puso pálido.
–Por supuesto, maese Raven.
–Bien. En el callejón encontraréis a los dos espías muertos del Ministerio. Por favor, encargaos de los cadáveres.
Milev asintió, dándose la vuelta.
–Y, Milev –añadió Raven.
Milev volvió a girarse.
–Que ninguno de tus hombres nos traicione –dijo Raven tranquilamente. Y Lexa lo sintió de nuevo: una renovada presión en sus emociones–. Este grupo ya ha llamado la atención del Ministerio de Acero… No me convirtáis también en vuestro enemigo.
Milev asintió bruscamente y desapareció escaleras arriba tras cerrar la puerta. Unos momentos más tarde, Lexa oyó pasos en la habitación mirador; luego todo quedó en silencio. Estaba a solas con una mujer que era, por algún motivo, tan singularmente impresionante que podía intimidar a una habitación llena de ladrones y asesinos. Miró la puerta cerrada. Raven la estaba observando. ¿Qué haría si echaba a correr?
Dice que ha matado a un inquisidor, pensó Lexa. Y… ha usado la Suerte. Tengo que quedarme, aunque sea el tiempo suficiente para averiguar lo que sabe.
La sonrisa de Raven se ensanchó hasta que, finalmente, se echó a reír.
–Ha sido tremendamente divertido, Monty.
El otro hombre, al que Titus había llamado Monty, hizo una mueca y se acercó a la parte delantera de la habitación. Lexa se envaró, pero él no se acercó a ella sino a la barra.
–Ya eras bastante insufrible antes, Rav –dijo Monty–. No sé cómo voy a soportar esta nueva reputación tuya. Al menos, no estoy seguro de cómo voy a soportarla y mantener la cara seria.
–Estás celoso.
–Sí, eso es –dijo Monty–. Estoy terriblemente celoso de tu habilidad para intimidar a criminales de tres al cuarto. Si te sirve de algo, creo que has sido demasiado duro con Titus.
Raven se acercó a una de las mesas de la sala y tomó asiento. Su alegría se ensombreció un poco mientras hablaba.
–Ya has visto lo que le estaba haciendo a la muchacha.
–La verdad es que no –dijo Monty secamente, rebuscando en las mercancías de la barra–. Alguien me bloqueaba la visión desde la puerta.
Raven se encogió de hombros.
–Mírala, Monty. La pobrecilla ha estado a punto de quedarse inconsciente por los golpes. No siento ninguna compasión por ese tipo.
Lexa permaneció donde estaba, observándolos. Cuando la tensión del momento decreció, las heridas empezaron a dolerle de nuevo. El golpe entre los omóplatos se convertiría en un buen moratón, y el bofetón de la cara le ardía también. Todavía se sentía un poco mareada.
Raven la estaba observando. Lexa apretó los dientes. Dolor. Podía soportar el dolor.
–¿Necesitas algo, niña? –preguntó Monty–. ¿Un pañuelo húmedo para esa cara, tal vez?
Ella no respondió. Continuó concentrada en Raven. Vamos. Dime qué quieres de mí. Haz tu jugada.
Monty finalmente se encogió de hombros y acabó por agacharse un momento tras la barra. Instantes después apareció con un par de botellas.
–¿Algo bueno? –preguntó Raven, dándose le vuelta.
–¿Tú qué crees? Incluso entre ladrones, Titus no es conocido exactamente por su refinamiento. Tengo calcetines que valen más que este vino.
Raven suspiró.
–Dame una copa de todas formas. –Entonces miró a Lexa–. ¿Quieres algo?
Lexa no respondió.
Raven sonrió.
–No te preocupes. Somos bastante menos peligrosos de lo que creen tus amigos.
–No creo que fueran sus amigos, Rav –dijo Monty desde detrás de la barra.
–Buena observación –respondió Raven–. De cualquier forma, niña, no tienes nada que temer de nosotros. Aparte del aliento de Monty.
Monty puso los ojos en blanco.
–O los chistes de Rav.
Lexa no dijo nada. Podía hacerse la débil como había hecho con Titus, pero el instinto le decía que con aquellas personas no le serviría esa táctica. Así que permaneció donde estaba, calibrando la situación. La calma volvió a apoderarse de ella. La animaba a estar tranquila, a confiar, a hacer simplemente lo que sugerían…
¡No! Se quedó dónde estaba.
Raven alzó una ceja.
–Eso no lo esperaba.
–¿Qué? –preguntó Monty mientras servía una copa de vino.
–Nada –respondió Raven, estudiando a Lexa.
–¿Quieres un trago o no, chica? –preguntó Monty.
Lexa no dijo nada. Toda su vida, desde que podía recordar, había tenido su Suerte. La hacía fuerte y le daba ventaja sobre otros ladrones. Probablemente por eso seguía viva todavía. Sin embargo, en todo ese tiempo nunca había sabido realmente qué era o por qué la usaba. La lógica y el instinto le decían ahora lo mismo: que necesitaba averiguar lo que sabía aquella mujer. Fueran cuales fuesen sus planes, y cómo intentara utilizarla, necesitaba soportarlo. Tenía que descubrir cómo era tan poderoso.
–Cerveza –dijo por fin.
–¿Cerveza? –preguntó Raven–. ¿Nada más?
Lexa asintió, observándolo con atención.
–Me gusta.
Raven se frotó la barbilla.
–Tendremos que trabajar en eso –dijo–. Ven, siéntate.
Vacilante, Lexa se acercó y se sentó frente a Raven a la pequeña mesita. Le dolían las heridas, pero no podía permitirse mostrar debilidad. La debilidad mataba. Tenía que fingir que ignoraba el dolor. Al menos, sentada, la cabeza se le despejó. Monty se reunió con ellos un momento después, le dio a Raven un vaso de vino y a Lexa su jarra de cerveza. Ella no bebió.
–¿Quién eres? –preguntó en voz baja.
Raven alzó una ceja.
–Eres directa, ¿eh?
Lexa no respondió.
Raven suspiró.
–Se acabó mi intrigante aire de misterio.
Monty soltó una risita.
Raven sonrió.
–Me llamo Raven. Soy lo que podrías llamar la jefa de una banda, pero dirijo una banda que no se parece a ninguna que hayas conocido. A los hombres como Titus y los suyos les gusta considerarse depredadores y se alimentan de la nobleza y las diversas organizaciones del Ministerio.
Lexa sacudió la cabeza.
–Depredadores no. Carroñeros.
Hubiese cabido suponer que, tan cerca del Lord Legislador, las bandas de ladrones no podían existir. Sin embargo, Lincoln le había enseñado que era todo lo contrario: la nobleza rica y poderosa se congregaba en torno al Lord Legislador. Y, donde había poder y riqueza, también había corrupción, sobre todo desde que el Lord Legislador tendía a controlar a sus nobles mucho menos que a los skaa. Tenía que ver, al parecer, con su aprecio por sus antepasados. En cualquier caso, las bandas de ladrones como la de Titus eran las ratas que se alimentaban de la corrupción de la ciudad. Y, como a las ratas, era imposible exterminarlas por completo, sobre todo en una ciudad con la población de Luthadel.
–Carroñeros –dijo Raven, sonriendo; al parecer, le gustaba la corrección–. Es una descripción adecuada, Lexa. Bien, Monty y yo somos carroñeros también…, sólo que somos carroñeros de más calidad. Estamos mejor criados, como si dijéramos… O tal vez sólo somos más ambiciosos.
Ella frunció el ceño.
–¿Sois nobles?
–Cielos, no –dijo Monty.
–Al menos, no de sangre pura –dijo Raven.
–Se supone que los mestizos no existen –dijo Lexa con cuidado–. El Ministerio los caza.
Raven alzó una ceja.
–¿Mestizos como tú?
Lexa sintió un arrebato de sorpresa. ¿Cómo…?
–Ni siquiera el Ministerio de Acero es infalible, Lexa –dijo Raven–. Si pueden pasarte a ti por alto, pueden pasar por alto a otros.
Lexa reflexionó.
–Milev. Os llamó brumosos. Eso es un tipo de alomántico, ¿no?
Monty miró a Raven.
–Es observadora –dijo con un gesto apreciativo.
–Sí que lo es –reconoció Raven–. El hombre nos llamó brumosos, Lexa…, aunque un tanto apresuradamente puesto que ni Monty ni yo somos técnicamente brumosos. Sin embargo, nos parecemos bastante a ellos.
Lexa guardó silencio un momento, sintiendo el escrutinio de los dos. Alomancia. El poder místico concedido a la nobleza por el Lord Legislador un millar de años antes como recompensa por su lealtad. Era una doctrina básica del Ministerio: incluso una skaa como Lexa lo sabía. La nobleza gozaba de la alomancia y de privilegios gracias a sus antepasados; los skaa eran castigados por el mismo motivo. La verdad, sin embargo, era que no sabía en realidad lo que era la alomancia. Tenía algo que ver con combatir, había supuesto siempre. Se decía que los «brumosos», como los llamaban, eran lo bastante peligrosos para matar a una banda entera de ladrones. No obstante, los skaa que conocía hablaban del poder en susurros inciertos. Hasta aquel momento nunca se había parado a considerar la posibilidad de que pudiera ser simplemente lo mismo que su Suerte.
–Dime, Lexa –preguntó Raven, inclinándose interesado hacia delante–. ¿Te das cuenta de lo que le hiciste a ese obligador en el Cantón de las Finanzas?
–Usé mi Suerte –respondió Lexa en voz baja–. La uso para que la gente se sienta menos enfadada.
–O menos recelosa –dijo Raven–. Más fácil de timar.
Lexa asintió.
Raven alzó un dedo.
–Hay un montón de cosas que vas a tener que aprender. Técnicas, reglas y ejercicios. Una lección, sin embargo, no puede esperar. Nunca uses la alomancia emocional con un obligador. Todos están entrenados para reconocer cuándo están manipulando sus pasiones. Incluso los altos nobles tienen prohibido empujar o tirar de las emociones de un obligador. Tú eres la causa de que ese obligador mandara llamar a un inquisidor.
–Reza para que la criatura nunca vuelva a encontrar tu rastro, muchacha –dijo Monty tranquilamente, mientras bebía su vino.
Lexa palideció.
–¿No has matado al inquisidor?
Raven negó con la cabeza.
–Sólo lo he distraído un poco… Cosa bastante peligrosa, debo añadir. No te preocupes, muchos de los rumores que hay sobre ellos no son ciertos. Ahora que te ha perdido la pista, no podrá volver a encontrarte.
–Lo más probable –dijo Monty.
Lexa miró con aprensión al hombre más bajo de los dos.
–Lo más probable –reconoció Raven–. Hay un montón de cosas que no sabemos de los inquisidores. No parecen seguir las reglas normales. Esos clavos que les atraviesan los ojos, por ejemplo, deberían matarlos. Nada de lo que yo he aprendido de alomancia me ha proporcionado jamás una explicación a cómo siguen viviendo esas criaturas. Si fuera sólo un buscador brumoso que te siguiera la pista, no tendríamos que preocuparnos. Un inquisidor… Bueno, querrás mantener los ojos abiertos. Naturalmente, ya pareces bastante buena en eso.
Lexa se sintió incómoda. Al cabo de un rato, Raven indicó su jarra de cerveza.
–No estás bebiendo.
–Podríais haberle echado algo –dijo Lexa.
–Oh, no hay ninguna necesidad de que te eche nada en la bebida –dijo Raven con una sonrisa, sacando un objeto del bolsillo de su casaca–. Después de todo, vas a beber de este vial de líquido misterioso voluntariamente.
Colocó el frasquito sobre la mesa. Lexa frunció el ceño, observando el líquido que contenía. Había un oscuro poso en el fondo.
–¿Qué es?
–Si te lo dijera, no sería misterioso –contestó Raven con una sonrisa.
Monty puso los ojos en blanco.
–El frasquito está lleno de una solución de alcohol y algunos copos de metal, Lexa.
–¿De metal? –preguntó ella, frunciendo el ceño.
–Dos de los ocho metales alománticos básicos –dijo Raven–. Tenemos que hacer algunas pruebas.
Lexa miró el frasquito.
Raven se encogió de hombros.
–Tendrás que beberlo si quieres saber algo más sobre esa Suerte tuya.
–Bebe tú la mitad primero –dijo Lexa.
Raven alzó una ceja.
–Un poquito paranoica, por lo que veo.
Lexa no respondió.
Finalmente, él suspiró y le quitó el tapón al frasco.
–Agítalo antes –dijo Lexa–. Para que tomes algo del sedimento.
Raven miró al techo, pero hizo lo que le pedía, sacudió el frasquito y se bebió la mitad de su contenido. Lo depositó sobre la mesa con un golpecito.
Lexa frunció el ceño. Entonces miró a Raven, que sonreía. Sabía que la tenía. Le había mostrado su poder, la había tentado con él. El único motivo de someterse a quien tiene el poder es aprender para tomar algún día lo que tiene. Palabras de Lincoln.
Lexa tendió la mano, tomó el frasquito y apuró su contenido. Se sentó, esperando alguna transformación mágica o un arrebato de poder… o incluso signos de envenenamiento. No sintió nada.
Qué… decepcionante. Frunció el ceño y se repantigó en el asiento. Por curiosidad, probó su Suerte.
Y abrió unos ojos como platos, sorprendida.
Estaba allí, como un enorme almacén dorado. Una acumulación de poder tan increíble que ponía a prueba su capacidad de comprensión. Siempre había sentido la necesidad de ser ahorrativa con su Suerte, de mantenerla en reserva, de consumir las migajas con cuidado. Ahora se sentía como una mujer hambrienta invitada al festín de un alto noble. Permaneció allí sentada, aturdida, observando la enorme riqueza de su interior.
–Bien –la instó Raven–. Pruébalo. Tranquilízame.
Lexa lo intentó, tocando su recién hallada masa de Suerte. Tomó un poquito y lo dirigió a Raven.
–Bien. –Raven se inclinó hacia delante, ansiosa–. Pero ya sabíamos que podías hacer eso. Ahora la auténtica prueba, Lexa. ¿Puedes hacer lo contrario? Puedes aplacar mis emociones, pero ¿puedes inflamarlas también?
Lexa frunció el ceño. Nunca había usado su Suerte de esa forma; ni siquiera se había dado cuenta de que pudiera hacerlo. ¿Por qué estaba ella tan ansiosa? Con recelo, Lexa recurrió a su fuente de Suerte. Al hacerlo, advirtió algo interesante. Lo que al principio había interpretado como una enorme fuente de poder eran en realidad dos fuentes diferentes. Había tipos distintos de Suerte. Ocho. Él ha dicho que son ocho. Pero… ¿qué hacen las otras? Raven seguía esperando. Lexa recurrió a la segunda fuente desconocida de Suerte, hizo lo que había hecho antes y la dirigió hacia ella. La sonrisa de Raven creció y se echó hacia atrás en su asiento y miró a Monty.
–Eso es. Lo ha hecho.
Monty sacudió la cabeza.
–Para ser sinceros, Rav, no estoy seguro de qué pensar. Tener a uno de vosotros cerca ya es bastante inquietante. Pero dos…
Lexa los miró con ojos entornados y dubitativos.
–¿Dos qué?
–Incluso entre los nobles, Lexa, la alomancia es moderadamente rara –dijo Raven–. Cierto, es una habilidad hereditaria, con la mayoría de sus linajes de poder reducidos a la alta nobleza. Sin embargo, la casta por sí sola no garantiza fuerza alomántica.
»Muchos altos nobles sólo tienen acceso a una única habilidad alomántica. La gente así, la que sólo puede emplear la alomancia en uno de sus ocho aspectos básicos, se llama brumosa. A veces estas habilidades las tiene un skaa…, pero sólo si ese skaa tiene sangre noble de sus antepasados cercanos. Normalmente se puede encontrar a un brumoso entre… Oh, uno entre diez mil skaa mestizos. Cuanto mejores y más cercanos y más nobles sean los antepasados, más probable es que el skaa sea un brumoso.
–¿Quiénes fueron tus padres, Lexa? –preguntó Monty–. ¿Los recuerdas?
–Me crió mi hermanastro, Lincoln –dijo Lexa en voz baja, incómoda. Había cosas de las que no hablaba con nadie.
–¿Te habló de tus padres?
–De vez en cuando –admitió Lexa–. Lincoln decía que nuestra madre era una puta. No por decisión propia, pero en los bajos fondos… –Guardó silencio. Su madre había intentado matarla, una vez, cuando era muy joven. Recordaba vagamente el hecho. Lincoln la había salvado.
–¿Y tu padre, Lexa? –preguntó Monty.
Lexa alzó la cabeza.
–Es un alto prelado del Ministerio de Acero.
Raven dejó escapar un silbidito.
–Vaya, ésa sí que es una falta levemente irónica al cumplimiento del deber.
Lexa se quedó mirando la mesa. Finalmente, tendió la mano y dio un buen trago a su jarra de cerveza.
Raven sonrió.
–La mayoría de los obligadores de rango del Ministerio son altos nobles. Tu padre te dio un raro don en esa sangre tuya.
–Entonces… ¿soy una de esas brumosas que has mencionado?
Raven negó con la cabeza.
–La verdad es que no. Verás, esto es lo que te hace tan interesante para nosotros, Lexa. Los brumosos sólo tienen una habilidad alomántica. Tú acabas de demostrar que tienes dos. Y, si tienes al menos dos de las ocho, entonces también tienes acceso al resto. Así es como funciona: si eres alomántico, o tienes una habilidad o las tienes todas.
Raven se inclinó hacia delante.
–Tú, Lexa, eres lo que generalmente se llama una nacida de la bruma. Incluso entre la nobleza, eres increíblemente rara. Entre los skaa… Bueno, digamos que sólo he conocido a otro skaa nacido de la bruma en toda mi vida.
De algún modo, la habitación pareció más silenciosa. Más tranquila. Lexa miró la jarra con ojos distraídos e incómodos. Nacida de la bruma. Había oído las historias, por supuesto. Las leyendas.
Raven y Monty permanecieron sentados en silencio, dejándola pensar. Al cabo de un rato, ella habló.
–Entonces… ¿qué significa esto?
Raven sonrió.
–Significa que tú, Lexa, eres una persona muy especial. Tienes un poder que la mayoría de los altos nobles envidian. Es un poder que, si hubieras nacido siendo aristócrata, te habría convertido en una de las personas más letales e influyentes del Imperio Final. – Raven volvió a inclinarse hacia delante–. Pero no naciste siendo aristócrata. No eres noble, Lexa. No tienes que jugar según sus reglas… y eso te hace aún más poderosa.
