Parece que Sheidheda representa a una facción creciente en la cultura de Terris. Gran número de jóvenes piensa que sus inusitados poderes deberían ser usados para algo más que trabajar en el campo, engendrar hijos y tallar piedras. Son rudos, incluso violentos, muy distintos a los tranquilos y razonables filósofos y hombres santos de Terris que he conocido.
Tendrán que ser vigilados con cuidado, estos terrisanos.
Podrían ser muy peligrosos, si se les da ocasión y motivo.
Capítulo 11
Raven se detuvo en la puerta, tapándole la vista a Lexa. Ella intentó ponerse de puntillas para ver la guarida, pero había demasiada gente en medio. Sólo vio que la puerta colgaba torcida, astillada, arrancada del gozne superior.
Raven permaneció quieto un instante. Por fin se volvió a mirarlos a ella y a Monty.
–Bellamy tiene razón, Lexa. Tal vez no quieras ver esto.
Lexa se quedó donde estaba, mirándolo con decisión. Finalmente, Raven suspiró y entró en la sala. Monty la siguió y Lexa vio entonces qué habían estado tapándole.
El suelo estaba sembrado de cadáveres cuyos miembros torcidos asomaban entre sombras acechantes a la luz de la solitaria linterna de Monty. Todavía no estaban putrefactos (el ataque había sido esa misma mañana), pero había un leve olor a muerte en la sala. El hedor de la sangre secándose lentamente, el hedor de la miseria y el terror.
Lexa se quedó en la puerta. Había visto la muerte: la había visto a menudo, en las calles. Apuñalamientos en los callejones. Palizas en los cubiles. Niños muertos de hambre. Una vez había visto cómo un lord molesto le rompía de un revés el cuello a una anciana. El cuerpo permaneció tirado en la calle durante tres días antes de que una cuadrilla de skaa lo retirara por fin.
Sin embargo, ninguno de aquellos incidentes tenía el mismo aire de carnicería intencionada que veía en la guarida de Titus. Esos hombres no habían sido asesinados simplemente: habían sido destrozados. Los miembros estaban separados de los torsos. Sillas rotas y mesas empalaban los pechos. Sólo había unas pocas zonas del suelo que no estuvieran cubiertas de sangre oscura y pegajosa.
Raven la miró, esperando algún tipo de reacción. Ella siguió contemplando los muertos, sintiéndose… aturdida. ¿Cuál sería su reacción? Aquéllos eran los hombres que la habían maltratado, golpeado, que le habían robado. Y, sin embargo, eran también los hombres que la habían acogido, la habían aceptado, le habían dado de comer cuando podrían simplemente haberla entregado a los proxenetas.
Lincoln probablemente la hubiese reprendido por la traicionera tristeza que sintió al ver aquello. Naturalmente, él siempre se enfadaba con ella cuando, de niña, lloraba al abandonar una ciudad u otra porque no quería dejar a la gente a quien se había acostumbrado, no importaba lo cruel o indiferente que fuera. Al parecer, no había superado esa debilidad. Entró en la habitación sin derramar ni una sola lágrima por esos hombres y, al mismo tiempo, deseando que no hubieran tenido ese final.
Además, la masacre en sí era perturbadora. Trató de obligarse a mantener una expresión impasible delante de los demás, pero tuvo que apretar los dientes en ocasiones y apartar la mirada de los cadáveres destrozados. Los autores del ataque habían sido… concienzudos.
Resulta exagerado, incluso para el Ministerio, pensó. ¿Qué clase de persona haría algo así?
–Inquisidores –dijo Monty en voz baja, arrodillándose junto a un cadáver.
Raven asintió. Tras Lexa, Gaia entró en la sala, cuidando de no mancharse la túnica de sangre. Lexa se volvió hacia la terrisana, dejando que su acción la distrajera de un cadáver particularmente horrible. Raven era una nacida de la bruma y Monty se suponía que era un guerrero capaz. Bellamy y sus hombres estaban asegurando la zona. Sin embargo, otros (Harper, Jasper y Gustus) se habían quedado atrás. Raven incluso se había opuesto al deseo de Lexa de ir allí. Sin embargo, había dejado que Gaia los acompañara sin vacilación aparente. La decisión, sutil como era, hizo que Lexa mirara a la mayordomo con nueva curiosidad. ¿Por qué era demasiado peligrosa para los brumosos pero seguro para una mayordomo terrisana? ¿Era Gaia una guerrera? ¿Cómo había aprendido a luchar? Se suponía que los terrisanos eran criados desde el nacimiento por formadores muy cuidadosos.
El suave paso de Gaia y su rostro tranquilo le ofrecieron pocas dudas. Sin embargo, no parecía escandalizada por la masacre.
Interesante, pensó Lexa, abriéndose paso entre los muebles rotos, cuidando de no pisar los charcos de sangre, para llegar al lado de Raven. Ella se agachó junto a un par de cadáveres. Uno, advirtió Lexa en un momento de aturdimiento, era Ulef. El rostro del muchacho estaba desencajado y la parte delantera de su pecho era una masa de huesos rotos y carne desgarrada: como si alguien le hubiera arrancado la caja torácica con las manos. Lexa se estremeció y apartó la mirada.
–Hay algo que no encaja –dijo Raven en voz baja–. Los inquisidores de acero no suelen molestarse con simples bandas de ladrones. Lo normal habría sido que los obligadores hubiesen venido con los soldados y apresado a todo el mundo, y que luego los hubiesen utilizado para dar un buen escarmiento un día de ejecución. Un inquisidor sólo se implicaría si tuviera un interés especial en la banda.
–¿Crees…? – dijo Lexa–. ¿Crees que podría ser el mismo de antes?
Raven asintió.
–Sólo hay unos veinte inquisidores de acero en todo el Imperio Final y la mitad están siempre fuera de Luthadel. Me parece demasiada coincidencia que llamaras la atención de uno, escaparas y luego atacaran tu antigua guarida.
Lexa se obligó a mirar el cadáver de Ulef y a enfrentarse a su pena. Él la había traicionado al final, pero durante una época casi fue un amigo.
–¿Entonces el inquisidor sigue todavía mi rastro?
Raven asintió y se puso en pie.
–Entonces es culpa mía –dijo Lexa–. Ulef y los demás…
–Fue culpa de Titus –respondió Raven con firmeza–. Él es quien intentó engañar a un inquisidor. – Hizo una pausa y luego la miró–. ¿Estarás bien?
Lexa dejó de mirar el cadáver destrozado de Ulef, tratando de parecer fuerte. Se encogió de hombros.
–Ninguno era amigo mío.
–Eso es un poco frío, Lexa.
–Lo sé –asintió ella.
Raven la observó un instante y luego cruzó la habitación para hablar con Monty.
Lexa volvió a mirar las heridas de Ulef. Parecían obra de un animal enloquecido, no de un hombre.
El inquisidor debe de haber tenido ayuda, se dijo. Es imposible que una sola persona, aunque sea un inquisidor, haya hecho esto. Había un puñado de cadáveresamontonados junto a la salida de emergencia, pero un rápido recuento le indicó que lamayoría de la banda, si no toda entera, había sido eliminada. Un hombre no podíahaberse encargado de todos ellos con suficiente rapidez… ¿O sí?
Hay un montón de cosas que no sabemos de los inquisidores, le había dicho Raven. No siguen las reglas normales.
Lexa volvió a estremecerse.
Sonaron pasos en las escaleras y Lexa se envaró, preparándose para echar a correr.
La figura familiar de Bellamy apareció en la escalera.
–La zona es segura –dijo, alzando una segunda linterna–. No hay rastro de obligadores ni de hombres de la Guarnición.
–Es su estilo –dijo Raven–. Quieren que la masacre sea descubierta… Han dejado los muertos como mensaje.
La habitación quedó en silencio a excepción de los murmullos de Gaia, que estaba de pie al fondo. Lexa se le acercó y escuchó la rítmica cadencia de su voz. Al cabo de un rato, dejó de hablar, inclinó la cabeza y cerró los ojos.
–¿Qué era eso? – preguntó Lexa cuando volvió a alzar la cabeza.
–Una oración. Un canto fúnebre de los cazzi. Pretende despertar a los espíritus de los muertos y liberarlos de su carne para que puedan regresar a la montaña de las almas. – Gaia la miró–. Puedo enseñarte esa religión, si lo deseas, señora. Los cazzi fueron un pueblo interesante…, muy familiarizado con la muerte.
Lexa negó con la cabeza.
–Ahora mismo no. Has dicho su oración… ¿Es ésta la religión en la que crees, entonces?
–Creo en todas.
Lexa frunció el ceño.
–¿Ninguna se contradice con las demás?
Gaia sonrió.
–Oh, lo hacen a menudo. Pero yo respeto las verdades que esconden todas… y creo en la necesidad de que cada una de ellas sea recordada.
–Entonces ¿cómo has decidido la oración de qué religión usar?
–Me ha parecido… apropiada –dijo Gaia tranquilamente, contemplando la escena de muerte.
–Rav –llamó Monty desde el fondo de la habitación–. Ven a mirar esto.
Raven se reunió con él y lo mismo hizo Lexa. Monty estaba de pie junto al largo pasillo que servía de dormitorio a la banda. Lexa asomó la cabeza, esperando encontrar una escena similar a la de la sala. En cambio, había sólo un cadáver atado a una silla.
A la débil luz apenas pudo distinguir que le habían sacado los ojos.
Raven permaneció en silencio un momento.
–Es el hombre que puse al mando.
–Milev –asintió Lexa–. ¿Qué pasa con él?
–Lo han matado lentamente –dijo Raven–. Mira la cantidad de sangre en el suelo, la forma en que sus extremidades están retorcidas. Tuvo tiempo de gritar y debatirse.
–Tortura –certificó Monty.
Lexa sintió un escalofrío. Miró a Raven.
–¿Debemos cambiar de base? – preguntó Bellamy.
Raven negó lentamente con la cabeza.
–Cuando Gustus vino a esta guarida llevaría disfraz al entrar y al salir, ocultando su cojera. Es su trabajo como ahumador asegurarse de que no se le pueda encontrar simplemente preguntando en la esquina. Ninguno de los miembros de esta banda podría habernos traicionado… deberíamos estar a salvo todavía.
Nadie dijo lo que era obvio: El inquisidor no debería haber podido encontrar esa guarida tampoco.
Raven volvió a la habitación principal, llevó a Monty aparte y le habló en voz baja. Lexa se acercó, tratando de oír lo que decían, pero Gaia le colocó una mano en el hombro.
–Dama Lexa –desaprobó–, si maese Raven quisiera que oyéramos lo que está diciendo, ¿no hablaría en voz alta?
Lexa dirigió a la terrisana una mirada de furia. Luego buscó en su interior y quemó estaño.
El súbito hedor de la sangre casi la ahogó. Pudo oír la respiración de Gaia. La habitación ya no estaba oscura; de hecho, la intensa luz de las dos linternas le lastimó los ojos. Fue consciente del aire rancio y estancado.
Y pudo oír, claramente, la voz de Monty.
–… fui a comprobarlo un par de veces, como pediste. Lo encontrarás tres calles al oeste de la Encrucijada Cuatropozos.
Raven asintió.
–Bellamy –dijo en voz alta.
Lexa dio un respingo. Gaia la miró con severidad.
Sabe algo de alomancia, pensó Lexa, leyendo la expresión de la mujer. Ha deducido lo que estaba haciendo.
–¿Sí, Rav? – preguntó Bellamy, asomándose desde la habitación del fondo.
–Lleva a los demás de vuelta al taller. Y tened cuidado.
–Por supuesto –prometió Bellamy.
Lexa miró a Raven, luego permitió a regañadientes que Gaia y Monty se la llevaran de la guarida.
Tendría que haber tomado el carruaje, pensó Raven, frustrada por su lento ritmo. Los otros podrían haber vuelto caminando de la guarida de Titus.
Ansiaba quemar acero y ponerse a saltar hacia su destino. Por desgracia, era muy difícil no llamar la atención cuando volabas sobre la ciudad a plena luz del día.
Raven se ajustó el sombrero y continuó caminando. Un noble a pie no era extraño, sobre todo en el distrito comercial, donde los skaa más afortunados y los nobles con menos fortuna se mezclaban en las calles…, aunque cada grupo hacía lo posible por ignorar al otro.
Paciencia. La velocidad no importa. Si saben de su existencia, ya está muerto.
Raven entró en una gran plaza. Había cuatro pozos en sus esquinas y una enorme fuente de cobre (su superficie verde resquebrajada y ennegrecida por el hollín) dominaba el centro de la plaza. La estatua representaba al Lord Legislador, de pie, dramáticamente ataviado con capa y armadura, y una figura enorme de la Profundidad muerta en el agua a sus pies.
Raven dejó atrás la fuente de aguas sucias por la reciente lluvia de ceniza. A los lados de la calle suplicaban mendigos skaa y sus penosas voces marcaban un fino equilibrio entre lo audible y lo molesto. El Lord Legislador apenas los toleraba; sólo los skaa severamente desfigurados podían dedicarse a mendigar. Su penosa vida, sin embargo, no era algo que envidiaran ni siquiera los skaa de las plantaciones.
Raven les arrojó unas pocas monedas, sin preocuparle que eso le hiciera destacar, y continuó caminando. Cuando rebasó esas calles, encontró un cruce mucho más pequeño. También estaba lleno de mendigos, pero no había ninguna bella fuente en el centro de la intersección ni en las esquinas pozos para atraer el tráfico.
Allí los mendigos eran aún más patéticos: lamentables individuos demasiado maltrechos para luchar por un sitio en una plaza importante. Niños desnutridos y adultos envejecidos llamaban con voces llenas de aprensión; hombres sin uno o dos miembros yacían acurrucados en las esquinas, sus cuerpos manchados de hollín casi invisibles en las sombras.
Raven echó mano por instinto a su monedero. Sigue adelante, se dijo. No puedes salvarlos a todos, no con monedas. Ya habrá tiempo para ellos cuando el Imperio Final haya desaparecido.
Ignorando los penosos gritos, que se hicieron más fuertes cuando los mendigos se dieron cuenta de que los estaba mirando, Raven estudió sus rostros. Sólo había visto a Titus brevemente, pero pensaba que sería capaz de reconocerlo. Sin embargo, ninguno de los rostros parecía el suyo y ningún mendigo era grueso como Titus que, a pesar de las semanas de hambre, aún tendría que estar gordo.
No está aquí, pensó Raven con insatisfacción. La orden que le había dado a Milev, el nuevo jefe de la banda, de convertir a Titus en mendigo, había sido ejecutada. Monty lo había comprobado.
La ausencia de Titus de la plaza podía significar simplemente que había conseguido un sitio mejor. También podía significar que el Ministerio lo había encontrado. Raven se detuvo un instante, escuchando los tristes gemidos de los mendigos. Unos cuantos copos de ceniza empezaron a caer del cielo.
Algo iba mal. No había mendigos en la esquina norte de la intersección. Raven quemó estaño y olió sangre en el aire.
Se quitó los zapatos y se soltó el cinturón. A continuación, soltó el cierre de su capa y la hermosa prenda cayó al suelo. Una vez hecho eso, el único metal que quedó sobre su cuerpo fue su bolsa de monedas. Tomó unas cuantas y avanzó con cuidado, dejando su ropa a los mendigos.
El olor de la muerte se intensificó pero no oyó más que la carrera de los mendigos tras ella. Se dirigió a la calle norte y advirtió de inmediato un estrecho callejón a su izquierda. Tras tomar aire, avivó peltre y se metió en él.
El fino y oscuro callejón estaba cubierto de basura y ceniza. Nadie le esperaba…
Al menos, nadie vivo.
Titus, bandido convertido en mendigo, colgaba de una cuerda atada en lo alto.
Su cuerpo giraba lentamente con la brisa y la ceniza caía a su alrededor. No lo habían colgado de la manera convencional: la cuerda estaba atada a un gancho y éste hundido en su garganta. El extremo ensangrentado del gancho le salía por debajo de la barbilla. Colgaba con la cabeza echada hacia atrás, con la cuerda saliéndole por la boca. Tenía las manos atadas y su cuerpo aún grueso mostraba signos de tortura.
Mala cosa.
Un pie rozó el empedrado tras él y Raven se giró, avivando acero y desparramando un puñado de monedas.
Con un gritito, una figura pequeña se echó al suelo deflectando las monedas mientras quemaba acero.
–¿Lexa? – dijo Raven.
Maldijo, tendió la mano y la atrajo hacia el callejón. Se asomó y vio que los mendigos alzaban la cabeza al oír las monedas caer el suelo.
–¿Qué estás haciendo aquí? – exigió saber, dándose la vuelta. Lexa llevaba el mismo mono marrón y la camisa gris de antes, aunque al menos había tenido el buen sentido de echarse encima una capa corriente con la capucha puesta.
–Quería ver lo que hacías –dijo ella, retrocediendo levemente ante su furia.
–¡Esto podría haber sido peligroso! ¿En qué estabas pensando?
Lexa retrocedió un poco más.
Raven se calmó. No puedes echarle la culpa por ser curiosa, pensó mientras unos cuantos mendigos más valientes se colaban en el callejón en busca de las monedas. Es sólo…
Raven se detuvo. Era tan sutil que casi se le pasó. Lexa estaba aplacando sus emociones.
La miró. La chica estaba tratando de hacerse invisible contra la esquina. Parecía muy tímida. Sin embargo, captó un oculto brillo de determinación en sus ojos. Había convertido en un arte la capacidad de parecer inofensiva.
¡Qué sutil!, pensó Raven. ¿Cómo ha llegado a ser tan buena así de rápido?
–No tienes que usar la alomancia, Lexa –dijo en voz baja–. No voy a hacerte daño. Lo sabes.
Ella se ruborizó.
–No lo pretendía… Ha sido por costumbre.
–No pasa nada –dijo Raven, colocando una mano en su hombro–. Pero recuerda: no importa lo que diga Harper, no está bien controlar las emociones de tus amigos. Además, los nobles consideran un insulto usar la alomancia en ambientes formales.
Esos reflejos te meterán en un lío si no aprendes a controlarlos.
Ella asintió y se puso en pie para estudiar a Titus. Raven esperaba que se diera la vuelta, asqueada, pero se quedó allí de pie con una expresión de sombría satisfacción en el rostro.
No, no es nada débil, pensó Raven. No importa lo que te haya hecho creer.
–¿Lo han torturado aquí? ¿Al aire libre?
Raven asintió, imaginando los gritos reverberar hasta los incómodos mendigos.
Al Ministerio le gustaba que sus castigos no pasaran en absoluto desapercibidos.
–¿Por qué el gancho?
–Es una muerte ritual reservada para los pecadores más terribles: gente que hace mal uso de la alomancia.
Lexa frunció el ceño.
–¿Titus era alomántico?
Raven negó con la cabeza.
–Debió de admitir algo horrible durante su tortura. – Raven miró a Lexa–. Debía de saber que tú lo eras, Lexa. Te utilizó intencionadamente.
Ella palideció un poco.
–Entonces… ¿el Ministerio sabe que soy una nacida de la bruma?
–Tal vez. Depende de si Titus lo sabía o no. Puede que haya supuesto que eras una brumosa.
Ella guardó silencio un instante.
–¿Qué implica esto para mi parte en el trabajo, entonces?
–Continuaremos según lo planeado –dijo Raven–. Sólo un par de obligadores te vieron en el edificio del Cantón y haría falta alguien muy especial para relacionar a la criada skaa con la noble bien vestida.
–¿Y el inquisidor? – preguntó Lexa en voz baja.
Para eso, Raven no tenía respuesta.
–Vamos –dijo finalmente–. Ya hemos llamado demasiado la atención.
