A veces me pregunto si me estoy volviendo loco.

Tal vez sea debido a la presión de saber que de algún modo debo soportar la carga de todo un mundo. Tal vez sea por las muertes que he visto, los amigos que he perdido. Los amigos que me he visto obligado a matar.

Sea como sea, a veces veo sombras siguiéndome. Oscuras criaturas que no comprendo, ni deseo comprender. ¿Serán acaso fruto de mi mente agotada?

Capítulo 14

Empezó a llover justo después de que localizaran la bolsa con las monedas. No era una lluvia fuerte, pero pareció despejar un poco la bruma. Lexa se estremeció, se puso la capucha y se agazapó junto a Raven en un tejado. Ella no le prestaba mucha atención al clima, ni tampoco ella. Un poco de humedad no iría mal; de hecho, probablemente ayudara, ya que la llovizna apagaría los sonidos de sus acciones.

Kredik Shaw se alzaba ante ellos. Las torres picudas y los pabellones se erguían como oscuros espolones en la noche. Variaban enormemente en grosor: algunos eran lo bastante anchos para alojar escaleras y grandes habitaciones, pero otros eran simplemente finas varas de acero que apuntaban al cielo. La variedad daba a la masa una simetría retorcida y desviada, casi desequilibrada.

Las torres y pabellones tenían un aspecto impresionante en medio de la noche húmeda y brumosa, parecidos a huesos manchados de ceniza de un cadáver putrefacto. Al mirarlos, a Lexa le pareció que sentía algo…, una especie de depresión, como si simplemente estar cerca del edificio fuera suficiente para sorber su esperanza.

–Nuestro objetivo es un complejo de túneles situado en la base de una de las torres de la derecha –informó Raven, su voz apenas audible en el tranquilo rumor de la lluvia–. Nos dirigiremos a una sala del centro de ese complejo.

–¿Qué hay dentro?

–No lo sé. Eso es lo que vamos a averiguar. Una vez cada tres días (y hoy no es uno de ellos), el Lord Legislador visita la cámara. Se queda unas tres horas y luego se marcha. Traté de entrar una vez. Hace tres años.

–El trabajo –susurró Lexa–. El que…

–Logró que me capturara –asintió Raven–. Sí. En esa época pensábamos que el Lord Legislador acumulaba riquezas en esa sala. Ahora no creo que sea verdad, pero sigo sintiendo curiosidad. La manera en que la visita es tan regular, tan… extraña. Hay algo en esa sala, Lexa. Algo importante. Tal vez contenga el secreto de su poder y su inmortalidad.

–¿Por qué tenemos que preocuparnos por eso? – preguntó Lexa–. Tienes el Undécimo elemento para derrotarlo, ¿no?

Raven frunció levemente el ceño. Lexa esperó una respuesta, pero ella no le dio ninguna.

–Fracasé la última vez que intenté entrar, Lexa –dijo en cambio–. Nos acercamos, pero llegamos con demasiada facilidad. Cuando llegamos, había inquisidores ante la sala. Esperándonos.

–¿Alguien los avisó de vuestra llegada?

Raven asintió.

–Planeamos durante meses ese trabajo. Nos sentíamos muy confiados, pero teníamos buenos motivos. Octavia y yo éramos los mejores… el trabajo tendría que haber sido perfecto. – Raven hizo una pausa, luego se volvió hacia Lexa–. Esta noche no he planeado nada. Vamos a entrar sin más… silenciaremos a quien intente detenernos y luego irrumpiremos en esa sala.

Lexa no dijo nada, sintiendo el frío del agua de la lluvia en sus manos y brazos.

Luego asintió.

Raven le dedicó una leve sonrisa.

–¿No hay objeciones?

Lexa negó con la cabeza.

–Te he obligado a traerme. No estaría bien que ahora pusiera pegas.

Raven se echó a reír.

–Supongo que he estado frecuentando demasiado tiempo a Harper. No me siento bien a menos que alguien me diga que estoy loca.

Lexa se encogió de hombros. Sin embargo, mientras se movían por el tejado, la sintió de nuevo: la sensación de depresión que procedía de Kredik Shaw.

–Hay algo, Raven –dijo–. El palacio parece… raro, de algún modo.

–Es el Lord Legislador –dijo Raven–. Como si fuera un aplacador increíblemente poderoso, suaviza las emociones de todos los que se le acercan. Enciende tu cobre: eso te hará inmune.

Lexa asintió y quemó cobre. Inmediatamente la sensación desapareció.

–¿Bien? – preguntó Raven.

Ella volvió a asentir.

–Muy bien, pues –dijo ella, dándole un puñado de monedas–. Permanece cerca de mí y mantén tu atium a mano… por si acaso.

Dicho esto se lanzó desde lo alto del tejado. Lexa la siguió, los flecos de su capa esparciendo agua de lluvia. Quemó peltre mientras caía y golpeó el suelo con sus piernas reforzadas por la alomancia.

Raven echó a correr y ella la siguió. Su velocidad por el empedrado húmedo hubiese sido peligrosa sin sus músculos impulsados por el peltre que reaccionaban con precisión, fuerza y equilibrio. Corrió en medio de la noche húmeda y brumosa, quemando estaño y cobre: uno para ver, el otro para esconderse.

Raven rodeó el complejo del palacio. Curiosamente, no tenía muralla exterior.

Pues claro que no. ¿Quién se atrevería a atacar al Lord Legislador?

Un espacio llano, empedrado, era todo lo que rodeaba la Colina de las Mil Torres. Ningún árbol, planta o estructura de madera para distraer la mirada de la perturbadora y asimétrica colección de alas, torres y pabellones que era Kredik Shaw.

–Allá vamos –susurró Raven, pero su voz llegó a los oídos amplificados por el estaño de Lexa. Se volvió, corriendo directamente hacia una sección cuadrada del palacio, parecida a un búnquer. Mientras se acercaban, Lexa vio a una pareja de guardias junto a una especie de verja.

Raven saltó sobre ambos en un destello, abatiendo a uno con un golpe de cuchillo. El segundo hombre trató de gritar, pero Raven saltó y lo golpeó en el pecho con ambos pies. Lanzado hacia un lado por la patada inhumanamente fuerte, el guardia chocó contra la pared y se desplomó al suelo. Raven se incorporó un segundo más tarde, cargó su peso contra la puerta y la abrió.

Una débil luz indicaba el camino de un pasillo de piedra. Raven atravesó la puerta. Lexa redujo su estaño y la siguió a la carrera, el corazón martilleando. Nunca, en toda su vida como ladrona, había hecho algo parecido. Su vida había estado plagada de timos y hurtos, no de incursiones y asaltos. Mientras seguía a Raven por el pasillo (sus pies y capas dejaban un rastro mojado en el liso suelo de piedra), nerviosamente sacó una daga de cristal, agarrando el mango envuelto en correas de acero con la mano sudorosa.

Un hombre apareció en el pasillo ante ellos, saliendo de lo que parecía ser una especie de sala para la guardia. Raven saltó y lo golpeó en el estómago con el codo y luego lo hizo chocar contra la pared. Mientras el guardia se desplomaba, Raven entró en la habitación.

Lexa la siguió y se encontró en medio del caos. Raven tiró de un candelabro de metal del rincón hasta que llegó a su mano, luego empezó a girar con él, abatiendo a soldado tras soldado. Los guardias gritaron, se pusieron en movimiento y echaron mano a sus bastones. Una mesa con platos a medio comer fue empujada a un lado mientras intentaban abrir espacio.

Un soldado se volvió hacia Lexa y ella reaccionó sin pensar. Quemó acero y arrojó un puñado de monedas. Empujó y los proyectiles salieron disparados hacia delante, desgarrando la carne del guardia y haciéndolo caer.

Quemó hierro, tirando de las monedas hacia su mano. Se volvió con el puño ensangrentado, roció la habitación de metal y tumbó a tres soldados. Raven acabó con el último con su porra improvisada.

Acabo de matar a cuatro hombres, pensó Lexa, aturdida. En el pasado Lincoln siempre se había encargado de hacerlo.

Oyó un ruido detrás. Lexa se giró y vio otro grupo de soldados que entraba por una puerta situada frente a ella. A su lado, Raven soltó su candelabro y dio un paso. Las cuatro linternas de la habitación saltaron de pronto de sus monturas, corriendo directamente hacia ella. Se apartó para que chocaran entre sí.

La habitación quedó a oscuras. Lexa quemó estaño y sus ojos se adaptaron a la luz del pasillo. Los guardias, sin embargo, se detuvieron.

Raven se plantó entre ellos un segundo más tarde. Las dagas destellaron en la oscuridad. Los hombres gritaron. Luego todo fue silencio.

Lexa se encontraba rodeada de muerte, con las monedas ensangrentadas resbalando entre sus dedos aturdidos. Sin embargo, sujetaba con fuerza su daga… aunque sólo fuera para reafirmar su tembloroso brazo.

Raven le puso una mano en el hombro y ella dio un salto.

–Eran hombres malvados, Lexa –dijo–. Todos los skaa saben en el fondo de su corazón que el mayor de los crímenes es tomar las armas en defensa del Imperio Final.

Lexa asintió, aturdida. Se sentía… mal. Tal vez fuera por los muertos, pero ahora que estaba dentro del edificio, hubiese jurado que aún sentía el poder del Lord Legislador. Algo parecía empujar sus emociones deprimiéndola a pesar del cobre.

–Vamos. Tenemos poco tiempo. – Raven echó a correr de nuevo, saltando ágilmente por encima de los cadáveres, y Lexa la siguió.

La he obligado a traerme, pensó. Quería luchar, como ella. Voy a tener que acostumbrarme a esto.

Entraron en un segundo pasillo y Raven saltó, se agazapó y salió disparada. Lexa hizo lo mismo, saltando, buscando un anclaje más adelante y usándolo para impulsarse.

Los pasillos laterales pasaban veloces, el aire aullaba en sus oídos amplificados por el estaño. Delante aparecieron dos soldados. Raven golpeó a uno con los pies, luego dio una voltereta y clavó una daga en el cuello del otro. Ambos hombres cayeron.

No hay metal, pensó Lexa, cayendo al suelo. Ninguno de los guardias de este palacio usa metal. Mataneblinos, se llamaban. Hombres entrenados para combatir alos alománticos.

Raven se desvió por un pasillo lateral y Lexa tuvo que acelerar para no perderla. Avivó peltre, deseando que sus piernas se movieran más rápido. Por delante, Raven se detuvo y Lexa se paró tras ella de golpe. A su derecha había un arco que brillaba con una luz mucho más resplandeciente que la de las pequeñas linternas del pasillo. Lexa apagó su estaño y siguió a Raven a la sala.

Seis braseros ardían en las esquinas de la gran cámara abovedada. En contraste con los sencillos pasillos, la sala estaba cubierta de murales grabados en plata. Cada uno representaba obviamente al Lord Legislador; eran como las vidrieras que había visto antes, pero menos abstractas. Vio una montaña. Una gran caverna. Una mancha de luz.

Y algo muy oscuro.

Raven avanzó y Lexa se dio la vuelta. El centro de la sala quedaba dominado por una pequeña estructura; un edificio dentro del edificio.

Adornado, con piedra tallada y pautas intrincadas, el edificio de una sola planta se alzaba ante ellos. En conjunto, la cámara vacía le produjo a Lexa una extraña sensación de solemnidad.

Raven avanzó, pisando con sus pies descalzos el liso mármol negro. Lexa la siguió, agazapada y nerviosa: la sala parecía vacía, pero tenía que haber otros guardias. Raven se acercó a una gran puerta de roble que había en el edificio interior, su superficie tallada con letras que Lexa no reconoció. Abrió la puerta.

Dentro había un inquisidor de acero. La criatura sonrió, frunciendo los labios en una extraña mueca bajo los dos enormes clavos que perforaban sus ojos.

Raven se detuvo un instante.

–¡Lexa, corre! – gritó entonces, mientras la mano del inquisidor salía disparada y la agarraba por el cuello.

Lexa no reaccionó. A los lados, vio llegar a otros dos inquisidores vestidos de negro. Altos, delgados y calvos, también llevaban los clavos y los intrincados tatuajes del Ministerio.

El inquisidor más cercano alzó a Raven sujeta por el cuello.

–Raven, la Superviviente de Hathsin –dijo la criatura con voz rechinante. Luego se volvió hacia Lexa–. Y… tú. Te he estado buscando. Dejaré que ésta muera rápidamente si me dices qué noble te engendró, mestiza.

Raven tosió, debatiéndose por respirar mientras se agitaba bajo la tenaza de la criatura. El inquisidor se dio media vuelta y miró a Raven con sus ojos perforados por los clavos. Raven volvió a toser, como si tratara de decir algo, y el inquisidor, curioso, lo atrajo un poco más hacia sí.

La mano de Raven clavó una daga en el cuello de la criatura. Mientras el inquisidor se tambaleaba, Raven golpeó con el puño su antebrazo, rompiéndole el hueso. El inquisidor la soltó y Raven cayó tosiendo al resplandeciente suelo de mármol.

Jadeando en busca de aire, miró a Lexa con expresión frenética.

–¡Te he dicho que corras! – espetó, y le lanzó algo.

Lexa se detuvo a atrapar la bolsa de las monedas. Sin embargo, se agitó súbitamente en el aire, disparada hacia delante. Bruscamente, advirtió que no se la estaba lanzando sino que la había arrojado contra ella.

La bolsa la golpeó en el pecho. Empujada por la alomancia de Raven, impulsada por la sala, dejó atrás a los dos sorprendidos inquisidores, cayó al suelo y resbaló sobre el mármol.

Lexa alzó la cabeza, todavía mareada. En la distancia, Raven se puso en pie. Sin embargo, el principal inquisidor no parecía muy preocupado por la daga de su cuello. Los otros dos se encontraban entre ella y Raven. Uno se volvió y Lexa se quedó helada por su horripilante y antinatural mirada.

–¡CORRE!

La palabra resonó en la cámara abovedada. Y esta vez, por fin, surtió efecto.

Lexa se puso en pie. El miedo la aturdía, le gritaba, la obligaba a moverse. Corrió hacia el pasillo más cercano, sin saber si era por el que habían venido. Agarró la bolsa de monedas de Raven y quemó hierro, buscando frenéticamente un anclaje en el pasillo.

¡Tengo que escapar!

Agarró el primer trozo de metal que vio y tiró, despegándose del suelo. Se lanzó por el pasillo a velocidad descontrolada, el terror avivaba su hierro. De pronto se sacudió y todo giró. Golpeó el suelo de mala manera, su cabeza chocó contra la burda piedra y se quedó allí aturdida, preguntándose qué había sucedido. La bolsa de monedas… Alguien había tirado de ella usando su metal para obligarla a retroceder.

Lexa se dio la vuelta y vio una forma oscura abalanzándose hacia ella por el pasillo. La túnica del inquisidor revoloteó cuando se posó a corta distancia. Avanzó, el rostro impasible.

Lexa avivó estaño y peltre, despejando su mente y apartando el dolor. Lanzó unas cuantas monedas, empujándolas contra el inquisidor.

Él alzó una mano y las monedas se detuvieron en el aire. El propio empujón de Lexa de repente la impulsó hacia atrás y cayó al suelo, resbalando contra las piedras.

Oyó las monedas resonar en el suelo mientras se detenía. Sacudió la cabeza, con una docena de nuevos moratones ardiéndole por todo el cuerpo. El inquisidor pasó por encima de las monedas esparcidas, caminando hacia ella a ritmo veloz.

¡Tengo que escapar! Incluso Raven había temido enfrentarse a un inquisidor. Si él no podía combatir a uno, ¿qué posibilidad tenía ella?

Ninguna. Soltó la bolsa y se puso en pie, luego echó a correr y se metió por la primera puerta abierta que vio. La habitación a la que accedió estaba vacía, pero en el centro se alzaba un altar dorado. Entre el altar, los cuatro candelabros en las esquinas y el resto de ornamentos religiosos, estaba abarrotada.

Lexa se volvió y agarró un candelabro, recordando el truco de Raven de antes. El inquisidor entró en la habitación y, casi divertido, alzó una mano y le arrancó el candelabro con un sencillo tirón alomántico.

¡Es tan fuerte!, pensó Lexa con horror. Probablemente se estaba reforzando tirando contra las abrazaderas de las linternas que tenía detrás. Sin embargo, la fuerza de su tirón de hierro era mucho más poderosa que la de Raven.

Lexa saltó, empujándose por encima del altar. En la puerta, el inquisidor se volvió hacia un cuenco situado encima de una columna baja y tiró de lo que parecía ser un puñado de pequeños triángulos de metal. Eran afilados y cortaron la mano de la criatura en una docena de sitios diferentes. Pero ignoró las heridas y los arrojó con la mano ensangrentada.

Lexa gritó y se ocultó detrás del altar mientras las piezas de metal chocaban contra la pared del fondo.

–Estás atrapada –dijo el inquisidor con voz rechinante–. Ven conmigo.

Lexa miró a un lado. No había otras puertas. Asomó la cabeza mirando al inquisidor y una pieza de metal corrió hacia su cara. Empujó contra ella, pero el inquisidor era demasiado fuerte. Tuvo que esquivar y dejar que el metal pasara, o de lo contrario la hubiese clavado contra la pared.

Necesito algo para bloquearlo. Algo que no esté hecho de metal.

Mientras oía al inquisidor entrar en la habitación, encontró lo que necesitaba: un gran libro encuadernado en cuero situado junto al altar. Lo tomó, luego hizo una pausa. No tenía sentido morir rica. Echó mano al frasquito de Raven, apuró el atium y lo quemó.

La sombra del inquisidor rodeó el altar y el inquisidor real la siguió un segundo más tarde. La sombra de atium abrió la mano y una lluvia de diminutas dagas transparentes corrió hacia ella.

Lexa alzó el libro cuando las dagas reales la siguieron. Agitó el libro a través del rastro de cada sombra justo cuando las dagas de verdad volaban hacia ella. Las detuvo todas y sus bordes afilados y dentados se clavaron profundamente en la tapa de cuero del libro.

El inquisidor se detuvo y ella obtuvo la recompensa de ver una expresión confundida en su rostro retorcido. Entonces un centenar de imágenes–sombra salieron disparadas de su cuerpo.

¡Lord Legislador!, pensó Lexa. También él tenía atium.

Sin detenerse a preocuparse por lo que eso significaba, Lexa saltó por encima del altar, llevándose el libro como protección contra nuevos proyectiles. El inquisidor giró, los ojos de clavos siguiéndola mientras se escabullía por el pasillo.

Un pelotón de soldados la esperaba. Sin embargo, todos tenían una sombra–futura. Lexa pasó entre ellos sin apenas ver dónde caían sus armas, evitando de algún modo los ataques de doce hombres diferentes. Y, durante un instante, casi olvidó el dolor y el miedo, sustituidos por una increíble sensación de poder. Fue esquivando sin esfuerzo los bastones que intentaban alcanzarla y fallaban por apenas unos centímetros. Era invencible.

Se abrió paso entre las filas de hombres, sin molestarse en matarlos ni herirlos: sólo quería escapar. Cuando dejó atrás al último, dobló una esquina. Y un segundo inquisidor, el cuerpo rebosando de imágenes–sombra, avanzó un paso y la golpeó con algo afilado en el costado.

Lexa jadeó de dolor. Hubo un sonido aterrador cuando la criatura liberó el arma de su cuerpo: era un palo de madera con afiladas puntas de obsidiana. Lexa se llevó la mano al costado, se tambaleó hacia atrás, sintió una enorme cantidad de sangre caliente manar de la herida.

El inquisidor le resultaba familiar. El primero, el de la otra sala, pensó a través del dolor. ¿Significa… significa eso que Raven ha muerto?

–¿Quién es tu padre? – preguntó el inquisidor.

Lexa mantuvo la mano en el costado, tratando de detener la sangre. Era una herida grande. Una herida mala. Las había visto antes. Siempre mataban.

Sin embargo, todavía estaba en pie. Peltre, pensó su mente confusa. ¡Aviva peltre!

Así lo hizo, y el metal le dio fuerza a su cuerpo permitiéndole seguir en pie. Los soldados se apartaron para dejar que el segundo inquisidor se le acercara por el flanco. Lexa miró horrorizada a ambos inquisidores que se cernían sobre ella mientras la sangre corría entre sus dedos y por su costado. El primer inquisidor todavía llevaba el arma parecida a un hacha, el filo manchado de sangre. Su sangre.

Voy a morir, pensó aterrorizada.

Y entonces la oyó. Lluvia. Era débil, pero sus oídos amplificados por el estaño la captaron tras ella. Se dio media vuelta, se abalanzó por una puerta y vio un pasillo ancho al otro lado. La bruma se arremolinaba en el suelo y la lluvia golpeaba las piedras del exterior.

Los guardias deben de haber llegado por ahí, pensó. Mantuvo el peltre encendido, sorprendida por lo bien que funcionaba aún su cuerpo, y salió dando tumbos a la lluvia, sujetando por instinto el libro de cuero contra su pecho.

–¿Tratas de escapar? – preguntó el primer inquisidor desde atrás, divertido.

Aturdida, Lexa se volvió hacia el cielo y tiró de una de las muchas torres del palacio. Oyó al inquisidor maldecir mientras se lanzaba al aire y se perdía en la noche oscura.

Las mil torres giraron a su alrededor. Tiró de una, luego pasó a otra. La lluvia era fuerte y volvía negra la noche. No había bruma que reflejara la luz ambiental y las estrellas estaban ocultas por las nubes. Lexa no podía ver adónde iba: tenía que usar la alomancia para captar las puntas metálicas de las torres, y esperar que no hubiera nada en medio.

Chocó con una torre, se agarró y se detuvo. Tengo que vendarme la herida, pensó débilmente. Estaba empezando a marearse y sentía la cabeza aturdida a pesar del peltre y el estaño.

Algo chocó contra la torre que había encima y oyó un gruñido. Lexa se soltó cuando el inquisidor daba un tajo al aire junto a ella. Sólo tenía una oportunidad. A medio salto, tiró para desviarse a un lado, hacia una torre diferente. Al mismo tiempo, empujó contra el libro que tenía en la mano, pues aún tenía pedacitos de metal clavados en la portada. El libro continuó en la dirección que ella seguía, las líneas de metal brillando débilmente a la luz. Era el único metal que llevaba encima.

Lexa llegó a la siguiente torre, tratando de hacer el menor ruido posible. Escrutó la noche, quemando estaño, mientras la lluvia se convertía en un trueno en sus oídos. Por encima, le pareció escuchar el claro sonido de algo que golpeaba una torre en la dirección hacia donde había enviado el libro. El inquisidor había picado. Lexa suspiró, colgando en la torre, empapada por la lluvia. Se aseguró de que su cobre estuviera aún ardiendo, tiró levemente de la torre para sujetarse y desgarró una tira de camisa para vendarse la herida. A pesar de su mente aturdida, no pudo dejar de advertir lo grande que era el tajo.

Oh, Señor, pensó. Sin peltre, hubiese caído inconsciente hacía un buen rato.

Debería estar muerta.

Algo sonó en la oscuridad. Lexa sintió un escalofrío y alzó la cabeza. Todo era negro a su alrededor.

No es posible. No puede…

Algo chocó contra su torre. Lexa soltó un grito. Tiró de otra torre, la capturó débilmente e inmediatamente se impulsó de nuevo. El inquisidor la siguió, y su avance resonaba mientras saltaba de torre en torre tras ella.

Me ha encontrado. No podía verme, ni oírme, ni sentirme. Pero me ha encontrado.

Lexa alcanzó una torre, se agarró con una mano y quedó colgando en la noche. Sus fuerzas casi se habían agotado. Tengo… que huir… esconderme…

Sentía las manos abotargadas y la mente casi igual. Sus dedos resbalaron del metal frío y mojado de la torre y se sintió caer a la oscuridad.

Cayó con la lluvia.

Sin embargo, sólo recorrió una breve distancia antes de golpear algo duro: el tejado de una zona particularmente alta del palacio. Aturdida, se puso de rodillas y se arrastró en busca de una esquina.

Escóndete… escóndete… escóndete…

Se arrastró débilmente hasta el hueco formado por otra torre. Se agazapó en el oscuro rincón, en medio de un charco de agua manchada de ceniza, abrazada a sí misma. Su cuerpo estaba mojado por la lluvia y la sangre.

Pensó, durante apenas un momento, que tal vez había escapado.

Una asombra oscura saltó al tejado. La lluvia remitía y el estaño permitió ver a Lexa una cabeza con dos clavos, un cuerpo envuelto en una oscura túnica. Estaba demasiado débil para moverse, demasiado débil para hacer otra cosa que tiritar en el charco de agua, con la ropa pegada a la piel. El inquisidor se volvió hacia ella.

–Eres una criatura pequeña y problemática –dijo. Avanzó un paso, pero Lexa apenas podía oír sus palabras.

Volvía a oscurecer… no, era sólo su mente. Su visión se ensombrecía, cerraba los ojos. La herida ya no le dolía. Ni siquiera… podía… pensar.

Un sonido, como de ramas quebradas.

Los brazos la agarraron. Brazos cálidos, no los brazos de la muerte. Se obligó a abrir los ojos.

–¿Raven? – susurró.

Pero no era la cara de Raven la que le devolvió la mirada, marcada por la preocupación. Era una cara distinta, más amable. Ella suspiró aliviada, perdiendo el sentido mientras los fuertes brazos la acercaban y la hacían sentirse extrañamente a salvo en medio de las terribles tormentas de la noche.