Steve se mantuvo en un segundo plano mientras Sam charlaba con el profesor Banner. Bucky permanecía a su lado, observando los movimientos del gigantón con interés. Steve lo miró de reojo, furtivo. A sus ojos, Bucky irradiaba una luz única, magnética y seductora, capaz de dejarlo paralizado. Daba igual si llevaba un traje elegante o un sencillo uniforme de trabajo. Lograba eclipsarlo con solo existir.
—Si nos llegan a contar en el 43 que íbamos a estar esperando a que un tipo volador terminara de hablar con el Gigante Verde...
Steve se permitió observar el perfil de su amigo —¿amigo, Steve?— con objetividad. En su larga vida lejos de los campos de batalla había estudiado Bellas Artes y bajo el prisma de sus conocimientos, admitía que el rostro de Bucky entraba dentro de los —sus— cánones de belleza masculinos. La nariz recta, los pómulos marcados y la mandíbula cuadrada siempre habían enloquecido a las chicas, las malditas chicas de las malditas citas dobles que ignoraban a Steve y se querían ir con Bucky a lo más oscuro del callejón.
—Nos habríamos reído. Sobre todo yo, que hice gran parte de la campaña vestido con mallas.
Bucky lo miró y esbozó un conato de sonrisa.
—Deberíamos irnos —le dijo.
—Sí —respondió Steve.
Bucky le había ofrecido el brazo para que Steve se agarrara, y por primera vez, el antiguo Capitán América se dejó guiar. Reconoció que era incapaz de recordar cuántas veces había puesto su vida en manos de Bucky, ni tampoco las que Bucky lo había protegido. El sargento Barnes era —es— un excelente francotirador y un compañero infatigable al que el tiempo —y los cabrones de HYDRA— habían convertido en un cazador implacable. El más letal de todos.
—Te llevaré a casa, abuelo.
Steve lo miró a los ojos y abandonó ese hilo de pensamientos. No era una sugerencia.
Cuando Bucky dejó la mochila en el suelo y se sentó en la cama, supo que aquello era lo que había estado buscando durante toda su vida. Steve lo había convencido de que podía quedarse en su apartamento, ahorrarse el hotel y tomar el vuelo del día siguiente. Siendo sincero, era una idea que lo seducía, por lo que apenas había protestado. Dormir en un lugar acogedor —un lugar seguro—, sin más preocupaciones que los ronquidos de un viejo amigo era algo nuevo para él, una experiencia distinta a todo lo vivido hasta el momento.
El vuelo a Nueva York tenía su salida a las 7.45 de la mañana siguiente, pero Bucky no llegó a embarcar. Lo que supuso sería un día se convirtió en dos, luego en tres, en cinco y por último, en una semana. Sabía que en su interior, escondido en lo más recóndito, seguía viviendo el Soldado de Invierno. Por más que trataba de probar las delicias de una existencia sin sus antiguas directrices, su entrenamiento lo obligaba a moverse de forma sigilosa, a usar la cama como parapeto y a dormir en el suelo con un cuchillo debajo de la almohada.
¿Qué esperaba? Esa había sido su vida en los últimos años. Las viejas costumbres tardaban en desaparecer.
Lo primero que hizo Bucky en el apartamento de Steve fue esconder su mochila debajo de unas tablas en el suelo de su dormitorio. Luego, memorizó todas las vías de escape, puntos ciegos, compartimentos estancos, puertas, ventanas, paredes maestras y tabiques del edificio, los conductos de ventilación y la instalación eléctrica, su némesis. El segundo día consiguió una conexión segura a internet y se dedicó a investigar a los vecinos de Steve. En el tercero, evaluó cuáles de esos vecinos podrían convertirse en potenciales amenazas para Steve y la manera más efectiva de neutralizarlas. Solo al quinto se permitió el lujo de dejar a Steve a solas y salir a correr.
Tanta inactividad física lo estaba volviendo loco.
—¿Quieres que te traiga algo del mercado, abuelo?
El viejo leía el periódico en la cocina, mientras bebía una taza de café.
—¿Vas a salir? —le preguntó.
—Me apetece dar una vuelta por el barrio.
—¿Quieres que te acompañe?
—Regresaré en una hora.
Steve asintió.
—En algún momento vamos a tener que hablar, Bucky.
—Cuando vuelva, lo haremos.
Bucky bajó las escaleras de tres en tres. Necesitaba calmar la desazón que se extendía como alquitrán ardiendo. Enfiló la calle Unicorn y trotó a buen ritmo desde su inicio hasta uno de los cruces con la avenida Oregon para perderse en el bosque adyacente. Había visto las señalizaciones de las pistas forestales, ideales para desentumecer los músculos. En su camino se cruzó con varios corredores de fondo y al menos un par de chicas le sonrieron al pasar.
El hecho de dejar de ser invisible lo molestó y preocupó a partes iguales. Bajar la guardia significaba convertirse en un blanco fácil y el mundo estaba lleno de hijos de puta que matarían por recitar Las Palabras y sacar al Soldado de Invierno de su letargo. Se detuvo para calmar su respiración y sus pensamientos. HYDRA seguía existiendo en algún lugar recóndito del planeta pero ya no tenía poder sobre él. James Buchanan Barnes era libre y esa idea debía predominar sobre todas las demás.
En el momento en que el asesino tomara el control de su mente y el Soldado de Invierno se convirtiera de nuevo en un peligro para Steve, Bucky lo haría desaparecer. Incluso a costa de su propia vida.
—Esta parte del recorrido es la más dura.
Se giró al escuchar una voz femenina. La chica, rubia de unos veintitantos años, ojos azules y sonrisa confiada le ofrecía una botella con agua sin imaginar con quién estaba hablando. Bucky le pegó un vistazo rápido; no era rival para él.
—He perdido fondo físico —contestó, aceptando la botella pero sin beber de ella.
—Quizás deberías llevar ropa más ligera. Hace calor en esta época del año.
Por supuesto. Las lamas de vibranio brillando a la luz del sol le daría un toque sofisticado a su conjunto cibernético-deportivo. Bucky se obligó a sonreír.
—Me llamo Steph —ella le tendió la mano, franca.
—John —contestó él, estrechándola.
—¿Te apetece tomar un café, John? —El antiguo Soldado de Invierno miró el reloj. Ya había pasado una hora y media, y en el apartamento lo esperaba una conversación complicada.
—Me encantaría.
Cuando Bucky volvió al apartamento de Steve ya eran más de las cinco de la tarde. El viejo le había dejado una porción de lasaña en la mesa y aburrido de esperar, dormitaba delante de la televisión. El antiguo Soldado de Invierno cruzó el pasillo como una exhalación y se parapetó en el cuarto de baño sintiéndose sucio y culpable.
Dejó el grifo abierto el tiempo suficiente para desnudarse y desencajarse el brazo metálico. El sonido del agua repiqueteando en el suelo lo ayudó a concentrarse. Un minuto de introspección volvería a colocar todas las ideas en su sitio.
Sí, se la había follado. Dos veces, para ser exactos. La chica era rubia, tenía los ojos azules y para colmo, se llamaba Steph. Cuando le dijo que su compañera de piso no volvería hasta las seis, algo en Bucky se activó y la disciplina del antiguo Soldado de Invierno emergió desde lo más profundo de su interior. No hubo más conversación; follaron primero en el sillón de la sala de estar y luego en la cama de ella. Nada más terminar, salió del apartamento en silencio, con la adrenalina apaciguada pero la cabeza a punto de estallar.
—Bucky, ¿va todo bien?
Miró hacia la puerta con los ojos velados. Pues no, Steve. Nada va bien.
—Me entretuve.
—Tienes champú en el armario y gel de ducha en el estante. Las toallas están junto al lavabo.
Oyó los pasos quedos de Steve dirigirse hacia la sala. Con un poco de suerte volvería a su posición original en el sillón y se dormiría de nuevo. Bucky tomó aire y dejó que el agua se llevara el sudor y el olor a sexo. Se enjabonó enérgico, y cuando se sintió lo suficientemente limpio, se puso una toalla por la cintura, se encajó de nuevo el brazo metálico y salió del cuarto de baño.
Steve lo esperaba en el pasillo, preocupado.
"Joder."
—No parece que las cosas vayan bien, Buck.
Steve había recortado el nombre adrede. Sus ojos brillaban incisivos, así que no iba a parar hasta que no consiguiera una respuesta que le dejara satisfecho. Bucky caminó hacia su habitación, su refugio, mientras buscaba algo con lo que cubrirse. Steve, tan cabezota de viejo como de joven, lo seguía muy de cerca.
—¿Te importaría... darme espacio? —le espetó Bucky—. Al menos hasta que tenga los calzoncillos puestos.
—No sería la primera vez que te veo desnudo —respondió Steve en la puerta.
Bucky abrió el armario y rebuscó entre sus pocas pertenencias. Tiró sobre la cama lo primero que encontró.
—Estuve follando —respondió mientras se vestía a toda velocidad. No quería que Steve...
El viejo guardó silencio.
—Simplemente sucedió —añadió Bucky, en un estúpido intento de explicar... ¿qué cojones pretendía explicar? Y lo mejor del asunto: ¿por qué se veía en la obligación de darle explicaciones?
—Siempre tuviste mucho éxito con las chicas —contestó Steve—. ¿Volverás a verla?
Bucky lo miró con diversión. Steve daba por supuesto que había estado con una chica. Que era hetero, igual que él. Que le gustaban las mujeres de labios rojos, como la de las fotos que llenaban las paredes de toda la casa.
"Der'movyy angliyskiy."
—No, no lo creo.
—¿Por qué no? —Steve seguía insistiendo. No se cansaba, el muy cabrón.
Bucky se sentó en la cama y apoyó las manos —humana y metálica— en los muslos, extendidas, crispadas. Su cabeza hervía de emociones como una olla a presión. Quería volver a Wakanda, a Bucarest, a Brooklyn... a algún lugar donde se sintiera seguro.
—¿Fuiste feliz? —la voz amenazaba con fallarle. Tenía tantas ganas de gritar que se imaginó de vuelta en la Freidora, con el cuerpo lleno de sensores y el programador de Hydra subiendo la potencia de las descargas eléctricas.
—Oh. Eso es una pregunta complicada de responder, Buck. Ven, estarás hambriento.
