Steve recordaba a la perfección el día que volvió a ver a Peggy Carter. Habían pasado más de veinte años desde su última conversación, y aunque él mantenía frescos en su memoria los recuerdos de su único beso y de la cita a la que no pudo acudir, jamás imaginó que ella tampoco lo había olvidado.

Corrían los años setenta. Steve Rogers se dirigía con Tony Stark hacia la base militar Lehigh en Nueva Jersey, el lugar donde Steve el enfermizo se convirtió en el Capitán América en la década de los cuarenta. Allí, según Stark, tendrían una última oportunidad para hacerse con el Teseracto y con más viales de partículas Pym. El tiempo corría en su contra y las posibilidades de traer a todo el mundo de vuelta se diluían a medida que pasaban los minutos. Su incursión en el Nueva York del 2012 había resultado un completo desastre; no solo no habían conseguido robar la gema del Infinito, sino que, además, Steve se había dado de bruces con su yo del pasado.

"Bucky está vivo."

En ese momento no se percató de la importancia de esas palabras ni de las consecuencias derivadas de haberlas pronunciado. Steve tenía un plan y quería —necesitaba— cumplirlo a toda costa. Sin embargo, esa acción en sí no corrompió el continuo temporal de Steve Grant Rogers y tampoco el que, en otro punto del edificio, Loki robara el Teseracto y desapareciera con él, originando una convergencia espacio temporal que sería estudiada durante generaciones.

Lo que realmente la alteró fue la idea que crecía en su mente, a medida que Stark hablaba de saltos en el tiempo y de proyectos cada vez más alocados.

Mientras perfilaban el segundo plan —Stark sería un genio con los diseños, pero su capacidad para liderar un equipo distaba mucho de ser la idónea. ¿Saltar hacia atrás en el tiempo por segunda vez? Era para volverse loco—, Steve sentía cómo se le encogía el estómago. Si se adentraban en los setenta, aún faltarían veinte años para que SHIELD lo rescatara del hielo, así que lo único que conocía de esa época eran los documentales que había visto en televisión. Si volvían a fallar no habría manera de volver al futuro, idea que mantenía dividida la mente de Steve a partes iguales.

En esa época, Bucky estaba vivo. Como Soldado de Invierno, pero vivo.

En el interior de las instalaciones de la base Leigh, Steve se colocó la gorra del traje de faena y miró a Stark con determinación.

—¿Listo, Capi?

—Nos vemos en un rato.

Steve cruzó los pasillos del complejo con paso rápido hasta que encontró el laboratorio de Henry Pym. Una vez allí, tomó prestados varios viales de las partículas Pym y se encaminó al punto de reunión, confiando en que Stark cumpliera su parte del plan. Sin embargo, la policía militar avanzaba hacia su posición, lo que obligó a Rogers a esconderse tras la primera puerta que encontró abierta. Aguantó la respiración, confiando en que no lo hubieran visto entrar. Se había colado en un despacho administrativo vacío, con una mesa de oficina, archivadores y una librería. En cuanto la policía militar desapareciera por el pasillo del fondo, saldría de allí a toda velocidad. O al menos esa era la idea.

"Pero qué..."

En el escritorio había algunos objetos personales, aunque el más llamativo, la foto de un chaval rubio y esmirriado, lo dejó sin palabras: era él, Steve G. Rogers, justo antes de inyectarse el suero de super soldado.

¿De quién demonios era aquel despacho? Miró alrededor en busca de respuestas, con el corazón bombeando a toda velocidad. De todas las dependencias donde se podría haber escondido, había elegido la de la fundadora de SHIELD. Margaret Carter.

Steve sintió cómo se le secaba la boca al leer su nombre en el cristal de la puerta. Recordó haber visto la foto de Peggy colgada en una pared del complejo muchos años después, mientras exploraba las instalaciones abandonadas junto a Natasha Romanov. Su cabeza se convirtió en una orquesta de gritos inconexos cuando oyó que la puerta contigua se abría y ella entraba en el despacho de al lado.

Peggy rondaba la cincuentena, pero no había perdido ni un ápice de su belleza.

"Céntrate, Steve."

Se quedó quieto, contemplandola. Peggy estaba allí, a pocos metros de Steve, a su alcance. Solo tenía que abrir la maldita puerta y comprobar si ella aún seguía sintiendo algo por él. ¿Qué podía perder? En su presente, el mundo se había visto reducido a la mitad, Thanos le arrebató a Bucky con solo chasquear los dedos y Peggy, el último reducto vivo de las ilusiones del Steve de Brooklyn, se había apagado dejándolo más solo que nunca.

La idea de quedarse en aquella época era cada vez más seductora.

Steve tuvo en ese momento la certeza de que su lugar no estaba en 2023, sino en el pasado. Cualquier década pasada era más acogedora que la realidad árida que le había tocado vivir. Si el Robo en el Tiempo salía bien y podían traer a todo el mundo de vuelta, utilizaría las partículas Pym en su propio beneficio. Buscaría a Bucky y lo encontraría, estuviera donde estuviera, aunque significara tener que peinar toda la superficie del planeta. Lo liberaría del yugo de Hydra y volvería a tenerlo a su lado. Juntos salvarían SHIELD, Bucky le cubriría las espaldas como el excelente francotirador que era y todo sería perfecto. Bucky recuperaría la sonrisa, esa sonrisa que tanto le gustaba, y podrían charlar hasta altas horas de la madrugada de tonterías, rememorando incluso los tiempos en que Steve enfermaba y Bucky le decía que el calor corporal —el suyo— era mejor que el de cualquier estufa.

Detuvo al instante esa línea de pensamientos. A Bucky le encantaban las chicas, de una en una o de dos en dos. Tenía grabado a fuego el nombre de aquella fresca, Dolores, y el diminutivo que él usaba para referirse a ella, Dot. Bucky las miraba con deseo, como si quisiera comérselas, y el pequeño Steve se volvía tan pequeño que terminaba por desaparecer.

Apretó la foto entre los dedos, acercándose al cristal que lo separaba de Peggy. Ella era la única que lo había mirado como Bucky miraba a las chicas, sin importarle su altura o enfermedades. Ella había visto algo en él cuando solo era Steve y no el Capitán América. Peggy creía en él como Bucky había creído, y lo había apoyado y animado dándole el empujón definitivo para encontrar su lugar en el mundo.

Si tenía que arriesgarse una última vez, lo haría con la cabeza y no con el corazón. Peggy era una mujer inteligente y bella, fuerte y capaz de brillar con luz propia. Iría a por ella, le pediría que se casara con él y sería el hombre más dichoso del mundo.

Lástima que, por las noches, no fuera su nombre el que gimiera en sueños.


"Esto está mal, Bucky. Tú eres el adulto y tienes que tomar el control."

Bucky sentía los labios de Steve contra los suyos y el calor de su boca lo inflamaba hasta unos niveles insoportables para él. Para ser un tío de más de cien años, el cabrón se estaba portando como un chaval de veinte. Y el cuerpo de Bucky, que se había despertado de su letargo gracias a la sesión de sexo de horas antes, demandaba más y más.

Quizás no había sido su mejor idea, la de pararse a charlar con aquella chica —y mucho menos irse a follar con ella—, pero Bucky necesitaba liberar tensiones y despejarse. Los días anteriores Steve y él mantuvieron charlas muy ligeras, como si ninguno de los dos deseara ahondar en el hecho de que el antiguo Soldado de Invierno hubiera decidido no viajar al pasado y seguir con la charada de ser camaradas para siempre, casarse, tener hijos y esas estupideces tan propias del Capitán América. Steve le había dado su espacio, dejándolo en el cuarto de invitados mientras él hackeaba las comunicaciones de los vecinos, dormitaba en el suelo o simplemente escribía en sus diarios, traduciendo en palabras los flashes de memoria que lo asaltaban en mitad de la noche.

Había empezado a recopilar información sobre sí mismo desde que Steve anuló —sin saberlo— la directriz primaria de matar al Capitán América. Bucky tardó mucho tiempo en comprender qué había sucedido en el puente, cuando Steve lo llamó por su nombre mientras él aún estaba bajo la programación del Soldado de Invierno. Aún tenía fresca en su memoria la batalla en el helitransporte. ¡Qué rival tan increíble! Le disparó y apuñaló varias veces, pero el Capitán América seguía peleando. Como si pudiera estar haciéndolo todo el día.

Como Activo 1 había peleado contra otros humanos modificados, pero aquel en concreto era distinto a todos. No intentaba matarlo, sino detenerlo. El Soldado se habría reído, si supiera reír. Una secuencia lógica de acontecimientos apuntaría a su eliminación. Rápìda y limpia. Sin remordimientos.

—Buck…

El sonido de su nombre lo devolvió a la realidad. Sentía un calor corporal espantoso y la erección más dolorosa que recordaba, a pesar de haber mantenido relaciones sexuales recientes. Ni las sesiones de electroshock ordenadas por Alexander Pierce —encontraría su tumba y se mearía en ella, menudo hijo de puta depravado— le habían dolido tanto.

Trató de ganar espacio, separándose del cuerpo de Steve, pero este aún lo mantenía pegado a él en un abrazo asfixiante. El antiguo Capitán América le enviaba señales claras con sus actos, pero sus ojos, tan azules y sinceros, reflejaban una mezcla de confusión y culpabilidad. Bucky se sintió avergonzado y herido. ¿En qué cojones estaba pensando? Sólo tenía que mirar a su alrededor. ¿Acaso pensaba que algo iba a cambiar para ellos, sobre todo ahora que Steve aparentaba la edad que tenía?

—Lo siento —Bucky retiró los dedos nudosos de Steve de su cintura y se alejó de él. No era capaz de mirarlo a la cara—. Lo siento muchísimo. No volverá a ocurrir.

Steve no era gay. Eso le había quedado claro en el instante en que puso los pies en su casa y se percató de la cantidad de fotos y dibujos que colgaban de las paredes y descansaban en las repisas de los muebles de madera. Allí estaba ella, la inglesa de mierda, protagonista absoluta en un sinfín de poses y escenarios. Bucky la miraba con recelo, como el zorro que se cuela en el corral a comerse a las gallinas. Tenía la sensación de que ella lo escrutaba a través de las fotografías y que sabía, de alguna manera, que el amor que Bucky atesoraba por Steve lo convertía en algo peligroso para la integridad emocional del antiguo Capitán América.

—Yo… yo nunca…

—Ya lo sé, Steve. No tienes que darme ninguna explicación.

Bucky cerró los ojos con fuerza, arrepintiéndose al instante de haber franqueado aquella puerta. A través de las técnicas de imaginación guiada, el antiguo Soldado de Invierno había construido un lugar seguro donde aislarse del dolor y calmar la ansiedad que le producía enfrentarse a cualquier misión de extracción. Allí, el Activo 1 abandonaba su envoltura de asesino y experimentaba el placer de tener un compañero. En las versiones iniciales de su escondite mental, el compañero no tenía rostro; era una figura de complexión similar a la suya, con la que pelear y junto a la que dormir. Luego, a medida que se sumergía en aquel deseo —lo que evitó que se volviera loco— su compañero ya tenía delineadas las facciones. Peleaba, dormía y hablaba con él. Veía su sonrisa, franca, incluso tímida. Sus ojos determinados y sinceros, su pelo rubio y suave. Solo en Wakanda, cuando pudo sentirse a salvo y lejos de la guerra, dio forma completa a su compañero, y dentro del criotubo su imaginación voló, permitiéndole pelear, dormir, hablar, reír y follar con él.

Con aquel beso había destrozado su lugar seguro, porque en sus sueños, el aspecto de su compañero era el de Steve. Su Steve.

—… nunca debí haberme quedado.

Bucky ahogó un jadeo. Se giró y miró a Steve a los ojos, con el rostro crispado por el dolor que se esparcía en su pecho como lo hacía el suero antes de la criogenización. El maldito viejo tenía las respuestas que aún no estaba preparado para escuchar, y se las iba a soltar de todas maneras, porque el muy cabrón no sabía cuándo debía detenerse.

—¿De qué cojones estás hablando? —respondió, cayendo al vacío desde el tren y estrellándose en el valle. Hacía tanto, tanto frío—. Querías casarte y tener una puta familia, Steve. El jodido sueño americano, hecho realidad. ¡Y lo hiciste!

—¡Quería que vinieras conmigo, Bucky!

El antiguo Soldado de Invierno esbozó una sonrisa amplia, mostrando todos los dientes. La sonrisa de un depredador.

—¡No me hagas reír! —lo señaló con el dedo—. ¿Crees que tengo algo que agradecerle al pasado? ¿Acaso piensas que existe algún punto del tiempo entre la Gran Guerra y esta mierda que me rodea, a donde yo quiera volver?

—Peggy tenía hermanas —el viejo continuaba hablando del único tema que Bucky mantenía en hibernación mental, sin saber lo que estaba a punto de desencadenar—, primas, alguna sob…

Durante un instante, Bucky desapareció y el Soldado de Invierno ocupó su lugar. El asesino lo protegía del dolor con sus movimientos automáticos y eficaces, fruto del entrenamiento salvaje al que se vio sometido durante décadas. Los servos del brazo chirriaron en un gemido imperceptible cuando cerró los dedos prostéticos alrededor del cuello de Steve. Era la forma más efectiva de terminar una pelea: partirle la tráquea a la víctima. Rápido y limpio.

—¿De veras creías que iba a pasarme la vida viendo cómo te la follabas? —Bucky tenía el rostro congestionado y tenso, como si las venas estuvieran a punto de romperse—. No me mires así, Steve —los dedos relajaron el agarre, pero no soltaron su presa—. Es algo muy sencillo de entender.

El viejo no solo no se había defendido, sino que le mantenía la mirada con aquella cabezonería que lo caracterizaba. Desafiándolo a que escupiera todo lo que llevaba en su interior. Y Bucky sabía que podría estar así todo el día.

—Ya que lo que buscas es sinceridad, sinceridad es lo que vas a tener —respondió, vencido. Soltó el cuello de Steve y movió los dedos en un acto instintivo—. No acepté volver al pasado porque ya viví una vida fingiendo ser tu amigo y no quiero pasar por ese puto infierno otra vez. Verte casado con ella sería peor que estar en las garras de Hydra.

—Pero… —la voz de Steve sonó como un graznido. El viejo carraspeó y lo encaró, ofendido. Determinado—. ¿Y las … citas dobles?

—Era la única manera de estar contigo. De salir contigo.

—No me insultes, Bucky —replicó Steve, frotándose el cuello. Los dedos metálicos estaban marcados en la piel—. No estabas conmigo. En un punto de la noche te largabas con ellas a lo oscuro.

—Sí, es verdad —reconoció, culpable—. Pero luego volvíamos a casa, dormías en mi cuarto y todo era perfecto.

—¡Te alistaste! —gritó el viejo, indignado—. ¡Te fuiste a la guerra!

—¡Joder, Steve! ¡Mis sentimientos crecían a medida que pasaban los días y necesitaba poner un puto océano entre tú y yo!— replicó Bucky a la desesperada—. ¡Pero Steve el idiota se las ingenió para crecer, llenarse de músculos y plantarse en la puta Europa como Capitán América! ¡Y yo no solo quería proteger al puto Hombre Estrellado Que Siempre Tiene Un Plan! ¡También quería follármelo!

Se quedaron en silencio, uno frente al otro, como dos depredadores listos para atacar. Bucky jadeaba, su confesión lo había dejado tan expuesto y vulnerable frente a Steve que su cabeza era un orfeón de gritos en los que la orden primaria era buscar un lugar seguro y esconderse.

Eso no le impidió ver el reflejo dorado del continuo espacio temporal abriéndose —una enorme boca que crecía hasta alcanzar el tamaño de un hombre— en el cristal de la alacena. En apenas un segundo, tuvo tiempo más que suficiente para saltar hacia Steve, ponerlo a cubierto tras su cuerpo y cargar el brazo prostético con un giro de hombro. Bucky sintió los servoconductores alinearse, el vibranio listo para contrarrestar cualquier disparo y una ira arrolladora invadirlo, que activó —y fusionó por segunda vez— la pericia asesina del Soldado del Invierno con el instinto cazador del Lobo Blanco. Tenía a la vista el cuchillo que había usado para comer. No era lo idóneo, pero serviría llegado el caso. El hijo de puta que estuviera entrando por aquel portal iba a cagar dientes hasta el Cuatro de Julio.

—He estudiado miles de realidades —dijo el recién llegado—, y todas convergen en este punto. Devuélvame la gema, Capitán.