—No es culpa tuya, Steve. Vive y olvídame.
Bucky cerró los ojos cuando el viento helado azotó su rostro. Algo en él se negaba a darse por vencido a sabiendas de cuál sería el desenlace final. Movió enfebrecido los brazos y las piernas a medida que el suelo se acercaba peligrosamente. Le había dicho a Steve que lo olvidara. Que pasara página. Que no era culpa suya. ¿Por qué no podía dejarse llevar y terminar con todo de una maldita vez? Pronto sentiría las aristas de las rocas apuñalándolo sin piedad, mientras le rasgaban la tela del uniforme y lo hacían rebotar de un lado a otro hasta estrellarse contra el suelo nevado, rompiéndolo en mil pedazos por fuera y por dentro.
Bucky sintió el sabor metálico de la sangre en su boca y el ardor inconfundible de los huesos astillados. Ya casi había llegado al fondo del valle. Solo debía mantener los ojos cerrados y dormir, dejar que el frío lo mordiera, que la brisa helada lo calara hasta amortajarlo. Su cuerpo sería pasto de las alimañas en vez de carne de laboratorio de HYDRA. El proyecto Soldado de Invierno solo formaría parte de sus pesadillas.
—¿Bucky? ¿Puedes oírme?
Abrió la boca con intención de contestar, pero la voz murió en su garganta. Sentía un dolor lacerante y agudo taladrándolo de lado a lado. Esta vez, el programador había dado un paso más en su escalada al sadismo más absoluto y el cóctel de drogas le estaba produciendo unas alucinaciones horribles.
—¡Bucky! ¡Despierta!
Un manto rojo cubría la imagen de un hombre joven —y jodidamente guapo— que lo miraba con preocupación. Bucky trató de moverse, pero el dolor era tan intenso que desistió al instante.
—Escúchame, Bucky —el joven le desabrochó el cinturón de su uniforme y lo ató a su antebrazo. No podía sentir los dedos de la mano izquierda—. He cometido muchas estupideces en mi vida, pero tengo la posibilidad de equilibrar la balanza.
—¿S... teve? —musitó el sargento.
El Capitán América lo miró con una sonrisa triste.
—¿Sabes en qué año estamos? —Bucky sentía cómo Steve le limpiaba el rostro. Sus manos enguantadas dibujaban su piel. ¿Por qué estaba lleno de sangre?
—Me... duele el brazo, Steve —Bucky intentó levantarse, pero no fue capaz.
—Bucky, presta mucha atención. No tenemos tiempo para explicaciones. Estamos en 1944, íbamos en el convoy en el que viajaba Zola, en los Alpes, nos atacaron con armas modificadas —Steve hablaba atropelladamente, mientras arrancaba trozos de tela del uniforme y le limpiaba las heridas—. ¿Eres capaz de recordar algo de eso?
El sargento estiró la mano para tocar el rostro del Capitán América. Estaba salpicado de sangre y de tierra.
—El hechicero nos ha devuelto al momento en que te caíste del tren. Solo que esta vez salté detrás de ti.
Definitivamente, al programador de HYDRA se le había ido la mano con la dosis de drogas y Bucky estaba alucinando. ¿Hechicero? ¿Gandalf trabajaba para los nazis?
—No estás aquí, Steve —sonrió para sí. Bucky giró la cabeza para comprobar el estado de su brazo prostético. Solo pudo ver su propio cinturón, apretando lo que quedaba de su antebrazo. Un perfecto torniquete, ideal para muertes lentas y dolorosas.
—Me quedé con la gema del Tiempo —continuó Steve. El Capitán América examinaba el pecho del sargento en busca de alguna herida más. Tenía una colección para elegir—. Te busqué por un montón de realidades. En mi afán por salvarte, destruí mi red espacio temporal, la de Peggy y también la tuya, Bucky. Por eso estamos aquí, y por eso tengo que dejar que te encuentre Zola.
Bucky sintió un escalofrío que lo sacudió por completo.
—No. Zola no —negó con la cabeza—. No lo permitas, Steve —se agarró a la chaqueta de cuero, dejándola llena de sangre—. Prefiero que me mates aquí mismo. ¡No quiero volver allí!
Steve lo miraba con una tristeza palpable.
—No hay otra opción —respondió Steve. Miró la fiebre de su compañero. Era muy alta—. Ellos tienen medios para curarte. El suero funciona, pero tus heridas necesitan tratamiento médico. Si te llevo conmigo, morirás.
Bucky tosió. El sabor metálico le ardía en la garganta.
—¡Zola me convertirá en el Soldado de Invierno! —gritó.
—¡Lo sé, maldita sea! —replicó el Capitán América. Se le quebró la voz un instante, pero se recompuso al momento. Steve era fuerte, Bucky lo sabía. Siempre lo supo—. Pero no hay otra forma de sacarte de este maldito valle, Bucky. Es la octava vez que nos caemos. He tratado de rescatarte con los Comandos, pero no llego a tiempo. Intento esconderte en una choza cercana, pero este maldito sitio está tan alejado de la civilización que la hipotermia acaba con tu vida. Siempre que trato de cambiarlo, te pierdo, y si te veo morir otra vez, terminaré volviéndome loco.
Bucky giró la cabeza, esperando que las drogas terminaran de hacerle efecto para pasar a criosueño, pero no sucedió nada. Continuaba en el valle, entre los brazos de Steve, que seguía narrando una historia fantástica similar a El Hobbit. Cuando todo volviera a la normalidad y estuviera lejos del sillón de la Freidora, mataría al programador, por incompetente.
—Steve —cerró los ojos, agotado—. Sé que estoy alucinando. Sé que sigo en la Habitación Roja, que es todo parte de la programación —hablaba en un susurro apenas audible—. Estos hijos de la gran puta saben que tengo un Lugar Seguro, y aunque llevan años buscándolo en mi cabeza, no tienen ni puta idea de por dónde rastrear. Que se jodan.
—Tienes que mantenerte a salvo, Bucky —respondió Steve. Las lágrimas se mezclaban con la nieve, pegada a sus mejillas—. Volveré a por ti. Volaré todas las instalaciones de HYDRA una por una y te sacaré de ahí cueste lo que cueste. Te lo prometo.
—No llores, Steve —cerró los ojos, abandonandose a la pesadez de su cuerpo—. Las drogas ya me están haciendo efecto, así que pronto podré estar contigo. Pelearemos, tú morderás el polvo y protestarás —la imagen hizo que Bucky sonriera—, porque tienes muy mal perder, aunque es culpa tuya. ¿Cómo quieres vencerme si me atacas con ese escudo de marica? —Bucky volvió a toser y su boca se llenó de sangre—. Pero no me importa. Ganes o pierdas —la mano resbaló desde la mejilla de su amado hasta su pecho, donde descansó por fin—, te voy a echar el polvo de tu vida. Morder el polvo, echar un polvo —bromeó—. ¿Lo pillas, Steve?
Steve sintió cómo su mundo desaparecía bajo los pies. Tenía a Bucky entre sus brazos, y de nuevo, el sargento le confesaba que cuando estuvieran en su Lugar Seguro, le iba a echar el polvo de su vida. Era la décima vez que mantenían esa conversación —quizás no con esas palabras, pero sí en esencia—, la décima vez que la vida de Bucky se le escapaba de entre los dedos. Apretó los dientes, aguantando las ganas de llorar. Si la matriz espaciotemporal volvía a teñirse de verdeazulado, significaba que Bucky estaba muerto y que él había fallado una vez más.
La nieve empezó a caer con fuerza sobre los dos. Tanteó su cadera en busca de su pistola; esta vez se la metería en la boca, estaba cansado de ponérsela en la sien. Nunca le había gustado portar armas, pero la Colt M1911A1 era la pistola reglamentaria del Ejército, y tenía la obligación de llevarla encima.
"Estoy listo."
Besó a Bucky antes de volarse la cabeza. La primera vez que lo hizo, fue por pura desesperación: Bucky yacía inerte en el suelo y Steve sintió que su vida, tal y como estaba planteada, no tenía sentido sin él. Lejos de morir, se encontró de nuevo en el tren, joven y vigoroso, mientras Bucky colgaba del exterior del vagón sin forma de llegar a él. Steve comprendió entonces que su futuro estaba ligado al de Bucky, y que si éste moría y él lo seguía, el bucle se reiniciaba, y volvían al convoy del demonio una vez más.
Un par de reinicios más le enseñaron que para avanzar en aquella macabra partida, debía incluir algún tipo de variación en la secuencia de hechos. Hasta el momento, Steve no se había atrevido a besar a Bucky por miedo a que alguien los viera —¡estaban en los años cuarenta, por Dios!—, pero al dejarse llevar por sus sentimientos algo había cambiado en alguna parte. El sargento dejó de estar inmóvil y sus labios reaccionaron al contacto con los de Steve, devolviéndole el beso.
Steve abrió los ojos, sorprendido. Depositó la pistola en la nieve, se quitó los guantes y palpó la yugular de su amado en busca de signos vitales. Débil, Bucky Barnes se aferraba a la vida y Steve supo que aquel era el camino que tenía que seguir.
—Me lo has prometido —susurró en su oído—. Tienes que echarme el polvo de mi vida. Y tienes que cumplirlo, Bucky, necesito que lo cumplas, porque estoy enamorado de ti hasta los huesos.
Steven G. Rogers jamás se le había declarado al sargento James B. Barnes de una forma tan directa. Tenía las mejillas sonrojadas —aunque creía que era producto del frío—, y el corazón le latía a toda velocidad. Sacudió la cabeza, centrándose en el problema actual y dejando a un lado los deseos que empezaban a aflorar a la altura de la entrepierna. Sabía que los rusos andaban por la zona y que HYDRA tenía un destacamento a unos pocos kilómetros de allí. Con el corazón encogido, se levantó, cargó con el cuerpo desmayado de Bucky en busca de una zona despejada y cuando la encontró, lo depositó en el suelo nevado con muchísimo cuidado.
—Aguanta. Volveré a por ti. Es una promesa.
Sacó su arma y disparó dos veces al aire. Las voces de los soldados no tardaron en oírse.
Steve sintió una oleada de furia y de desesperación. Quería esperarlos en el claro y matarlos a todos, pero si lo hacía, Bucky entraría en shock y la asistencia médica resultaría inútil. No había otra opción, ya las había agotado todas: tenía que dejar que capturaran a Bucky y una vez en las instalaciones de HYDRA, Zola le implantaría el brazo de vibranio y comenzaría con su programación de Soldado de Invierno.
La mera idea de hacerle vivir de nuevo ese proceso le dio ganas de vomitar.
Esperó escondido a que los soldados del Ejército Rojo se acercaran a su cuerpo y se lo llevaran como un fardo, arrastrándolo por la nieve. Se les oía reír, satisfechos por haber capturado con vida a un invasor estadounidense. Steve se mantuvo quieto, conteniendo las ganas de asesinarlos a sangre fría por hablar así de su compañero —del hombre al que amaba—, pero ni ese era el plan, ni él era un asesino.
El plan, para su desgracia, iba más allá que dejar a Bucky en manos de HYDRA. En la base de los Aliados en Londres estaba la mujer que lo ayudó a salvar a la 107º y a Bucky hacía más de ochenta años, y a la que él, en agradecimiento, le había arruinado su red espaciotemporal, privandola de tener un marido que la amara por completo y de unos hijos que la arroparan en su lecho de muerte.
Steve tenía varios días para hacerse a la idea, así que emprendió el camino hacia la base con la cabeza bullendo de actividad. Era el Hombre Estrellado Que Siempre Tiene Un Plan. ¿Qué podría salir mal?
Steve pronto se dio cuenta de que esa parte de la partida —por llamarla de algún modo— era lo más complicado que le había tocado vivir hasta el momento. Si creía que dejar a Bucky en manos de Zola era duro, tener a la Peggy Carter de veintipocos años ante él lo entristecía y desesperaba a partes iguales. Cada vez que la miraba, su memoria recreaba los momentos que había vivido con ella: las conversaciones, las miradas, los besos. La primera vez que hicieron el amor.
La primera vez que ella lo abrazó en mitad de la noche, calmándolo tras una pesadilla.
No soportaba la idea de pasar otro calvario con Peggy. Dejar a Bucky en el claro a merced de aquellos bastardos ya era suficiente angustia para toda una vida. A pesar de estar aún en los primeros niveles de su Robo del Tiempo particular, Steven G. Rogers sintió cómo flaqueaba su determinación. Le dolía demasiado perder a Bucky una y otra vez, por lo que lo mejor para ambos sería alzar un muro de frialdad entre Peggy y él y distanciarse de ella lo máximo posible.
La gema del Tiempo, el doctor Stephen Strange y todos los hijos de puta que trabajaban en el Ministerio del Tiempo tenían un macabro sentido del humor, como pudo descubrir nada más llegar a Londres. Sus pies lo llevaban una y otra vez al bar donde reclutó a los hombres que formarían parte de los Comandos Aulladores y una vez allí, sentado en las ruinas del local —si sus recuerdos eran correctos—, se vería obligado a mantener con Peggy una charla sobre su incapacidad para emborracharse, sobre su metabolismo acelerado y sobre James B. Barnes. Su Bucky.
Steve quería espantarla, tener la mínima interacción con ella, así que en la primera de las conversaciones —porque para su desgracia, revivió la escena más de una vez—, Steve se comportó como un bastardo arrinconándola contra la barra y comiéndole la boca, lo que hizo que Peggy respondiera con un rodillazo en los testículos y varios insultos impropios de una dama. En la segunda, Steve probó a ignorarla, lo que provocó que Peggy le gritara que era una decepción bajo un precioso traje ajustado. La tercera, Steve se levantó y la dejó con la palabra en la boca. Peggy lo siguió preguntándole por qué había cambiado tanto desde que rescató a la 107º, cuando sabía que entre ellos había algo y que estaba dispuesta a averiguar qué era.
En todos los intentos, la matriz verdeazulada desplazaba el escenario ruinoso del bar y la calle londinense para devolverlo al convoy del demonio, desde donde Bucky volvía a caerse, Steve se lanzaba detrás de él, torniquete, beso, declaración, abandono y vuelta a Londres.
"Me voy a volver loco, si es que no lo estoy ya."
Hastiado de la situación y sin ideas, Steven G. Rogers se sentó en las ruinas del bar una vez más, apuró una botella de whisky y esperó a que Margaret Carter apareciera por la puerta, dispuesto a contarle todo su periplo desde la Batalla por la Tierra.
—El doctor Erskine me dijo que el serum no sólo afectaría a mis músculos. En definitiva, me encantaría beber hasta caerme redondo pero me han robado incluso esa posibilidad. ¿Lo sabías?
—Tu metabolismo funciona cuatro veces más rápido que el de una persona normal —contestó Peggy mientras se acercaba a él—. No es culpa tuya —añadió, refiriéndose a la muerte del sargento Barnes.
—Todo es culpa mía, Peggy. Y si fueras inteligente pondrías un mundo de distancia entre tú y yo.
Ella lo miró sorprendida.
—¿No creías en tu amigo? —contestó ella, sorprendida. Esta vez permanecía de pie, sin tomar asiento—. ¿No lo respetabas? Deja de torturarte. Él pensaba que merecías la pena.
Steve se giró hacia ella, reprimiendo las ganas de gritar. Estaba furioso y dolido, necesitaba ponerse en perspectiva, pero sus sentimientos campaban enloquecidos por todo su ser nublándole toda capacidad de racionalización.
—No tienes ni idea de lo que pensaba Bucky, así que no hables de él. No menciones ni su nombre —le escupió entre dientes, sin pensar en las consecuencias—. Lo ignoraste cuando estábamos tomando una copa ahí, en esa barra. Como si no existiera. Ni siquiera te dignaste a contestarle.
Peggy se quedó quieta, sin dejar de mirarlo.
—Te pido disculpas —trató de remediarlo, pero el mal ya estaba hecho. Peggy guardó silencio, escrutándolo desde la distancia. En su cerebro, las piezas empezaban a encajar.
—¿Tenías algo con él? ¿Una relación romántica? —Si Steve no sabía recapitular, Peggy tampoco. Pero el Capitán América no estaba preparado para darle una respuesta directa. No a ella. No en ese momento.
Steve volvió a llenar su vaso. Jugueteó con el borde, pasando la yema del dedo por él. Ella suspiró impaciente.
—No es tan sencillo —respondió.
—Yo creo que sí —respondió Peggy. Se mostraba fría y distante; Steve sabía que la respuesta no había sido de su agrado, pero su mente analítica necesitaba más información, aunque le rompiera el corazón. La conocía demasiado bien y sabía que no se detendría con algo tan vago.
—Schmidt posee un cubo mágico llamado Teseracto. Usa el poder de ese cubo para modificar sus armas. Es un artefacto de energía infinita, se creó en el Big Bang, en el inicio del universo tal y como lo conocemos. Sé que suena a cuento fantástico pero es así. No hay otra manera de explicar la potencia destructiva de su armamento.
—Prosigue —ella se sentó y se sirvió otro vaso de whisky. Como buena inglesa, toleraba perfectamente las bebidas alcohólicas. Llenó el de Steve. El asintió.
—Tiene un bombardero enorme, supera incluso a los B-52 —Peggy alzó una ceja. No conocía los B-52, todavía no—. No importa, ya te cansarás de verlos —se excusó Steve—, Bucky y la 107º estuvieron trabajando en él, se llama la Valkyria.
Ella bebió un trago, memorizando y procesando toda la información.
—Ese bombardero lleva en su interior armas autodirigidas que se estrellarán en las ciudades más importantes de Estados Unidos. Entre ellas, Nueva York.
—No tenemos constancia de esas armas, Capitán —respondió ella—. ¿La información es fiable?
Steve asintió.
—Schmidt y yo lucharemos en la Valkyria y en la refriega, el timón del avión dejará de funcionar. Me veré obligado a estrellarlo en una zona helada, y me quedaré allí encerrado durante 70 años.
Peggy enarcó una ceja, estupefacta.
—Me rescatarán del hielo en el 2012. Y tendré este mismo aspecto. El hielo y el suero de súper soldado evitarán mi degeneración celular.
—Steve, todo esto que me estás contando es una historia increíble.
El Capitán América tomó aire. Ya no le importaba si la matriz verdeazulada aparecía de nuevo ante sus ojos. Necesitaba aliviar la opresión de su pecho y la única persona en la que confiaba, además de Bucky, era ella. Peggy Carter. Su Peggy.
—Tienes cosquillas en los pies. No te gusta que lo sepan, porque crees que te verán débil si lo averiguan. Tienes dos lunares en el muslo, otros dos en la espalda y una mancha de nacimiento cerca del pubis, debajo del ombligo. Tenías un perro al que llamabas Penique. Tu padre te enseñó a disparar a la edad de cuatro años —le relató sin dejar de mirarla a los ojos—. Sabes cinco idiomas, pero prefieres que piensen que eres una damita en apuros para que bajen la guardia y sonsacar información antes de utilizar la fuerza —Steve sonrió—. Aunque si tienes que usarla, no te tiembla el pulso. Siempre me ha gustado eso de ti.
Peggy alzó las cejas y apretó los labios, indignada al escuchar los secretos íntimos que guardaba con celo. Durante un par de segundos hizo ademán de contestarle, pero por último, guardó silencio. Steve prosiguió. Ella ya estaba lista para escuchar el resto del relato.
—Solo puedo confiar en ti y en Howard Stark. Sé que, al igual que yo, tienes memoria fotográfica y eres capaz de compartimentar tu mente y tus recuerdos de una forma asombrosa, así que escucha bien lo que te voy a decir: Existirá un proyecto ruso llamado Soldado de Invierno. Operará a partir de 1953, y será un dolor de cabeza para las Inteligencias de varios países, incluidos el tuyo y el mío. Si me quedo en el hielo, no podré detenerlo. No estoy seguro de poder hacerlo con la tecnología actual, pero lo intentaré. Necesito que convenzas a Howard Stark y que él empiece a diseñar un contraproyecto para frenar al Soldado de Invierno.
—¿Qué debo pedirle que investigue? —preguntó ella. Le brillaban los ojos, emocionada por todo lo que le estaba contando.
—Necesito que me busque en el hielo y que me saque de allí. Tendrá que diseñar un criotubo para mantenerme en hibernación, animación suspendida, criosueño o como quiera llamarlo, y solo saldré de él en determinados momentos, desde 1953 hasta 2012. Cada vez que termine una misión volveré a hibernación. Es la única manera para que el suero de súper soldado siga funcionando y yo no envejezca.
Ella lo miró con tristeza al descubrir las implicaciones derivadas de su plan.
—Peggy —Steve le tomó las manos entre las suyas, como había hecho miles de veces en su vida de casado—. Siempre serás mi chica. Nunca dejaré de quererte y trataré de protegerte lo mejor que pueda, porque has sido la única mujer que me ha comprendido y que nunca me ha juzgado. Siento no haber podido darte lo que necesitabas.
Ella se levantó y lo abrazó, mientras Steve lloraba entre sus brazos. Sus labios suaves lo calmaron como solo ella sabía hacerlo, paciente y protectora, generosa y llena de amor. Steve correspondió una última vez, despidiéndose de ella como amante y como esposa, y cuando se separaron, ya eran la Agente Carter y el Capitán América.
—Voy a ir a por Schmidt, y no pararé hasta que HYDRA haya caído, muerta o capturada.
—No estás solo —respondió ella—. Te protegeremos. Cueste lo que cueste.
—Recuerda también este nombre —finalizó él, levantándose—. Daniel Atkins.
Ella lo miró a los ojos, inquisitiva.
—Tengo entendido que baila asombrosamente bien —respondió Steve con una sonrisa.
—Lo tendré en cuenta —suspiró ella, acompañándolo a la puerta.
Días más tarde, Steven G. Rogers se estrellaba en el círculo polar ártico, en una misión que detuvo las maquinaciones de Cráneo Rojo y terminó con su vida. El Gobierno de los Estados Unidos buscó su cadáver durante semanas, pero abandonó la idea de su recuperación por la falta de pistas. Howard Stark, alentado por la Agente Carter, desvió parte de sus recursos a un proyecto ultrasecreto, trabajando en el diseño de un tubo criogénico para mantener a una persona en animación suspendida, al que llamaron Contramedidas al Soldado de Invierno, o Proyecto Nómada.
Ella se casó con Daniel Atkins. Nunca olvidó a Steve Rogers.
