Cuando Bucky abrió los ojos, no supo si continuaba inmerso en la alucinación donde Steve volvía a ser el hombre guapo y musculoso que lo rescató del laboratorio de Zola o si estaba en la Habitación Roja mientras los programadores ponían a punto al Soldado de Invierno para una nueva misión. Había experimentado vahídos y un malestar general más fuerte que en otras ocasiones, quizás por un reajuste de las drogas que le suministraban de forma periódica. Incluso diría que había alcanzado la fase REM de criosueño, aunque no podría asegurarlo.

Lo que sí sabía era que estaba tumbado boca arriba en una camilla o similar, y un ejército de Batas Blancas desfilaban a su alrededor, mascullando palabras en algún idioma que todavía no era capaz de descifrar.

"Comprueba el entorno."

Puso más atención en lo que lo rodeaba. El lugar era más parecido a un quirófano que a la Habitación Roja, y los programadores iban vestidos con equipos de protección personal en vez de la habitual bata blanca. Intentó levantarse, pero el brazo izquierdo le dolía tanto que apenas podía moverse. Tomó aire, una inspiración profunda que expulsó en ocho tiempos, apretó los dientes y se llevó las manos a la cara. Descubrió con horror que la alucinación no era tal. Volvía a tener el brazo cibernético diseñado por Zola, lo que quería decir, por muy increíble que resultase, que todo lo que le había dicho el Steve de la nieve era verdad.

"Analiza la situación."

Todo a su alrededor olía a antiguo, tanto el quirófano como las máquinas a las que estaba conectado. No había pantallas táctiles, servidores de datos médicos o elementos similares. Incluso la ropa de protección de los médicos —no eran programadores, estaba más que seguro— se veía obsoleta.

"Extrae conclusiones."

—El paciente se ha despertado, Herr Doktor.

Su corazón se aceleró de inmediato. Los médicos y enfermeros hablaban en alemán, así que volvía a estar en manos de HYDRA. El enano cabrón de Zola debía estar en alguna parte y pronto haría acto de presencia. Las dudas lo atenazaron por un instante: ¿Por qué sabía que Zola estaba allí? ¿Por qué tenía un vago recuerdo de otro brazo distinto, con multisensores diseminados por todo el vibranio que se activaban al contacto humano? ¿Por qué el Steve de la nieve estaba en la nieve, y no en el tren?

"Huye."

Saltó de la camilla con la elegancia de un felino mientras se arrancaba los catéteres del brazo y del pecho. Libre del cóctel de drogas, El Lobo Blanco esbozó una sonrisa al detectar el miedo con el que lo miraban los médicos mientras buscaban algún lugar donde esconderse. Los guardias habían cometido un error fatal al no inmovilizarlo y pensaba hacérselo pagar. Un golpe en la tráquea al tipo de la izquierda, patada en el estómago al tipo de la derecha y la desbandada de los otros Batas Blancas abrió un pasillo que lo conducía a la única puerta que había en toda la sala. Bucky estaba descalzo, pero no le importaba. Recordaba haber estado descalzo en una jungla africana durante bastante tiempo sin sufrir ni un solo contratiempo. Amartilló el brazo con un giro completo de hombro, y el zumbido de los servos —no eran tan avanzados como el del otro brazo, pero servirían— lo ayudó a concentrarse en su objetivo.

—¡Zola!

Bucky notó la cabeza pesada y los músculos de las piernas entumecidos. Sintió una furia ingobernable campar a sus anchas por todo su ser. El cóctel de drogas debía tener una potencia suficiente para tumbar a un elefante, pero la adrenalina lo quemaba a gran velocidad. Quizás tenía una oportunidad para agarrar al gusano por el cuello y partírselo en dos, pero el muy cobarde estaba parapetado detrás de un grupo de soldados armados hasta los dientes. La cabeza medio calva sudaba abundante, producto del miedo.

—Sargento Barnes, el procedimiento ha dado comienzo —hablaba en una mezcla de inglés y alemán—. Usted va a ser el nuevo puño de HYDRA.

En eso no se equivocaba. Sería el puño de HYDRA porque HYDRA le había hecho aquel regalo casi indestructible y en agradecimiento, Bucky les iba a demostrar en vivo de lo bien que funcionaba. No le costó desarmar al primero de los soldados con un puñetazo en el plexo solar. El segundo disparó su arma, pero Bucky detuvo las balas con la mano metálica abierta, a modo de escudo. Pateó al tercero con tal fuerza que lo estrelló contra la pared, armando un estruendo de cristal y madera. El cuarto trató de acuchillarle, pero el Lobo Blanco era diestro en cuerpo a cuerpo, y no duró diez segundos frente a él.

Zola temblaba de pies a cabeza.

—Voy a matarte, cabrón de mierda.

Estiró el brazo de vibranio y agarró el gaznate del médico pero no pudo cerrar los dedos a su alrededor. El bastardo tenía un aparatito en la mano que bloqueaba la señal neuronal y que impedía que el brazo cibernético obedeciera las órdenes de su dueño.

—Me temo que hoy no, sargento Barnes. ¡Guardias!

Zola oprimió los botones de su conmutador neuronal con una sonrisa. Bucky cayó de lado, con un dolor indescriptible recorriendo todo el cuerpo. De alguna manera sabía que el jodido enano le había paralizado las conexiones sinápticas con una descarga electromagnética, así que tendría que cambiar de estrategia para futuras interacciones y mostrarse más sumiso. El Lobo Blanco que habitaba en su interior deseaba despedazarlos, pero no era una buena idea. Las posibilidades de salir con vida de aquella instalación se acercaban a valores negativos. Vomitó a los pies de los guardias, que le golpearon con sus porras, lo suficientemente fuerte para marcar su territorio, pero sin herirlo de gravedad.

Respiró profundo mientras dejaba que su cuerpo recuperara sus funciones motoras. Sin dejar de mirar a su alrededor, memorizó cada rincón, cada punto ciego, compartimentos estancos, ventanas, trampillas y demás elementos que pudieran ayudarlo en caso de fuga. Los guardias lo devolvieron a la camilla, asegurándose esta vez de dejarlo inmovilizado. Bucky se mordió el labio. El Steve de la nieve podría haberle contado una aventura fantástica, pero hasta el momento, no se había equivocado.

—Sargento Barnes, usted y yo vamos a tener una relación larga y fructífera. Tengo todas mis esperanzas puestas en usted.

—Nuestra relación terminará cuando te parta la tráquea con estos dedos maravillosos que me has implantado, pedazo de cabrón —respondió Bucky en alemán. Zola lo miró con más interés, si cabía.

—Sabía que usted era el sujeto de estudio idóneo para mi proyecto en el instante en que le inoculé el suero de supersoldado, sargento Barnes —replicó el médico.

—Steve os hará arder hasta los cimientos —escupió Bucky al sentir las drogas expandirse por su organismo. Cerró los ojos, cansado. El brazo seguía sin funcionar; HYDRA le había instalado en alguna parte de la prótesis un inhibidor de señales neuronales. Su próxima misión sería la de buscarlo y desactivarlo.

—¿Steve Rogers? —preguntó divertido Zola—. ¿Se refiere al Capitán América?

Bucky frunció las cejas.

—El Capitán América falleció, sargento Barnes. Se estrelló en el Valkyria a finales de 1944. A no ser que sea capaz de volver de entre los muertos, nada impedirá que usted sea nuestro soldado del futuro.

Bucky lo miró a los ojos, incrédulo, aunque la expresión de Zola no mentía. Le estaba diciendo la verdad. Steve estaba muerto. Clavó la vista en la lámpara quirúrgica del techo mientras ponía orden en el orfeón de gritos de su cabeza. Recordó que esa era una de las partes más importantes de la programación: quebrar los lazos gregarios, hacer creer al sujeto que está completamente solo.

Steve no podía estar muerto. Él lo habría sabido.

Se mordió los labios y dejó salir al Lobo Blanco de su interior. Gritó furioso, desesperado, herido. Gritó hasta que las cuerdas vocales se quebraron. Se retorció sobre la camilla, moviéndose de forma espasmódica, armando un buen espectáculo. Les dio lo que esperaba, la reacción de un hombre que se aferraba a un sueño al que HYDRA había hecho añicos. Zola ladraba órdenes en alemán, mientras sus asistentes le subían la dosis de drogas. El mundo se volvió gris y por último, negro. El sueño reparador lo envolvió y su viaje hacia el infierno blanco comenzó cuando escuchó de los labios del enano cabrón las palabras que no debían ser pronunciadas.

—Llévenlo al tubo y congélenlo.

El Lobo Blanco corrió por todos los recovecos de su mente en busca del Lugar Seguro. Cuando las drogas hicieron efecto, Bucky ya estaba muy lejos de allí.


El puente de mando del Estrella Solitaria era un hervidero de actividad. El buque rompehielos de última generación surcaba las aguas heladas del océano ártico en busca de algún indicio que diera credibilidad a la historia que Peggy Carter le contó a Howard Stark en 1945, sobre un hombre estrellado que volaba en una aeronave nazi y que desapareció en algún punto del círculo polar.

Aún no existían evidencias de la catástrofe, a pesar de haber rebasado la mitad del año 1954. Cada vez que Howard Stark mencionaba algo sobre abandonar la búsqueda, ella le respondía con una mirada furibunda y la misma frase de siempre.

"Si dijo que estaría allí, allí tenemos que buscar."

Howard Stark apuró su bebida mientras supervisaba las imágenes del batiscafo en busca de alguna pista de la Valkyria y de su tripulación. Era la cuarta vez que barría un radio de 500 millas alrededor de las coordenadas que Peggy Carter le había entregado años atrás, sin resultados relevantes.

Quizás era el momento de dejar descansar en paz al Capitán América.

—Señor, hemos detectado una fuente de energía.

Howard se asomó a la pantalla. El brazo mecánico del batiscafo rescataba del fondo marino un cubo de cristal brillante de unos 30 centímetros y lo llevaba al interior. Los operadores se miraron mientras esperaban órdenes del capitán del barco, que contemplaba las imágenes en silencio.

—La huella energética termina aquí, señor.

—Continúe con la búsqueda.

Howard se dirigió a su camarote y estudió de nuevo la cartografía del lugar. Sentía la necesidad de hacer ver a Peggy lo descabellado de la misión en la que ambos se habían embarcado, pero no tenía fuerzas para enfrentarse a ella. Peggy se había instalado en la Base Militar Lehigh con un equipo de documentalistas y rastreaba incansable las noticias procedentes de Europa desde hacía dos años.

No había ni rastro del Departamento X ni del Proyecto Soldado de Invierno.

Howard se mesó el bigote mientras recordaba a Peggy disparando al pobre Steve Rogers, escondido tras el escudo de vibranio. Menuda fiera. Belleza y genio concentrados en metro setenta. La había cortejado más de una docena de veces, pero ella siempre lo había rechazado. Era una lástima que una mujer así se marchitara entre papeles, pero no parecía estar interesada en nada más que en el maldito Proyecto Nómada.

—Menudo desperdicio…

Y luego estaba la segunda petición: un tubo de congelación, donde el cuerpo del Capitán América reposaría entre misión y misión para que el suero de supersoldado no perdiera efectividad. Eso lo mantuvo entretenido durante las interminables horas de búsqueda ¿Cómo podría llamar al prototipo? ¿criotubo? ¿Y a la técnica? ¿Críogenización?

Abrió el expediente y repasó el diseño; el modelo C1 lo esperaba en Nueva Jersey, listo para ser probado con seres vivos. Quizás podría darle aplicación civil al invento en cuestión, todo era….

—¡Señor Stark! —la alarma retumbó por el camarote—. ¡Hemos encontrado algo!

Salió corriendo pasillo adelante, para encontrarse con lo que parecía la cola de un bombardero enorme emergiendo como un mástil negro entre el hielo y la nieve. Quizás, solo quizás, ella estaba en lo cierto. Envió un telegrama a Peggy con el asunto "sólo para sus ojos" y un mensaje críptico.

"Tenías razón. Me debes una copa."

Esta vez no le quedaría más remedio que salir a cenar con él.


Cuando Steve abrió los ojos, se encontró tumbado en el catre de un camarote, vestido con ropa de faena y completamente solo. Se incorporó con dificultad; a lo lejos la radio emitía una música suave —Mr. Sandman—. Miró al suelo durante un instante. Se sentía mareado.

—Señor Rogers, ¿cómo se encuentra?

Steve miró al hombre con detenimiento.

—¿En qué año estamos? —le preguntó.

—1954, 28 de julio.

El hombre tomó asiento guardando una distancia prudencial. Steve reconoció el brillo febril en sus ojos, la misma curiosidad morbosa con la que lo había mirado Erskine hacía ya diez años.

—Señor Stark —Steve no quería perder tiempo. No mientras tuviera fresco en su memoria el dossier del Soldado de Invierno—, Pegg... quiero decir, la Agente Carter...

—Llámeme Howard —el ingeniero esbozó una sonrisa—. Peggy ha trabajado incansable en las labores de coordinación de su búsqueda. Y, por todos los demonios, tenía razón. La Valkyria estaba donde ella predijo. Más o menos.

El Capitán América asintió. Así era Peggy. Su chica.

"Ya no es mi chica. Es la chica de otro hombre."

—¿Recuperaron el Teseracto? —preguntó Steve. Tenía ganas de ponerse a trabajar, ansiaba enfundarse en el traje y salir a pelear, pero no lograba centrar sus pensamientos. Mantuvo la compostura. Un poco de charla no le vendría mal.

—¿El cubo? —Howard acercó la silla a la cama de Steve—. Es una fuente inagotable de energía, tal y como Peggy nos dijo. Lo tenemos en custodia. Yo mismo dirijo el departamento de...

—No deben usarlo con fines armamentísticos —lo cortó Steve—. ¿Ha avanzado en el críotubo? ¿Tiene alguna novedad sobre la criogenización?

Howard frunció las cejas. Se mesó el bigote pensativo, como si tuviera algo importante en la recámara pero no quisiera compartirlo con nadie. Finalmente, recapituló.

—Tengo un prototipo en Nueva Jersey que quiero que vea, Capitán.

—Llámeme Steve, por favor. Solo Steve.

—De acuerdo —respondió el ingeniero—. ¿Necesita algo? ¿Comida? ¿Bebida?

—Un cuaderno y un lápiz. Tengo memoria fotográfica, pero con todo lo que me ha pasado últimamente —reconoció Steve, sin entrar en más detalles. No quería que lo tomara por loco—, temo olvidar algo. ¿Algún dato sobre el Soldado de Invierno?

Howard lo miró inquisitivo, como si intentara indagar en su mente. Steve se mantuvo tranquilo. No era cuestión de enzarzarse a discutir con el padre, como lo había hecho con el hijo.

—No sé de dónde ha sacado esa historia acerca del soldado perfecto —Howard era un hombre de ciencia, a fin de cuentas, así que lo taladraría a preguntas hasta encontrar la respuesta que descifrara el enigma. Steve tomó aire. Peggy confiaba en su palabra pero Howard iba a ser un hueso duro de roer. Necesitaba la capacidad creativa del ingeniero, pero no tenía tiempo para sus estupideces. No cuando había tanto en juego.

—Solo tiene que mirarme, señor Stark. Velocidad, fuerza, agilidad, puntería. Combate cuerpo a cuerpo. Manejo de armas y de vehículos de combate —enumeró las habilidades de Bucky—. Ahora, imagínese que trabajo para HYDRA.

El hombre contempló el paisaje que se veía por el ojo de buey, con las manos metidas en los bolsillos.

—No pudimos recrear la fórmula del suero de Erskine. No hay tal soldado perfecto. Usted es lo único que nos queda.

—Zola lo logró —replicó Steve.

—¿En serio? —Howard se giró, sorprendido—. Zola trabaja para el Gobierno de los Estados Unidos. Fue uno de los científicos que pudimos reclutar tras la guerra.

—Es un agente doble —escupió Steve con desprecio—. Deberían meterlo entre rejas y alejarlo de todo lo que...

Steve sintió un pinchazo en la sien, un fogonazo en sus nervios ópticos y la matriz verdeazulada formándose ante sus ojos. Sabía lo que significaba y lo que venía a continuación. Gimió desesperado; no quería volver al tren y ver caer a Bucky de nuevo. Quería saltar por la borda y terminar con esa agonía. Sentía a Bucky cada vez más lejos y con la tecnología de 1954 se le hacía casi imposible el localizarlo. Apretó los dientes, preparado para volver al convoy, pero cuando abrió los ojos, estaba en el mismo camarote pero completamente solo.

Howard abrió la escotilla y saludó.

—Señor Rogers, ¿cómo se encuentra?


Cuando Steve apareció por cuarta vez en el camastro del barco, supo que cualquier cosa relacionada con Zola activaba algo en alguna parte y le reiniciaba el nivel de su Robo del Tiempo particular, no tardó en aprender que si mantenía la boca cerrada, el continuo espaciotemporal seguía adelante sin interrupciones.

Este hecho en concreto le dio una idea general de cuáles eran las reglas que debía respetar para llegar a Bucky antes de que su conversión a Soldado de Invierno fuera completa. A pesar de no tener ni idea de física cuántica, teoría de cuerdas y demás conceptos estrambóticos de los que Tony alardeaba, Steve comprendió que algunos sucesos eran inamovibles en su historia, y que hiciera lo que hiciera, no iba a evitar que ocurrieran. El accidente de Bucky —y como consecuencia, el implante de su brazo biónico— era un suceso troncal, y cuando Steve intentaba evitarlo, el espaciotiempo se revelaba y lo ponía en la casilla de salida, obligándolo a recorrer el camino de nuevo. La conversación con Peggy en el bar ruinoso era otro suceso troncal —Tony le habría buscado un nombre más rimbombante e incomprensible pero a Steve lo único que le importaba era el significado— y que Zola fuera intocable también lo era.

Eso significaba que el traidor alimentaría a HYDRA con los recursos de SHIELD y Steve no podría hacer nada para evitarlo.

Se concentró en redactar de forma cronológica todo lo que recordaba del expediente que Natasha había sacado de los archivos de la KGB sobre las misiones del Soldado de Invierno. Se imaginó a Bucky herido, preguntándose por qué lo había abandonado, por qué lo había dejado solo. Steve sintió unas ganas de llorar incontrolables. Al cerrar los ojos pudo ver el rostro de Bucky salpicado de sangre y nieve, y al tocarse los labios, recordó su sabor y la pasión con la que le había respondido a pesar de estar herido de gravedad. Abrió los ojos de golpe y le echó un vistazo rápido al camarote, por si hubiera cámaras espiándolo.

"Estupendo. Ahora puedo añadir la palabra depravado a mi nuevo catálogo de habilidades. "

Se puso la mano entre las piernas y apretó hasta alcanzar el umbral del dolor. ¿Cómo era posible que recrear algo tan lejano despertara una erección tan descomunal? ¡Por todos los santos, había estado casado más de cincuenta años! Necesitaba racionalizar el hecho de que, cada vez que pensaba en Bucky, su pene reaccionaba desaforado y se abría paso entre sus muslos como un periscopio.

Una cosa era asumir que estaba enamorado hasta los huesos, y otra muy distinta, que su cuerpo quisiera fundirse con el de Bucky. El cuerpo desnudo de Peggy —con el que había yacido tantas veces y de tantas maneras distintas—, era ahora un recuerdo lejano, algo que ocurrió pero que no volvería a darse.

"Eres un cínico y un cobarde, Rogers."

El reloj marcaba las 3.18 de la madrugada. En unas pocas horas atracarían en Nueva Jersey y se dirigirían a la base Lehigh, el lugar donde todo comenzó. Steve separó las piernas y alojó la mano entre ellas, dividido entre el deseo y la culpabilidad. Su corazón estaba lleno de amor por Bucky, pero no había querido ahondar en el hecho de que pudiera sentir deseo real por él, un ardor que amenazaba con calcinarlo hasta los huesos. Su Bucky no solo era bello a sus ojos —el azul impresionante de sus iris, su nariz recta, el mentón cuadrado y masculino, su boca amplia de labios carnosos—, sino también a su entrepierna, y ésta gritaba desolada por la falta de contacto físico.

Cansado y dolorido se masturbó imaginando que estaba de vuelta en Brooklyn, que Bucky había dejado a aquella golfa de nombre Dot plantada y que le comía la polla con tanta maestría como disparaba. Luego, se la chupaba en el helitransporte mientras todo ardía a su alrededor. Y por último follaban como bestias en la orilla del Potomac, con los uniformes del Capitán América y el Soldado de Invierno.

Aquello debía ser el Lugar Seguro del que le había hablado Bucky. Cuando se despertara al día siguiente, investigaría para crearse uno propio. El sueño le venció nada más eyacular.


Bucky no tardó en refugiarse en su Lugar Seguro, escondido en una de las zonas más recónditas de su mente. Lo había protegido con docenas de recuerdos autoinducidos, plegados unos sobre los otros y fundidos en su cerebro como las láminas que conformaban su brazo metálico. Una vez allí se encontró con un aséptico escenario blanco, sin más compañía que el sonido de sus propios deseos, que se abrían paso por sus venas como el agua de un torrente producto del deshielo.

Navegó libre hacia el único lugar donde había sido feliz en toda su vida y sustituyó el blanco inmaculado por otro salpicado de verdes, con árboles altos de copas planas, un lago que se extendía hasta donde llegaba el horizonte, montañas llenas de vida salvaje y una choza de adobe, asentada en el centro de su escenario inducido.

—Has tardado mucho.

El sargento sonrió al escuchar la voz masculina. El hombre iba vestido con un uniforme de combate en el que destacaba la silueta de una estrella en mitad del pecho. Bucky lo miró de arriba abajo. En cada encuentro, el hombre lo sorprendía con un aspecto distinto, pero ese era su preferido. El pelo rubio cayendo hacia un lado y la barba poblada le daban un toque salvaje y desordenado, delicioso a ojos del Soldado, sensual a ojos del sargento.

—Tuve que dar un rodeo.

El hombre se acercó despacio, paladeando la ansiedad del Soldado. Le sonrió con amplitud y sinceridad aunque mantenía las distancias. Era parte del juego que tanto los excitaba. Bucky esgrimió sus cuchillos tácticos mientras se colocaba en posición de ataque, pie ligeramente adelantado y rodillas flexionadas, listo para saltar. Su compañero desplegó los escudos de sus brazos con un movimiento suave, mientras lo provocaba con su mirada.

El Lobo Blanco adoraba el azul de sus ojos cuando combatía. Se volvían puro fuego, y el ángel rubio se convertía en un jodido demonio que devolvía cada golpe con una pasión arrolladora. La misma pasión que mostraba mientras follaba.

Bucky lo atacó con todas sus fuerzas. Su estrategia era acorralarlo junto a la orilla del lago, y una vez allí se abalanzaría sobre él y le arrebataría los dos escudos mientras le marcaba el cuello con el filo de su cuchillo. La visión de la sangre era algo que lo excitaba de tal manera que sentía todo su cuerpo arder, y si su compañero le mostraba la curvatura del cuello en señal de sumisión el ardor se alojaba entre sus piernas, denso y egoísta.

Danzaron violentos durante un buen rato. Bucky atacó con la misma fiereza con la que su rival se defendía, estrellando los cuchillos contra los escudos, mientras lanzaban improperios en un idioma que sólo ambos comprendían. Avanzaron y retrocedieron, se empujaron, golpearon y cayeron varias veces al suelo, salpicando de barro sus atuendos de combate. El Soldado arrinconó a su adversario en la orilla del lago, cortándole toda escapatoria. La pelea estaba a punto de finalizar, y pronto daría paso a otra pelea muchísimo más satisfactoria para ambos.

Bucky no tardó en escuchar el sonido de ambos escudos cayendo al agua. El Soldado sonrió triunfal; había vencido. Se acercó despacio al hombre que jadeaba por el esfuerzo y pasó la punta del cuchillo por la estrella, rasgando parte del uniforme.

—A veces creo que te dejas ganar, Steve.

El Capitán América esbozó una sonrisa amplia, incluso divertida.

—Sabes que no es verdad —respondió. La sangre arrollaba roja por el cuello, un reguero carmesí que alimentaba la violencia del Soldado—. Tú eres más rápido.

Agarró el cinto del uniforme de Steve y lo desabrochó. La canana cayó en el agua, mientras el Capitán América se mantenía firme frente a él. ¿Era consciente de lo mucho que lo deseaba? El Soldado se debatía en su interior; exigía liberar la tensión acumulada a golpe de cadera.

—Te he extrañado mucho, Buck…

No lo dejó terminar. Lo agarró del pelo y lo besó con tal violencia que sintió la sangre apelotonarse en su boca y entre sus piernas. Steve gimió. Siempre gemía cuando se besaban por primera vez. Sus labios eran gruesos, sensuales, y pedían a gritos ser devorados, lamidos y adorados. Bucky tomó aire; el uniforme de Steve era un estorbo del que necesitaba deshacerse, así que utilizó la sierra de su cuchillo táctico para segar la tela reforzada de la guerrera, dejando al descubierto los pectorales perfectos del hombre al que amaba desde hacía casi un siglo.

—Te necesito.

Esas simples palabras fueron lo único que necesitó el sargento James B. Barnes para que el Soldado de Invierno y el Lobo Blanco se fusionaran con él. Lo había amado desde que tenía uso de razón. Primero al muchacho flaco y enfermizo cuando solo era un chaval de apenas quince años y descubría una de las vertientes más complejas y satisfactorias de su sexualidad. Luego, al Objetivo A1 Nivel 6 que lo había llamado "Bucky" en el puente que cruzaba sobre la avenida Kenilworth en Washington. Y por último al criminal de guerra refugiado en Wakanda que le devolvió su nombre y gran parte de sus recuerdos. Todos y cada uno de ellos eran Steven G. Rogers, el Capitán América.

Su Steve.

Bucky lo manoseó ávido, tatuándose en las yemas de los dedos —humanos y prostéticos— la suavidad conocida de su piel. El Soldado saboreó las cicatrices de las puñaladas que le asestó en el helitransporte, de los disparos que impactaron en su cuerpo escultural. Steve le desató la hebilla el cinturón del uniforme y le bajó la cremallera del pantalón impaciente, tan ansioso como él. Le brillaban los ojos y respiraba entrecortado, producto de la excitación que nacía en su entrepierna y que exigía atención.

—Despacio —gruñó el Soldado—. Tenemos tiempo —le dijo Bucky sin dejar de mirarlo.

—Te he extrañado mucho, Buck —Steve lo liberó por completo, bajándole los pantalones hasta la mitad de los muslos.

—Proceda, Capitán —ordenó el Soldado.

Steve se arrodilló, quedándose a la altura del pene de su compañero, que emergía como un mástil entre sus muslos. Se aferró con mano firme a las nalgas del sargento —el Capitán América tenía unas manos enormes y podía cubrir cada una de ellas con sus palmas— y lamió como un cachorro los testículos de Bucky, al que le costaba mantener la verticalidad. El Soldado agarró con su mano prostética los mechones rubios para indicarle que, si bien ese era el camino correcto, debía prestar más atenciones a su erección.

Al igual que otras veces, Steve se entregó a la misión de proporcionarle placer sin ningún tipo de reserva. Su boca cálida albergaba gran parte de la longitud de Bucky, que ya movía las caderas por puro instinto, con los ojos entrecerrados y mordiéndose los labios. Al Lobo Blanco le costaba hacer ruido incluso en esos momentos de intimidad, a pesar de estar en su territorio. Cualquier medida de precaución era poca si se trataba de la seguridad de Steve.

El Capitán engullía y apretaba con los labios, hasta que soltó una de las nalgas y se ayudó con la mano. El Soldado lo detuvo. Estaba tan excitado que si Steve seguía marcándole ese ritmo, eyacularía en pocos segundos. Steve alzó la cabeza con su presa entre los labios, preguntándole con la mirada si lo había hecho bien, si el trabajo era de su agrado. El Soldado soltó el pelo rubio y Bucky acarició la mejilla de su amado, perdiéndose durante un instante en el azul brillante de sus ojos. Lo necesitaba, las tres vertientes de su persona —El Lobo Blanco, el Soldado de Invierno y el sargento James B. Barnes— necesitaban a Steve como el respirar; era el sol donde calentarse, la cueva donde pasar la noche, el resquicio donde esconder su cordura. Bucky lo ayudó a levantarse y una vez erguidos los dos, comenzaron a desnudarse a toda velocidad.

Las armas del Soldado terminaron regadas por la orilla del lago, al igual que su peto, su arnés y sus pantalones. Las botas y los guantes de ambos formaron una pequeña montaña. Ya se preocuparían luego del estado del equipo. La directriz primaria era la de apagarse en el cuerpo del otro, la de echarle el mejor polvo de su vida.

Bucky lo miró a los ojos, tan enfebrecido y excitado que pensó que con un único roce explotaría en pedazos. Steve le devolvió la mirada, sonrió y lo besó como sólo él sabía besarlo: de una forma ardiente y entregada. Con deseo. Con amor.

Lo alzó en brazos y caminó hasta que el agua le llegó a los muslos. Por algún motivo a ambos les gustaba follar en el lago, y en las últimas citas en su Lugar Seguro, habían repetido postura, como si fuera un acuerdo tácito y satisfactorio.

Steve le mordía la oreja y lo asfixiaba con los muslos mientras le clavaba la erección en el abdomen. En cada encuentro era más y más fogoso, como si él también se hubiera liberado de la carga de ser el Centinela de la Libertad. Qué título tan rimbombante y ridículo.

Mientras Bucky se sentaba en el lecho del lago, Steve se acomodó sobre sus muslos. Volvieron a besarse ávidos y violentos, como si se hubieran reencontrado tras meses sin verse, a la vez que alternaban mordiscos con lamidas y más besos. El Soldado mantenía la verticalidad del cuerpo de Bucky mientras que el Lobo Blanco comprobaba que estaban realmente solos en aquel lugar, que ese momento era suyo y solo suyo. Steve volvió a mostrarle la curvatura de su cuello, tan exquisitamente sumiso que Bucky gimió de placer al verlo. La temperatura del agua no había apaciguado el ardor de los amantes; al contrario.

—Te voy a echar el polvo de tu vida, Steve.

Llevó los dedos prostéticos entre las nalgas del Capitán América y se abrió paso entre ellas de una forma eficaz y certera. Steve se arqueó, momento que Bucky aprovechó para pasar la lengua por los pezones y tirar de ellos con los dientes, rozando —sin traspasarlo— el umbral del dolor. Steve respondió apuntándole con todo su cuerpo, mientras sus caderas empezaban a moverse con la cadencia sensual con la que solía cabalgarlo.

—Me lo has prometido —Steve jadeó contra su boca y lo mordió, tirando del labio inferior del sargento—, y tienes que cumplirlo, porque estoy enamorado de ti hasta los huesos.

Fue en ese momento cuando sustituyó los dedos prostéticos por su pene erecto, que restregó varias veces entre sus nalgas. Steve levantó las caderas y se dejó caer en un baile sincronizado que se saldó con un gemido conjunto, una tormenta de besos y mordiscos y las piernas largas y torneadas de Steve rodeando la cintura de Bucky. En el agua era todo mucho más sencillo: Steve apenas pesaba y Bucky podía usar una de sus manos para moverlo en vaivén, mientras la otra —la prostética, incansable y eficaz— se dedicaba a masturbarlo, a apretarlo y a soltarlo, a estrujarlo y a envolverlo con una eficiencia sobrecogedora. El Soldado disfrutaba mucho con esa misión. Steve era un hombre que no mentía, no sabía hacerlo, y en la cama, o en el lago, su cuerpo gritaba cuando sentía dolor y gemía cuando sentía placer.

Así debería ser todo el jodido mundo.

Bucky tomó aire para contemplar la belleza del hombre con el que se escondía en su Lugar Seguro, el hombre que custodiaba su cordura, el que le había prometido que lo rescataría, que, pasara lo que pasara, estaría con él hasta el final. Se clavó con fuerza en su próstata, como los proyectiles que disparaba con su Bruen MK9, certeros y letales.

Steve volvió a arquearse, pero esta vez no le mostró la curvatura de su cuello, sino sus dientes. El Soldado gimió de satisfacción al volver a encajarse en él, con la misma precisión pero a mayor velocidad. Steve respondió contrayendo su cuerpo, y Bucky sintió tal oleada de placer que durante un instante tuvo la sensación de haber perdido la consciencia. Se refugió en la pasión del Capitán América y repitió el movimiento, encajándose en lo más profundo de su cuerpo y recibió la misma recompensa.

—Buck —gimió Steve contra su boca—, Buck…

El sargento Barnes lo miró a los ojos, conocedor de que estaba a punto de estallar en su interior.

—Estoy contigo…. —repitió el mantra que tantas veces había escuchado en su cabeza.

—… hasta el final —respondió Steve, contrayéndose por última vez y temblando entre los brazos de Bucky, que lo llenaba entre quejidos obscenos.