Steve miró al Soldado de Invierno —Bucky, su Bucky— sin dar crédito a lo que había sucedido entre ellos. No quiso decir nada, solo observaba cómo su compañero —su amante— se ataba las botas militares y recolocaba las hojas de los cuchillos que llevaba en su interior mientras él terminaba de vestirse y de acomodarse el escudo a la espalda.
Bucky sacó una gomita de sus bolsillos y se ató el pelo en un moño. Esbozó una sonrisa al terminar.
—¿Algún plan, Steve?
Steve sintió una calidez que se esparció por su pecho. Sonrió de vuelta, listo para abandonar el que una vez fuera su hogar y donde había sido más feliz en dos horas que en toda su vida anterior. Era un pensamiento cruel e injusto, pero no por ello menos real. El cielo plomizo prometía otra nevada. Era hora de ponerse en marcha.
—Deberíamos buscar refugio y comida. Estoy hambriento.
El Soldado sacó un par de píldoras de su cinturón de utilidades y se las entregó. Steve las miró con recelo.
—Glucosa y proteína. Hidratos y no sé qué mierdas más.
Las tomó entre los dedos, pero el dolor de estómago era tan agudo que las masticó sin pensar. Se sintió saciado casi al instante.
—Prefiero una buena hamburguesa. Con patatas.
Bucky esbozó una sonrisa.
—Steve —corrían a buen ritmo, cruzando el barrio que los vio crecer de camino al puente—, ¿Qué es esa cosa que llevas en la oreja? —El Soldado se apuntó a su propia oreja—. Nunca había visto algo tan pequeño.
El Capitán América palideció. ¿Y si Howard y los demás lo habían oído mientras follaba? Meneó la cabeza borrando la idea de la mente. Estaba seguro que lo había apagado cuando se dirigió hacia el puente.
—Es un comunicador. Alcanza una distancia de más de trescientos metros.
Bucky asintió, impresionado.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
Steve se detuvo. Apretó el aparato en su oreja y pegó la boca al cuello de su uniforme. Escuchó un zumbido de estática.
—¿Escudo? Escudo, responda —la voz se notaba nerviosa—. Escudo, por favor...
—Aquí Escudo —contestó Steve—. Necesito extracción.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿En qué demonios estabas pensando?
Steve guardó silencio mientras miraba a la mujer con la que había estado casado en la realidad pasada. Pasaba de la cincuentena, pero no había perdido ni un ápice de su belleza guerrera. Estaba furiosa, lo sabía por la forma en que clavaba los tacones por el suelo de baldosa de la cocina de Howard Stark.
—No podía dejarlo escapar, Peggy. Nos será de gran ayuda.
La agente Carter lo fulminó con la mirada.
—No estamos hablando de un gatito callejero, Steve. ¡Es el puño de HYDRA! ¡Deberías haberlo llevado a la base!
Steve se levantó y la miró a los ojos. Necesitaba hacerle comprender que Bucky era un aliado y no un enemigo. En la realidad anterior Shuri lo había desprogramado en Wakanda, y después de lo sucedido entre ellos —¡habían estado follando, por Dios!— horas antes, Steve tenía esperanzas de devolverle a Bucky la vida que HYDRA le había arrebatado.
—Peggy, siéntate, por favor.
Ella le clavó una mirada dura y desafiante. Steve sabía que estaba sopesando todas las opciones mientras buscaba algún indicativo en su rostro que le diera información adicional. Steve se tensó inmediatamente. No pensaba darle ninguna pista de lo que había sucedido entre Bucky y él, porque no estaba seguro de si ella lo entendería. Lo mejor sería esconder ese recuerdo en el fondo de su memoria, a salvo.
—Por favor, Peggy.
Al final ella claudicó.
—Te escucho.
Steve tomó aire. Sabía que en cualquier momento la matriz verdeazulada aparecería ante sus ojos y volvería al criotubo, pero necesitaba tenerla de su lado una vez más, involucrarla en su Robo del Tiempo personal hasta que pudiera desvincularla por completo. Se sentó frente a ella, vestido con el uniforme de Nómada. Con el aroma de Bucky todavía impregnado en su piel.
—No puedo llevar al Soldado a la base.
—Es el lugar más seguro de todo el Estado. De todo el país. —replicó ella.
—Está comprometido —susurró Steve.
Peggy alzó las cejas.
—¿De qué hablas? —su voz osciló, dubitativa.
—Arnim Zola ha utilizado los recursos de SHIELD para fortalecer HYDRA desde que llegó a suelo estadounidense. SHIELD está comprometido, Peggy.
—Steve, Zola está muerto. Murió de una enfermedad degenerativa hace pocos días. Apenas era un vegetal, incapaz de hacerle daño a una mosca.
El Capitán América se removió en la silla.
—Ese bastardo pervive, Peggy. En forma de bits, dentro de las computadoras del semisótano 4. El que catalogamos como de máxima seguridad.
—¿Qué pruebas tienes? ¿Quién es tu informante? —ella encendió un cigarro y le dio una calada larga.
—Necesito que confíes en mí —respondió Steve.
La mujer suspiró, furibunda.
—No —negó categórica. La alianza de casada brillaba en su dedo anular—. Tu saldo de confianza está a cero, Steve. Yo necesito verdades empíricas, no trucos de magia. Algo a lo que me pueda agarrar cuando tengo que llevar ante el Consejo de Seguridad Mundial un proyecto que esté basado en algo más que la palabra de un Capitán América que ha dejado de ser el Capitán América y que a lo único que se dedica es a buscar un fantasma llamado Soldado de Invierno.
Steve meneó la cabeza.
—No puedo explicarte lo de Zola. No de una forma coherente sin que me…
—¡Inténtalo! —ella subió el tono, exasperada—. ¡Habla conmigo!
—Solo puedo decirte que ha estado operando como agente doble, Peggy. Intentando duplicar el maldito suero del supersoldado. HYDRA siempre ha querido tener su propio Capitán.
Ella se retrajo en la silla mientras meneaba la cabeza.
—Vas a tener que esforzarte más, Steve. Es cierto que Zola ha disfrutado de una cierta autonomía en la base, y que sus investigaciones en biónica han sido revolucionarias, pero todos sus resultados estuvieron siempre monitorizados por SHIELD.
—Zola creó al Soldado de Invierno, Peggy —la cortó.
Ella esbozó una sonrisa de incredulidad.
—Desde SHIELD —añadió él.
La agente Carter se levantó de su silla y buscó algo fuerte para beber. No tardó en servir dos vasos de whisky y encender un nuevo cigarrillo.
—¿Cómo, por todos los cielos, puedes saberlo? —volvió a preguntarle—. ¿Quién es tu informante?
—Necesito que confíes en mí una vez más —le rogó Steve.
Ella apuró su copa. Volvió a llenársela sin apartar la mirada. Se le notaba la pistola bajo la chaqueta y le mantenía la mirada como si fuera a desenfundar y a vaciar el cargador sobre el cuerpo de Steve. Algo que ya había hecho en 1943.
"Solo que esta vez no tengo el escudo."
—He confiado en ti más que en nadie —contestó ella con amargura—. Me enfrenté a Howard un montón de veces, cuando el desaliento lo invadía y quería abandonar tu búsqueda. Creé SHIELD porque me habías dicho que necesitabas un lugar donde alojar esa…. cosa donde te metes para que el suero no se diluya y no pierdas tus habilidades modificadas. He respetado tus deseos escondiendo el cuaderno en una caja bajo siete llaves, donde redactaste las Profecías de Nostradamus… No me hables de confianza, Steve. No cuando no es recíproca.
Steve se sintió el villano más grande del planeta, máxime cuando el ardor entre sus nalgas estaba tan presente.
—¿Quién es tu informante? ¿Algún agente? Podemos proporcionarle protección, un piso franco, nueva identidad. Lo que necesite.
Steve volvió a levantarse y caminó por la cocina, buscando espacio personal y perspectiva para sus pensamientos.
—No tengo un informante. Simplemente, he vivido esta realidad. O más bien, una realidad pasada, en la que me enfrenté al Soldado de Invierno.
Ella lo miró interrogativa. Luego esbozó una sonrisa burlona. Y por último, prorrumpió en carcajadas.
—Y yo que pensaba que el tímido Hombre Estrellado Que Siempre Tiene Un Plan no sabía hacer bromas… Así que en el Cuaderno recoges tus memorias. Las que no has vivido. Las que vivirás. O las de tu vida pasada. O las de tu vida futura. Sí, tiene mucho sentido, Rogers —le dijo sin dejar de reírse.
El Capitán América suspiró. Peggy tenía un sentido del humor un poco retorcido para los estándares de Steve. No había sido buena idea contarle la verdad, aunque sonrió aliviado cuando comprobó que la matriz espaciotemporal no se había activado para lanzarlo directo al criotubo.
Decidió tensar un poco más la cuerda. A fin de cuentas, significaría volver a ver Bucky, hablar con Bucky y tener sexo con Bucky de nuevo.
Sintió que le ardían las mejillas bajo la mirada escrutadora de Peggy.
"Rayos, Rogers. Céntrate en el maldito problema."
—Conozco la identidad del Soldado de Invierno, Peggy.
Ella alzó las cejas, divertida.
—Por supuesto que la conoces. ¡Está en el sótano de esta casa, por el amor de Dios! —contestó señalando el suelo con su dedo índice.
—Es Bu… es el sargento James Barnes.
Peggy cerró la boca de golpe. Sus labios formaron una línea delgada en su rostro.
—El sargento Barnes.
Steve asintió.
—James Buchanan Barnes, el sargento de la 107º. Tu compañero.
Steve se puso en guardia. Notaba cierta animadversión en su voz.
—Mi compañero, sí.
Peggy se alejó hasta apoyarse en la encimera de la cocina, con el cigarro entre sus dedos. Le dio una calada larga. Esas pausas dramáticas volvían loco de ansiedad a Steve. Y ella lo sabía.
—Lo dieron por muerto.
—Lo dieron por desaparecido, Peggy —puntualizó él.
Los ojos de la agente Carter permanecían resguardados. Insondables.
—En Londres, en nuestra…. cita —arrastró la palabra con desdén—, te pregunté sobre la naturaleza de tu relación con el sargento Barnes. No me respondiste aquella vez —continuó ella—. Me dijiste que era complicado.
—Peggy…
—¿Desde cuándo sabías que estaba vivo? —Steve agradeció el giro en la conversación. No estaba preparado para decirle que se habían convertido en amantes, y que Bucky lo era todo para él. Tomó aire y lo mantuvo en los pulmones. El tono de ella mutaba desde la sorpresa hasta el desprecio.
—Desde 1944 —le contestó lo más entero que pudo. Le costaba mantener su máscara de Capitán América, sobre todo cuando se sentía tan vulnerable—. Al caerse del convoy, me lancé detrás. Le hice un torniquete para que no se desangrara. El valle era demasiado abrupto, no había manera de sacarlo de allí a tiempo, así que lo dejé cerca de un destacamento ruso.
—¿Me estás diciendo que el Soldado de Invierno es un prisionero de guerra estadounidense desde hace treinta años?
Steve tragó saliva. Poniéndolo todo en perspectiva, no sonaba nada bien.
—¿Por qué fingiste que había muerto y mantuviste la charada de intentar emborracharte? ¡Debiste ponerlo en conocimiento del coronel! —la voz de Peggy destilaba indignación—. ¡Podríamos haber ido a por él!
—¡No es tan sencillo! —Steve le respondió herido y furioso—. Tras capturarlo los rusos, lo llevaron a la base de HYDRA donde lo mantuvieron sedado y estable. Allí, el cabrón de Zola volvió a experimentar con él en lo que llaman la Habitación Roja —ladraba como si Peggy tuviera la culpa de los padecimientos de Bucky. No era justo, pero ella era la única que le hacía frente, la que lo obligaba a tomar las decisiones que se traducían en un cambio en su vida—. ¿Sabías que también tiene el suero de supersoldado en su organismo?
La agente Carter abrió la boca para interrumpirlo, pero se lo pensó mejor y le pidió que prosiguiera con la mano.
—Ese suero impidió que muriera por las heridas de la caída en Austria, que sobreviviera al implante de su brazo biónico y a todo el condicionamiento mental que esos bastardos le grabaron a fuego durante décadas para recrear al asesino perfecto. Al puño de HYDRA —su voz era grave, casi un gruñido—. ¡Zola consiguió crear al Soldado de Invierno con los malditos recursos de SHIELD, delante de nuestras putas narices!
—Solo Dios sabe lo que pensará el sargento Barnes de ti, Steve. Sea el Soldado de Invierno o no, la realidad es que lo dejaste abandonado a merced de nuestro peor enemigo, y te has dedicado a intentar parar sus atentados en vez de ir a por el hombre que una vez fue tu compañero.
Steve se quedó sin palabras por primera vez en toda la conversación.
—Y lo peor de todo, has traído al asesino más mortífero de la historia de HYDRA a la casa de un civil, donde su esposa y su hijo pequeño duermen en el piso de arriba, sin más cobertura que dos agentes que deben estar procesando todo el asunto sin encontrar una respuesta que encaje con alguien que se supone tiene una mente analítica —la voz de Peggy fue subiendo de tono hasta alcanzar unos decibelios nada desdeñables—. Así que ya tengo mi respuesta, Rogers. No es que no sea sencillo. Simplemente, desde 1952 has estado actuando con el corazón. Porque tus pensamientos están gobernados por lo que te cuelga entre las piernas.
Bucky se miró las manos esposadas mientras oía la bronca monumental que le estaba cayendo a Steve de labios de la mujer que taconeaba furiosa en el piso inmediatamente superior. Movió los dedos por el placer de escuchar el sonido de sus servos al alinear las placas de su brazo de metal. El hombre a su izquierda lo contemplaba fascinado, deseoso por averiguar cómo funcionaba aquel ingenio mecánico. No parecía un Bata Blanca, aunque tenía la mirada.
Bucky sintió cómo se le encogía el estómago cuando recordó al mismo hombre, con el pelo completamente blanco, en otra situación que no pudo concretar. Se removió en la silla, incómodo. Desde la conversación en el puente su cabeza era un hervidero de imágenes inconexas a las que no podía poner orden, y Steve no estaba a su lado para arrojar luz a sus tinieblas.
—¿Desea algo de comer? ¿Agua?
El Soldado alzó las cejas.
—Creí que era un prisionero —respondió.
—En cierta medida, sí, lo es —replicó el hombre con un tono afable—. Aunque me temo que las esposas son más un objeto decorativo que un elemento disuasorio para usted.
Bucky afirmó con la cabeza.
—El brazo prostético, ¿es de vibranio?
—Sí —asintió Bucky, tranquilo. Su instinto le enviaba lecturas contrarias sobre el hombre. No parecía una mala persona, pero algo le decía que podría hacerle mucho daño si Bucky estuviera en el camino a un conocimiento superior. No era muy distinto a los otros científicos que lo habían diseccionado.
—Fascinante —susurró el Bata Blanca, acercándose pero sin llegar a tocarlo. La mirada le ardía, fruto de la curiosidad.
—Útil, más bien.
—Me llamo Howard Stark, por cierto.
El Soldado dudó un instante.
—Soy el sargento Barnes —Bucky fue consciente de que no podía fiarse de su memoria, aunque algo en él le decía que Steve jamás le mentiría, si le había dicho que se llamaba así.
Howard abrió una nevera situada en una esquina de su laboratorio y le ofreció al Soldado una botella de agua y varios sándwiches. Introdujo la llavecita en la cerradura de las esposas y lo liberó. Bucky lo miró con gratitud mientras se frotaba las muñecas.
—No le recomiendo estar en la misma habitación que yo sin un cerrojo neuronal activo en mi brazo —se bebió el agua de dos tragos largos y devoró los sándwiches a continuación. Se limpió las miguitas de las comisuras de la boca con el dedo metálico y dejó la botella vacía a su lado, en el suelo.
—Metabolismo modificado, como el de Rogers —susurró el ingeniero, sin ocultar su fascinación—. Ellos lo consiguieron. El suero de Erskine.
Bucky lo miró, con las imágenes de un hombre bajito llamándolo "el Puño de HYDRA" tras sus retinas. El nombre Zola apareció asociado a la cara sudorosa y desagradable. Apretó los dientes y se masajeó la sien. Cuantos más flashes tenía, más le dolía la cabeza.
—Es por culpa de la insulina —le dijo el ingeniero—. La cabeza, quiero decir. Ahora mismo pediré que le preparen más comida.
—Tengo cápsulas en mi cinturón —contestó Bucky.
—Por el momento nos inclinaremos por la comida tradicional, sargento Barnes. Al menos hasta saber qué contienen y si son dañinas para su salud.
Bucky lo miró extrañado. Era el primer Bata Blanca que no había tratado de diseccionarlo, que hablaba con él como si fuera una persona.
—Me sacian. De forma casi inmediata.
—Lo entiendo —respondió Howard—. Y por eso me aventuro a pensar que esas cápsulas pueden crear adicción.
—¿Con qué propósito? —Bucky se inclinó hacia delante, muerto de curiosidad.
—Es una teoría, pero no por ello descabellada —Howard habló por un comunicador y en un instante apareció una bandeja llena de comida en la puerta—. Si yo tuviera un efectivo con habilidades modificadas, trataría por todos los medios de mantenerlo bajo control por si le da por desaparecer, como ha hecho usted. Sus superiores deben estar buscándolo por todas partes, así que le informo que este laboratorio será su alojamiento durante unos días. Si lleva un dispositivo de rastreo, la jaula de faraday que rodea toda la estancia lo bloqueará.
El Soldado tensó los músculos de forma instintiva. El que alguien lo manipulara solía llevar aparejado dolor y olvido. No quería la bruma en su mente de nuevo. No todavía.
—Si Rogers confía en usted, yo también lo haré. No haga que me arrepienta, por favor.
Bucky lo miró a los ojos, directo y sincero. Howard asintió.
—Supongo que después de haber abierto nuestros corazones, me pedirá que le deje examinar mi brazo —Bucky esbozó una sonrisa torcida. A medida que pasaban los días, recuperaba más y más de sí mismo.
—Sería todo un honor ver de cerca algo tan avanzado —los ojos de Howard brillaron.
—Se lo permitiré con dos condiciones —Bucky lanzó un suspiro, cansado.
—Le escucho —Howard tomó un sándwich y lo devoró.
—Necesito un cuaderno y algo para escribir en él.
—No hay problema con eso. ¿Y la segunda condición?
—No quiero estar separado de Steve.
Durante varios días, la casa de Howard fue un remanso de paz. Stark había construido un habitáculo íntimo con dos camastros y un cuarto de baño —apenas un retrete y un plato de ducha— fuera del radio de acción de las cámaras de circuito cerrado del laboratorio. Steve aceptó quedarse junto al Soldado, con el que conversaba y le contaba historias sobre la Segunda Guerra Mundial, losComandos Aulladores, el Capitán América y su gira por todo el país.
Bucky devoraba aquella información con avidez. Escribía en su cuaderno detalles que luego le enseñaba a Steve, apuntes de escenas que se apelotonaban en su cabeza y Steve trataba de darles un contexto, aunque sus explicaciones eran de todo menos convencionales. Iban desde el recuerdo más vívido hasta la historia más disparatada de viajes en el tiempo, gemas del Infinito y seres de otras galaxias, lo que arrancaba exclamaciones y risas al sargento Barnes.
La mayor parte del día ambos supersoldados lo pasaban entre series de ejercicios cardiorrespiratorios sobre cintas de desplazamiento —copias perfectas de las utilizadas por los astronautas en el programa espacial— y combates de boxeo, con el uso de sacos y sparrings para puños y para piernas.
La parte más aburrida para ambos eran los exámenes médicos, mediciones, extracción de sangre y fluidos. Howard se encargaba personalmente de manipular las muestras, que registraba en una libreta para su posterior estudio.
Aquella noche, después de haber reventado varios sacos de boxeo, Bucky se acurrucó en el camastro demasiado excitado para poder conciliar el sueño. Steve permaneció despierto y con todos los músculos en tensión, deseando volver a tocarlo y mortificándose por ello. Pasaron varias horas callados, sin moverse, hasta que Bucky rompió el silencio.
—Steve —los ojos azules del Soldado brillaron en la penumbra—, tengo frío.
—¿Quieres otra manta? —le preguntó.
—Te quiero a ti.
La fuerza de voluntad de Steven G. Rogers se diluyó al instante. Una única frase había servido para dejar a un lado las reticencias que lo asediaban cada vez que contemplaba al Soldado de Invierno. Atrajo el cuerpo de su amante y lo pegó al suyo, ofreciéndole su calor, su piel y sus huesos si era necesario. Peggy tenía razón respecto a Steve: llevaba años sin pensar con claridad, obsesionado por tener a Bucky a su lado.
Bucky enlazó los dedos con los de Steve y se encajó contra el cuerpo del Capitán América, ovillándose contra él. Los servos del brazo gimieron mientras las láminas se movían en cascada como si fueran los pelos del lomo de un felino azotados por una brisa estival. Steve sintió tan punzada de deseo entre las piernas que creyó que explotaría, igual que en su cuarto días antes.
—Steve…
—¿Sí? —contestó, en apenas un susurro.
—Eras virgen, ¿verdad?
Steve dio gracias a Dios por estar en penumbra. Su cara ardía como una tea.
—¿Tanto se notaba? —El Capitán América podía sentir la sonrisa de Bucky, burlona y atractiva, dibujada en su rostro.
—Yo nunca había sentido tanto con nadie, Steve —contestó Bucky contra su boca.
Steve lo besó apasionado. Había aprendido a hacerlo gracias a los reinicios de la primera parte de su partida personal, mientras Bucky se debatía entre la vida y la muerte tras caerse del tren. El sargento respondió de la misma manera, como si hubiera estado esperando el momento perfecto para pedirle a Steve un acercamiento más íntimo que los que habían mantenido los días anteriores.
—Yo… yo no me puedo sacar de la cabeza lo que pasó entre nosotros —reconoció Steve—. Me siento un depravado por desear que ocurra otra vez.
El Capitán América veía la sonrisa del hombre del que estaba enamorado brillar bajo las luces de emergencia del laboratorio. Lo besó de nuevo, más entregado si cabía, invadiendo con la lengua la boca del sargento que se abría cálida para él. Gimió enfebrecido cuando Bucky le bajó el elástico de los pantalones y masajeó su erección con su mano humana. Un único toque y el pene de Steve estaba tan duro como el vibranio de su escudo.
—Steve —susurró Bucky mientras se quitaba la ropa—. Tienes que prometerme una cosa.
—Lo que quieras —Steve tembló de placer, el toque de su amante era puro fuego—. Pídeme lo que quieras.
—Prométeme que si tuvieras que enfrentarte al Soldado de Invierno, le pegarás un tiro en la cabeza.
El Capitán América se detuvo al instante.
—No. No puedo hacerlo. De ninguna manera —negó, nervioso—. Te sacaré de HYDRA. Te desprogramaré. Te lo prometo —las palabras le salían a borbotones de la boca—. Voy a estar contigo hasta el final, Bucky, te lo prom...
El Soldado le puso la mano metálica en los labios. Lo tumbó boca arriba y lo besó de nuevo, mientras se acomodaba sobre sus caderas. Steve trató de negarse, pero al sentir el cuerpo del sargento frotándose sobre él, la poca voluntad que tenía desapareció como agua sobre la arena. Intentó detenerlo, pero fue en vano. Bucky se separó las nalgas y envolvió con ellas su sexo duro, asfixiándolo entre quejidos obscenos y los movimientos más eróticos que Steve jamás habría imaginado.
—Buck….Bucky, joder, Bucky…. joder, joder, joder… Buck...
El sargento lo cabalgó con una cadencia tan lenta que Steve sintió como todo su cuerpo se inflamaba mientras Bucky lo custodiaba en su interior, cálido y húmedo. Steve alcanzó la erección de su compañero y la acarició errática, intentando conservar la cordura sin apenas conseguirlo. Bucky lo besaba, lo mordía y lo asfixiaba a intervalos, proporcionándole un placer tan salvaje como cuando lo taladró contra la pared de su dormitorio. Steve sentía el pecho a punto de explotar y las lágrimas surcando sus mejillas, imparables. Estaba tan enamorado de él que no era capaz de mantener la guardia alta, y sabía que, si el Soldado de Invierno apareciera en ese instante, lo quebraría sin esfuerzo, porque él no podría defenderse.
Bucky era su punto débil. Lo había sido en la otra realidad y lo era ahora. Si no ponía distancia entre ambos, terminarían muertos o algo peor.
—Steve… —susurró de nuevo.
—No…. puedo —se le escapó un sollozo—. No puedo hacerlo. No me lo pidas, por favor.
El Soldado estrujó la erección del Capitán América, lo que hizo que Steve eyaculara casi de inmediato. Sin fuerzas, se agarró a la espalda de su amante mientras lo masturbaba hasta que sintió los temblores que precedían a la humedad y la laxitud posterior. Intentó reprimir los sollozos, pero fue imposible. Tenía las emociones a flor de piel y no soportaba el hecho de imaginarse la vida sin Bucky.
Si volvían a separarlo de él, sería Steve el que se volaría la cabeza de un disparo. Otro reinicio más y perdería la poca cordura que le quedaba.
Bucky se retiró los sensores de las sienes y miró la pantalla de fósforo verde con interés. Tenía la mayor parte de las láminas de vibranio sobre la mesa de metal, y los servos y neuroconductores brillaban frágiles y desnudos a la luz blanca de la lámpara quirúrgica. Observaba los movimientos precisos del ingeniero mientras hurgaba en su sistema cibernético, ayudado por un enjambre de aparatos que se movían mediante comandos de voz.
Hacía ya una semana que estaba escondido bajo la casa de Howard Stark, y aunque no había vuelto a tener lapsos de memoria —lo que significaba que el Soldado de Invierno dormía profundamente—, el Lobo Blanco que caminaba por los recovecos de su mente se sentía intranquilo. Quizás era por el hecho de tener a alguien que le hurgaba en su brazo cibernético, le extraía sangre y fluidos, comprobaba sus constantes vitales con sensores repartidos por casi todas las partes de su cuerpo y guardaba silencio mientras apuntaba las cifras, le resultaba una escena demasiado familiar.
—¿Algún progreso, señor Stark? —utilizó el tono más átono que pudo.
—El brazo es, literalmente, una obra de arte, sargento Barnes —contestó el ingeniero—. Se conecta a su sistema nervioso a través de una compleja red de dendritas de vibranio, que no solo no afecta a sus propias células cerebrales, sino que las impulsa a su crecimiento. He localizado varias placas en su cabeza —Howard se quitó las gafas para mostrarle los dibujos del interior de su cuerpo, escalofriantemente realistas—, así como implantes neuroestimuladores en su sistema óseo, en el pecho y en las costillas que forman un sistema único que convive en sinergia con los demás sistemas de su organismo. No solo no lo entorpece. Lo afina mucho más que el suero.
Bucky lo miró a los ojos. El Lobo Blanco gruñía en su mente y lo ponía en alerta.
—Terminaré mi investigación cuando le realice una tomografía axial.
El sargento Barnes se retrajo en la silla.
—Una foto de mi cerebro.
—Así es. Le prometo que no dolerá. Le inyectaré una solución para rev…
—No —respondió Bucky, tajante—. Nada de tomografías ni otra cosa que se le parezca. Ponga las chapas en su sitio y dejemos el examen por hoy.
—Comprendo que esté cansado de este encierro —prosiguió el ingeniero— pero es necesario terminar con esta batería de pruebas. Los resultados arrojarán datos concluyentes sobre la viabilidad de…
—¿Desde cuándo? —le espetó el sargento Barnes.
—¿Desde cuándo… qué? —contestó el ingeniero, que había conectado dos cables a la conjunción del codo del brazo biónico.
—¿Desde cuándo colabora usted con HYDRA?
Howard se quedó callado. Empujó hacia atrás el taburete con ruedas, poniendo espacio entre su paciente y él. Encendió un cigarro y expulsó el humo en una pausa dramática que puso al Lobo Blanco más nervioso de lo que ya estaba.
—Colaborar con HYDRA… yo no sería tan expeditivo, señor Barnes. Es cierto que la información ha fluido hacia ambos lados y que hemos trabajado en algunos proyectos conjuntos. Le sorprendería lo metódica y disciplinada que es su gente —sonrió al comentarlo—. Oppenheimer fue una inspiración para todos nosotros en el campo de la… bueno, ya sabe en qué culminaron sus investigaciones —suspiró al no recibir respuesta de su interlocutor—. Zola fue otro genio inspirador. Lo conocí después de la guerra; desarrolló su trabajo en las instalaciones de SHIELD durante más de veinte años. Reconozco su trabajo solo con verlo, y esto es… ah, señor Barnes —señaló el brazo cibernético con fascinación—. Como ya he dicho, toda una obra de arte.
Bucky entrecerró los ojos. Movió los dedos mecánicos; los servos no reaccionaron a su orden.
—Me ha obsesionado la robótica desde que tengo uso de razón —continuó hablando Howard Stark—. He trabajado con los científicos más relevantes del siglo, aplicando mis conocimientos tanto a campos civiles como militares, recibiendo por ello grandes beneficios y mucho prestigio social. ¡Incluso una de las exposiciones más importantes lleva mi nombre! —Stark abrió un armario, y Bucky sintió un miedo indescriptible recorriéndole la espina dorsal—. Creo que, con la tecnología disponible, he alcanzado mi techo de conocimiento, excepto en esto —finalizó, señalando el brazo cibernético—. Solo necesitaba unas horas con usted para comprender la esencia del diseño, y el Capitán América me las ha proporcionado. En mi propia casa. Con todos sus secretos a mi alcance.
Bucky notó cómo le hervía la sangre. La prótesis no funcionaba, y al faltarle toda la carcasa de vibranio que la protegía, cualquier movimiento podía derivar en una luxación o, peor aún, en una rotura. Sintió como su sistema neuronal se saturaba; los cables del codo lo estaban ralentizando, así que tiró de ellos para liberarse, recibiendo una descarga eléctrica a modo de respuesta. Maldijo entre gruñidos, basculó hacia un lado y terminó en el suelo, llevándose consigo la mesa quirúrgica, las placas de vibranio y la silla. Sentía el estómago del revés, como si estuviera en mitad de una tormenta en alta mar.
—Nos…. has traicionado —gruñó—. Maldito… maldito seas.
—¿Nos? —el ingeniero se acercó y agarró a Bucky del cúbito de vibranio mientras ponía un pie en la muñeca metálica. Bucky se retorcía de dolor sin poder moverse. Intentó llamar a Steve, pero la voz murió en su garganta—. Es usted un fantasma. HYDRA ha invertido mucho en su persona, primero con el suero de Zola, y luego con su ingenio mecánico… pero no es rentable para ellos. Ya no.
Bucky agarró la pierna del ingeniero, pero este se liberó pateándolo de vuelta. Lo que fuera que le hubiera conectado en el brazo lo estaba destrozando.
—Sin embargo, sargento Barnes, usted será muy rentable para mí. Lo voy a desmembrar hasta la más pequeña de sus células y luego lo reensamblaré convirtiéndolo en un hombre nuevo. Tendré éxito donde HYDRA fracasó. Y su condicionamiento mental será historia pasada. Ya sabe: Anhelo, oxidado…
Howard no conocía el poder de las Palabras, y tampoco la fortaleza del Soldado de Invierno, que se levantó del suelo sin importarle la fragilidad de la prótesis. El Soldado lo alzó únicamente con el brazo humano y lo lanzó contra los autómatas que lo seguían como perrillos por el laboratorio sin esfuerzo aparente.
—¿Bucky? ¿Howard?
El estruendo se había oído por toda la casa, incluidos los pisos superiores. Steve y Peggy entraron a los pocos minutos, encontrándose al Soldado sentado sobre Howard y tratando de ahogarlo con su brazo humano. Sus ojos estaban huecos, centrados únicamente en la garganta del ingeniero.
El brazo desmembrado le daba una dimensión aterradora a toda la escena.
—¡Bucky! ¡Suéltalo!
Steve trató de contener al Soldado sin resultados. Su fuerza era superior a la del Capitán América en los momentos posteriores a la programación. Peggy rebuscó en los armarios y encontró varios viales de benzodiazepinas que le inyectó al Soldado mientras Steve lo inmovilizaba en el suelo con una llave.
—¿Se puede saber qué ha pasado? ¿Howard?
Peggy examinó las heridas del ingeniero con preocupación.
—Ese… bastardo me atacó sin más —los dedos de Bucky se veían tatuados en el cuello del Howard Stark—. Lo quiero fuera de mi casa.
Peggy guardó silencio mientras contemplaba todo el desastre. Steve trataba de reanimar al Soldado, sin éxito.
—Me estoy exponiendo más de lo que requiere esta misión —tenía el rostro enrojecido—. No se puede razonar con un asesino, así que ya podéis llevarlo a la base o al infierno.
