Yo no lo sabía, pero ser un heredero significaba tener que reunirse con otros jóvenes herederos para eventos de sociedad. Básicamente, que mis citas de juego fallidas con los hijos de los mortífagos, y que papá suprimió, se repitieran.
—¿No encuentra deliciosos estos canapés, joven señor?
Forcé una sonrisa medianamente educada a Malfoy; Parkinson y Nott se sentaron a mi alrededor. Alec estaba en otra mesa con unas muchachas de su edad, robándome miradas y tragándose la risa. Lo asesiné con los ojos y respondí a mi acompañante.
—Si, muy sabroso. ¿Qué es?
—Paté con aceitunas negras, una especialidad de mis elfos domésticos —anunció Parkinson, la anfitriona, con orgullo.
La reunión se celebraba en la sala de banquetes Parkinson y a nombre de nada, solo ganas de gastar dinero y colocarse ropa elegante. Para la ocasión tuve que ser llevado a un modista, donde me confeccionaron varios disfraces para diferentes tipos de reuniones y fiestas. En ese momento yo portaba un traje de tres piezas gris y unos zapatos de cuero color marrón oscuro, la camisa era azul claro y la corbata era un par de tonalidades más oscura, esta tenía un patrón de cuadros pequeños. Para mi absoluta sorpresa, yo era el más sencillamente vestido, los trajes de coctel de las chicas eran pomposos y abultados, Draco se puso una cosa horrorosa de seda que supuestamente era la moda en no-sé-dónde y Zabini, estaba seguro, se untó algo en los párpados.
A consciencia, yo prefería continuar viendo la necrofilia con los mortífagos a estar ahí, al menos con ellos no me dolería la espalda por estar tan estrictamente sentado, sin tocar el espaldar de la silla por norma social, ni tendría que tensionarme porque el té no se me regara o, accidentalmente, el bocado que picase fuese muy grande. Era una tortura.
Daphne era la única chica que no parecía tan interesada en mí, pues Parkinson no dejaba de tocarme la pierna con la suya, Davis me sonreía desde otra mesa y Bulstrode, una chica poco agraciada y agresiva, me agitaba las pestañas de una forma ridícula. Papá dijo que lo que yo sentía por ellas era estrés post traumático, pero lo dijo riendo, así que no le creí.
—¿Qué opina usted, joven señor?
Parpadeé en dirección de Zabini.
—¿Me puedes repetir la pregunta?
—Por supuesto. ¿Qué opina usted de la nueva reforma en Hogwarts?
—¿Cuál reforma? —pedí bajando mi taza de té. Carajo, el hambre me rompía el estómago, ya eran las cinco de la tarde, a las cuatro yo me comía un par de sándwiches o algo, pero ahí llevaba taza y media de té de otro no-sé-qué, una tartaleta y medio bizcocho. En público, si comía otra cosa, me llamarían tragón.
Los muchachitos de la mesa me vieron con incredulidad.
—Joven señor, salió en los periódicos —dijo con sorpresa —, nos agregaron una nueva clase para los siete cursos, aprendizaje de lenguas muertas.
Eso olía a la maquinaria educativa de papá.
—Yo no leo periódicos, pero suena interesante —terminé mi taza de té.
—¿No disfruta la lectura, joven señor? —curioseó Draco. En general, se podía aseverar que una respuesta negativa no gustaría en la mesa.
—No he tenido tiempo, he pasado un tiempo trabajando.
Esa respuesta fue peor aún. Draco casi escupe su té.
—¡¿Qué?! Auch —alguno de los que estaban a su lado lo pisó. Daphne, más serena, tomó la palabra.
—¿Trabajando?
—Papá me lo consiguió —les expliqué —. Es para el verano, obtengo dinero y quemo tiempo. Las vacaciones son algo aburridas.
Sí, lo eran, especialmente desde que papá decidió que don Rafael solo me dictase clase en tiempo de escuela, por lo que el hombre se fue de vacaciones a Colombia, dejándome sin mis lecciones de acordeón; mi tutoría de pociones fue eliminada, papá no sacó el tema. Solo me quedaba practicar con mi instrumento, continuar intentado, en vano, dibujar correctamente a Hedwig, quien muy amablemente posaba para mí en compañía de Villin, el cual, con su pico, tendía a acariciar con cierto cariño a Hedwig, parecía que se hicieron pareja.
—¿Y en qué consiste su trabajo? —preguntó Nott.
—No puedo comentarlo, son labores menores a la par con los mortífagos.
—¿Limpieza? —Draco arrugó la nariz con asco.
—No… cortó y limpio tripas, en general.
Sus caras nauseabundas valieron por completo la pena de mencionar un tema inadecuado en la mesa. Pude irme a eso de las seis, cuando un par de jóvenes ya se hubieran marchado; Alec me escoltó devuelta al castillo, vanagloriándose de ser mi guardia personal.
—¿Muy aburrido? —me preguntó mi amigo al caminar conmigo hacia la zona de trasladadores.
—¿Tú no? Pansy se pega a mí con miel —me quejé.
—Lámala entonces, joven señor —comentó alegremente y con mofa.
—Iuh —me estremecí —. Las niñas son molestas, siempre quieren forzarme a cosas que no me gustan… bueno, Daphne no, ella es más respetuosa.
—Cuando sea mayor no querrá quitárselas de encima.
Lo miré con horror.
—Yo no sé qué le ven ustedes a las mujeres… ¿tienes novia?
—Ojalá. Las chicas son lindas, manos suaves —suspiró —. Por mi apellido, ninguna se me acerca, pero en privado sí me he dado el gusto de tener algunos encuentros con una muchacha de quinto año.
—Bien por ti, pero yo mantendré mis distancias con ellas lo más que pueda —fruncí el ceño. Nunca me fijé si las mujeres tenían piel suave o cosas así, a Alec debían gustarle mucho las féminas, igual que a su padre y su tío.
—Lo quiero ver en unos años, joven señor —me dijo sonriendo ampliamente. Llegamos al punto de trasladador, nos fuimos con el mío, una piedra de cuarzo que cabía en mi palma.
En el castillo pude escabullirme a la oficina de papá, donde él estaba revisando un par de documentos con cara de aburrido. Frunció el ceño al verme, pero cambió de semblante cuando empecé a silbar a Mozart. Papi disfrutaba la música de ese señor. Me recosté en su sofá sin pausar mi melodía, retirándome los zapatos; estos me tallaban y con tantas horas puestos irremediablemente me crearon vejigas.
—¿Te fue mal? —me preguntó papá.
—Como siempre… Pansy se despidió de mí con un beso en la comisura de la boca, su brillo labial se me pegó y se atrevió a mirarme feo cuando me lo quité con la mano.
Papá rió entre dientes.
—Debió pensar que sería seductor.
—¿Seductor? —mascullé arrugando el rostro —. Es cansón, ¡siempre es lo mismo!
—Bueno, bueno —me regañó suavemente sin alzar la vista de su trabajo —. Deberías acostumbrarte a que las chicas te den besos, te harás un espécimen muy apetecido una vez yo sea el amo de Gran Bretaña.
—Me quedo con Ismael —aseveré. Retomé mi música deseoso de cambiar de tema —. ¿Qué decidiste sobre mis salidas?
—… sí.
—¡Sí! —y bajé los brazos, papi me miró con malos ojos —. No te enojes, papito.
Papá suspiró.
—Silba o largo, esto ya es pesado.
Riendo, continué la melodía.
La salida ocurrió en la tarde del siguiente día en compañía de Alec y un mortífago encapuchado. Nos aparecimos en un parque muggle, un lugar neutral donde nos aguardaba, en una banca, la anciana del buitre en el sombrero y Neville.
—¡Harry! —exclamó con una sonrisa —... oh, hola, Alec.
—Por favor, trata de contener tu emoción, Longbottom —se burló mi amigo.
—Fue sorpresa, no sabía que vendrías —se explicó acercándose.
—Papá dio permiso. Buenas tardes, Lady Longbottom.
—Buenas tardes, señora —me pegué al saludo a las prisas, nos habíamos olvidado de ella.
—Buenas tardes, niños —contestó con la mandíbula tensa —. Este sujeto va a llamar la atención —nos señaló con la quijada al mortífago.
—Se hará invisible —comenté volteando a ver al siervo de mi padre —. Por favor, hazlo.
—Cómo ordene, joven señor.
Era el señor Carrow.
Tras su desaparición, los tres nos alejamos a las zonas del parque. A decir verdad, era un lugar muy bonito, con juegos, bancas y columpios. También había muchos niños, pero no nos les aproximamos, manteniéndonos en una zona un poco oxidada y deshabitada.
—¿Cómo va su verano? —empezó Neville, sentándonos él y yo en un sube y baja, Alec se acomodó con las piernas a cada lado en la barra horizontal que equilibraba el juego.
—Ahí, papá me consiguió un trabajo —conté impulsándome con mis piernas para quedar arriba.
Neville sonrió y no hizo un ademan de subir, lo que me dejó en el aire.
—¿En serio? ¡Qué bien! —y se impulsó —. Le he pedido permiso a mi abuela para trabajar, pero no me deja, dice que no lo necesito.
Traté de hacer lo mismo con él, quedarme abajo, pero nuestra diferencia de pesos no lo permitió.
—Mamá es igual —agregó Alec con una mueca —. Me gustaría tener mi propio dinero. ¿Puedo saber cuánto le pagarán, joven señor?
—No estoy muy seguro, un galeón por hora, pero no sé cuánto tiempo dure el oficio.
—¿Por qué?
Sonreí a medias.
—Es… cosas de papá, no puedo contar.
—Ah —y guardamos silencio un momento, subiendo y bajando —. ¿Ya iniciaste clases de alta sociedad?
—Me ha tocado ir a un par de cosas y tuve un almuerzo con un señor ahí —contesté vagamente, sin querer hacer pucheros —. Es aburrido, prefiero el trabajo.
—¿Qué libros te han dado?
Miré con extrañeza a Neville, otra vez con los pies colgando.
—¿Libros? ¿Qué tienen que ver los libros?
—Hay tomos sobre etiqueta, joven señor. Mensualmente se publica una revista con artículos de la alta sociedad, hay manuales y libros ilustrados. ¿Cómo planea enseñarle su padre?
Recordé la extraña charla de papá con el lord ruso, mas era información que no debía revelar.
—Ha mencionado que tiene dificultades para encontrar una institutriz.
—En Inglaterra son fáciles de conseguir —añadió Neville con el rostro apretado —. Aunque no sé si tu padre sea quien para ir a una oficina de empleados a solicitar una profesora.
La idea me causó risa.
—¿Se lo imaginan?
Y con eso nos distrajimos del molesto tema. La tarde transcurrió igual que en Hogwarts, con juegos, salvo que ya al final, a eso de las seis de la tarde, la señora Longbottom nos condujo a los tres a un restaurante muggle a tomar una comida. Los cuatro pasamos la calle sujetándonos las manos, previniendo que los autos muggle no nos golpearan; en ese momento miré hacia atrás, en busca del mortífago que me cuidaba, al que obviamente no vi, pero sí sentí cuando este me tocó la espalda.
El restaurante fue el mismo que aparecía en la historieta del Niño Mago, un lugar rojo y amarillo con una gran sonrisa. Me detuve ante sus puertas.
—No quiero entrar —le dije a la señora Longbottom.
—Es solo comida, Harry. Los muggle son inofensivos.
Negué con la cabeza.
A los seis años cometí la estupidez de pedir a papi un árbol de navidad y un balón de futbol como regalo, era algo que había leído de un libro infantil escrito por un mestizo; al hablar, lo hice en privado con papá, por lo que nadie se enteró. Papi no me explicó el por qué, solo se retiró su cinturón y, sin darme tiempo de correr, me atizó un golpe a mi espalda, seguido de otros cuantos, no recordaba más. Tal vez papá tenía un mal día y yo le di el motivo, no lo sabía con exactitud; mi recuerdo de esa mañana era borroso. Pimpón tuvo que contarme que el árbol de navidad y el balón de futbol eran muggles y que papá los prohibía absolutamente. Nunca más volví a tener acceso a libros hechos por mestizos.
Casualmente, el mismo día, me caí de las escaleras y me rompí un brazo, la mano derecha y dos costillas, otro evento que no recordaba, pero Pimpón y papá dijeron que me dieron una fuerte poción para ponerme en inconsciencia, a lo que aludían la falta de memoria.
Y ahí, frente a ese restaurante que gritaba «muggle», dudé en entrar.
—Quiero irme a mi casa —anuncié.
—Nada le sucederá aquí, joven señor —intentó Alec.
—Quiero irme —repetí. El señor Carrow, con ropa apenas muggle, apareció de la nada, sorprendiendo a Neville, su abuela y Alec. Sujeté firmemente la mano del señor Carrow, que agarró a Alec —. Nos vemos la otra semana, Neville.
—¿Por qué…?
Muy tarde, la aparición ya había iniciado. Me despedí a regañadientes de Alec, quien se mantuvo en una cordial aceptación a mi comportamiento. El señor Carrow no me cuestionó ni me hizo preguntas. Extrañé esa sumisión en Hogwarts, me gustaba decir que los mortífagos actuaban con cierta distancia mía, al menos cuando era un bastardo, pero al parecer yo estaba demasiado acostumbrado a ser acatado ante el más mínimo pedido.
No busqué a mi padre ni a Nagini, fui a mi alcoba y tomé a Ismael; metiéndolo debajo de mi brazo usé mi mano libre para mover con magia las almohadas de mi habitación, sacando de su estantería a mis peluches construí un frente de guerra que se tiraba bolas de algodón de colores. No fue suficiente para mí y traje a mis demás juguetes regados en el cuarto redondo, usé cajas de metal, libros y frascos.
Supe que era tarde al notar que mi habitación estaba oscura y que en la chimenea craqueaba la madera encendida. En una casa común y corriente, una chimenea era un estorbo en pleno verano, pero las noches eran heladas en el castillo de papá, la chimenea se convertía en necesidad.
No tardaría en servirse la cena, pero papá no me dio oportunidad de bajar, me interceptó en las escaleras en forma de caracol que descendían de la Torre Sur.
—Carrow me contó lo que pasó —fue su forma directa de abordar el asunto —. Iba a buscarte, ¿qué pasó?
—Nada.
—¿Qué te he dicho sobre mentirme?
Bajé los ojos.
—Era un lugar muggle, a ti no te gusta y no quise ingresar.
Examiné a papá unos instantes, en lo que él sondeó mi mente; su tacto era el único que mi magia aceptaba sin complicación. Al finalizar, papá lució mortalmente serio, algo incongruente con la situación.
—Hiciste bien, nené. Vamos a cenar.
Me extrañé tanto de la respuesta verbal y corporal de mi progenitor, que no comenté el asunto de mi institutriz y lo de los libros de modales. Papá me acompañó devuelta.
—¿Qué has hecho? —la pregunta, en el corredor que conectaba nuestras alcobas, no se me hizo tan rara, a veces papá soltaba esos cuestionamientos.
—No mucho, una guerra de algodón con mis juguetes.
—Mmm… —y se detuvo en mi puerta a mirar la madera oscura, obligándome a quedarme ahí. ¿Qué le pasaba a papi? —. Harry, hijo, ¿te gustaría tener una compañera de juegos?
—¿Una compañera? —me sobresalté.
¿Por qué papá lucía nervioso?
—Sí, una niña un poco mayor que tú.
¿Una niña? ¿De dónde sacaría papá una niña? Él prohibía los infantes y adolescentes en el castillo.
—Pues… supongo. ¿Cuánto tiempo se quedará?
—Un buen rato, será… como una hermana —y frunció el ceño.
¿Una hermana? ¿Acaso papá tenía una hija? Con un asqueroso y repugnante vacío en el estómago, le sonreí.
—Claro, será divertido. ¿Cuándo viene?
—En tu cumpleaños.
Eso fue igual que la vez que por accidente me pegué con un palo de escoba en mis testículos.
—Ah, bueno. Casi un mes.
—¿Así que no te molesta? —me miró. Creí que vería mi angustia, pero no lo hizo.
—No —y me encogí de hombros para darle realismo. Papá sonrió, eso significaba que mi respuesta lo hacía feliz, por lo que no podría cambiar de parecer en el futuro.
—Bien. Antes de las diez vete a la cama.
Con esa frase, se alejó de mí en dirección a su recámara. Abrí la puerta de mi cuarto, entré y cerré, fue ese el máximo lapso que aguanté mis lágrimas. Papá tenía una hija, una niña mayor a quien yo desconocía totalmente.
Avancé hasta mi cama pisoteando el fuerte, Ismael reposaba en el lecho, lejos del desorden. Lo tomé devanándome los sesos.
¿Quién más lo sabía? ¿Bellatrix? ¿Nagini? ¿Los Lestrange? Sí, ellos debían saber, eran demasiado cercanos a papá, les era obligatorio conocer esa información. ¿Por qué ella no vivía en el castillo? Era extraño, más aún que él, papi, lo ocultara de mí. Si era su hija, ella iba a vivir en la Torre Sur, pues era el punto de mayor seguridad del castillo. Y, aunque la torre era inmensa, no contaba a su disposición con muchas habitaciones. ¿Acaso tomaría ella mi cuarto? ¿Tendría que compartir espacio? ¿Y si ella era sangre pura? ¿Me mandarían al cuarto pequeño? ¿Tomaría mis juguetes? ¿A Ismael?
Me aferré a mi hipogrifo de peluche haciéndome una bola en la cama; no, no le cedería a Ismael, comería barro antes. O mejor, la haría comer barro a ella.
¿Y si papá me pide entregárselo?
¿Qué haría contra papá? Nada, un rotundo nada. Absorbiendo mi nariz y tratando de no manchar demasiado, fortalecí mis escudos mentales e intenté frenar la avalancha de imágenes de una niña sin rostro tomando mi lugar en el comedor, en mi alcoba, con Alec y Neville.
Si la niña existía, debía tener una madre. ¿Acaso eso era? ¿Una madre sangre pura y fanática de papá? ¿Una Bellatrix soltera y fértil?
—¿Ahora qué?
Con un grito humillante, brinqué en mi cama, sujetándome el pecho. Papá sonrió de lado, divertido con mi reacción, de pie en el centro de mi habitación.
—Fuera —mascullé volviendo a mi posición fetal en la cama.
—¿Tú echándome? ¿Qué sigue? ¿Un pollo comiendo hamburguesas?
Su tonto chiste era de los que me sacaban una sonrisa al imaginarme la escena hilarante y me obligaban a sonreír contra mi voluntad, lo que me enojó más.
—No quiero hablar contigo.
Haciendo oídos sordos, papá avanzó hasta la cama, sentándose a mis pies.
—¿Se trata de los años difíciles de los adolescentes? Porque si es eso, ni creas que te voy a aguantar un show —me advirtió con tono duro —. Habla de una vez, tu lloriqueo se oye hasta mi alcoba.
—Me mantendré en silencio.
Papá suspiró y se levantó, pero volvió a sentarse.
—Juguemos a que soy un buen papito y escupe lo que te sucedió.
¿Buen papito? Él no era un buen papito, me ocultó que tenía una hija, posiblemente una amante.
—¡Tú no eres un buen papá! —le recriminé irguiéndome. Su sorpresa se transformó en molestia; un hielo me recorrió la espalda. ¿A quién acababa de gritar?
—Ven acá.
Eso me bastó para saber que debía moverme de inmediato. Logré escabullirme de papá rodando fuera de la cama a una velocidad suprema, pero él me sujetó con su magia.
—¡No, papá! ¡Por favor, no!
Muy tarde, el primer juetazo invisible cayó sobre mi piel. No desgarró, pero se sintió igual. Un segundo azote me tocó y mis manos fueron elevadas con cuerdas mágicas. No pude pensar en nada que no fuese ese ardor eclipsante.
—¡Yo no tengo ni cinco de paciencia, mocoso altanero, así que mide tus palabras! —me gritó papá caminando hacia mí y posicionándose frente a mis ojos. Corre, corre, gritaba mi mente, pero mis piernas no respondían a mis órdenes.
—Lo siento —supliqué llorando de verdad, iban tres golpes brutales.
—Habla de una vez o me meteré a tu cabeza y no te gustará.
—¡Es qué tú me engañaste! —le grité sin ser capaz de contenerme. Volvió la sorpresa a la cara de papá.
—¿Cuál engaño? —pidió con una confusión risible.
—¡El de tu hija y tu amante!
Papá parpadeó.
—¿De qué estás hablando? —y con un movimiento de su mano me soltó de las cuerdas y eliminó la fusta.
Nos tomó media hora, muchos sonrojos de mi parte, risas de papá y una charla recostados en la alfombra para aclarar el malentendido.
—¿O sea que no tienes una hija? —pedí por enésima vez.
—No, Harry —dijo con monotonía, cubriéndose el rostro con las manos.
—Ah —solté —. ¿Y una amante?
—Nadie de quien debas preocuparte. Ninguna mujer vendrá a quitarte a Ismael —giró la cabeza para sonreírme. Era raro ver a papá tirado sobre la alfombra, casi con pereza.
—Ah… ¿y a mis juguetes?
—Nadie —duplicó su monotonía, haciendo énfasis en lo repetitivo de mis preguntas.
—¿Entonces de quién estabas hablando?
—De una niña que… —movió su boca, de nuevo nervioso —. ¿Recuerdas nuestra charla con Lord Kozlov?
—Ajá.
—Él y yo mencionamos a una persona que te enseñará modales.
—Esa conversación fue muy rara —atiné.
—Sí —resopló —. La niña a la que me refiero es una especie de institutriz que te van a regalar.
¿Eh?
—¿Una niña será mi maestra? No entiendo.
Papá no me vio, sino al techo.
—Descubrirás que hay personas tan perversas en este mundo que junto a ellas yo parezco una ovejita. Kozlov es uno de ellos, este regalo que te hace es… sucio, pero no algo que se pueda devolver. Estaremos atrapados con la niña.
—¿Quién es esa niña? —pedí sin dejar de verlo. Tal vez no eran nervios lo de papá, quizá fuese inquietud. Lo que ocurriese, no le agradaba.
—Una de sus hijas, de las muchas que crecieron en un harem especial. Ella, la que él elija, es tu regalo de cumpleaños.
—Continuo sin entender.
Y él miró con un rostro muy serio.
—Una hija suya que él crio para ser esclava de los hombres con los que necesita alianzas; una esclava sexual entrenada a profundidad de aproximadamente 13 o 14 años de edad.
