Tras su revelación, papá me metió en la cama, me arropó y puso a Ismael en el hueco de mi brazo, abandonándome a mi suerte, confiando en que me dormiría. Logré fundirme en mi almohada, repitiéndome la verdad que me decía desde bebé: hay mal en el mundo, yo no soy quién para erradicarlo. Y no le eché mente al asunto por varios días, manteniéndome centrado en el trabajo que me aguardaba en las mesas de muertos, el cual se acabó dos días antes a mi próximo encuentro con Neville.

En el día intermedio, mientras los mortífagos empezaban el trabajo de carroña, donde, sin el cuidado que mostraron con los órganos, sacarían la carne, grasa y huesos de los cuerpos muggles refrigerados para emplearlos en pociones o darles de comer a los perros del castillo, yo me senté frente a papá con su inmenso escritorio entre nosotros.

—Trabajaste ocho horas por día, en un total de seis días, medio martes, medio miércoles, lo que suma uno, jueves, viernes, sábado, domingo y lunes. ¿8x6, nené?

—Cuarenta… cuarenta y ocho —atiné, usando la tabal del cinco para ubicarme. Papá asintió abriendo una de sus gavetas, de esta extrajo la caja de madera tallada donde guardaba el dinero.

—Ese es tu sueldo —y con una sonrisa divertida, papi puso galeón sobre galeón, en cuatro montones de diez y uno de ocho. 48 galeones a mi nombre, trabajados por mí, no regalados. Tenerlos en las manos se sintió espléndido —. ¿Los quieres en una bolsa?... o mételos en ese pobre agujero, también.

Me detuve en mi vano intento de encajar 48 monedas en el bolsillo frontal y no ampliado mágicamente de mi overol. Reí nerviosamente, aceptando la bolsa de terciopelo que papi me tendió.

—Lo siento, papá.

Y él continuó sonriendo.

—Es agradable saber que te gusta el dinero obtenido con sudor. ¿En qué quieres gastarlo?

—¿Gastarlo? —pedí frunciendo el ceño, guardándome el paquete, ya lleno con las monedas de oro, en el ancho bolsillo derecho de mi enterizo.

—Debo hablar algo con Dumbledore, tenemos una cita en el Caldero Chorreante a las cuatro. Le dije que trajera tu carta de Hogwarts, podemos comprar tus útiles escolares y tu regalo de cumpleaños.

—Está bien.

La verdad no quería ver al director, el anciano se comportó muy distante y frío conmigo en Hogwarts después de lo sucedido con la piedra filosofal.

—¿Pasa algo?

—El director fue muy duro luego de que me interrogó sobre la piedra.

—Está enojado por lo que le pasó a su amigo Flamel.

—¿Flamel murió? —pregunté con temor. Cierto, lo que mantenía vivo a ese señor era la piedra que yo le robé. Ups.

—Sí, él y su esposa.

—Ah.

—No es problema tuyo—me espetó con dureza —. Vete. Muéstrale las monedas a Barty.

Y eso intenté, pero no encontré a mi usual compañía, tampoco a Rabastan; los imaginé trabajando, por lo que me abstuve de ir a molestarlos. Mis pies me llevaron por su cuenta al patio trasero, donde estaban mis casas del árbol. Papá mandó a construir para mí esa compleja red de juegos en mi séptimo cumpleaños, cuando se cansó de pararse a verme trepar los muros exteriores del castillo, de los cuales me caí en al menos tres oportunidades, solo salvado de romperme el cuello por él, por lo que papi encargaba a Pimpón vigilarme incluso en mi extremadamente segura casa del árbol.

Como le dije a los Lores, no era una casa, sino cuatro, conectadas entre sí con puentes colgantes y a las cuales se accedía por medio de dos escaleras, una secreta, y otra muy vistosa en todo el frente del árbol principal. La escalera eran meros tablones clavados en el grueso tronco de aquel Roble Mayor. Otra forma de subir era con la cuerda junto a los tablones, que se envolvería en mi cuerpo si llegaba a caerme o desestabilizarme. Subí con los 12 tablones; la escotilla de madera se abrió con un empujón de mi mano. La casita estaba, obviamente, alterada mágicamente, de forma que por dentro era inmensa.

Las cuatro casitas contaban con temáticas individuales, la de la izquierda era un mundo submarino con peces, pulpos y demás fauna y flora marina, donde dentro del agua mi piel absorbía el oxígeno, haciendo innecesario el salir a superficie a respirar; la casita de la derecha se encantó para parecer un bosque en verano, diseñado como un campamento, con una fogata que se encendía por su cuenta al anochecer; la casita principal era un inmenso cuarto de juegos, con todo aquello que alguna vez me hubiese gustado: muñecas, escobas en miniatura, dinosaurios, peluches, alfombras voladoras, etc. La casita trasera era diferente a las demás y su conexión a las otras casas se activaba únicamente con pársel, pues era una zona de seguridad, con comida enlatada, una ruta de escape y un botón de pánico que alertaría a papá de que me encontraba allí.

Quizá, de todos, mi juego favorito en mi primera infancia fue la mesa del té, una lúdica muy de niñas, pero que cambiaba cuando los participantes, una alfombra del tamaño de un niño de tres años, un bebé gigante en pañales y un viejo mago de felpa con el sombre descosido se sentaban conmigo a fingir comer mientras me contaban historias y cantaban canciones. La alfombra se meneaba desparramando su té y el bebé solo balbuceaba energéticas incoherencias, igual era divertido. Esa vez no me dirigí a la mesa, sino a la fuente con pelotas blancas de goma con una diana delante.

Así transcurrieron mis años, idénticos a esa mañana, jugando solo. Para mí estaba bien, pero imaginar a una niña conmigo, un pegoste tipo Pansy, me enojaba. Yo no quería a esa niña ahí, mas papá me advirtió que ella era un regalo, no se podía devolver o rechazar.

—No importa —me dije —. La molestaré tanto que no querrá acercárseme.

Pimpón me acompañó en el almuerzo.

—Su padre salió, amito. Dijo que volvería para recogerlo a las cuatro.

Papá me llamó faltando un cuarto para las cuatro, en ese momento yo recontaba mis monedas, sumamente orgulloso de mis casi 50 galeones.

—¿Listo? —preguntó papá vagamente al verme, más interesado en examinar con su zapato un baldosín de piedra suelto en el suelo de la sala del trono.

—Sí, papi.

—Recuérdame decirles a los elfos que revisen el piso al volver —me indicó aguardándome para sujetar mi mano y aparecernos en la parte trasera del Caldero Chorreante. Mis visitas a zonas públicas se convirtieron en una experiencia incómoda, gracias a las fotos de mis vacaciones mi rostro era conocido, al verme de la mano de papá muchos simplemente huían. En el pub no ocurrió eso, la figura del director, envuelta en una túnica verde y amarillo, calmó los ánimos en lo que avanzábamos hasta donde el director —. Viejo, cada vez que te veo me recuerdas más a los semáforos muggle.

—Un gusto verte, Voldemort. Hola Harry —nos asintió parándose de su asiento; la mesa estaba vacía.

—Buenas tardes, señor director —dije ocupando un lugar junto a papá en las sillas individuales. El pub era oscuro y algo polvoriento, me recordaba al castillo.

—Tan respetuoso como siempre. ¿De quién lo aprendió?

—Hago un esfuerzo de contener las palabras pesadas a su alrededor —respondió papá, encogiéndose de hombros —. Lanza tú el hechizo de privacidad, si saco mi varita estos chismosos se desmayarán.

Dumbledore sonrió irónicamente y obedeció, usando su varita para crear una burbuja de privacidad invisible.

—¿Qué necesitas de mí?

—Dos cosas, una es un tanto más importante. Oí que contratarás a Gilderoy Lockhart como docente de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—Snape se mueve rápido —murmuró entre dientes el anciano.

Papá se inclinó hacia él y con diversión le susurró, como si contara un gran secreto:

—Te dejo esta perla, no fue Severus.

A Dumbledore se le agrió el semblante en lo que papá se incorporaba prepotente por tomar a su enemigo desprevenido.

—Bien, gracias por la advertencia. ¿Tienes algún interés en Lockhart?

—Olvidándonos de que es un inepto y un fraude que no le enseñará nada a los niños, hay algo en él que no… te lo diré de otra forma, el sujeto no está limpio.

—¿Eso que significa? Aliado tuyo no es.

—Jamás —papá lució asqueado solo de la sugerencia —. Harry, ¿por qué no compras algo de comer?

—No tengo hambre —pero supe que papá me quería momentáneamente fuera de esa conversación —. ¿Me das dinero?

Sin más, papi puso en mis manos dos galeones. Excusándome con el director, me levanté y fui en línea recta a la barra, donde se exhibía la carta. El señor mayor detrás de la barra me tendió una copia del menú con una sonrisa tensa. Se lo agradecí en voz baja, examinando el contenido. Estaba a punto de elegir un emparedado de salchicha y tocino con una limonada cuando un ruido sobresaltó a todo el local: papá había estampado su mano sobre la mesa. Ese ruido, producto de un golpe y no de las voces de ellos dos, sí se filtró fuera del hechizo de privacidad.

—Grandioso, van a empezar a matarse y el que paga los platos rotos soy yo con mi pobre local —masculló el anciano que me atendió. Admití que él portaba justa razón.

Contra todo pronóstico, ninguno de los dos líderes sacó su varita, resolvieron aquello con compostura. Yo no alcancé a comer o pedir nada, papá se levantó de su asiento sumamente molesto.

—¿Qué sucede? —le pregunté al tenerlo junto a mí. De reojo noté que el tendero retrocedió espantado, papá portaba su gesto de «provócame y ya verás».

—Que existe gente necia y terca en esta vida, niño, gente que permite que ocurran cosas malas por simplemente no aceptar que no son omnipotentes.

—Tus miedos son loables, Voldemort —le contraatacó el director Dumbledore desde el otro lado del pub —. Realmente me sorprendiste con una postura tan humanitaria, pero no hay riesgo alguno. Lo que planteas es ridículo.

—Escúchame muy bien, viejo marica —le espetó papá alzando un brazo y señalando al barbudo mago. Alguien dejó escapar un grito, yo retrocedí dos pasos, ocultándome tras papá, nervioso de que fueran a dispararse hechizos —. Si llego a tener razón y ocurre, tú solito minarás tu nombre, pero si le pasa a mi hijo, voy directamente por tu cabeza.

No supe cómo, pero salimos de ahí ilesos. Papá agarró con fuerza mi muñeca, deteniéndose en la pared de ladrillos que tocaba golpear con la varita. Fue cuando papá respiró profundamente y se tranquilizó.

—¿Sucederá algo? —pedí, sin entender de que iban las amenazas de papi.

—Habrá algo malo en la escuela, si no me equivoco —me miró —. Este año apégate a la esclava y a Alec.

Eso me sorprendió.

—¿Ella irá a Hogwarts conmigo?

—Agg —papá sujetó el puente de su nariz —. Lo olvidé por completo. Ven —y me arrastró de vuelta al pub. Dumbledore seguía allí, charlaba con el señor que me atendió. Mi director se fijó en nosotros de inmediato —. Olvidé la segunda cosa.

—¿Qué sería?

—A Harry le regalarán de cumpleaños una esclava. ¿Necesito un permiso para que ella entré a Hogwarts?

—¡¿Qué?! —el gritó de asombro del director me gustó, esa mueca le salía graciosa —. Voldemort, la esclavitud es ilegal en Gran Bretaña.

—No desde que Su Majestad la reina ordenó que nos saliéramos de la Unión Europea Mágica —debatió.

—Thomas, ¿cómo se te ocurre que voy a permitir algo así en una escuela? —el uso del nombre de papá, que de hecho era Tom, me sorprendió. Era una ocurrencia rarísima.

—¿Qué quieres que yo haga? ¡Se la regalaron! —y alzó las manos, retirándose con ese gesto la culpa del problema —. No puedo decirles que no, eso es como escupirles en la cara. Conoces el enlace mágico entre amo y esclava, deben estar juntos unos meses o ella morirá, ¿qué crees que es peor?

—Pero… —intervino el señor de la barra, con confusión —. El enlace se crea en una noche. No deben estar juntos todo el tiempo.

—Cierto —asintió papá —, funciona así porque el amo viola a la esclava. El problema es que ella es de Harry, no mía, y él tiene doce años, no hay forma de cerrar la unión.

—Ah.

¿Tendría que tener sexo con el pegoste? Yo no la quería lastimar tanto, solo espantarla.

—¿Y en calidad de qué la acepto en la escuela? —consideró Dumbledore, más indignado que de acuerdo.

—De lo que es, una esclava —dijo papá con simpleza —. Su magia está sellada, tiene un voto de obediencia inquebrantable, probablemente no sepa ni leer ni escribir. Se sentará al fondo de los salones a bordar o lo que sea que hagan esas mocosas.

Lo dicho por papá sonó muy feo, yo no sabía que la niña esa estaba tan imposibilitada. ¿Magia sellada? ¡Eso era horrible! ¿Y de verdad ella era analfabeta? Por la seriedad de Dumbledore, sí.

—No es la edad media, Voldemort.

—Dumbledore, en este mundo la mitad de la población es esclavo de la otra mitad, de una forma u otra, con ella solo no hay velo de ilusión que nos encubra su vida. La ley te hace aceptarla, ¿pondrás problema sí o no?

El hombre suspiró.

—No.

—Perfecto, un placer viejo. Vamos niño.

Y con un empujoncito, y de mejor humor, papá me encaminó de nuevo la pared de ladrillos. El Callejón Diagon estaba espléndido, comercio aquí y allá, no tan poblado, pero con un par de docenas de transeúntes que giraron cabezas y escondieron a los menores de nuestro camino. La primera parada fue Madame Malkin.

—¿El director te dio la carta? —le pedí a papá empujando la puerta de cristal, abriendo el camino al interior de la abarrotada tienda.

—Sí.

Tuvimos que ocupar sillas de espera, la nerviosa dependiente del año pasado nos ofreció el tradicional jugo de calabaza que papá declinó. A mi parecer, fue entretenido ver a los otros clientes, pues una vez superado parcialmente el susto de tener en persona al posible futuro dictador de su país, la manada de señoritas presentes entre las modistas se enfocó en su objetivo, elegir un vestido que les sentase bien a todas, pues serían damas de honor en una boda.

Las mujeres eran para mí seres extraños, no porque fueran amorfas, sino porque yo no convivía con ellas. Por supuesto, Bellatrix era una mujer, igual que otras mortífagas, pero solo Bella era realmente cercana y ella no era buen ejemplo de nada, salvo tortura; las mujeres muggle, el mejor espécimen que conocía, solían estar deprimidas, traumadas o llenas de furia, rara vez entablé conversaciones con ellas, así que tampoco las conocía a profundidad. ¿Qué le gustaba a una niña? ¿El rosa? ¿Las muñecas? ¿El príncipe azul? En los cuentos, las niñas eran seres delicados y frágiles, muy aburridas. Ninguna buena historia poseía de protagonista a una mujer.

(Quisiera hacer una pequeña aclaración antes de que se me vengan con trinchos y antorchas. Harry creció rodeado de un ambiente sangre pura, no solo personas, sino libros, él mismo lo comentó en el capítulo anterior, no lee nada de procedencia muggle, ni tratándose de magos nacidos de muggle, por lo cual, está demasiado influenciado en el pensamiento clasista y elitista de los sangre pura. Claro, Harry comprende el bien y el mal, pero temas tan complejos como los derechos humanos o el machismo son muy complejos para su entendimiento, especialmente porque ha normalizado el ambiente en el que vive.)

Aburrido de esperar, paseé los ojos por la habitación. Telas y telas de mil colores, texturas y medidas.

—¿Puedo ir a mirar? —señalé con mi boca, habito aprendido en Colombia, a las estanterías.

—Vuelve a hacer eso y tú y yo vamos a tener una sección privada de disciplina —me amenazó papá leyendo descuidadamente una revista. Todas en la habitación pausaron sus respiraciones, las mujeres simplemente quedaron estáticas como estatuas. Yo me reí.

—Lo siento, papi.

Después de verlo rodar los ojos, me levanté del asiento y me fui a chismosear la ropa. La toma de medidas y la discusión entre el rosa palo y el rosa nacarado volvió. Algunas me miraron con lástima, pero les di la espalda fingiendo muchísimo interés en las estanterías. Madame Malkin poseía una sección infantil divertida, con elementos muggles y mágicos: mis típicos overoles en color verde, miel y rojo, yo nunca los tuve de un tono que no perteneciese a la paleta de grises o azules, camisetas de equipos deportivos, capas, una hecha de retazos, y camisetas de las formales, con botones y cuello, pero elaboradas con telas coloridas y con patrones infantiles.

—¡Papi! ¿Me lo compras?

Mi turno llegó luego de una media hora en la que papá me dejó tomar lo que quise, menos la «ridícula capa de vagabundo», cuando Madame Malkin se desocupó de una gran parte de las damas de honor, cediéndoles las restantes a sus dos empleadas.

—Sigues tú, cariño. ¿Hogwarts?

—Sí —respondí levantándome y encaminando mi andar a la plataforma donde ella me mediría —. Segundo año.

—Uniformes nuevos, Madame Malkin —aclaró papá. A su lado reposaban la bolsa con mis pedidos ya pagados.

—Por supuesto —con una respiración silenciosa, ella disfrazó su nerviosismo, me sonrió y procedió a tomarme las medidas. Salimos de ahí con una bolsa en la mano, ventajas de la magia; mis uniformes estuvieron listos a una velocidad suprema, lo que quizá se debiese a la tienda vacía, pues, luego de que las damas se marchasen, nadie más entró.

—Papito —lo llamé cerrando la puerta de cristal tras de mí y estirándome para agarrar la mano de papá.

—¿Qué?

—¿Tú puedes andar por la calle? ¿No te arrestarán por estar aquí? —pedí mirando el callejón; del par de docenas solo quedaban unos pocos, en su mayoría los tenderos, que aguardaban a los clientes extintos.

Papá bufó.

—Quisiera ver a esos aurores intentando arrestarme. Cuando terminemos, ¿quieres comer un helado? —señaló la heladería.

—¡Sí!

—Entonces camina.

Y me metió dentro de la librería, donde solo quedaban la dependiente organizando una mesa de ofertas y el dueño, en la caja, temblando de pies a cabeza. En un intento de tranquilizarlos, me acerqué con mi mejor cara a la señorita.

—Hola, queremos los libros del segundo año de Hogwarts —según papá, desde inicios de vacaciones las tiendas de libros y pociones sabían que se pediría, ya que con las cartas apareciendo en los cumpleaños o a mitad de vacaciones para quienes cumplieran el resto del año, era difícil coordinar las idas al callejón.

Ella parpadeó, separó los labios, los cerró y asintió.

—¿Qué es esto? —el gruñido de papá me hizo darme la vuelta; él leía mi carta de Hogwarts.

—¿Qué es? —musité. Ojalá no fueran más peleas.

—Este cabrón es un descarado —fue lo que me dijo antes de avanzar hasta la pálida dependiente —. Muchacha, todos los libros del segundo año, menos el material de defensa.

¿Qué?

—En seguida.

Y se marchó a cumplir la orden.

—¿Por qué? —solicité saber, pero papi me continuaba ignorando sin despegar los ojos del contenido de la carta —. ¡Papá!

—No me alces la voz —me reprendió con suavidad, poniendo su mano en mi cabeza —. Harry, una cosa es derrochar el dinero comprándote tonterías y otra es botarlo al adquirir semejantes libros. Ve y elije una novela, o cinco, lo que tú quieras.

Asintiendo con extrañeza, accedí a su generoso ofrecimiento.

—¿Qué libros debo tomar para la clase de lenguas muertas?

—Con los que les pidieron basta.

Así, sin saber que comprar, me paré frente a una estantería de tomos infantiles, la que solía visitar, sin decidirme. Por primera vez, me detuve a analizar los precios de las historietas que cada mes adquiría.

Stud costaba 10 hoces, el Niño Mago un galeón, la historieta del dragoncito que cuidaba un rebaño de ovejas se compraba con 5 hoces y la novela gráfica de las sirenas en 3 galeones. El total era de casi cinco galeones, solo en esa compra, sin contar los libros escolares.

—¿Qué pasó? —suspiró papá detrás de mí.

—Papi, ¿cuánto cuesta lo que pedimos hoy? Con la ropa, los uniformes y los libros.

—¿Uhm? —lució confundido —. Unos 20 galeones, sin contar lo que pidas en lectura libre, ¿por qué?

—Si yo compro todo eso con el dinero que gané, me lo acabaría muy pronto —quizá puse demasiado drama a mis palabras, pero yo estaba alarmadísimo. ¿Una semana entera de duro trabajo gastado en una tarde? ¡No! ¡Era de locos!

Papá, no obstante, me sonrío y no evitó reírse entre dientes.

—Niño, lo bueno para ti es que pago yo. Guarda tu dinero.

Volví a fijarme en los libros. No, el problema no era la compra, sino que yo no quería que mi dinero se acabase.

—Papi, ¿cómo consigo más dinero?

—Con trabajo. Si gustas, te pondré a hacer algo en casa para que juntes más monedas.

Sí, eso estaría bien, pero…

—¿Y cómo haré en Hogwarts?

Ahí papá frunció el ceño.

—¿Tú qué es lo que quieres?

—¿Hay una forma de hacer que el dinero se… reproduzca? —dije esta última palabra vacilante, no muy convencido de haber elegido la correcta. Papá me respondió con silencio, moviendo su quijada de forma pensativa.

—Espera aquí —y se fue, perdiéndose entre los estantes. Al no verlo, examiné el lugar, la dependiente me observaba con ansiedad desde la caja, una pila de libros aguardaba allá. Tomé las revistas cuyos precios consideré, una que me gustó porque estaba repleto de dibujos sobre animales de la selva y otro que era una colección de fábulas. Papá apareció con un libro amarillo de tapa dura —. Escúchame muy bien, nené. Tú y yo vamos a hacer un negocio.

—¿Qué tipo de negocio?

—Vas a leer los libros que yo te compre, iniciando con este —me lo enseñó, pero no lo agarré, mis manos ya estaba ocupadas —. Cuando termines de leerlo, te daré 10 galeones, pero, si en base al contenido del libro desarrollas una idea que haga que tus 48 galeones se reproduzcan, te daré 100 galeones. ¿Me has entendido?

—Sí, papá.

—Deberás leer otros libros, pero… nah, luego.

Tal vez papá se refería a los libros que Neville y Alec comentaron en el parque, pero él no lucía preocupado por la supuesta etiqueta que yo debía aprender, motivo por el cual, tal vez, desvió los consejos de la señora Malfoy, quien se presentó ante nosotros previo a mi segundo encuentro con Neville.

—Insisto, mi señor, en que el joven señor necesita relacionarse con las familias adecuadas.

—Sin ofender, Narcissa, pero Harry detesta a la mayoría de vuestros hijos.

La rubia abrió mucho los ojos.

—¿Al joven señor le desagradó algo en la fiesta de té en casa de los Parkinson?

Para responderle, papá me miró, instándome a que soltase la lengua.

—Prefiero quedarme aquí, señora Malfoy.

Y supe que papá no aprobó al forma educada en que me dirigí a la matriarca Malfoy, pero no me lo comentó y me permitió irme con Severus y Alec.