En muchos sentidos, los mortífagos eran un violento grupo de amigos, en otros, un ejército despiadado. Cada tres días, en la Sala del Trono, se leía la orden del día, donde se notificaba de los trabajos que se ejecutarían en las próximas fechas, los avances que se hubiesen tenido en diversas misiones de conocimiento público, además se exponía el listado de felicitados y sancionados. A los felicitados papá les daba acceso a rituales especiales, materiales de pociones costosos, posiciones en el magisterio o vínculos comerciales apetecibles; incluso, al tratarse de mortífagos menores y con carencias económicas, papá llegó a regalar apartamentos medianamente amueblados. Muy dichosos eran los felicitados, pero los sancionados…

—Crucio.

Ignoré los gritos del pobre Lucius Malfoy y retomé mi libro, cómodamente recostado en el trono de papá, al cual, él, agregaba una almohada mullida para mí, con la finalidad de que no me lastimase con los costados rígidos de los brazos de su trono de piedra tallada. El regalo de papá resultó ser… curioso.

Localice usted una necesidad social y explótela.

Un menor costo de producción generará una mayor ganancia, pero tenga cuidado, su producto podría ser de una calidad inferior si el presupuesto se recorta demasiado.

No venda usted un producto, sino un estilo de vida.

Y el tomo asignaba ejemplos, mágicos y muggles, donde describían la forma correcta de ejecutar los consejos del libro. No obstante, yo no comprendía del todo el texto, aun releyéndolo; en ese momento, muy noche y con la luz de las antorchas, me sentía un poco impaciente y agobiado. Quizá el libro que eligió papá era para personas mayores, no para un niño que nada comprendía del mundo.

—¡Piedad, piedad!

Giré mi rostro, el señor Malfoy llamaba la atención con su grito desgarrador. Yo desconocía el error del hombre, pero papá se estaba demorando más de la cuenta con la tortura del rubio.

—A la próxima, Lucius, deberás pensar mejor tus acciones —se burló papá sin detener el hechizo.

—¿Qué hizo él? —me atreví a preguntar, alzando la voz por sobre los ruidos del sangre pura. Papá me miró de reojo deteniendo el cruciatus, las máscaras de hueso se alzaron, viéndome a mí. Eran unas 250 personas.

—¿No es algo tarde para que estés despierto? —me inquirió papá, moviendo los dedos que empuñaban su varita, ansioso por continuar la tortura.

—No tengo sueño —respondí irguiéndome. Los pies me colgaban de uno de los brazos del trono, tuve que sujetarme del susodicho brazo con una mano o me hubiese ido de para atrás —. ¿Me cargas?

—¿Sabes cuánto estás pesando ahora, nené?

Negué con la cabeza levantándome del trono y dejando sobre la almohada mi libro. Si bien mi padre no era extremadamente afectuoso, él sí me cargaba continuamente y yo contaba con eso. Divertido, papá pasó sus manos por debajo de mis axilas y me jaló hacia arriba, acomodándome en su cadera con uno de sus brazos; de pequeño ansiaba con que él me rodease con sus brazos y me aprisionase contra su pecho, pero jamás ocurrió, papi solo me equilibraba y continuaba con su vida.

Todo ese ejercicio y las pociones nutritivas que papá consumía a diario me beneficiaban, pues ciertamente, a mis casi doce años, no era normal que papá tuviese fuerzas para cargarme como a un bebé. Mimado en ciertos aspectos, olvidado en otros.

Recosté mi cabeza en el hombro de papi, quien con su mano libre retomó la tortura al señor Malfoy. En ese lugar tuve acceso visual a la nuca de papá, su camisa negra y el borde de su corbata azul. El cabello oscuro de papá cubría un poco más allá de su nuca, peinado de forma decente, pero sin la gomina usual en los sangre pura. Mi cabello también creció en ese mes y aquella noche, previa a mi cumpleaños, mi pelito oscuro ya cubría la parte trasera de mi cabeza, más de lo necesario. Pimpón no habló de un corte, papá tampoco.

Ese mes de julio fue muy estresante para mí, la señora Malfoy asistía constantemente a la casa, deseosa de clavar sus garras en mi educación; ella sugirió a mi padre que Pimpón no era apto en elegir mi vestuario, que mi peinado hongo no era propio de alguien con mi título y que mi entrenamiento en esgrima y bellas artes estaba atrasado. Papi descartó su intromisión con decencia, esperando que fuese yo el maleducado, lo cual no consiguió porque, sencillamente, no me fluía la altanería como a él.

En algún punto deberás usar tu poder, Harry. ¿Quieres que pelee por ti cuando seas adulto?, era lo que me decía papá luego de nuestros encuentros con la esposa del desmayado señor Malfoy.

—Llévenlo a la enfermería —gruñó papá a los encargados de asistir a los sancionados —. Lamentablemente, él era el último. Sigue, Rodolphus.

Y el mago, con la orden del día en la mano, continuó leyendo. Papi guardó su varita y apoyó mi trasero en sus dos antebrazos, removiéndome un tanto. Con el suave palabreo de Rodolphus me empecé a adormilar, sin dormirme. Fui consciente del momento que orden del día finalizó, de la retirada de los mortífagos y del «permiso» de Rodolphus, antes de que él se alejase. Al quedar solos, la puerta de la Sala del Trono se cerró.

Papá poseía un pasadizo de aquel sitio que daba a parar en la mitad del castillo, una ruta segura y conocida por existir, no que los mortífagos supieran donde estaba o cómo se activaba. Al andar por ahí, papá no me dirigió palabra, ocupado bostezando.

—No entiendo el libro, papi —murmuré más adelante.

—¿Qué parte, nené?

Su voz sonó pastosa, cargada de sueño.

—Lo de generar una necesidad. Ahí lo explican bien, pero… ¿cómo genero una necesidad?

Papá rió, su pecho vibró agradablemente.

—Esa es la tarea que te corresponde a ti, niño. Ya ganaste tus 10 galeones de tres libros, pero, si no tienes una idea en la cual usar ese conocimiento, no te daré el premio mayor.

—¿Debo hacerlo solo?

—Sí.

Separé mi cabeza de su hombro justo cuando ingresábamos en el pasillo del primer piso de la Torre Sur; quedaba la escalera por recorrer para llegar a las habitaciones.

—¿Por qué tú no me ayudas? —me quejé.

—Harry, nunca olvides que naciste solo y te morirás solo —suspiró. No comprendí del todo su frase y mi rostro debió delatarme, porque papá, más adelante, al depositarme en mi cama, se sentó conmigo —. Tú cuentas con algo que nadie más tiene y es vivir en el Hotel Mama toda tu vida.

—¿Hotel Mama? ¿Qué es eso? —fruncí el ceño, sacándome los zapatos con los pies.

Aun prestándome toda su atención, papá lucía agotado. Él se aplicaba un hechizo que no permitía entrever a los demás su verdadero cansancio; papi solo se lo retiraba conmigo.

—La mama es una forma de llamar al seno de la mujer. El Hotel Mama es la infancia de la mayoría de los niños, que tienen todo de sus padres, nada les falta, carecen de necesidades, igual que un bebé, que consigue lo que necesita succionando la mama de su madre. Ángel, tú me tendrás para siempre y yo a ti, podré cuidarte, pero cuando te conviertas en un hombre, quisiera ver que no me requieres, que seas independiente.

Parpadeé, analizando su discurso.

—O sea que, aunque lo tenga todo, debo aprender a subsistir por mi cuenta.

—Básicamente, sí —asintió sonriendo —. Si no, ¿qué chiste tendría la vida?

Ah.

—Nunca me habías llamado ángel —señalé recostándome en mis almohadas. Papá se encogió de hombros levantándose para poder mover de debajo de mí y con su magia el cubrecama, con el que procedió a arroparme.

—Mis momentos de debilidad —se burló.

Le saqué la lengua.

—Mañana llega la niña —le recordé. Perdí mi ansiedad sobre esa esclava, ella no iba a ser diferente a Pansy, Davis o algo así, y dado que era una esclava, yo podía ordenarle que se mantuviese alejada de mí: problema solucionado. Ojalá y no se le pareciera a Granger.

—Sí. ¿De verdad no quieres que ella duerma en tu cama? —me interrogó papá, quien se tranquilizó un tanto al respecto. Su comentario sobre que la niña sería como una hermana era la forma de papá para mostrar lo inquieto que se sentía alrededor del asunto de la esclavitud infantil, pero él ya no lucía afectado.

—No —rodé los ojos —. ¿Para qué la querría aquí?

—Bah, ya veré si me dices lo mismo dentro de unos años.

No pude evitar ruborizarme.

—Yo no entiendo que fascinación tienen ustedes con las mujeres, son asquerosas —sentencié. Me aguanté las carcajadas de papá con un rictus ficticio en la boca.

—Espera a que te llegue la adolescencia, nené. Cierra los ojos y duérmete, Harry. Mañana será un día muy largo.

Tardé en dormirme, de hecho, me demoré un par de horas, las cuales no aguanté metido dentro de la cama. Con las luces encendidas, me senté en mi escritorio, tomando mis colores. Hedwig no estaba por ahí, así que desistí de dibujarla y me concentré en otro boceto. Yo retomaba y cesaba mi idea de aprender a dibujar historietas, sin muchos resultados; de no ser tarde y poderme delatar con papá, habría tocado mi acordeón. ¿La mezcla de colores era lo que me salía mal en mi trabajo? No, bueno sí, pero desde el dibujo en base, el que realizaba con lápiz, ya la iba embarrando. La figura de Stud, la que conocía de pies a cabeza, no me encajaba, se desproporcionaba en mis trazos, lo que era frustrante; y papá no ayudaba con ese golpeteo que venía desde su habitación. Desinteresadamente de lo agotado que papá se sintiera, él sacaba su tiempo para complacerse.

No pude oír a nadie llorando o gritando, así que, violación, violación, no era. Por supuesto, yo vi a chicas negarse a emitir sonidos, braveando a los mortífagos; ellas solían acabar muy mal. Papá, sin embargo, sí dejaba escapar esos sonidos extraños, gemidos graves y bufidos que tanto me recordaban el ataque a mi madre.

Era una experiencia extraña. ¿Yo tendría que hacer eso con la esclava? Después de todo, su título lo implicaba, esclava sexual. Papá le dijo al barman y al director Dumbledore que el vínculo mágico entre la niña y yo no se completaría debido a mi edad, lo que implicaba que papi no me exigiría acostarme con esa muchacha, pero, ¿y de grande?

Logré dormirme, pero inevitablemente tuve que soñar con mi madre, salvo que en mi sueño yo era quien la violaba observando un exuberante cabello pelirrojo.

Me vestí como todos los días, con magia me aseé y, tras una rápida visita al inodoro, salí con paso ligero al comedor, recibiendo las felicitaciones de los mortífagos con los que me topé. Igual que en mis anteriores cumpleaños, papá permitió que Pimpón llenase de dulce mi desayuno.

—Francamente, Harry, come despacio —me riñó papá al verme meter un bocado inmenso dentro de mi boca —. ¿Quieres morir ahogado con ese ponqué?

—Lo siento, papá —respondí luego de tragar mi delicioso mordisco —. No es un ponqué, es un cupcake. Míralo, este tiene crema por encima, no es solo masa.

Papá rodó los ojos.

—¡Qué diferencia! —dijo con sarcasmo —. Igual come despacio o te enfermarás.

—Sí papá.

El desayuno transcurrió con un silencio agradable, papá leyó su periódico mientras comía, yo disfruté cada trozo del maravilloso desayuno que me sirvieron. Pimpón rompió la pasividad con un «plop».

—Amo, su correspondencia y los regalos del amito se encuentran ya libres de hechizos y maleficios.

Yo bajé mi tenedor. Existía una sutil diferencia entre «libres de…» y «ya libres de…».

—¿Mi correspondencia traía maleficios? —pidió papá soltando su periódico.

Pimpón se apretó su trajecito gris.

—No amo, algunos de los regalos del amito llegaron envenenados.

Me encogí ante el sonido del cubierto de papá estrellándose contra su plato. Alguien iba a morir, definitivamente.

—¡¿Cuáles?!

—Los… los regalos provenientes de algunas familias mágicas, amo.

—¡Amo! —el pop de otro elfo nos sacó de contexto —. Acaba de llegar Lord Kozlov con el regalo del joven amo. Feliz cumpleaños, joven amo.

—Gracias, Casquito —dije vagamente. Papá soltó un gruñido y enderezó su semblante.

—Bien, correcto. Hazlos pasar a la sala de invitados importantes, ofrécele algo de comer y beber, en seguida Harry y yo vamos.

—Sí, amo.

Al quedar de nuevo solos, con Pimpón, papá soltó entre dientes una palabrota.

—¿Qué regalos eran, elfo?

—El juego de…

—¡No! —lo interrumpió papá —. Dime su procedencia, joder.

—Por supuesto, amo —me sentí mal con los temblores de Pimpón —. Malfoy, Parkinson, Nott, Crabbe, Goyle y Zabini.

Gran parte del supuesto círculo íntimo de papá, ¿qué carajos estaba pasando?

—Vete, Pimpón. Párate Harry, hay que ir a conocer a tu esclava.

Vacilante, obedecí. Por días, supuse que mi encuentro con la niña sería molesto o desconcertante, pero lo sucedido con los sangre pura alteró el ambiente. Una niña recién llegaba no era nada en comparación con una posible traición de parte de los líderes naturales de la mayor parte de la casa Slytherin.

Lord Kozlov nos aguardaba sentado en la sala de invitados importantes, que era una especie de oficina/biblioteca de grandes ventanales, mullidas alfombras y muebles tapizados de madera. Con el ruso se encontraba una jovencita que, efectivamente, era mayor que yo. Lo que más llamaba la atención de ella eran sus ojos con heterocromía, azul y marrón; su característica inusual quedaba eclipsada, no obstante, por su vestuario: un largo vestido traslucido rosa de seda de acromántula, estaba seguro de eso, que terminaba en sus pies y nos mostraba el cuerpo de ella, su carencia de ropa interior y el color de sus pezones.

Tuve que desviar los ojos al verla.

—Buenos días, Lord Kozlov —saludó educadamente papá.

—Buenos días, Lord Kozlov —lo imité.

—Buenos días, Voldemort. ¿Cuántas veces tengo que decirte que te aflojes conmigo, eh? —le sonrió el lord ruso levantándose de su asiento. Su hija, rubia platino, aún más que los Malfoy, si eso era posible, se levantó a la par con él cruzando sus manos con timidez —. A veces cercano, otras distante, decídete amigo.

—Está bien, está bien, cedo, Kozlov —se resignó papá con parsimonia, más interesado en examinar a la niña —. Linda muchachita.

El ruso sonrió.

—Idéntica a la mamá. ¿Tú qué opinas, Harry? —me miró.

—¿Ah? —balbuceé. ¿Fueron los adultos o los menores quienes envenenaron mis regalos?

—Niño —me riñó papá, pero el señor Kozlov se rió.

—Bueno, puede que se halla distraído con ella. ¿Te gusta mi hija? Su nombre es Elena, sin la h.

—Elena —lo probé, un nombre bonito y simple, fácil de recordar —. Su hija es muy bonita, Lord Kozlov.

—Podría ponerle más emoción —comentó con cierta molestia el hombre. Noté que, tras sus palabras, el pegoste, Elena, me miró ansiosamente, luego a su padre.

—Lo lamento, acabamos de recibir una noticia perturbadora —me excusó papá —. Harry, ¿cómo se le dice a Lord Kozlov por el regalo?

—Muchas gracias, Lord Kozlov —respondí frunciendo el ceño —. No era que estuviese elevado, sino que… creía que los padres se ofendían cuando les alagaban a sus hijas.

Ambos hombres aguardaron un segundo para reírse.

—Tan educadito como la última vez; excelente niño, Voldemort —dijo el ruso mandándose hacia un lado su cabello. Elena sonrió nerviosa. Ruidosa no era, al menos.

—Es su hija, pero ahora es tuya, Harry —me recordó papá —. Puedes hablar libremente sobre ella.

—Oh… es muy bonita, sus ojos son curiosos. ¿Qué edad tiene?

—¿Por qué no se lo preguntas? —me instó Lord Kozlov, señalándomela.

Elena y yo intercambiamos una mirada. Ni movía sus pestañas ni me guiñaba un ojo, solo estaba ahí, de pie, tratando de ocultar sus muy obvios nervios. La niña que tanto planeé fastidiar para quitármela de encima me dio congoja.

—¿Cuántos años tienes, Elena?

—Trece años y medio, amo.

Su voz era suave, aterciopelada y aguda, no terriblemente aguda, solo… el epitome cliché de feminidad. Me gustó que le saliera natural, ella no exageraba su género de manera ridícula, igual que Pansy o Davis.

—Yo le asumí más años —comentó papá al padre de la esclava —. Está bastante desarrollada.

—Es su plan de alimentación. En Rusia se prefieren mujeres más escuetas, pero a las de exportación las amoldamos a gustos internacionales. ¿El ritual lo haces tú o yo?

—Yo, gracias, sería descarado pedirte más. ¿Algo que debamos saber sobre ella?

—Es alérgica a las fresas, salvo eso, nada. Se encuentra completamente entrenada, es analfabeta, no representa un riesgo de ninguna especie.

—Perfecto. Harry —se dirigió a mí —, ¿por qué no vas a jugar con ella?

—Pero, ¿y lo de…?

—Ya todo fue revisado, no hay riesgo. Ve, ella te ayudará a destapar tus regalos de cumpleaños.

—Claro —le asentí —. Gracias de nuevo por el presente, Lord Kozlov.

—Fue un placer, Harry.

Extendí mi mano a Elena. Esa situación ya se tornaba extraña, ¿de qué hablaría con ella?

—¿Quieres conocer mi cuarto, Elena?

Antes de que ella hablara, su padre me interrumpió.

—No, no, niño, así uno no les habla a las esclavas —negó con la cabeza. Yo vi a papá, ¿en qué me equivoqué?

—¿Entonces? ¿No entiende bien mi idioma?

—Sí, habla perfectamente inglés, pero es una esclava, tú no le pides, le ordenas. ¿Comprendes la diferencia?

—Sí señor —y con una sensación incómoda en el vientre, volví a dirigirme a Elena —. Ven, iremos a conocer mi habitación.

—Mejor —comentó papá —. Ya le enseñaré a tratarla —oí que le dijo a Lord Kozlov en lo que yo me retiraba seguido muy de cerca de Elena —. Este es un juguete que no se puede prestar. Ahora, dime, ¿a cómo me vendes una de las mayores? Porque esta está espectacular.

La risa de Lord Kozlov se oyó aun con la puerta de la habitación cerrada.

Avancé un par de pasos por el pasillo y me detuve, analizando a Elena. Pies descalzos, piel blanca y limpia, un cabello larguísimo y muy claro; papá portaba razón, ella era una chica espectacular, sacada de una novela: delgada, abundante pecho para su edad, piel sin imperfecciones, labios carnosos y una nariz pequeña. Las personas no eran así, nadie era perfecto, ese cuerpo excelso era producto de las pociones y hechizos de belleza, un método infalible de venta. Ja, ya usaba los términos de mis libros de marketing.

—¿Amo? —me llamó la atención con suavidad.

—Lo siento. ¿Tienes frío?

—No, amo —y sonrió. Era mucho más bonita así —. En Rusia, mi patria, este clima sería un verano atroz.

Me reí entre dientes.

—Nunca vayas al caribe, allá sí hace calor.

Y con ese intercambio, avanzamos. Fui prudente y guié a Elena por los pasillos inhóspitos del castillo, esa ruta fue más tardada, pero nadie la vio. ¡Ella estaba prácticamente desnuda! Dudé al abrir la puerta de la Torre Sur, pero papá me dijo que la llevara a mi habitación, porque allá estaban mis otros regalos; cuando la magia protectora no la expulsó, me relajé.

—Wow —se le escapó a Elena al ingresar a mi alcoba. Su reacción no era para menos.

—¡Vaya! —la pila de regalos que normalmente recibía para mi cumpleaños se duplicó o triplicó. Era una montaña colorida de obsequios —. ¡Súper! —corrí hasta allá.

—¿Quiere que cierre?

—¿Ah? —volteé a verla, ya junto a los juguetes. Elena sujetaba el pomo de la puerta —. Sí, gracias.

Elena parpadeó y se mordió el labio con nerviosismo.

—No debe agradecerme nada —me indicó cerrando la puerta —. Feliz cumpleaños, amo.

¿Qué se suponía que le respondiera, si no podía agradecerle? La observé desviar los ojos a la estantería con peluches.

—¿De verdad no sabes leer?

—No —respondió con toda su atención sobre mí, fingiendo no interés en los juguetes.

—¿Te gustaron mis peluches?

Elena se sonrojó.

—Sí, amo. Perdóneme.

Me sorprendió la sumisión con la que agachó la cabeza, tapándose el rostro con las manos, reverenciándome a modo de disculpa. Esa acción no era inusual de ver, algunos mortífagos reaccionaban de una forma parecida cuando ofendían ínfimamente a papá, pero fue increíble verlo en una chica, cuando las mujeres eran tan escandalosas, aguerridas o molestas.

—No, no hay problema —le sonreí, tratando de que se tranquilizara, lo que fue inútil, porque ella continuaba con la cabeza gacha y el cuerpo apretado. Meditando mis opciones, recordé lo dicho por los mayores: órdenes —. Levanta la cabeza y mírame.

Y Elena obedeció sin chistar, con el rostro sonrojado, colocando sus manos entrelazadas en su vientre, de manera protectora.

—¿Amo?

—¿Te gustaron los peluches?

—Sí, amo —confesó contrita.

—¿Trajiste juguetes contigo? —pregunté, pensando que si compartíamos nuestros peluches o muñecas ella se tranquilizaría más.

—Yo no tengo juguetes.

—Oh —parpadeé, tragando. ¿Quién no tenía juguetes? —. Yo no vi tus maletas, ¿dónde está tu ropa?

—No tengo ropa.

¿Qué?

—Pero, ¿con qué se supone que duermas? ¿Y qué usarás mañana?

—Padre ordenó que me enviasen a usted sin accesorios, dijo que su señor padre no le pondría límites, que usted me poseería sin oposiciones. Se esperaba que yo no necesitase ropa.

Con palabras finas, significaba que Lord Kozlov consideraba que yo me lanzaría sobre su hija de inmediato. Papá tuvo razón al decir que ese hombre lo hacía parecer a él como a un manso cordero. ¿Me dio a su hija de 13 años para que la violara? ¿Así sin más?

—Elena, elije el peluche que más te guste, te lo regalo.

—¡¿En serio?! —chilló. Su voz aguda no resultó dolorosa, sino… linda. Elena realmente se emocionó ante la noticia.

—Claro —afirmé entusiastamente. Ni corta ni perezosa, agradeciéndome profusamente, Elena se fue a las prisas a la estantería de peluches, donde se quedó viéndolos un largo rato, tiempo en el cual yo, sentado en el suelo, destapé mi primer regalo, un set de perfumes mágicos. ¿Qué clase de regalo era ese? Y de parte de Daphne, mi compañera.

—¿Puede ser este, amo?

Alcé los ojos en dirección de Elena, quien me enseñaba un dragón amarillo de felpa.

—Por supuesto. Oye, creo que hubo una confusión aquí, me dieron perfumes femeninos, ¿quieres quedártelos?

—Dudo mucho que sea una confusión, amo —y abrazando al dragón, se encaminó a mi sitio, sentándose frente a mí con delicadeza, sobre sus piernas juntas —. Las amistades suyas y de su señor padre debieron enterarse de mi llegada.

—Sí, sabían, ¿por qué? —los comentarios picaros de los Lestrange me fueron imposibles de pasar por alto.

—Cuando un hombre o un joven recibe una esclava, usualmente sus seres cercanos le obsequian también elementos para la esclava, en este caso yo. La persona que le dio estos perfumes lo hizo con la intensión de que yo los usara para usted.

—¿Para mí? —fruncí el ceño. Elena no comprendió mi extrañeza.

—¿Ha visto los juegos de té?

—Claro, claro.

—Piense que yo soy la jarra, ¿de qué sirve una jarra de porcelana si no tengo donde echar el té? Así fungen estos obsequios, son un complemento para su comodidad y placer.

—Placer es una palabra fuerte aún, niñita —la interrumpió papá, ingresando a mi alcoba. De inmediato, Elena agachó la cabeza —. Vamos a ser claros, mocosa —empezó papá con un tono duro —. Harry es joven, nada listo para satisfacerte de la forma en que estas acostumbrada.

—Papi —jadeé en voz baja, sorprendido por su frase.

Papá me miró con cierto cariño.

—Calla, nené. Yo conozco el entrenamiento al que fuiste sometida desde tu nacimiento, Elena, por eso te lo digo. En la noche tomarán las pociones de enlace, dormirás aquí con él en un catre hasta que tu núcleo mágico se adapte, luego, si Harry no te quiere en su alcoba, estarás en una habitación lateral. Serás sumisa y obediente, harás lo que a mi hijo le plazca, te comportarás como a él se le antoje, así vaya contrario a tu educación. Te daremos ropa y comida, Harry decidirá si usarás ropa interior o no. ¿Preguntas?

—No señor.

—¿Y tú?

—¿Por qué debo yo decidir lo que usará? —la amabilidad de papá se transformó en exasperación.

—Es una esclava, ¿qué parte no entiendes?

—Lo siento, papito —contesté autónomamente. Su malgenio, dirigido hacia mí, me asustaba.

—Esta noche también le acomodaré las protecciones mentales, no está de más cerciorarse. Hoy ella no puede dejar la Torre Sur, Harry.

—Claro, claro —y con mi frasecita le arrebaté una sonrisa a papá —. ¿Los regalos de Elena dónde los coloco?

—Aquí, en tu habitación, ella estará muy cerca de ti por un tiempo, tal vez un año, luego podrá irse al fondo del pasillo, no se moverá de ahí si de verdad no la quieres, Harry.

—Está bien —respondí neutral. ¿Tenía que decirlo delante de la pobre Elena? —. No terminé mi desayuno, ¿Pimpón podría traernos algo?

—Sí, ya lo mando.

Con esa respuesta, dio media vuelta y se marchó. Al cerrarse la puerta, Elena soltó un suspiro de pura ansiedad.

—Sé que es difícil de tratar, pero no te hará nada malo —le prometí, intentando tranquilizarla, pero no funcionó. No supe que hacer y le alargué los perfumes, esperando que, como a Pansy y Daphne, el materialismo le gustara.

Elena les sonrió a los frascos, elevó sus ojos a mí, estaba llorosa.

—Gracias, amo.