Hola. Para todas las fans de los Lestrange, lamento mucho la forma en que voy a destruir, ante sus ojos, al querido Rabastan en el capítulo de hoy.
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—¿Por qué estás llorando?
Elena sacudió su cabeza, parpadeando velozmente para quitarse las lágrimas. Su cabello rubio y liso se sacudió en cada movimiento. Era largo, mucho, quizá más allá de sus caderas.
—Tenía miedo de venir, estoy muy, muy lejos de mi casa y de mi familia —algo que no había notado hasta ese punto era el acento de Elena, solo de oírla bastaba para saber que era rusa, sin llegar a enredarse en mi idioma.
Comprendí esa sensación, debía ser duro de despegarse del hogar tan abruptamente, solo por el capricho de un par de personas.
—¿Cómo es tu casa? ¿Es un palacio?
Elena consideró mis palabras, meditando brevemente.
—Sí, es inmenso, pero yo no lo conozco bien. Crecí en la zona central, en el harem.
—¿Harem? —arrugué la nariz —. ¿No es la casa de las esposas y amantes de los monarcas?
—Sí, también de las esclavas como yo —me explicó tomando la caja con los perfumes —. Mamá creció ahí, mis hermanas igual, junto a las amantes de mi padre, mi abuelo y mis tíos.
—¡Qué familia! —me burlé, sacándole una risita —. Si es de hacer sumas, mi casa tampoco es una maravilla, esta es la base de funcionamiento de los mortífagos, a cada rato hay orgías, torturas y muertos.
Elena hizo una mueca.
—¿Destapamos otro? —me señaló los regalos.
Encontramos cosas para mí y para ella, desde cremas corporales, dulces, ropa ajustada, jabones y productos de belleza, todo muy normal hasta la aparición de un pequeño falo rosa.
—¿Por qué mandarían esto? —pregunté con curiosidad. Salvo por el color y el tamaño, ese falo era similar a los que mantenían en los calabozos para torturar a las mujeres.
—Es para mí. Hay un tapón —me apuntó a la caja del falo, donde también había un objeto extraño y plateado. ¿Y eso qué? —. Son para mí, bueno, para que usted los use conmigo.
—No entiendo —me lamí los labios, confuso —. Esto lo usan para violar mujeres, tú eres virgen.
—No lo soy —me sorprendió al punto de sacarle un gesto de humor —. Recuerde que soy una esclava sexual, su padre ya lo dijo, yo recibí entrenamiento toda mi vida.
—Sí, escuché, pero… eres una niña —dije con obviedad.
—Mi deber es atenderlo a usted, pero, amo, usted no sabe cómo tratar a una mujer. En mi hogar hay dos tipos de esclavas, las vírgenes y las entrenadas. ¿De qué serviría que yo fuese virgen y me entregasen a usted? Sería como darle carne a un hombre sin dientes; a mí y a mis hermanas entrenadas nos asignan a jóvenes herederos, las vírgenes son para los adultos. Por ejemplo, de venderle una de mis hermanas a su señor padre, el mío le dará una muchacha virgen para que la descorche, mas no importa, porque su padre sí sabe qué hacer con una mujer, usted no, así que me corresponde a mí poseer el conocimiento.
Su discurso fue… lo dijo con tanta tranquilidad, jugueteando con la cajita de cinco esmaltes de uñas como si nada.
—¿Te violaron en tu casa?
Violación, eso gritaba mi mente. Papá era extremadamente estricto con la edad de las secuestradas y con el ingreso de mortífagos, nunca menores de edad, jamás mujeres vírgenes en los calabozos. Violar a una mujer, para mí, no era la gran cosa, ocurría a cada rato, pero a un niña, eso era impensable para papi y si él, un monstruo medio psicópata, lo veía así, con más veras yo.
—Sí… no… no, claro que no —debatió consigo misma, sonriendo con su resultado —. Era mi deber aprender a usar estas cosas y complacer hombres, nací para hacerlo, no tengo mayor propósito.
La observé pasmado, siendo consciente del lavado de cerebro que cargaba encima Elena. Sabiamente, no opiné; no era mi deber juzgar su crianza, seguro que no muchos alumnos de Hogwarts crecieron viendo asesinatos, si a mí no me podían decir que matar muggles no era un deporte, yo no podía alegar que no era normal que a una niña la tocasen sexualmente.
—He visto los falos, pero no esto —cambié de tema, señalando el falo rosa y el objeto plateado, el cual, mirándolo bien, tenía un cuello que se angostaba y engrosaba, finalizando en una base redonda, similar a la de una copa, en la cual se pegó el rostro afelpado de un conejo.
—Es un tapón anal, se pone en el recto —me explicó sin ningún tipo de pudor.
—Ah… ¿te gustan?
—¿A usted le gustan? —me redireccionó.
—Ni idea, ¿te agrada usarlos?
Quizá, quien quitaba, de verdad a Elena le gustaba tener eso dentro.
—¿Gustarme? —arrugó el rostro, sopesando sus opciones —. No lo sé.
—¿Quieres destapar otro regalo? —le tendí una caja grande que resultó ser mixto.
¿Qué clase de persona empacaba presentes para dos niños de edades muy similares, pero a uno le daba un set de libros ilustrados con pegatinas y al otro una crema depilatoria?
No pude dejar de devanarme la cabeza con el asunto, sin embargo, Elena se lo tomó con mucha calma, separando los montoncitos de objetos para no confundirnos. Elena no resultó una copia de Pansy ni de Hermione; Elena me recordaba un poco a Daphne: chicas guapas y cuidadas que mantenían la boca cerrada.
La comida de Pimpón la consumimos entre los dos con bocados distantes, jugando y masticando.
—Yo no debería comer más dulce. ¿Su señor padre no me limitará? —me pidió.
—No lo creo, a papi no le gusta que yo coma demasiado azúcar o muy alto en calorías, pero como es mi cumpleaños, él me lo permite.
—Comprendo.
Elena estaba muy cómoda, con las piernas cruzadas bajo ella, los tobillos juntos y fuera de su cuerpo, apoyada con una mano en la alfombra, la otra mano sujetando al dragón amarillo.
—¿No te molesta ir tan destapada? —fui directo.
—¿Hum? —se recorrió con los ojos —. No, amo, ¿y a usted?
—No —mentí. Mujeres desnudas no era nuevo para mí, pero con su ropa traslucida continuaba recordándome a Lady Hogwarts, aunque la dama no enseñaba su piel como Elena, cuyos pezones rosados resaltaban a los gritos —. Igual quisiera conseguirte algo de ropa, podrás tener frío en la noche. Este castillo es helado.
—Como guste, amo —y me sonrió, lo hacía seguido, era agradable —. Usted no es lo que esperaba.
Resoplé.
—¿A qué te refieres?
—Lo imaginé un poco más… intenso, es todo. En el harem, padre dijo que usted era mimado, yo esperaba que fuese similar a mis hermanos.
—¿Cómo son tus hermanos?
—Pues… —infantilmente, sopló uno de sus cachetes —, insistentes en mi educación.
—Eres analfabeta —señalé.
—Me refiero a mi educación como esclava. Se requiere de hombres para practicar, mis hermanos y mi padre era con quien yo estudiaba.
—¡¿Qué?! —solté de golpe, impactado —. Eso es incesto, ¡es ilegal! —y terriblemente morboso y sucio.
Elena se encogió de hombros.
—Según ellos, estaba bien. Yo crecí así, me enseñaron muchas cosas.
—Cuéntame —exigí con oscura curiosidad. Elena no demoró en abrir la boca.
—Se daba todos los días. Nuestra educación iniciaba a los cinco años, cuando éramos divididas por nacimiento, las hijas de mi padre con mujeres ajenas a nuestra familia íbamos a ser vendidas, igual que las hijas sin defectos que naciesen de la unión de mi padre con una de sus hijas o nietas. Yo fui hija de una mujer de la Antártida, así que se me destinó para exportación.
—¿Antes de los cinco años nadie las tocó? —pregunté, tratando de tranquilizarme. Cinco años, Neville perdió a sus padres a esa edad, yo ya veía torturas, quizá ser violada era la versión femenina de vivir en guerra. No que ella viviese en guerra, pero… no se me ocurría otra comparativa.
Elena se lamió los labios.
—Sí, claro, mi abuelo y mis hermanos. Lo que sucede es que allá todos los varones sabían que nosotras, las destinadas a niños herederos, éramos mujeres disponibles, por eso es que no está mal que nos pellizquen o nos toquen, incluso de bebés —y lo contó con absoluta calma, sobando la cabeza del dragón de peluche —. Mi primer recuerdo es que tres de mis hermanos mayores, los adultos, me observaban chupar una paleta de helado, ellos me felicitaron porque logré introducirla toda en mi boca. Mi abuelo acostumbra a sentar a las más pequeñas en su regazo mientras juega a las cartas o lee; una de las esposas de mi padre nos toca en la ducha.
—¿A qué edad fue que…?
—A los cinco, lo hizo mi padre, al siguiente día mi abuelo. Desde entonces conozco los consoladores, nos los ponían al despertar para que fuésemos acostumbrándonos —y sonrió con ternura —. Eran pequeñitos, del tamaño de mis dedos —me extendió su mano. Usaba uñas medianas y pintadas en blanco —. Con los falos y las pociones de desarrollo, ya a los siete se autorizaba a mis hermanos penetrarnos, aunque algunos lo hacían desde antes.
—¿Tu padre no les decía nada?
—No, siempre que no nos lastimasen demasiado o nos dieran una poción de deseo para que el encuentro fluyera.
Poción de deseo, llamadas pociones del sexo, nublaban el juicio de cualquier mujer; yo las elaboraba para los mortífagos cuando ellos se quedaban cortos de personal. Conocedor de lo que era vivir de ese modo, hablé.
—¿Con cuántos de tus hermanos sostenías sexo al día?
—No sabría decirle, son varios, pero éramos muchas. Yo fui de las más explotadas, mis primos, sobrinos, hermanos, todos los menores de quince recibían el trato especial, luego solo mis hermanos. Yo permanecía desnuda día y noche, por eso no me incómoda este vestido.
—Entiendo —y sí lo hacía. Yo jugué con cabezas humanas a los cuatro años, ¿qué con eso? Pero lo de ella… no, esa fue su vida, no mi problema. Tal vez si una niña crecía acostándose con hombres, le gustaba (aclaración: Harry y Elena son niños que crecieron en ambientes terribles, aquí lo que intento plasmar es hasta qué punto llega el abuso, indiferentemente de cuál sea, normalizando situaciones completamente bizarras. Harry crecerá con un pensamiento erróneo de mundo, es inevitable, pero lo que él piense o diga no es, solo por ser el personaje principal, correcto) —. ¿Es divertido?
—Generalmente. Me agradaba que me consintieran si lo hacía bien y la sensación suele ser agradable, sobre todo al emplear las pociones.
Oh, bueno, aclarado, a ella le gustaba tener sexo. Mis hombros se relajaron.
—Genial que te gustara —no supe que más decirle —. Sé que no lees, tengo unos libros sin letras y… ¿qué haces en tu tiempo libre?
—¿Tiempo libre? Bordar, tejer, cantar —enumeró con sus dedos. Nociones básicas de matemáticas tenía que tener ella para hacer eso.
—Le pediré a Pimpón que te traiga lana.
En esa mañana le enseñé a Elena mi antigua colección de libros de primera infancia, carentes de letras, solo poseedora de imágenes y elementos 3D sobresaliendo entre las páginas; a Elena le encantó mi acordeón y jugar a la casita con los peluches, eso fue lo que más disfrutó.
—Usted será el papá y yo la mamá, Ismael y Dragón nuestros hijos —anunció felizmente en lo que yo terminaba de construir una pared con las almohadas de mi cama.
—¿Y cómo se portaron los niños hoy? —pedí, entreteniéndome con seguirle la cuerda. ¿Así se sentían Barty y Rabastan al jugar conmigo? Elena era una niña absoluta.
—¡Mal! ¡Muy mal! —contestó enérgicamente —. Tienen que ser castigados.
—¡Oh! ¡Yo sé cómo! —alcé la voz, yendo al otro lado de mi habitación a por mis lápices y un pergamino —. Mil planas.
—¿Planas? —arrugó la nariz, acercándose a ver, incrédula de la efectividad de mi método.
—Sí, no se pueden mover hasta no haberlas terminado —gruñí, fingiendo que regañaba a los pobres peluches —. Porque fueron malos, planas por toda la noche o hasta que se les caigan las manos.
—Me parece perfecto, amo, digo, señor esposo —y me tendió a Ismael y a Dragón —. Es deber del padre castigar.
—¿Qué hace la madre? —pedí con curiosidad.
—Am, ¿esperar al marido para irse a dormir? —ofreció con duda.
Sonaba bien.
—Sí. Ve a costarte, esposa, que yo los voy a castigar —le señalé mi cama; me dolían las mejillas de tanto sonreír. Papá tuvo razón, por milésima vez: Elena era una buena compañera de juegos.
—Sí, esposo mío.
Sujetando a los dos peluches y al pergamino con los lápices de colores, me encaminé a mi escritorio, dejando ahí los objetos.
—¡Y no lo vuelvan a hacer! —les grité agitando un dedo. Giré para ver a Elena al oír su risa, el cabello platino largo se desparramaba en mis almohadas, ella lucía un dulzón sonrojo. Me dirigí a la cama, a la cual me lancé tan rápido que Elena apenas pudo esquivarme —. Ya.
—Muy bien hecho, esposo mío —e hizo una cosa que me retiró la alegría y me llenó de… timidez: se elevó sobre mí y besó la comisura de mi boca. Con Pansy, las cuatro veces que jugamos a la casita, ella me sujetaba el rostro y me babeaba, Elena no actuó con torpeza, fue un simple toque cálido que, nuevamente, me obligó a pensar en Lady Hogwarts. La situación fue lo que nos separó en su momento, yo no quise que se detuviera, su boca fue dulce y generosa.
Elena no protestó cuando le robé un beso estrechando nuestros labios con suavidad. Yo no recordaba con exactitud qué era lo que debía hacerse, mas Elena sí.
Separe un poco más lo labios.
Amo, mueva su lengua.
¿Le gustó lo que le hice? Hágalo usted ahora.
Y cuando sujeté su cintura, no vaciló ni se asustó. Yo quise comprobar su calidez humana y, cómo el dicho, vine por cobre y encontré oro: Elena se movió hasta quedar sobre mí, pero sin descargarse en mi cuerpo.
¿Eso era a lo que se referían con límites? El hombre propone y la mujer dispone, sí, pero a Elena se le dijo que no se contuviera conmigo, medité deteniéndome. ¿Lo hacía por obligación? ¿Yo era un trabajo? … asqueado de estar en los brazos de una persona falsa, un Malfoy femenino, me separé de ella.
—¿Amo?
El miedo en sus ojos no me ayudó, ¿miedo a fallar? ¿A qué exactamente?
—Quédate aquí —le ordené con vehemencia, bajándome de la cama. No usé la cabeza, nada raro, y terminé en el peor lugar para poder pensar correctamente sobre las intenciones de las mujeres, en los calabozos.
Los calabozos del castillo se dividían en varias secciones, los laboratorios quedaban hasta lo profundo, las embarazadas y los huecos humanos encadenados las 24 horas se hallaban al fondo a la izquierda, a la derecha estaba la comida de Nagini, si buscaba más me toparía con las castigadas, mujeres rebeldes a las que los mortífagos amansaban a punta de golpes y humillaciones. Caminé a este sitio, con curiosidad, pues no oía gritos. Rabastan y otro hombre orinaban sobre una mujer desmayada y cubierta de mayugaduras.
No me fijé antes, el pene de Rabastan era largo.
—¿Joven señor?
—Hola 'bastan —empleé el apodo que le coloqué de niño, siendo incapaz de pronunciar por completo su nombre.
Con un gesto de su mano, 'bastan espantó al otro sujeto; antes de acercarse a mí, él se guardó el pene y se subió el pantalón, aplicándose un hechizo de limpieza.
—Lo imaginé con su nueva amiga, joven señor —me sonrió ampliamente —. ¿Qué tal es? ¿Bonita?
—¿Puedo hablar contigo? ¿En privado?
Mi petición lo tomó desprevenido.
—Por supuesto, joven señor. Usted ordene, que yo complazco. ¿Dónde quiere que hablemos?
—Arriba, en tu habitación.
El cuarto de Rabastan era amplio, repleto de armas y comida de viajero, con un telescopio junto a la ventana con vista al punto de aparición más empleado. Rabastan le ganaba en paranoia a mi padre.
—Ignore el desorden, por favor. ¿En qué le puedo colaborar?
No me costó sincerarme con él, Rabastan y Barty eran el equivalente a la tía solterona de confianza.
—Es sobre la niña, Elena.
—¿Qué tiene ella? —frunció el ceño.
—¿Cómo sé si es de fiar?
—Joven señor, la poción y el ritual asegurarán que no exista la más mínima posibilidad de espionaje por parte de…
—Sí, ya me dijeron —lo interrumpí con fastidio —. No me refiero a la guerra, sino a mí.
Rabastan parpadeó estúpidamente.
—No logro comprender, joven señor.
—Ella me estaba besando y…
—Ah, eso es espléndido —se carcajeó, luciendo orgulloso.
—Papá le dijo que no se contuviera. ¿Ella me besó así por mí o por la orden?
El mortífago cerró la boca.
—Pues… el deber de ella… usted es… —y tras mucho vacilar, soltó un suspiro —. Harry —me sorprendió el empleo de mi nombre, a la par que me sujetaba los hombros —. Esas esclavas, son máquinas, a ellas les gusta lo que sea placer, les excita que un hombre las toque. Son perras dispuestas, salvo que esta es solo suya. No le puedo asegurar que lo haga por usted o por su trabajo, aprenda a leerla, no le tenga miedo, es solo una mujer.
—Solo una mujer —repetí, creyendo en él.
—Así es. Tóquela cuando quiera, presiónela, pellízquela, eso le gustará a esa chica.
—Dijo que sus hermanos la pellizcaban —revelé.
—Ve, a las esclavas sexuales les privan los hombres; las mujeres en general son así, pero se asolapan. A esta no, ya verá usted lo mucho que ríe siendo manoseada, lo fácil que es desnudarla; ordénele que se toque para usted, es delicioso verlas mover el culo. Y el día que ella se equivoque, no lo olvide, joven señor, hay que pegarle, duro, que solo así aprenden.
—Pero llorará —argumenté. Yo odiaba ver a las mujeres llorando.
—¿Usted llora cuando su papá le pega?
—Sí.
—¿Vuelve a hacer las cosas mal?
—No, claro que no.
—Ahí está —sonrió —. Los golpes enseñan, aunque hay chicas que les gusta que las golpeen, un par de cachetadas nunca caen mal.
Con eso, ambos salimos de la habitación y tomamos caminos separados; ´bastan me informó que mi padre salió a «averiguar algo». Yo me trepé en mi columpio que quedaba en el frente del castillo, meciéndome de pie en la silla, buscando hallar una solución.
Rabastan, Bellatrix, todos ellos, no era una influencia adecuada, para mí estaba clarísimo, pero, ¿quién más conocía tanto de mujeres? ¿Qué hacer con Elena? Prefería no tener que lidiar con una aduladora que me acuchillaría por la espalda. Y la pobre Elena, ¿qué culpa tenía de que hoy fuese mi cumpleaños? ¿De qué ella naciese bajo la propiedad de un loco?
Volví a mi alcoba muy pasada la hora del almuerzo. Encontré a Elena terminando el suyo sentada en mi escritorio; mi cuarto fue despejado, las almohadas volvieron a la cama, lugar donde se depositaron mis regalos, los de ella estaban dentro de una gran canasta de mimbre.
—Amo —se sobresaltó al verme. De inmediato, Elena soltó sus cubiertos, se salió de la silla y se tiró al suelo, arrodillada por completo, con la frente pegada al suelo —. Lo lamento, amo. Por favor, permítame saber que le disgustó de mí. Juro que no lo volveré a hacer.
No le respondí en un inicio. Me acerqué a ella, me incliné y le sujeté un brazo, levantándola. Elena lucía perturbada; me sentí responsable de ella, fue una sensación nueva para mí.
—¿Ya terminaste de almorzar?
—No, amo.
—Termina. ¿El mío es el plato tapado?
—Sí, amo.
No, amo, sí, amo, qué fácil. Tomé mi plato, lo destapé y me fui a mi cama a almorzar. Más que de Elena, de mi mente no se retiraba el intento de traición por parte de los sangre pura, en lo que, seguro, se encontraba papá. Regalos yo recibí de los padres y de los hijos nobles, ¿quién fue el del veneno? ¿Por qué? ¿A cuántos matará papi?
Me distrajo de las incógnitas el decente intento por parte de Elena de ocultar su llanto.
—¿Qué te sucede? —pedí amablemente.
—Lo hice enojar, amo. Me va a golpear usted.
El pescado en mi boca casi no logra bajar por mi esófago. Justo fue ese el consejo de Rabastan, golpearla cuando ella cometiera un error; y Elena aguardaba tal trato. ¿Asolapadas, fue que llamó Rabastan a las mujeres?
—No te voy a pegar —aseguré, pero añadí —. Hoy no.
—¿En qué fallé, amo? —me rogó con el rostro repleto de miedo, encorvándose en su asiento, la comida olvidada.
—Nada, estoy estresado, es todo —me excusé.
—¿Estresado?
—Intentaron envenenarme esta mañana, previo a conocernos —sí, alguien quiso matarme —. ¿Quién organizó las cosas? —solicité con curiosidad, retomando mi almuerzo.
—Yo, amo. Su elfo me colaboró con la cesta, va a pedirle permiso a su padre para construir un armario para mí, Pimpón no quiere que nuestras cosas se mezclen.
Pimpón y su orden ligeramente maniático.
—Gracias por limpiar —fue doloroso ver el rostro de Elena relajarse con una simple frase positiva.
Al carajo 'bastan, no iba a ser duro con esa chica.
—Gracias a usted, amo.
—Oye —le sonreí —. Cuando vuelva papá, le pediré que me dé dinero para comprarte vestidos, ¿te gustaría?
—¡Sí! —exclamó animada —. Pero no se tiene que molestar amo, hay algo de ropa en los regalos.
—No te ofendas —me burlé —, pero no puedes ir con trajes transparentosos a Hogwarts, nos echarían el primer día.
—¿Hogwarts?
—Mi escuela, irás conmigo. ¿No comerás más?
—Estoy llena —me sonrió. Su rostro contento era muy dulce.
—Ven y siéntate conmigo, entonces.
Me sorprendió lo rápido que aceptó, muy feliz de acercárseme. Traté de analizar a Elena lo que duré comiendo; ella se sentó junto a mí, apoyada en sus rodillas, pegando su trasero a sus talones. Fue un instinto sondear su mente, encontrándome cero resistencia, ni se dio cuenta, era igual que una muggle. Ahí descubrí que yo era un idiota, le pude haber ahorrado varias horas de sufrimiento a Elena si le hubiese examinado las intenciones en vez de irme corriendo: ella realmente sintió angustia, creyendo que le haría daño, nunca tuvo mala intención, me besó por obligación, reconociendo que yo era un deber, pero lo hizo sin asco, miedo o tedio.
Elena era, al parecer, carente de timidez una vez tomaba confianza. Me contó un cuento ruso recostada en las almohadas, yo no le puse cuidado, me embobé viendo su mano acariciar su vientre, ya que su vestido me permitía observar su piel lechosa y perfecta. Brillando en evidente diversión, ella detuvo su historia y movió sus uñas a través de la tela que le cubría la intersección de su torso con sus piernas.
—Se le va a enfriar —me señaló con malicia a mi plato a medio acabar.
—Ni modo —le respondí dejando mi plato en mi mesa de noche. Volteé a verla, Elena se hizo de lado, postura que le remarcaba la cintura —. Sigue tocándote.
—¿Y si lo hace usted? —extendió su mano, buscando la mía. Entrelacé nuestros dedos.
—¿Te dejas manosear de un desconocido? —la cuestioné empleando el vocablo de Rabastan.
Elena me sonrió.
—Usted no es un desconocido, es mi amo —y borró su sonrisa, colocándose en cuatro, de forma que me miró directamente —. Dígame que hago, si esta es la vida que me tocó. Pude haber llorado y suplicado no venir a su casa, no me habrían escuchado. Usted es mi amo, me guste o no; no sé cómo me vaya a tratar usted, pero le haré caso en todo y seré feliz con lo que me corresponde, no tendrá usted un solo disgusto.
—No te golpearé, tampoco te violaré.
—Eso dice hoy, amo, mas usted es un hombre. Querrá tomarme tarde o temprano —y, por un instante, sus rasgos me entrevieron una mirada muy firme —. El día que eso ocurra, lo complaceré. Usted no oirá un «no» de mi parte —y para mi asombro total, apretó mi mano y me jaló con muchísima fuerza, una que yo no le hubiese adjudicado jamás, metiendo mi extremidad por debajo de la falda de su vestido, hasta su entrepierna, donde sentí el tacto de algo felpudo. Era el tapón con rostro de conejo, en su vagina había un falo, no supe si era el rosa. Ella estaba sentada cuando yo llegué, ¿en qué momento se los puso? ¡¿Almorzó así?!
—¿Por qué los tienes puestos? —ella me soltó, pero yo no fui capaz de sacar mi mano.
—Es la garantía de que le digo la verdad —y esbozó una sonrisa —. No importa si debo usar esto hasta que usted cumpla 17 años, yo estaré preparada. Mi único trabajo es abrir las piernas y gemir, confíe en mí, no lo arruinaré.
—Pero no quiero tocarte —argumenté extrayendo mi mano de debajo de su vestido. Elena volvió a tomarla.
—No, pero quería hacer esto hace un instante —y puso mi palma sobre su vientre, yo extendí mis dedos, ¡qué tela tan suave! —. Mañana querrá más, es su derecho. Puede hacer conmigo lo que quiera, se lo merece porque tuvo la suerte de nacer varón y con un padre adinerado.
Tu padre te compra respeto.
… a ellas les gusta lo que sea placer, les excita que un hombre las toque…
No le tenga miedo, es solo una mujer.
—Si te daño, te ordeno que me lo digas.
La rubia ladeó la cabeza sin entender y asintió.
—Lo que desee mi amo.
Usé mis dos manos para acariciarle la cintura el vientre y el borde de sus pechos. Fue tranquilo, la mente de Elena permanecía en blanco. A la tranquilidad se le unió lo cálido que resultó ser el cuerpo de Elena y lo excitante que fue verla tenderse en la cama y pedirme, con una súplica, que no me detuviese.
Papá lastimaba a las mujeres para oír sus ruegos, yo al parecer no era diferente, me gustó escuchar a Elena suplicar. Me aseguraría de frenarme en el momento que fuese a hacer un verdadero daño a un ser humano, lo que no creía que sucedería si Elena continuaba cumpliendo su trabajo tan… eficientemente.
