[...]
México estaba consciente que la relación entre una nación y otra eran muy complicadas en las que la animosidad podría llegar a ser pasivo agresiva. Europa era el peor caso, con sus luchas constantes del poder entre las discusiones diarias e interminables de Alemania que daban lugar a largas disputas insignificantes contra Inglaterra y Francia que prolongaban cada tema de la agenda de la Unión Europea que se desmoronaba por la falta de confianza entre sus integrantes, todo en una espiral de hartazgo que giraba en un terreno volátil. Volvieron a la época en donde cada uno se preocupaba por su posición de su país en el continente y cavilando las fuertes protestas de los humanos para hacer algo al respecto con Etrum; en especial de los humanitarios y las comunidades afrodescendientes. Turquía se la pasaba atacando verbalmente a Rumania que respondía con la misma agresividad, Bélgica permaneció en silencio junto con Etiopia comiendo a escondidas un pie de manzana, Singapur discutía agarrándose de la camisa de Malasia quien se veía intimidado con Indonesia tratando de ser un mediador y las otras naciones parecían enfrascadas en sus propias fricciones a tal punto que Suiza finalizó la reunión con un disparo de advertencia al techo, diciendo fríamente que se fueran a sus hospedajes.
Vio a Canadá alejarse de Australia y Nueva Zelanda quienes se miraron preocupados entre ellos. El rubio a pasos apresurados se dirigió a donde ella, su mirada cansada era algo perturbadora.
— Se estaba poniendo feo allí — dijo Canadá cuando entro al campo auditivo de México. Ella entendió que no quería hablar de lo sucedido con sus hermanos menores.
— Cualquiera se pondría así con la comida que sirvieron para el almuerzo — contestó la mujer haciendo reír un poco a Matthew.
— No me quejo, he probado cosas peores.
México sacó la lengua recordando el sabor de "esas cosas peores" — Como esas almejas en Tailandia.
— Nos enfermamos por una semana, si hubiéramos aceptado las hamburguesas de Alfred, no habría pasado eso. Él se burló de nosotros por meses— recordó el canadiense con una especie de tristeza en su voz. Matthew puso una mirada consternada al darse cuenta de su error — Lo siento.
— No, yo...
Los dos se quedaron en silencio por la mención del norteamericano faltante. Continuaron caminando por unos minutos sin apartarse de la incomodidad, era como una herida abierta que no podían evitar tocar. La peor parte es que verse mutuamente era un constante recordatorio de la memoria de Estados Unidos.
— ¿A dónde nos dirigimos? — preguntó Matthew deteniendo el paso.
Rosalía negó con la cabeza. Solo perdía el tiempo sin saber a dónde se dirigía con Canadá, quien solo la seguía.
— Al chile, solo estoy caminando a ver a donde llego — admitió moviendo su mascada roja.
El rubio asintió con un sonido en la garganta de afirmación.
— Acerca de nuestra reunión...
— ¿Pasa algo con eso? — preguntó con un suspiro.
Matthew negó con la cabeza — No creo que sea seguro para ti.
Giro la cabeza con una mirada de incredulidad — ¿Qué no es...? Matthew — negó riéndose — Ninguna parte es un lugar seguro para nadie.
Ciertamente el mundo era inseguro, los conflictos abundaban y se enredaban entre ellos como una fea enredadera rastrera que crecía en el patio trasero, que todo el mundo prefería ignorar que encargarse de el desde la raíz. Era curioso que cuando los Estados Unidos involucionaron el resto de naciones le siguieron el ejemplo en formas menos extremas.
— No me refiero solo al gobierno, es...él. La última vez las cosas se salieron de control.
México se encogió de hombros, luciendo molesta — No tengo opción, tu no la tienes. No te preocupes por mí, tú ya tienes suficiente en tu plato. Solo firmemos ese tratado y nos vamos cada quien a su casa.
— Lo dices como si fuera sencillo, como si fuera fácil o lo dices como si ni siquiera te importara.
Adquirió una actitud defensiva — ¡Me importa! Solo no quiero andar pensando en eso.
— Si no piensas en eso, es igual a ignorarlo.
México no podía argumentar contra la verdad — Solo... yo... mierda ¿cómo lo digo? Yo... déjame lidiar con esto por mi cuenta, por favor.
La mirada de Canadá se suavizo, se acomodó los lentes en un suspiro — ¿A dónde quieres ir? — preguntó amablemente.
— ¿A la catedral? ¿Gurten? Tal vez a una librería o al museo, pero no creo que a Vash le haga gracia que esculquemos en su pasado ¡Oh! ¿A la fábrica Kambly? Puedo robarme unas galletas ahí y comérmelas con café.
— Dan muestras de las galletas, no tienes por qué robarlas.
Ella se encogió de hombros — No tiene chiste sin café, wey ¿No quieres ir al parque de los osos?
Genuinamente Matthew pareció pensarlo por unos segundos — Solo no les des de comer.
— ¿Ni siquiera un pescadito? — preguntó con una pequeña sonrisa.
— ¿Te cuesta tanto solo verlos?
— Si se están rascando en un árbol, puedo limitarme a solo verlos.
Con el mundo queriendo destruirse a sí mismo, estar juntos era lo mejor que podían hacer. La presencia del otro les recordaba lo perdido, lo que fue y la desgracia con la que vivían, pero más que traer dolor era un bálsamo en la herida. Había esperanza en un mejor mañana si es que estaban juntos en solidaridad, se podía superar el miedo, la indiferencia, la misantropía y evitar el camino autoimpuesto de la destrucción. Las dos naciones caminaron por las calles de Berna, tomados de la mano.
[...]
"Pretende que no lo conoces."
Nueva España se metería en muchos problemas con su tutor si es que llegara a sospechar que desobedeció las órdenes de alejarse de la colonia del norte. Su encuentro inicial fue un accidente, pero las siguientes décadas se encontraban a espaldas de sus tutores, les daría problemas a ambos si es que a uno se le resbalaba la lengua. Era... inesperadamente molesto tener que notificarle a España cada movimiento que hacía y con quien, el hombre parecía por completo obsesionado con ella.
La noche era joven cuando comenzaron las celebraciones y, sin embargo, el cumulo de la gente no paraba de llegar al palacio que no se sorprendería si le dijeran que invitaron a la mitad del imperio español a la fiesta. Un aluvión de risas sin pizca de sinceridad estalló en el salón de baile que fueron simplemente otro ruido entre la cacofonía y la conmoción que causaban los innumerables invitados. Entre los nobles y la aristocracia, Rosalía se perdió entre sus pensamientos que se esparcían por todas partes, sin embargo, no estaban presentes en donde estaba parada.
Vestida con un caro vestido rojo con blanco, la amada joya de la corona se mantuvo alejada de la fiesta y de la colonia masculina que se metía constantemente en sus pensamientos. Se paró en lo alto de un gran balcón en uno de los pisos privados para ellos. Dado que las celebraciones distraían a Antonio y su hermano mayor cuidaba a los niños, estar en el balcón era un lugar perfecto para alejarse del bullicio. No es que no le gustaran las fiestas. Solo que quisiera hablar libremente con los invitados, tal vez con Trece Colonias.
No es que le disgustara la vida que tenía en Madrid. Le traía alegría cuidar y amar a sus hermanos menores, y poder aprender más del mundo con las enseñanzas de España en definitiva era una ventaja. Era más una sensación de que ser parte del imperio español, no era lo que deseaba, a pesar de ser colmada de riquezas. Era algo que gritaba en su interior que le gritaba que ella no era así, no la niña obediente y leal a la que fue adoctrinada. Era como verse obligado a tomar un papel que no le correspondía. El sentimiento era constante, desde que despertó en su cama sin ninguna memoria de su pasado. Al principio, fue capaz de ignorar el sentimiento, tratándolo como nada más que una espina encajada en su palma. Pero la espina se hundía entre su carne y la hundía en ese sentimiento que Alfred lograba sacar a luz cada vez que se veían. Sabía que pronto se rompería bajo la presión.
Simplemente quería librarse del ala sobreprotectora de Antonio e irse lejos, aunque Rosalía no sabía exactamente lo que buscaba. Solo sabía que no era al lado de España.
Cualquier pensamiento que se asomará en su cabeza, solo acababa en una. Las palabras de Países Bajos, Haití y Trece Colonias resonaban como una en esa palabra tan peligrosa y tentadora: independencia. El estrés de guardarse estos sentimientos para sí misma, para que nunca los compartiera, la estaba devorando lenta pero seguramente por dentro. Por lo que Rosalía decidió que lo mejor era quedarse a solas con sus pensamientos. Las horas pasaban viendo desde lo lejos como la fiesta se desenvolvía y pensando. No fue hasta que el sonido de pasos acercándose desde atrás la devolvió a la realidad. Forzó una sonrisa en caso de que sea uno de sus hermanos o España. En cambio, el aroma a tabaco y caña de azúcar le avisaron quien se detuvo a su lado.
Alfred apoyó sus brazos en la barandilla, mirando hacia las estrellas. No hizo ningún ruido, en cambio desbrocho el saco y dio un suspiro triste, pero también parecía contener frustración e irritación. Sus manos temblaban de ira, casi listo de arremeter contra la pared adyacente. Probablemente acababa de salir de una discusión. Nueva España no sabía si él se dio cuenta de su presencia.
— ¿No saludas? — Rosalía puso una sonrisa confiada, sobresaltando al pobre muchacho que se giró a verle — Un chelín por tus pensamientos.
Le dio una mirada con un suspiro — No creo que pueda pagarlos.
El silencio se prolongó.
— ¿Estas bien? Por lo general detestas este tipo de ambiente — dijo la chica arrastrando un mechón de su cabello detrás de la oreja. Alfred continuó mirándola en silencio, poniendo nerviosa a Rosalía. Finalmente, el chico echo su cabeza hacia atrás con un bufido que se volvió una risa cansada.
— Lo siento, yo... en este momento no tengo ganas de sonreír — aclaró Alfred mirando a su vecina — Discutí con Arthur y este traje es incómodo.
Oh, Rosalía comprendía. El rubio siempre se ponía triste cuando se peleaba con su cuidador. Inglaterra tenía una lengua afilada en las discusiones, Nueva España había escuchado las palabras hirientes que le decía a España cuando se peleaban. El odio entre ambos se podía respirar.
— Me preocuparía más que trataras de sonreír todo el tiempo — dijo colocando una mano en el bíceps de Alfred.
La mirada infantil en sus ojos azul profundo acentuó sus relajados rasgos por el consuelo que le fue ofrecido. Su cabello color trigo estaba algo revuelto por el viento veraniego que soplaba, dándole un toque travieso. Murmuró algo sobre "estúpido té".
— ¿Y cuál es tu excusa? ¿Qué haces aquí afuera? — preguntó.
Rosalía miro a su alrededor, sin querer confesarle que sus ideas locas independentistas se estaban metiendo en su cabeza — Solo quería contemplar el cielo nocturno. Es lindo verlas en España.
— ¿No hay menos luz en tu territorio?
La sonrisa de mierda en el bonito rostro de Alfred, le daba ganas de darle un golpe en la cabeza. Trece Colonias soltó una carcajada, guiñándole el ojo.
— No necesitas explicarte. Contemplar el cielo nocturno es una buena razón para salir — comentó Alfred para tranquilizarla. Contempló la impresionante vista del imperio que tenía por delante: las imponentes montañas, los bosques que cubrían los bosques, las nubes arremolinadas y los campos interminables. Una sonrisa se deslizó por su rostro. No su habitual sonrisa tonta o su triste sonrisa, sino una de pura felicidad. — Uh, oye, estoy a punto de escapar de este horrible baile y explorar la noche. ¿Quieres unirte?
Nueva España sintió ese sentimiento punzar de nuevo, se sintió loca por considerar la oferta que le era extendida. Odiaba que Trece Colonias empujara esos sentimientos desconocidos en su pecho que demandaban ser libres y a la vez le agradaba ser más que la mujer sumisa y obediente del imperio español. Además, la idea de Alfred sonaba mucho más divertida que quedarse en este balcón toda la noche.
— Estoy dentro — dijo, lista para algo diferente.
[...]
Washington seguía viéndose impecable y prístina. La Casa Blanca estaba custodiada por más guardias de los que Rosalía recordaba, ella lo contribuyo a las pocas protestas que se levantaban en contra del nuevo gobierno. Claro... todas acababan con el mismo final.
Fue surrealista ver en la calle a la gente afroamericana siguiendo obedientemente a sus... joder, ella ni siquiera podía pensar en el nombre sin querer romper algo. No había visto esclavos en su propia casa desde la proclamación de su independencia en 1810. Guerrero siempre estuvo en contra de la esclavitud, la repudiaba desde el fondo de su corazón siendo el mismo el hijo de un esclavo y una indígena. Un repudio que traspasó al pueblo mexicano y a ella, como una especie de legado.
México normalmente llegaría tarde a todas partes. Una vez llego a una reunión dos horas tarde, pero eso sí, nunca faltaba. México normalmente se pondría a platicar con Estados Unidos, Canadá y los jefes de los gemelos de cualquier cosa que se le viniera a la cabeza antes de que iniciaran con los asuntos oficiales. Sin embargo, en los meses recientes, llegaba media hora antes del comienzo de cualquier reunión, sabiendo que los estadounidenses llegarían al último. Espera la llegada de su amigo canadiense; lástima que puso su teléfono en silencio, perdiéndose la llamada de Matthew y la siguiente.
Entro a la habitación oscura y limpia. Las paredes blancas que tenían grandes vidrios adyacentes a los jardines privados, los asientos acolchados de color negro y en el fondo las banderas de las tres naciones norteamericanas. La bandera de en medio siendo una versión modificada de la confederación, aun teniendo los colores rojo, azul y blanco, pero carecía de estrellas. Paso sus dedos en el mantel blanco que cubría la mesa principal, en una suave acaricia. Era tan normal, que podía actuar que era así.
Escuchó unos pasos detrás de ella, supuso que era su amigo. Se habían puesto de acuerdo en llegar a la misma hora.
— Ya era hora de que llegaras, Canadá.
— Por lo general cuando nos cofunden, es al revés.
México se sobresaltó por la inesperada voz que susurro cerca de su oreja. Avanzó unos pasos lejos de Alfred. Su nueva forma de hablar le estremecía, le recordaba a los tiempos en los que eran colonias.
— Piensan que Mattie soy yo — dijo con una sonrisa — No esperaba que llegaras temprano, es bueno que cambies de hábitos. Te ves... decente.
Él se veía diferente. Su cabello peinado con gel hacia atrás, sus lentes se habían ido; supuso que usaba lentes de contacto que hicieron que el color de sus irises resaltara como un farol y se había deshecho de su chaqueta de bombardero que insistía en usar, aún, en eventos más formales. Eran sutiles, pero que cambiaban por completo el mensaje de su presencia.
México llevo su mano al bolsillo de su saco, agarro su teléfono encontrándose con dos llamadas perdidas y varios mensajes de texto de Canadá. Avisándole de su retraso por el tráfico.
— Es de mal gusto ignorar a quien te está hablando — habló tomándola de la muñeca por encima de la tela — Esa es una expresión muy fea, no lo hagas.
Se asomó a la pantalla del teléfono — Huh — fue todo lo que dijo.
— ¿Y tú jefe? — preguntó viendo detrás de él, estirando su cuello. No le agradaba el hombre, ni ella le agradaba a él.
— Explorando por ahí como el niño perdido que es. Ah, debo decir que dos niños perdidos, tu jefe estaba con él.
México sonrió. Tratando de contener la risa, por Dios la había hecho sonreír. Extrañaba tanto poder reírse con Alfred. Él sonrió en respuesta. La mujer se regañó a si misma por dejarse llevar por un momento, dándose cuenta que él aun la tenía agarrada de la muñeca.
— ¿A qué te refieres con "decente? — cuestionó México, zafándose del agarre del más alto — Y es mi cara, puedo hacer lo que quiera con ella.
Alfred puso su mano en su barbilla, mirando hacia arriba y luego escaneándola de arriba hacia abajo. Se detuvo por unos segundos de más en el botón desabrochado de su camisa blanca. Se acercó a Rosalía, tomando el botón blanco y abrochándolo para la consternación de la mujer. Sonrió ampliamente en aprobación.
— Solamente... decente — contestó ladeando la cabeza — Me alegra verte después de tanto tiempo.
— Han sido solo siete meses — su voz salió baja, perdiendo el valor por completo.
— ¿En serio? Sentí que fue más tiempo — continuó. Tratando de encontrar la mirada de la mexicana — Al parecer prefieres pasar más tiempo con Canadá.
Se cruzó de brazos — Solo tomo un vuelo y ya. Es bastante sencillo ir a ver a cualquiera en estos días.
— Yo soy tu vecino más cercano, literalmente puedes caminar.
La mirada de Alfred se estrechó cuando Rosalía bajo la mirada hacia sus pies sin ser capaz de armar una respuesta ingeniosa. Antes de que ella pudiera reaccionar, Alfred agarró el rostro de México por la barbilla, forzando su rostro para que sus ojos pudieran encontrarse. Sus ojos se iluminaban con emociones que no era capaz de descifrar.
— Me encantaría que me miraras directamente al rostro en nuestra conversación — dijo Alfred. Frunció el ceño ante la mano que estaba usando para sostener la cara de México, retrajo su mano de un tirón. Como si el hecho de tocarla le disgustara, eso hizo hervir la sangre de Rosalía.
— Bastante arrogante de ti — respondió venenosamente la mujer, señalando la mano del estadounidense.
Alfred negó con la cabeza — Es complicado — explicó con un gesto de la mano.
— Ajá — la mirada escéptica con una ceja alzada, le valió a que Etrum se acercara a ella de nuevo.
— Este tratado nos beneficia a los tres. Pasaremos varias horas sentados juntos, después de todo — parecía que iba a extender su mano, pero solo la contrajo — Extraño ver las estrellas contigo.
Justo cuando acabo de hablar, el jefe de Etrum con el presidente de México entraron a la habitación en completo y tenso silencio. Detrás de ellos, vio a Canadá con su ministro que se veían nerviosos. México se deslizó hacia su asiento en silencio, seguida por su jefe. Alfred se sentó en medio luciendo imperturbable al ambiente. Los periodistas y camarógrafos entraron a la escena, Rosalía sonrió escuchando el comienzo de las negociaciones, tratando de ignorar la espina que desgarraba la carne de su palma.
Etrum observó de reojo a su reina capturada, aunque eso no era nada nuevo. México siempre ha sido su reina en ese juego que las naciones jugaban entre ellas llamada política. La reina siempre ha sido la pieza más poderosa en el ajedrez, pero a su vez era la más vulnerable por la poca conciencia de su poder. No le sorprendía que España sobreprotegiera a su principal fuente de ingresos y que el comienzo de la caída de su imperio se debió a la independencia de esta misma o que Francia tratara de usurpar el lugar de Antonio como el dueño de las ricas tierras repletas de belleza. Pero fue él quien pudo conectarse tanto con ella que, prácticamente vivían en la casa del otro. México es su respaldo, su aliada, su excusa, su roca, su escudo y por eso la mantenía cerca.
Etrum tenía sentimiento encontrados con esos pensamientos.
Una parte de él odiaba el color de piel de su vecina, distaba mucho de ser lechosa como el de las damas con las que sus jefes insisten en que las invite a salir. Ese prospecto de la belleza de una mujer y en su pureza que erradicaba en la blancura de la tez con la que comparaba constantemente con las mixtas que eran el resultado de un mestizaje (¿pero no todos en América en la actualidad eran mestizos? Borra eso, no puede pensar en eso. No debe pensar). Y otra, en el fondo, esa parte dentro de él; quería adorarla, acariciar y pensar en el color del caramelo que se estremecía debajo de su toque, que era más suave que cualquier fina seda y emitía tanto calor que avergonzaba al sol. Detestaba la audacia de la mujer que de su boca salían los peores insultos y vulgaridades que no se parecían en lo más mínimo a los modales que aprendieron en los tiempos del colonialismo. La forma en que sus ojos rebosaban desconfianza a su persona le creaban diferentes posturas, quería que ella le temiera porque Alfred era peligroso, tenía el poder de destruir toda su tierra con presionar un botón y otra parte deseaba que le mirara con afecto, le dolía esa mirada distante que invocaba un dolor en su pecho hacia su cabeza.
Sus memorias se remontaban a esas noches invernales en que compartía la noche y su cama con Rosalía. Sigilosamente, se acercó y acarició suavemente la mejilla de México con el dorso de sus dedos, esperando no despertarla. A Alfred le encantaba despertar a Rosa con un beso, ella lo recibía con gusto. Rosalía se despertó instantáneamente con ellos (y eso era decir algo, ella tenía el sueño pesado), soltaba una risita apreciativa y acercaba a Estados Unidos, con un perezoso saludo sobre sus labios como si besara a una coqueta flor. Ella se ponía encima de él para salpicarlo de besos sencillos, mientras Alfred se limitaba a rodear su espalda, tocándola por debajo de su pijama, a veces tratando de calentar las cosas hasta que la alarma programada les recordaba que tenían cosas que hacer. Otras veces se dejaban llevar e hicieron el amor profundamente e intenso con México en su regazo, mientras se envolvían entre las sábanas ignorando el sonido estridente de la alarma. A lo largo del día, la mujer lo volvería loco con algunos besos robados en las esquinas de los pasillos o solo la tentativa cercanía de sus labios contra los suyos; respirando encima de ellos. Podrían ser besos en la mejilla o en la frente, tal vez en el cuello si es que uno se sentía lo suficientemente travieso. Y los abrazos... tan cálidos como la tierra por debajo y con la suavidad de una nube. Extrañaba los abrazos.
Extrañaba ser América. No, era un idiota inconsciente que se metía en asuntos que no le competían. Débil, demasiado amable. Pero seguía siendo Alfred, eso debería contar ¿no? Eran dos lados de la misma moneda, solo que América estaba enterrado. Muerto. Pero, pero, pero si era así ¿Por qué sentía tantas ganas de suplicar volver al pasado? ¿No se supone que Israel, Egipto, Turquía y Sudáfrica son sus amigos? ¿Por qué los trataba así? Se sentía como una parodia de sí mismo.
Y el eco de esa promesa. Su sangre que gritaba y exigía que cumpliera la voluntad de aquellas palabras.
Al volver de sus pensamientos, la reunión finalizo con una sesión de fotos con los tratados firmados. Unas fotos que presumían la buena relación en Norteamérica. Aunque claro, ninguna de las naciones salía en ellos. Tan pronto termino la reunión, Canadá se despidió de él con un abrazo, alejándose con México que se aferraba a su brazo como una dama a su caballero de brillante armadura.
Eso era otra cosa que le molestaba a Alfred. Los celos. Sabia a la perfección que eran celos, estaba demasiado familiarizado con ese asqueroso sentimiento. Cuando India se llevaba toda la atención que anhelaba para sí mismo de Inglaterra, el prestigio militar de Prusia en la guerra, los extensos territorios de Rusia y que México eligiera a alguien más para amar. A su vez, se despreciaba por sentir celos ¿Por qué los tendría que sentirlos cuando literalmente podría tener a cualquier mujer u hombre a sus pies? ¿Por qué demonios le importaba tanto? ¿Por qué sentía esas inmensas ganas de llorar?
La visita a Washington era por tres días más. En el primero, Canadá y México se hundieron en el dulce licor para ahogar las penas en un bar clandestino con las imágenes antiguas en la biblioteca de fotos de sus celulares. No dejaron entrar a Rosalía a uno legal, pero bueno, tenía que ser Etrum.
— A él le encanta molestarte — dijo Canadá bebiendo un poco de sidra de manzana.
— Prefiero que me moleste a mí — contestó México sin ser del todo honesta.
Matthew negó — No, no lo haces.
— ¿A qué te refieres con eso?
— No debí decirlo.
— No — levantó su trago de tequila hacia a él — Dilo, ten huevos.
— Te estás castigando, por eso dejas que haga lo que quiera contigo.
Rosalía lo miró, el rubio puso una mano en su hombro.
— Nel, nunca dije eso.
— Pero lo piensas — señalo —Te culpas a ti misma por lo que le paso a Estados Unidos. Y no puedes hacer eso.
— Tu tampoco — contraatacó México.
— Soy su hermano. Su hermano gemelo — hizo énfasis en "gemelo" — Debí darme cuenta que me ocultaba sus problemas, pude haberlo ayudado y pelear junto a él, pero no me di cuenta a tiempo y yo-
— No — interrumpió tragando el tequila de un golpe — Tienes razón. No es justo para ninguno de los dos. Si tienes la culpa, yo también. Tal vez Inglaterra y Francia, pero ya es tarde. No hay nada que podamos hacer para remediar esto.
— Eso pensábamos del crack del 29 — argumentó Matthew — Pero logramos salir adelante. Aunque no logramos hacer eso sentándonos en un bar.
México puso los ojos en blanco — Para salir de eso, tuvo que ocurrir una jodida guerra mundial. ¿Acaso sugieres provocar una para volver a la democracia?
Canadá se alarmó — ¡No! No sugiero eso ¿en qué estás pensando?
— Pff — unas carcajadas salieron de ella — Ja,ja,ja no, tú ¿en qué estás pensando, Mattie? Por qué no tengo ni idea de que hacer que encerrarme en mi habitación a cuestionarme de las elecciones de mi vida o que hice mal para hacer esto. Lo único que puedo hacer es recoger a los refugiados y... — se detuvo antes de mirar a todos los presentes en el bar que eran ajenos a la conversación.
— Comprendo — dijo Matthew dando otro largo trago a su bebida.
— Necesitamos vacaciones — ofreció Rosalía bebiendo de su tequila recién recargado por el barman — Gracias, hermoso héroe.
Canadá soltó un suspiro divertido — ¿Por qué?
— Mattie, cualquiera que sirva alcohol, es un héroe para mí.
— Eso no, pero es bueno saberlo — le dio una amable (borracha) sonrisa — Las vacaciones suenan bien para mí. Me preocupa un poco Kumajalapeño, no quiero dejarlo solo, tal vez puedo hacer que Groenlandia lo cuide.
México asintió — Está más hablador.
Nanuk antes de la guerra civil, era muy callado. No en el nivel de Islandia, Groenlandia era peor. Solo daría una palabra en las conversaciones o una frase cuando se sintiera de humor, el toque de Groenlandia era que lo soltaba en el momento justo que daba risa. Aunque eso cambio, se había vuelto un poco más hablador con los demás. Nadie sabía que lo motivo a hacerlo, solo que comenzó a articular más de dos palabras desde la caída del gobierno democrático.
— Tiene una voz agradable, me alegro de escucharlo más seguido — añadió apoyando uno de sus brazos en la barra — Y la guerra hipotética no va a suceder. No todo se resuelve con guerras.
— No es mi culpa que a la gente le guste resolver todo a balazos.
— Eso no significa que tenga que ser así.
— ¿Qué? — giró su dedo alrededor, sus ojos algo dilatados — Esto, es un país que permite la esclavitud. Ningún movimiento pacifista está saliendo de esto.
— ¿Y qué sugieres? — dijo Matthew.
México lo pensó por un rato. No encontraba la salida a la situación, las opciones se habían agotado, no podían simplemente tomar un rifle e ir al campo de batalla; las guerras dejaron de lucharse de esa manera hace décadas. Dudaba que la posibilidad de la discusión de una tregua sea real, la democracia y la esclavitud simplemente no están hechas para convivir con la otra. Lo mejor que podías hacer era esperar, tenían tiempo de sobra. Levantó la botella de tequila en modo de respuesta.
— Hasta el fondo, gringo rojo.
[...]
