5

Dudley

Cuando ella abrió los ojos, lo último que esperaba encontrarse era con un enorme cartel de bienvenida a Dudley. Estaba en el interior de un coche, y no uno cualquiera. Ese vehículo en especial tenía el tapizado de piel de color rojo y un bonito logo de Il Cavallino Rampante en el centro del volante. Ella nunca había prestado atención a las marcas de los coches, era algo que no le importaba en absoluto. De hecho, conducía su viejo escarabajo amarillo y le parecía tan funcional y útil como cualquier otro. Pero no era tan estúpida como para no saber que ese escudo era el de un Ferrari.

Un ordenador de a bordo GPS indicaba que se dirigían a la parte norte de Dudley. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Se puso una mano sobre la frente e intentó recordar. Lo último que recordaba era que se había duchado con Shisui y después se durmió a su lado. Los dos juntos en una cama.

Había dormido con él. Y jamás se había sentido tan bien y tan en paz, pero seguía aturdida. Como si hubiera algo más y ella no pudiera averiguar de qué se trataba. Dirigió sus ojos soñolientos a la ropa que llevaba. ¿Aquello era una túnica? ¿De verdad llevaba una túnica negra con capucha?

Miró a su derecha y se encontró con la sonrisa torcida de Shisui y sus ojos oscuros penetrantes.

—Duermes muy profundamente, muñeca.

La joven lo miró fijamente durante unos segundos. ¿Por qué olía el interior de ese coche a canela? ¿Era el desodorante? ¿De verdad era el olor de ese hombre? Señor... Así no se podía vivir.

—¿Qué hago... —se aclaró la garganta y empezó de nuevo—: ¿Qué hago aquí? ¿Adónde vamos?

—A ver a unos amigos. No te pude despertar, así que decidí vestirte y cargarte hasta el coche.

Ella arqueó las cejas sin comprender y se estremeció. El corazón se le aceleró. Jamás dormía tan profundamente.

Shisui agarraba el volante con fuerza, llevaba unos tejanos oscuros y una camiseta negra ajustada con las mangas arremangadas hasta los codos. La serpiente de su antebrazo se movía según lo hacían sus músculos. No le gustaba aquello. Ni pizca. ¿Le iba a presentar a unos amigos? Se vio en la obligación de decir:

—Yo no tengo amigos.

—Mis amigos son tus amigos. Pórtate bien con ellos y ellos serán condescendientes contigo —le guiñó un ojo.

—No. Ni hablar. En este caso, los amigos de mis enemigos no son mis amigos. ¿Comprendes?

Él sonrió y clavó la vista en la carretera.

—No soy tu enemigo y lo sabes. Esta noche te he respetado, nena. No he hecho nada que te haya puesto en un compromiso. —Mentira número ciento dieciséis, pensó Shisui.

—Discrepo sobre eso —se cruzó de brazos. Ese hombre se pensaba que manosearla y meterle mano en sus zonas íntimas no era ponerla en un compromiso. Estaba loco—. ¿Qué hacemos en Dudley?

—Es nuestra zona.

—¿Vuestra zona?

—Sí. Dudley, Segdley, Walsall, Wolverhampton... La Black Country. El país negro.

—Sé lo que significa.

—Bien —señaló el cielo—. Ya sabes lo de las minas de carbón, las fundiciones de acerías y todo lo demás, ¿no? Creaban una polución atmosférica en forma de una capa permanente en el cielo que no deja que los rayos solares lleguen con la fuerza debida. Es perfecto para nosotros los vanirios —aclaró levantando una ceja oscura.

—Por vuestra aversión al sol.

—Sí.

—Pero esto es... —Agitó la cabeza, consternada—. Esto es... ¿De verdad este es vuestro territorio? ¿Cómo puedes pasar por Dudley con un Ferrari? No lo entiendo... Vas a levantar suspicacias entre los vecinos, llamas mucho la atención.

—Nop —aclaró él—. Les borro el recuerdo —se tocó la sien y sonrió—. Hacemos un barrido y modificamos ligeramente el contenido de lo que han visto los humanos de la zona.

Ella entreabrió la boca.

—¿De verdad tienes tanto poder? ¿Cuántas personas hemos visto a pie en Dudley desde que estamos hablando? ¿Sesenta? ¿Setenta? Eso sin contar los coches que van por la misma carretera... ¿Puedes con todos ellos?

El pelinegro hizo una mueca con los labios.

—No tiene importancia. No es tan difícil.

—¿Que no es tan difícil...? —Todavía con la boca abierta, miró al frente y comprendió que si Shisui podía hacer eso con normalidad, ¿qué no habría hecho en su cabeza?—. Joder —se cruzó de brazos—. Da miedo saber que existes.

—Gracias, supongo.

Ella se palpó disimuladamente los pechos.

—¿Te puedo hacer otra pregunta?

—Claro que no.

—¿Se puede saber por qué no llevo ropa interior?

—Se me ha olvidado comprarte ropa, y esto era lo único que podía irte bien. Lo siento. Pero ya he encargado unas cuantas cosas para ti. No te quejes, porque tengo la máscara de Scream en el maletero. Si quieres te la pongo. Va con el disfraz —la miró de arriba abajo.

Ella resopló y movió los dedos desnudos de los pies.

—Ni calzado. Tampoco llevo calzado.

—Ups. Lo siento —contestó él sin sentirlo plenamente—. Pero pensé que te verías ridícula con un cuarenta y seis.

—Por Dios, no gracias. ¿Quién eres? ¿Big Foot? —Nunca había sido tan impertinente. De hecho, jamás había conversado con alguien de ese modo: sin diplomacia y con un recelo tan patente—. De todos modos, yo puedo comprarme mis cosas.

—¡Mec! ¡Error! —bociferó él—. Tú ya no puedes hacer nada, Huesitos —recalcó amablemente—. No puedes tocar tus cuentas corrientes, ni llamar a ninguna examiga, ni acudir a tu exgimnasio, ni a tu anterior supermercado, ni nada de eso... No puedes regresar a tu apartamento, ni a tu vida. Hidan y Kisame te vigilan; y si es verdad que ocultaste información —cosa que le encantaría averiguar porque en su mente no había visto mucho sobre eso—, estarán deseando que saques la cabeza de tu nido para extraerte ese cerebrito brillante que tienes.

—Ya... —Jugó nerviosa con la tela negra que cubría sus piernas. El vanirio estaba en lo cierto. Su vida ya no era suya como antes. Ahora su único valor era su conocimiento; no tenía nada más ni nadie a quien recurrir, por eso había aceptado desesperada el trato de aquel pelinegro enorme—. Sabes que tus amigos me odian, ¿no? No sé por qué me llevas ante ellos, pero... No creo que les haga ninguna gracia. A mí no me la haría.

—Tú sé simpática y muéstrate arrepentida por todo, y ellos te tratarán bien.

—Yo odio la condescendencia.

—¿Por qué?

—Porque es falsa. Me mirarán diciendo: «Sabemos que eres una zorra sádica que ha hecho daño a nuestro amigo, pero como tienes información que nos es muy útil, vamos a sonreírte como si nos cayeras bien y a perdonarte esa vida miserable que tienes». Eso es ser condescendiente. Y no lo quiero. Prefiero que me vayan de cara.

Shisui asintió con la cabeza. En realidad, no iban a ser condescendientes con ella; él solo pretendía calmarla. Iban a ser muy crueles, sobre todo Maru Tsunade y Rix Dan, miembros del Consejo Wicca.

Tsunade había tenido a dos de sus hijos en esos túneles; y él no quería ni imaginar lo que habían sufrido. Los había sentido, a todos y a cada uno de esos niños. De hecho, formaba parte de ellos y se había creado un vínculo invisible. Y eso que no se habían visto las caras en ningún momento. No se habían comunicado telepáticamente, pero había un canal abierto entre todo ser vivo: el canal del corazón. Y aunque el de ellos estaba bastante maltratado, se habían encontrado y se habían hecho compañía en la tortura, en las lágrimas y en la vergüenza. Ninguno de ellos había estado en disposición de cambiar aquella horrible situación, pero sí que podían escoger la actitud con la que afrontar ese sufrimiento. Y habían decidido apoyarse los unos en los otros. Y a él, incluso estando en plantas diferentes, le había llegado ese apoyo invisible e incondicional. Y, de igual modo, sabía que la energía que él les mandaba había abrigado el alma helada de esos críos. El vanirio la miró de reojo y captó sus nervios y su miedo. Un ser tan racional como ella debía temer el descontrol.

—No permitiré que te hagan daño, ¿deacuerdo? Todo se arreglará —Oh, sí. Y él sabía cómo hacerlo.

Ella tragó saliva, apoyó la cabeza en el respaldo tapizado de piel roja, y cerró los ojos. ¿De verdad se iba a arreglar?

—¿Ayer me mordiste? ¿Bebiste de mí?

Shisui activó el intermitente y giró a mano derecha.

—Sí. Lo hice.

Ella exhaló el aire con cansancio.

—Me siento rara. Estoy un poco mareada y tengo ganas de vomitar.

—Son los nervios —No. Era la transformación. La ingesta de sangre vaniria.

—Llevo días sin comer...

—No pasa nada. Cuando salgas de aquí, comerás —No. Otra trola. No comería hasta después de la conversión. Su estómago debía de estar vacío, porque a su humanidad le quedaban unas pocas horas.

Ella lo miró de reojo.

—Suenas convincente... Pero no quiero ni imaginarme lo que has hecho conmigo ya. No soy estúpida —le miró por entre sus tupidas pestañas rubias—, y sé que me estás ocultando cosas. Nunca me había pasado con nadie; pero contigo, simplemente lo sé.

«Claro. Somos pareja, nena». A él le daba igual lo que ella opinara. No había vuelta atrás. Esa era su decisión y la iba a tomar por los dos.

—No he hecho nada malo. No te he traicionado —otorgarle la inmortalidad no era traicionarla.

Ella sintió que el corazón se le encogía.

—Shisui... —susurró negando con la cabeza de un lado al otro.

¿Por qué estar cerca de él la calmaba? Era como un arrullo constante. Debería estar atacada de los nervios y, sin embargo, a su lado, no había ansiedad ni pánico. Y lo más inquietante: ¿Por qué razón no podía apartar sus ojos de él? Lo tenía que mirar de refilón para que él no viera la fijación que tenía con su cuerpo. ¿Quién se lo iba a decir? Su mundo se había resquebrajado, y ella estaba cambiando. Nunca en su vida había necesitado creer en alguien tanto como necesitaba creer en él en ese momento. Había crecido aprendiendo a creer solo en sí misma; pero ese vanirio se iba a convertir en su pilar, el único en el que ella podría apoyarse, el único clavo ardiendo al que cogerse cuando todo se derrumbara a su alrededor.

Le creería. Sí. Creería en el, aunque su razón la advertía que se equivocaba. Pero algo en su interior, a la altura del pecho, la compelía a confiar casi ciegamente en el único hombre que debía odiarla más que nadie, y que, sin embargo, estaba siendo considerado con ella (a su manera) y le ofrecía su protección. Eso significaba algo, debía de significarlo.

Sí. Entraría allí, conocería a todos los que la odiaban y pagaría por sus pecados. Pagaría la deuda por haber hecho daño a seres supuestamente inocentes y también por haber traicionado el recuerdo de su madre y de su hermana. Les ayudaría, y si su mundo se iba a la mierda por ello, entonces, iría directa al infierno. Porque el infierno también debía de existir en un Universo en el que habían vanirios y vampiros. Y el cielo estaba claro que no era para ella.

No creía en un debate abierto con los vanirios. Seguramente, querrían torturarla como ella había hecho con uno de los suyos.

—Nena, mírame —Shisui la tomó de la barbilla y le limpió una lágrima que se deslizaba por su mejilla—. No llores, mo dolag. No llores, por favor —le pidió él con dulzura.

¿Estaba llorando? No se había dado cuenta.

—Estoy sola —murmuró limpiándose los ojos húmedos con el dorso de las manos—, pero te pido que me protejas de verdad. No me traiciones. Sé que tú, al final, harás lo que te dé la gana, pero déjame entrar ahí creyendo que no permitirás que me...

—No, chist... —Shisui paró el coche y le pasó un brazo por encima del hombro—. No lo permitiré. Soy un vanirio y, aunque no lo creas todavía, eres muy importante para mí. Sé que es difícil de comprender, pero no por eso es mentira. Es nuestra verdad. Confía en mí y todo saldrá bien.

—Lo que quiero decir es que, si no me vas a apoyar o a proteger, dímelo ya, y así me mentalizaré para enfrentarme a ellos —tenía los ojos rojos y brillantes.

—Te prometo que saldrás con vida de aquí y que podrás seguir con tu trabajo y con tus cosas, Huesitos. Pero será diferente. Estarás con nosotros. Tranquilízate —le acarició la mejilla. Odiaba verla así—. Necesitamos tu ayuda, no somos tan viscerales como para dejarnos llevar por la ira. ¿Confías en mí? —se le rompió el corazón al hacerle esa pregunta y ver cómo ella asentía y sorbía sus lágrimas por la nariz.

—Creo que sí.

«Soy un hijo de puta».

—Bien. Eso está mejor. Vas a conocer al Consejo Wicca de los vanirios —encendió el motor del coche, que ronroneó como un gato perezoso, y se dirigió al especial vecindario Vanir de Dudley.

El atardecer en Dudley dejaba el pavimiento mojado por las recientes precipitaciones y un cielo grisáceo que amenazaba con tormenta. Atrás quedaban un museo, un cine, muchas fábricas y largos kilómetros de alfombras verdes y tupidos árboles. Hacía unos minutos que no aparecían las típicas casas inglesas de obra vista con ladrillo rojizo, y ahora se internaban por un camino rodeado de robles y olmos.

El camino pavimentado daba a una casa de diseño que nada tenía que ver con la arquitectura vista anteriormente. Lo bueno era que estaba oculta a los ojos de los vecinos, y para verla, solo podías hacerlo desde el aire.

La casa, de aspecto muy vanguardista y de estructura cubicular, no tenía buena iluminación. El olor a hierba mojada le hizo experimentar un estúpido sentimiento de familiaridad. Bueno, los campos de Inglaterra solían oler así, y los llevaba oliendo desde niña.

Shisui aparcó el coche en el garaje particular. Una vez adentro ni siquiera encendió las luces. En algún sitio, él vio una especie de pantalla táctil de reconocimiento. Posó la palma de su mano derecha y abrió los dedos. La luz roja del escáner se movió de arriba bajo y leyó sus huellas digitales. Y, entonces, una compuerta metálica se abrió. O eso intuyó Temari, porque a oscuras ni siquiera lograba atisbar lo que tenía enfrente. Su vista de por sí no era nada buena, por eso agradeció que la mano caliente de Shisui rodeara la suya y tirara de ella para guiarla.

El vanirio la guió a través de unas escaleras que descendían a una parte subterránea.

Teine (Fuego) —dijo el druida.

Tras aquella orden, cientos de antorchas colgadas en la pared iluminaron un larguísimo pasillo.

—En serio —la joven tuvo que apretar los dientes para que no le castañetearan—, me pones la piel de gallina.

Lo que apareció ante sus ojos la dejó sin habla. En esas paredes había inscripciones tan antiguas como el tiempo y símbolos grabados de una belleza cautivadora. Las cornisas de los techos eran de oro macizo y tenían incrustadas piedras preciosas que brillaban con soberbia y vanidad. El suelo de mármol era blanco y suave al tacto.

—Curioso —declaró la científica analizando lo ostentoso del lugar y quedándose con la sensación del frío suelo bajo la planta de sus pies desnudos.

Un pasillo, más ancho que los anteriores, daba a otro curvo con una puerta de madera de roble con empuñaduras de oro en forma de garras. Shisui se detuvo y empujó la puerta, pero antes de abrirla por completo, la miró por encima del hombro.

Temari observó su ancha espalda, embutida en esa camiseta negra pegada a su piel, y en su cabeza tan morena, viril y rapada. Quiso abrazarse a él en un momento de desesperación. No las tenía todas con ella. Podía ser que ese fuera su último momento de vida. En realidad, ella no sabía quiénes eran los vanirios, qué principios tenían ni cuáles eran sus costumbres. Había decidido creer a Shisui porque algo dentro de ella le decía que no se equivocaba; pero, ¿y si su nula intuición fallaba? Todo lo que había creído sobre ellos era falso y estaba infundado. Y eso se resumía en que no sabía nada. Cero.

Los vanirios podían ser diferentes a los vampiros, o muy parecidos.

—Pase lo que pase, recuerda mi promesa —ordenó Shisui mirándola sin parpadear—. Tú me perteneces. Yo te pertenezco. Y nadie puede decidir sobre ti. Nadie.

Aquello debería haberle sonado ridículo y ofensivo pero, en ese momento, necesitaba escuchar esas palabras exactas. Rozaba lo absurdo porque era él quien la llevaba a la cueva de los lobos, pero la protegería. Así iba a ser.

Temari asintió y le abrazó por la espalda. Era agradecimiento lo que barrió su cuerpo. Ese hombre debería matarla; debería haberlo hecho en el primer momento que tuvo oportunidad. Si ella se encontrara con los vampiros que violaron, torturaron y mataron a su familia, no dudaría en descuartizarlos nada más verlos. Pero ese vanirio no había hecho nada de eso. Le estaba dando la oportunidad de vivir.

Sollozó contra su espalda. La capucha se le cayó y descubrió su rostro. Era la primera vez que actuaba de un modo emocional y espontáneo, pero la impresión de esas palabras le hizo actuar impulsivamente. «Tú me perteneces. Yo te pertenezco». Qué bonitas afirmaciones. El cuerpo de ese vanirio que decía ser de ella le transmitió todo el valor que le faltaba para encarar aquella dura prueba.

Shisui se quedó de piedra al sentir que los delgados brazos de su chica le rodeaban la cintura y se pegaba a él por voluntad propia, con total confianza. Confianza. Apretó la mandíbula y su mirada se llenó de reproches hacia sí mismo. Ella comprendería. Ella comprendería lo que iba a hacer. La débil confianza que se había forjado entre ellos iba a volar por los aires después de esa noche.

Pero Shisui le enseñaría.

Era el primer paso para que compartiera la noche eterna a su lado, y por su mente no pasaba que ella le rechazara. Era imposible negar a la pareja de vida, ¿no?

Temari se apartó dando un paso hacia atrás y levantó la barbilla como una valiente amazona.

—Venga, vanirio. Échame a los leones.

Shisui abrió la pesada puerta con un leve empujón de sus manos.

El Consejo Wicca, todos los miembros de los clanes berserker y vanir y los chicos y chicas que habían sido secuestrados por Newscientists y se estaban reponiendo de sus heridas físicas y psicológicas les estaban esperando con una promesa de fría venganza en sus ojos.

No. Temari tuvo clarísimo que en aquella sala no habría perdón para ella. Y en cuanto vio las cabezas rapadas de todos los niños y la tensión y el miedo con que la miraban, ella misma se condenó a esa igual suerte.

Deberían matarla. Por haber sido ciega e ignorante.

Pero no podrían, porque Shisui la protegería.

Estaban todos. Todos.

Shisui se llenó del olor a madera quemada de las antorchas y del perfume a incienso. Allí, en ese salón circular de enormes proporciones, él había dado su opinión cientos de veces sobre todos aquellos temas que preocupaban a los vanirios.

En el centro del salón había ocho butacas. Ocho tronos de bella manufacturación con símbolos celtas, los símbolos que representaban a su cultura. Frunció el ceño. Antes eran seis. Dos por cada pareja que lideraba cada uno de los tres distritos donde había representación vaniria. Hasta entonces, Wolverhampton no había tenido representación en el Consejo por ser territorio berserker; pero ahora había dos nuevos tronos, y Deidara y Karin estaban sentados en ellos. De los ocho tronos solo habían dos libres, y esos sí que habían pertenecido a los dos traidores: Dubv y Fynbar del Consejo de Walsall. Alguien tomaría el relevo tarde o temprano.

Dan y Tsunade, Asuma e Kurenai y Karin y Deidara los miraban fijamente. Estaban cubiertos con una sotana púrpura y sus rostros permanecían semiocultos, al resguardo de las holgadas capuchas. Shisui observó cómo Deidara Kamiruzu alzaba una comisura de su labio y sonreía con orgullo al verlo. Joder, Deidara era su brathair; no de sangre, pero sí de corazón y tenía ganas de volver a hablar con él. Karin, su pareja, también alzó la barbilla y clavó sus ojos carmín en él y en su acompañante alternativamente. Parecía más angustiada que el resto. Su mirada reflejaba preocupación y compasión cada vez que recaía en la científica, y seguramente era así porque la híbrida había pasado por eso una vez; y fue muy traumático para todos. Pero ella, de todos los ahí reunidos, al menos de todos los vanirios, era la única que mostraba un poco de compasión.

Los demás habían dictado sentencia. Los hombres y las mujeres Vanir querían la cabeza de Tema. Konan y Itachi intentaban no reflejar muchas emociones, pero sabía que su hermano estaría más que de acuerdo en acabar con Tema, no obstante, no apoyaría la moción porque sabía que era su cáraid; y Konan tampoco abogaría por la muerte de la ratita porque ella sabía lo mucho que sufriría él sin ella. Él podría perderse en la oscuridad.

Pero los otros estaban sedientos de venganza... Maru Tsunade y Rix Dan sobre todo. Y lo demostraron cuando, a la vez, todos los vanirios alzaron las copas vacías de cristal de Bohemia y estas refulgieron con la luz de las antorchas. Exigían su sangre. Su vida.

Los berserkers, con Homura Mitokado y su kone Koharu a la cabeza, también estaban resentidos con la humana. En CapellFerne no solo había guerreros y niños vanirios, también había berserkers.

Obito el chucho y la sexy Tenten estudiaban a Tema. El berserker moreno y con el piercing en la ceja inclinaba la cabeza y susurraba algo al oído de Tenten, que asentía con aquel amasijo de rizos castaños revoloteando a su alrededor sin perder de vista a la científica. Shisui tuvo ganas de echarse a reír. No la veía desde el Ministry. Al parecer, la Cazadora había puesto al lobo de rodillas. ¡Bien por ella!

Y Kakashi, el berserker rapado que tenía el pelo tan rubio que parecía blanco, estaba de brazos cruzados, analizando a cada uno de los seres que había en ese salón. Ese hombre sabía más de lo que callaba; siempre le ponía los pelos de punta.

Joder, después de afeitarse la melena negra que tenía, él mismo podría pasar por un berserker. Pues vaya.

Se detuvieron en el centro del semicírculo que creaban los ocho tronos y Shisui tiró del brazo a Tema y la obligó a arrodillarse ante ellos. Era una humana, una que había hecho mucho daño a los clanes, y lo mínimo que podía hacer era mostrar respeto.

Ella lo miró de reojo y apretó los dientes para luego agachar la cabeza y admirar el pentágono que había grabado en el suelo. Estaba postrada justo en el medio de esa estrella.

El druida dio un paso al frente y, justo en el momento en el que iba a hablar, un movimiento a su izquierda, entre la multitud vaniria, lo distrajo.

Cuando giró la cabeza y se centró en aquello que le había llamado la atención, se encontró con un par de ojos enormes y rasgados, entre azules y verdes claros. Su cabeza rubia y rapada emergía de entre la multitud como un destello de luz entre tanta túnica morada. Tenía agarrado de la mano a un pequeño cabeza rapada pelirrojo; era un niño extraño, pálido y de ojos azules como el cielo. El crío lo miró con adoración como queriéndose acercar a él, y Shisui sintió simpatía por él al instante.

Alrededor de ese par de luchadores no tardaron en aparecer más cabezas rapadas, y todos, sin excepción, le miraban a él, y sentía que le traspasaban el alma; que ellos sabían lo que estaba experimentando. Eran berserkers y vanirios, hombres y mujeres, niños y niñas. Y estaban en comunión entre ellos, porque habían pasado por lo mismo en los túneles de Chapel Battery.

Ojos grandes, la adolescente que había divisado primero, levantó una mano y cerró el puño para luego depositarlo sobre su corazón. Después de ella, un chico muy alto, ubicado a su lado, con mirada triste y acongojada hizo lo mismo. Se parecían mucho.

Shisui sintió un nudo en la garganta, uno que le impedía respirar. Era el saludo de honor, aquel que los celtas keltois, los vanirios como ellos, ofrecían al guerrero que había luchado hasta el final. Era también un símbolo de agradecimiento y de amistad. También había algunos guerreros maduros que mostraban su respeto hacia él, el druida de los keltois. Pero Shisui no creía merecer tal reconocimiento. Él no pudo hacer nada por ayudarles. Sin embargo, respondió a su saludo. Lentamente, alzó su puño derecho y luego se lo colocó sobre su corazón.

La comunicación que se estableció entre ellos fue patente por el silencio reinante, lleno de respeto y de emoción.

Temari miró a esos chicos tan jóvenes. Por Dios bendito..., ¿eran ellos? ¿Se suponía que eran los chicos que había en los túneles? Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sentía empatía pero también vergüenza. Vergüenza porque, aun siendo superdotada y teniendo un cociente intelectual como hacía tiempo que no se veía, no se había enterado de nada. Ni siquiera sabía que trabajaba para los que no tocaba.

Y, entonces, sucedió algo. Algo que la hundió en el lodo de la oscuridad y la autoflagelación. Aquella chica, aquella joven que miraba al vanirio y a ella alternativamente, abrió la boca y empezó a entonar una canción con una voz angelical.

Fhir a'bhàta, na ho ro eile... Fhir a'bhàta, na ho ro eile...

El chico rapado que tenía al lado puso la mano libre sobre el hombro de la joven y acopló su voz más masculina a la de ella. Temari no entendía lo que estaba sucediendo porque ella había oído muchas veces esa canción. La había escuchado algunas noches cuando se había quedado trabajando hasta muy tarde en Newscientists. Era una canción a capella y ella siempre, siempre, había creído que era del hilo musical, porque eso mismo le habían dicho Delta, Ameyuri y Hidan.

¿Hilo musical? ¡Y una mierda! ¡Que le rajaran la garganta en ese preciso momento si la voz que oía en los altavoces de los túneles no era la de esa chica cantando! ¿Se podía sentir peor de lo que lo hacía?

Ahora todos los rapados, sin excepción, cantaban la canción, incluso Shisui.

Mo shoraigh slàn leat 's gach àit'an téid thu...

Temari miró al frente, a esos miembros del Consejo Wicca. Los hombres escuchaban con consideración la canción gaélica que entonaba aquella gente.

La rubia encapuchada sentada en uno de los tronos, que tenía la misma complexión ósea que la joven que había iniciado el canto, tenía los ojos llenos de lágrimas; pero estaba centrada en ella, y transmitía tanto odio que Temari supo que iba a ser su principal enemiga en aquel lugar.

A la pelirroja de los ojos carmín la recordaba. Su actitud no parecía tan beligerante, aunque ya la había interrogado una vez en aquel agujero bajo tierra; y no se habían hecho amigas, precisamente.

Y luego estaba la otra vaniria de pelo negro y ondulado, que también lucía el mismo desdén y aversión que la rubia. Se secó las lágrimas de sus mejillas con un manotazo y carraspeó mientras movía la copa vacía de un lado al otro, sabiendo que ese movimiento pondría más histérica a la humana de lo que ya lo estaba.

Is càch gu lèir an déidh a trèigeadh...

Todos se callaron a la vez. Aquella había sido la última frase de la balada gaélica. Temari sabía que era una canción que hablaba de un enamoramiento.

Ella entendía ese idioma, lo había aprendido para protegerse de los vampiros; pero reconocía que era una lengua melódica y evocadora, sobre todo en ángeles de pelo rubio como esa joven.

Shisui bajó el puño de su corazón y asintió en agradecimiento a aquella muestra de cariño y de apoyo.