7

Shisui conducía a toda velocidad por Dudley. Eran las doce de la noche pasadas. Muchos de los guerreros que había en el salón del Consejo se desplazarían a Birmingham y a otros distritos para hacer las pertinentes guardias. Los vampiros y los lobeznos acechaban y ahora, además, vanirios y berserkers tenían que lidiar con lo que fuera que había descendido del portal que se había abierto en Colorado.

Demasiado en lo que pensar, demasiadas contiendas. Las nubes tapaban la luna y teñían la noche de un color grisáceo y blanquecino.

A Shisui le gustaba ese lugar. Le tranquilizaba. El Claro de Dudd, significado de Dudley, todavía tenía reminiscencias de la villa medieval que había sido siglos atrás, aunque ahora las industrias y el comercio habían despertado y modificado a la localidad.

La villa de Dudley, con sus campos y bosques aceitunados, se adormecía pensando que sus días eran normales. Al día siguiente, se levantarían e iniciarían su monótona vida diaria, ajenos a la realidad que él conocía, ignorantes del mundo del que él procedía. Nunca sabrían que había seres como él que se encargaban de velar por sus sueños y su seguridad. Los vampiros y los lobeznos hacían y deshacían, mataban, convertían, manipulaban y aniquilaban a la raza menor, pero los vanirios solo intentaban defenderlos y preservar el secreto; y ni siquiera lo hacían porque era lo mejor. Lo hacían porque no se fiaban ya de los humanos. Esos seres imperfectos también se asustarían de ellos si descubrieran que existían esos guerreros inmortales. Prueba de ello era que habían organizaciones como Newscientists, formada en su totalidad por hombres y mujeres que trabajaban para Loki.

Cazaban a vanirios y berserkers y los convertían en conejillos de Indias. Ayudaban a los vampiros, consciente o inconscientemente, pero se callaban como putas respecto a sus investigaciones y descubrimientos para con la sociedad. Y ahí estaba el mundo en general: sumido en un nuevo oscurantismo, teñido de desconocimiento e ineptitud, subordinado a unos pocos que sí tenían el poder.

Un repentino sentimiento de rabia le azotó.

Pero, ¿los podía culpar por ser como eran? Su clan también había sentido miedo y resentimiento hacia la joven que lloraba a su izquierda.

Veinte minutos atrás, bajo tierra, ante el Consejo Wicca, le había faltado aire y le había hervido la sangre por hacer algo tan íntimo con público delante. Un castigo público. Morderla, beber de ella, transformarla, obligarla a beber su sangre... Afrentas y pecados contra la pareja de vida, y no se arrepentía de ninguno de ellos. Era necesario.

Todos deseaban la sangre de su rubia. Todos querían acabar con ella porque no se fiaban. Entonces, ¿había diferencias morales entre humanos, vanirios y berserkers? ¿O eran lo mismo maquillado de otra manera?

La hubieran matado y torturado, pero eso les habría convertido en aquello en lo que odiaban. Menos mal que había actuado rápido. Les había dado algo mejor: a una mujer llena de conocimientos científicos que se iba a convertir, transcurridas unas interminables horas, en uno de ellos.

Y Shisui había ganado a una compañera eterna. Cuando ella abriera los ojos a su nueva naturaleza y a la mágica realidad que él vivía cada día, la necesidad febril y el reconocimiento de la persona que estaba destinada a ser para él la golpearía con fuerza y nunca más podría negar lo que existía entre ellos dos.

El castillo de Dudley, la ruina más famosa y célebre del distrito, se levantó majestuosa ante él. Shisui recordó lo sucedido siglos atrás en aquel mágico cónclave: en la revolución inglesa, fue el eje de una disputa entre los Royalists, que entonces ocupaban el castillo, y los Roundheads. Cuando los Roundheads, o Parlamentarios, sitiaron la fortaleza, el gobierno ordenó que fuera demolido. Y ahora era un recuerdo de los enfrentamientos y las diferencias que los humanos, siendo de la misma especie, tenían entre ellos.

Miró a su, todavía, joven humana.

Ella dejaría de pertenecer a ese reino mortal y lleno de miedos; y entraría por fin al suyo, uno en el que se luchaba solo por el bien de los demás, sacrificando, en ocasiones, su propio bienestar.

La conversión estaba en marcha.

Era un trance doloroso. El cuerpo se preparaba para ser inmortal pero, para ello, tenía que morir como humano. Y era exactamente lo que estaba haciendo la científica. Se moría. Una muerte agónica y angustiosa.

La ingesta de sangre vaniria removía el estómago y los intestinos. El corazón bombeaba al trescientos por ciento de su capacidad, intentando enviar oxígeno y plasma a todos los órganos que empezaban a fallar. Los músculos, atrofiados, se volvían duros por los espasmos; los huesos dolían como si los resquebrajaran; la piel escocía y se tensaba. Las células del cuerpo entraban en necrosis, pero peleaban por superar el final, y eso elevaba la temperatura corporal alcanzando un estado febril inusual y del todo imposible.

Huesitos se removía en el asiento del Ferrari, que él había reclinado hacia atrás para que pudiera estar estirada. La científica gritaba y lloraba debido al suplicio físico que estaba experimentando. Dio varias patadas al salpicadero y al cristal delantero. Se incorporaba con tanta fuerza hacia adelante, sosteniéndose el estómago, doblada sobre sí misma, que en uno de esos impulsos se dio con la frente en la guantera del deportivo.

Shisui rugió como un salvaje porque sentía el dolor de la mujer; y esa conexión y el saber que no podía hacer nada para rebajar su calvario y estaban acabando con él. Colocó una mano sobre el muslo de Temari, y a través de la tela negra pudo comprobar su alta temperatura corporal.

—Estás ardiendo. Pero esto pasará...

Ella, dolorosamente consciente de su estado en todo momento, intentó apartarse de su contacto.

—Nunca —dijo ella con los dientes apretados—. Nunca te perdonaré... ¡Nunca!

Estaba más que preparado para oír esas palabras por su parte, pero aun estándolo, le dolieron igual. Ella era su cáraid. Y su cachorra lloraba, aguantando como podía el padecimiento al que él la había abocado sin su consentimiento. Era culpable directo de su tormento.

Pero Shisui también había sufrido en sus manos.

Después de eso, de ese trance angustioso, estarían en paz. No se arrepentía. No se lamentaría nunca de su decisión.

Su chica despertaría a un nuevo mundo, uno fascinante y lleno de posibilidades. Y, con lo curiosa que era, iba a disfrutarlo como una condenada.

—Acaba... Acaba conmigo. No quieroro... ser como tú —dijo en medio de un desgarrador lamento—. Mátame...

Él la miró compasivo.

—Chist... La conversión no dura eternamente. Tu cuerpo se está preparando para tu nuevo don. La longevidad, científica —le hablaba con dulzura. Retiró de su rostro acongojado el pelo húmedo de sudor—. Llegaremos a mi casa. Yo te sostendré en todo momento y te ayudaré a superar el dolor. Nena... Siento verte así —susurró inclinándose sobre ella. Al vanirio le urgía protegerla y cuidarla.

Temari no le dejó acercarse más. Levantó la cabeza justo en el momento que tenía su garganta a tiro y, entonces, ¡Ñam! Lo mordió con todas sus fuerzas hasta desgarrarle la piel.

—¡Joder! —gritó Shisui llevándose una mano al cuello sangrante y la otra al volante del vehículo. El culo del coche dio bandazos de un lado al otro. Él recuperó el control y, súbitamente, aunque distraído por los labios de Tema llenos de sangre y retraídos como los de un perro rabioso, alertó la figura de un hombre vestido con ropas oscuras y anchas parado en medio de la carretera.

El druida frenó con todas sus fuerzas. Las luces delanteras alumbraron un rostro serio y pálido, pero el morro del Ferrari golpeó en las rodillas de ese individuo inmóvil y este salió volando por encima del techo del vehículo. Los frenos chirriaron y las ruedas se deslizaron por la grava diez metros más allá de donde se había encontrado al viandante desorientado, dejando las típicas marcas de la goma quemada de los neumáticos.

Shisui miró hacia atrás y agudizó el oído. Se llevó una mano al cuello para taponar la herida. La condenada mujer le había abierto la carne y cortado un trozo de la carótida izquierda y estaba sangrando como un cerdo. ¡Era una salvaje!

Temari gritó presa de un nuevo espasmo.

—¡Dios! ¡Dios! ¡Me duele! —exclamaba ella sin dejar de moverse ni de tiritar.

Shisui clavó sus ojos negros y más oscuros en la carretera, ignorando las quejas de la joven. El cuerpo de aquel hombre al que había atropellado seguía desmadejado y tirado como un muñeco de trapo. El vanirio achicó los ojos y gruñó.

El bulto seguía sin moverse.

Temari soltó un nuevo y atronador grito.

Shisui puso el coche marcha atrás y aceleró, dirigiéndose al hombre que había atropellado y sin pensar en ningún momento en frenar. El hombre, con una larga chaqueta de pana agujereada y desgarrada, no daba muestras de vida.

Shisui desatendió la siguiente patada que dio Tema al cristal delantero y, centrado en su objetivo, pasó por encima del individuo. El cuerpo de este rodó por la carretera y quedó en muy mala postura.

El Ferrari frenó y el morro delantero quedó a escasos veinte centímetros de la víctima. Esperó, pacientemente, mientras golpeaba el pulgar contra el volante, concentrado en mirar al frente.

¡Plas! Una mano blanquecina y diáfana, de largas uñas amarillas, se apoyó en el capó del Ferrari. Luego apareció la otra, con algunos dedos torcidos y rotos.

Shisui lo sabía en el mismo momento en que lo había atropellado.

Nosferatu.

El hombre se incorporó poco a poco. La noche se llenaba de los crujidos desalmados de sus huesos rotos peleándose por recolocarse uno a uno. El pelo blanco y grasoso del hombre cubría sus ojos sin vida, pero no su boca de labios morados y colmillos puntiagudos.

—¡Vampiro hijo de puta! —musitó Shisui. Tenía que salir del coche.

Acababa de atropellar a un hijo de Loki en Dudley, bajo las ruinas del castillo, justo cuando su cáraid estaba haciendo la conversión. ¿Casualidad?

No podía ser.

Encendió el radar del monitor del coche. Este detectaría si habían más vampiros alrededor. Se distinguían por su color azul hielo, ya que los chupasangre tenían temperaturas corporales muy bajas. De ahí que a veces les llamaran «los helados».

No se sorprendió al comprobar que no había solo uno. Le acompañaban cuatro más. Conectó el manos libres de su iPhone para llamar al líder de los vanirios. El Consejo Wicca se ubicaba justo bajo el castillo de Dudley, y allí se encontraban todos los miembros de los clanes si no se habían ido ya.

—Dei.

—Shisui, tío... Te has cargado las antorchas —contestó Deidara malhumorado.

—Síp. Bueno, queríais joder a mi cáraid.

—Sabes que no lo hubiera permitido.

—Ya, antes tendrías que matar a la sanguinaria de Tsunade. Escucha, no te llamo para hablar.

—Me lo imaginaba.

—En las afueras del castillo hay cinco vampiros. Acabo de atropellar a uno. Conectad los radares de calor y que los chuchos afinen sus hocicos. —En ese momento, el vampiro sonrió diabólicamente y se relamió los labios, inclinando la cabeza para observar a Temari—. Oye, este que tengo aquí está hambriento. Y la científica empieza a sudar sangre —lamentó el druida poniéndole una mano sobre la frente.

—¡No! —Lloró ella con los ojos rojos e irritados, mirándose las manos.

—Se llama hemohidrosis —le explicó Shisui, transmitiéndole tranquilidad—. Es normal, nena. Estás bajo la ansiedad, y la mutación del cuerpo te provoca...

—¡Hijo de la gran puta! —le insultó la chica haciéndose un ovillo.

—Vaya —murmuró Deidara—. ¿Te recuerda esto a algo? —A Deidara sí. Al momento en que se llevó a Karin de Barcelona en su Porsche Cayenne. Su híbrida demostró tener grandes habilidades verbales.

A Temari le entró una arcada.

—Su olor les llama la atención —continuó Shisui.

—¿Está haciendo la conversión? —preguntó Deidara.

—No, suda sangre porque está de moda. Joder, brathair, ¡claro que está haciendo la conversión!

—No seas capullo. La hace muy deprisa. Puede ser muy traumático para ella.

—No ha comido nada en cinco días, amigo. Excepto un poco de... Mí —espetó, estudiando la palidez de la joven y el contraste con las gotas rojas que transpiraban por sus poros—. Mi sangre la está machacando, y no me siento orgulloso. Mierda —observó que las motas azules en el radar se multiplicaban—. Oye, hay muchos. Salid y echadme una mano.

—De acuerdo, estamos yendo para allá.

La comunicación se cortó.

Desde luego, no era el mejor momento para pelear. Prefería estar en su chakra, colmando de atenciones a Tema, y ayudándola a sobrellevar el trance entre la mortalidad y la inmortalidad. Pero no podía porque ahora tenía que protegerla de los desalmados chupasangres.

—Ahora vuelvo, Huesitos —dijo abriendo la puerta del Ferrari que cual se abrió hacia arriba en vez de hacia afuera. Caminó hacia el vampiro. Este le sonrió y miró de reojo a la joven humana.

—Huele bien —advirtió el nosferatu, intentando ver a través de los cristales reflectantes del Ferrari.

—Ya sabes lo que dicen: los ojos de cerdo no ven.

—Es una mujer. Es humana. Tengo hambre y es míaaaaaaa... —inclinó la cabeza hacia un lado y su cuello crugió.

El druida ni se inmutó ante sus palabras. Ese vampiro estaba loco, ¿qué hacía perdiendo el tiempo hablando con él? Se apoyó en los talones, dio un salto hacia adelante al tiempo que sacaba su puñal distintivo para clavarlo con toda su fuerza en el pecho del no muerto, que agrandó los ojos sorprendido por la velocidad de los movimientos del vanirio.

—¿No me has visto venir? —susurró en su oído blanquecino y puntiagudo—. En mi vida he sido más fuerte, rápido y poderoso de lo que soy ahora —extrajo el puñal y lo sustituyó por su puño para, seguidamente arrancarle el corazón. El cuerpo sin vida cayó como peso plomo sobre la carretera y empezó a descomponerse poco a poco.

Cuatro vampiros más cayeron de los cielos, dos de ellos sobre el Ferrari.

—Tíos... —gruñó el pelinegro enseñándoles los colmillos—. Mi bebé... Eso ha sido un error.

Se lanzó a por ellos. Él era un druida, conocedor de los secretos de la naturaleza, invocador de otras realidades y evocador de conjuros. Después de que Freyja, Frey y Njörd lo maldijeran con la insensibilidad milenios atrás, en aquella noche que decidió seguir a Hidan y Kakazu, su poder había muerto con su pasión. Pero la sangre de su científica le había devuelto la vida y el interés por aquello que le rodeaba. Así sí podía interactuar con su entorno e invocar sus energías. Y aquellos miserables vampiros no serían rivales para él.

El druidh había regresado. Y venía para sumar y dejar de fingir que todo iba bien. Cinco vampiros más esperaban pacientes en el cielo, a unos veinte metros de su cabeza.

Interesante. Podían organizarse.

Sus cerebros no estaban tan fundidos, ni siquiera sus aspectos físicos eran tan deplorables. Podían pasar por emos sin ningún problema y no despertar suspicacias.

Pero él era un druidh gutuari. Un invocador por antonomasia.

—Venga a mí la magia. Dúisg mo geasa! Despierta, magia mía. —Las palmas de sus manos se iluminaron con un tenue fulgor azulado; un extraño viento se levantó a su alrededor y los vampiros se miraron incómodos los unos a los otros.

La energía que les rodeaba era patente: el espacio se llenó de electricidad.

Shisui se elevó unos metros sobre el suelo y extendió los brazos perpendicularmente al tronco de su cuerpo, haciendo una cruz. Abrió los dedos de las manos y desafió a los no muertos con una sonrisa diabólica de sus labios.

—Esto es algo que hacía siglos que no hacía. —Como humano había tenido poder. Pero como vanirio con acceso a sus poderes inmortales en todo su esplendor, aquello no tenía nombre.

En ese momento, llegaron Deidara y Itachi preparados para echar una mano. Itachi se detuvo en seco al ver a su hermano erigirse lleno de soberanía sobre sus enemigos. Hacía tanto tiempo que no veía aquella mirada de interés y auténtico desafío en sus ojos... El sanador se emocionó y se llenó de orgullo. El aire estaba a rebosar de esa energía única que exclusivamente Shisui podía invocar. Solo él.

Joder, sí. ¡El druida del clan keltoi volvía a las andadas!

Shisui alzó la mirada sin perder la concentración y observó a su familia. Por fin sentía algo por ellos. Las emociones dormidas y extraviadas habían regresado. Ahora podía quererlos sin forzarse. Ahora les reconocía como lo que eran: una parte indivisible de su mundo mágico.

—¡¿Por qué nos pides ayuda, brathair?! —gritó Deidara con los brazos cruzados, con cara de satisfacción ante lo que contemplaban sus ojos azules—. ¡Tienes la situación bajo control!

Oh, sí que la tenía. De hecho, solo quería jactarse de su don. Ellos debían ver lo importante que era su pareja para él y debían sentirse agradecidos por ello. Él había vuelto gracias a ella.

Shisui podía controlar aquello que le rodeaba. Los vanirios tenían poderes telequinésicos y se podían comunicar con los animales. Pero todos tenían un don específico. No obstante, Shisui gozaba del don supremo en los keltois: la magia druida. Y esa magia podía ser invocada por los elegidos como él, manipulada y moldeada según sus necesidades.

—¡Los he inmovilizado! —exclamó Shisui con la risa en la voz. Echó el cuello hacia atrás y emitió un aullido de alegría. Su magia, su poder, la naturaleza y la tierra le pertenecían. Y aquella mujer ovillada en el interior de su coche se lo había entregado. Y él iba a cuidarla tan bien... —¡Acabad vosotros con el trabajo y dejadme ver como degolláis cabezas!

Deidara y Itachi asintieron y procedieron a decapitar y a arrancar corazones. Se ocuparon primero de los del cielo. Había cinco vampiros que intentaban comunicarse telepáticamente entre ellos, pero el druida no se los permitiría. Creó una barrera a su alrededor, una que imposibilitaba la circulación de ondas gamma. De ese modo, la telepatía dejaba de funcionar. Y no podrían comunicarse con las otras hordas o, en su defecto, con aquel que les convirtió. Nadie sabría lo que estaba sucediendo, y esos vampiros desaparecerían de la faz de la tierra, sin pena ni gloria, como si se los hubiera llevado el viento.

El líder de la BlackCountry y el sanador disfrutaban de aquel trabajo tan plácido. Los cuerpos de los nosferatu ni siquiera caían al suelo: se desmaterializaban en el aire, allí donde el druida los retenía.

—Ahora machacad a los que me están jodiendo la carrocería —siseó con rabia—. Yo me encargo de estos dos. —Se centró en los dos vampiros que, sin comprender lo que les sucedía, miraban aterrorizados al vanirio que flotaba como un dios delante de ellos. Él podía moldear los elementos. Se concentró en el corazón de los dos engendros de Loki y escuchó su bombeado acelerado. Decidió imprimir más velocidad a aquel asqueroso y antinatural ritmo. Eliminó el poco oxígeno que había en su sangre y llenó de presión las arterias de sus envejecidos órganos motores. La reacción no se hizo esperar. Los vampiros pusieron los ojos en blanco, sus cerebros estallaron y sus podridos corazones también. Cayeron de rodillas sobre el cemento y se desplomaron hacia adelante.

—Coño, tío —gruñó Deidara regocijándose—. ¿Te estás poniendo a prueba?

—Siempre —contestó Shisui orgulloso de su trabajo, pero manteniendo inmóviles todavía a los dos vampiros que estaban hundiendo el techo de su Ferrari.

Itachi se echó a reír. Él y Deidara procedieron a arrancar los corazones de los vampiros y luego las cabezas.

Rápidos. Eficaces. Precisos como cirujanos.

No obstante, a uno de ellos le dio tiempo a dibujar una mueca parecida a una sonrisa ladina antes de que Itachi le separara el cráneo del cuerpo.

Shisui se lo quedó mirando con curiosidad. Los cuerpos de los vampiros se descompusieron y empezaron a desmaterializarse. Y, en ese momento, algo pequeño y sólido cayó sobre el capó del deportivo. Algo inesperado e incomprensible.

Los tres vanirios lo miraron asombrados.

—¡No! —rugió Shisui.

Voló hacia el coche. Deidara se agachó alarmado para amarrar el objeto y Itachi intentó golpearlo con el pie. Pero aquella cosa se activó. ¡Bum! Todo voló por los aires. Los vanirios salieron despedidos hacia atrás. El Ferrari reventó y ascendió cinco metros por encima de la carretera, envuelto en una bola de fuego, con la joven humana dentro.

La bola de fuego se hacía interminable y al druida le parecía que le estaban arrancando la vida. ¡Su cáraid humana seguía ahí, en medio de la conversión, y ya no escuchaba el latir de su corazón!

El fuego. Él podría manipular el fuego. El control de los elementos requería energía y, siempre que lo pusiera en práctica, necesitaría reponerse luego. En el futuro ya sabría como dosificarse, pero en ese momento no.

Dando vueltas por los aires debido a la fuerza de la onda expansiva, cerró los puños y, tras ese movimiento, el fuego que rodeaba el coche se fue hacia él como una lengua satánica; rodeó sus manos y sus muñecas, hasta que se extinguió como si él fuera un dragón y se hubiera comido su propio aliento.

Deidara y Itachi no perdieron el tiempo. Rectificaron en el aire y salieron disparados para coger el vehículo siniestrado antes de que impactara de nuevo contra el suelo.

Itachi asomó la cabeza adentro. Ya no había cristales, y la pintura de la carrocería había desaparecido. El interior estaba quemado, igual que el cuerpo de la joven, que seguía ovillado de mala manera sobre el asiento. Muerta.

Temari no había salido disparada a través de las ventanas. La totalidad de la capa negra que llevaba se había desintegrado y solo quedaban algunos restos pegados a su piel chamuscada.

—¡Shisui! —gritó Deidara, preocupado por el estado de la cáraid de su amigo—. ¡Necesita tu sangre!

—No la necesita —explicó Itachi tenso—. Su cuerpo ya está haciendo la conversión. Está muerta..., pero debe resucitar. Shisui ya ha hecho tres intercambios con ella.

—¡No la toquéis! —exclamó el pelinegro rapado metiéndose como un misil dentro del Ferrari y sacando a su chica con todo el cuidado que pudo. Pálido y sorprendido por cómo había acontecido todo, la cargó con mimo—. Itachi... —susurró a su hermano. Él era el sanador, él había transformado a Delta. Se comunicó telepáticamente con él, transmitiéndole lo perdido que se sentía—. Mi cáraid... —se le hizo un nudo en la garganta al ver el estado en el que se encontraba Temari. Su pelo rubio había sido consumido por las llamas y su piel lucía grandes quemaduras—. Ayúdame. Ven conmigo —le pidió humildemente—. Ella... ¿Va a sobrevivir, verdad? ¿Sigue viva, verdad?

El sanador se aclaró la garganta, afectado.

—Llévala a un lugar seguro. La conversión ya la estaba matando. El cuerpo humano tiene que morir para despertar a su naturaleza y ella ya se estaba muriendo, Shisui —intentó explicarle su hermano para tranquilizarlo.

—¡Pero está muerta ahora! —lloró el druida sin pudor ni vergüenza—. ¡No lo soporto!

—Escúchame, brathair —Itachi lo tomó del rostro y le obligó a mirarlo—. Lo que sientes ahora mismo es la pérdida de tu pareja. Es la desesperación vaniria. Tienes que mantenerte cuerdo estas horas, hasta que ella pueda despertar y tú sientas que su corazón vuelve a latir.

—No... —negaba el druida histérico—. No puedo. No sé... ¡Está muerta! —miraba el cuerpo maltratado y sin vida que yacía en sus brazos.

Deidara se angustió. Su querido amigo estaba experimentando la muerte clínica de su pareja y eso, para un vanirio, era su propia muerte. Shisui querría inmolarse en las siguientes horas si no lo remediaban. Era imposible hacer entrar en razón a un vanirio ante el nulo latir del corazón de su mujer.

—Nosotros te ayudaremos.

—Me quiero morir —murmuró Shisui protegiendo el cuerpo quemado de Tema con el suyo propio.

—Te entendemos, pero tienes que comprender que ella abrirá los ojos de nuevo. Lo hará, Shisui —aseguró el sanador, ajustándose la goma que le sujetaba el pelo negro como una diadema, e intentando controlar la situación. O lo hacía, o su hermano se largaba corriendo y se entregaba al sol—. Ahora, dámela —estiró los brazos.

—Ni se te ocurra —el druida le enseñó los colmillos y dio un paso atrás, como un animal amenazado.

—Entonces, llévanos a tu casa, Shisui —ordenó Deidara sin ceder—. Nos ocuparemos de ella y de ti.

—¡No!

—No me desafíes —los ojos azules de Deidara se aclararon.

Shisui vio en los ojos de su amigo los azules más gatunos de Temari. Tal vez ella podría tener una oportunidad. Tal vez... ¡Pero estaba quemada!

—Ahora la ves mal. Pero ya estaba haciendo el cambio, druidh. Resurgirá de sus cenizas —anotó Deidara sin pretender ofender—. Nunca mejor dicho.

Shisui lo fulminó con sus ojos llenos de dolor y magia frustrada.

—Déjanos ayudarte. Confía en nosotros —repitió su hermano Itachi.

Shisui, entre la bruma de su locura y su dolor, sintió aquellas palabras como verdaderas. Ellos eran sus amigos, su familia, ¿no? Le ayudarían; aunque lo único que quería él era ver llegar el amanecer con su científica en los brazos. ¿Qué sentido tenía todo si ella se moría?

—Os llevaré a mi casa —dijo finalmente—. Itachi, tienes que hacerte cargo de ella, ¿me has entendido? —el sanador asintió conforme—. Y tú —miró a Deidara—, vas a tener que encerrarme —advirtió—. Y no me dejes salir.

—Te lo prometo, guerrero. Tendrás que pasarme por encima.

Los tres vanirios alzaron el vuelo.

Mientras Itachi llamaba a Konan y a Karin para que les echaran una mano, Deidara se aseguraba de que la zona quedara limpia escondiendo el coche siniestrado. Después llamó al abuelo de su cáraid, Homura Mitokado, para que estuvieran alerta y desplazaran algún pelotón de guardia a Dudley y a toda la BlackCountry. El ataque había sido repentino y extraño. Pero en ese grupo de vampiros que habían atacado a Shisui, uno había hecho de suicida: llevanba un explosivo de detonación instantánea con él.

¿Qué habían pretendido con ello? ¿Les había salido bien la jugada?

Shisui rugió de pena y adquirió velocidad en el aire, atravesando las nubes inglesas y dejando que estas ocultaran sus lágrimas. Volaba con Tema muerta, y ni siquiera tenía fuerzas para levitar. No había nada peor para un hombre que había estado a oscuras durante toda una eternidad que darle un chispazo de luz, porque eso le dejaba ciego. Si Tema no abría los ojos, él no podría ver nunca más.