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Valhall. Residencia de las valkyrias
Eones atrás
Los ríos y las cataratas del Vingólf, el palacio de marfil que era el hogar de las valkyrias de Freyja y los einherjars de Odín, refulgían con cientos de colores y tonalidades diferentes. El cielo del Asgard, teñido de colores pasteles con estrellas titilantes iba a presenciar una nueva llegada de un guerrero muerto en batalla. Un futuro einherjar.
Las valkyrias estaban vestidas con su particular traje de bienvenida a los caídos: con plumas negras las que iban de cuervo, y plumas marrones y beige las que iban de águilas. Además, sobre sus cabezas, lucían sendos gorros con pico de aves y plumas estrafalarias. Se vestían así porque eran los animales fetiches del dios tuerto.
Freyja amaba a todas sus valkyrias. A todas sin excepción. Eran excelentes arqueras, increíbles luchadoras, fantásticas amazonas y deslumbrantes mujeres con orejas puntiagudas que tenían la gran peculiaridad de poder lanzar rayos y convocar tormentas.
Ella las había creado. Ella las había criado. Y las adoraba como la madre que quería, respetaba y amaba a sus hijas. No lo podía evitar. Eran su debilidad.
No obstante, de todas esas miles de mujeres que vivían en su palacio, había cuatro que eran como su peculiar versión de los Jinetes del Apocalipsis. Los suyos y de nadie más. Se trataba de cuatro eternas jóvenes, diferentes las unas de las otras, en lo físico y en lo emocional, que tenían algo en común único e inquebrantable: se amaban tanto entre ellas, se querían tanto, que a veces parecía que las cuatro se habían fusionado en una sola alma. En un único ser. ¿Sus nombres? Naori, Temari, Mei y Sakura.
Naori era bondadosa y divertida. Le encantaba cambiar los nombres de las cosas y era muy caprichosa; además, era la única valkyria que recogía a los guerreros muertos en batalla y los subía al Valhall. Solo ella podía realizar tamaña labor por una sencilla razón: Naori no podía ser tocada por ningún hombre vivo.
Temari, la dulce, la hija secreta de Thor. Dócil y llena de azúcar... Un caramelo delicioso. Pero su interior escondía una furia brutal que debía ser liberada, y su conexión con Mjölnir y las tormentas sería muy importante cuando el tiempo hubiese llegado.
Mei... El ojo que todo lo ve. Esa mujer de pelo rojo, ojos turquesa y un lunar en la comisura de su ojo derecho, la volvía loca. Era irascible y temperamental, tenía una lengua brutal y un desparpajo fuera de lo común. Era peligrosa para los dioses y también para ella misma, pues en su interior albergaba un don y un poder fuera de lo común. Loki lo querría para él si pudiera, y Freyja sabía que el Timador haría lo posible por tentarla... En un futuro, Mei debería decidir a qué bando pertenecía: si a la luz o a la oscuridad.
Y, después, estaba su princesa de las nieves, su pelirosa ártica: Sakura, la salvaje. La Generala. La fuerza de esa valkyria no se podía medir con nada, y tanto Odín como ella sabían que era mejor tener a Sakura siempre de su parte sin hacerla enfadar. Por suerte, la rubia de ojos turquesa era fiel, digna y respetable, y tenía una misión para con Mei. Jamás traicionaría el pacto que habían hecho, porque Sakura, sencillamente, amaba a Mei con todo su corazón; y la quería como si fuera algo de su posesión.
La Generala debía controlar el termómetro bondadoso de Mei; era su principal medidor y nunca debía dejarla sola. Sus niveles de empatía estaban tan entrelazados que nunca podrían ocultarse la una de la otra.
Por eso, por el valor que ellas le daban a esa amistad, a esa apasionada hermandad, la diosa sabía que la llegada de ese highlander peligroso, tosco y espiritualmente indomable, iba a crear una grieta dolorosa entre sus especiales valkyrias.
Porque el highlander sería el amor eterno, el einherjar de Sakura; y llegaría un momento en el que ella debería elegir entre la hermandad con su nonne y el amor por su guerrero inmortal.
Con la importancia que le daba Sakura a su labor como Generala y a su fidelidad hacia Mei, Freyja sabía que no iba a vacilar en su decisión.
Drama. Drama. Todos iban a sufrir.
Indra, un líder Ōtsutsuki del oeste de Escocia, acababa de morir en la batalla de Degsastan. Ese día tenía que llegar; era inevitable igual que el amanecer y el anochecer; igual que la vida, la muerte y la reencarnación. Era tan irrevocable como la llegada del temido Ragnarök.
El día en que reclamaran a su valkyria más valiosa ya había llegado.
Un guerrero muerto en batalla exigía las atenciones de una de sus guerreras, y la Generala era la elegida; el alma de ese hombre se había encomendado a ella.
Indra estaba destinado a ser el líder de los einherjars. Él y Sakura iban a formar un increíble tándem.
Hasta que llegara el día de la decisión final.
Entre la multitud de guerreros einherjars y valkyrias que recibían al nuevo guerrero caído, Sakura observaba con ojos asombrados las inmensas proporciones de aquel hombre que, inconsciente, descansaba en los brazos de Naori. Jamás pensó que llegaría el día en el que se sintiera celosa de su nonne; pero, ahora, quería lanzarse sobre ella como un perro territorial.
¿Ese era su guerrero de ojos negros y rayos de sol? Por todos los dioses... Era enorme. Tan grande como Thor u Odín.
Cuando él estaba muriendo en el Midgard, había clavado aquella maravillosa mirada de pecado y oscuridad en el cielo, buscándola; y Sakura había caído de rodillas, sometida a su magnetismo. Se quedó enganchada a su mirada obsidiana de pecas rojizas en sus iris, y con unas pestañas tan negras que parecían delineadas con kohl.
Pero ahora podía ver todo su cuerpo. Su pelo largo y castaño le llegaba por los omoplatos; un muslo de sus piernas hacía dos de las suyas y le sacaría, seguramente, dos cabezas de altura.
La joven ansiaba saltar y dar palmas. ¡Bien por ella! Oh, sí... Era suyo. Y nunca permitiría que otra lo tocase. Odiaba compartir.
La Generala se relamió los labios y sonrió.
—Vaya, vaya... Ahí tienes a tu guerrero, pelirosa —murmuró Mei mirándolo con interés al tiempo que rodeaba con un brazo sus hombros cubiertos con plumas de cuervo—. Kilos de masa muscular y carácter de highlander preparado para esclavizarlo y convertirlo en puré bajo tu tacón. La Dominante Sakura, la princesa de hielo —le canturreó al oído con mofa—, la más cruel de todas las valkyrias de Freyja; aquella que podría deshacer todo el Jotunheim con su...
—Corta el rollo, nonne —musitó Sakura mirándola de soslayo con una sonrisa divertida en los labios.
—Me muero de ganas de ver cómo ese hombre acaba llorando por ti, cuervo. —Tenía un gesto de orgullo en su rostro. Mei admiraba a Sakura por todo lo que era pero, sobre todo, por todo lo que no mostraba y que solo ella conocía.
—Por favor... —susurró Temari intimidada, apoyándose en el hombro emplumado de la Generala—. ¿Estás segura de que es él? Yo no sé qué haría con un hombre tan grande a mi lado.
—Sí. Claro que es él —aseguró con voz firme—. Por eso, mi dulce Tema —afirmó Sakura—, yo me haré cargo. Os libraré del mal. —Alzó la comisura derecha de sus labios.
—Qué noble, siempre sacrificándote por nosotras —Pronunció Mei poniendo los ojos en blanco a modo teatrero.
—Creo que no te envidio —Temari se apartó su flequillo rubio de los ojos verdes azulados oscuros y observó a Indra de arriba abajo—. Ese tipo muerde. Estoy convencida.
Sakura levantó una ceja rosa y se mordió el labio inferior, mientras pensaba con orgullo que él la había elegido a ella. Mío. Mío y mío. Era muy posesiva, ¿qué se le iba a hacer? Pero eso sus nonnes ya lo sabían, y no les vendría de nuevo.
Sakura no tenía miedo a los hombres; al contrario, le parecían interesantes aunque, un poco débiles bajo su criterio. Pero aquel en especial era todo lo que su alma intrépida necesitaba: un abierto desafío, alguien con quien pudiera medirse de igual a igual. Un hombre fuerte que la provocara y que también se dejara provocar. Sakura excitaba al sexo opuesto con su pose de Generala, pero también intimidaba mucho por esa misma etiqueta.
Indra parecía un hombre que no se acobardaba ante nada; y le maravilló la idea de jugar con él eternamente.
Freyja se levantó de su trono y caminó hacia Naori, meneando las caderas como si estuviera en un pase de modelos, luciendo un increíble vestido negro brillante, tan largo que cubría sus pies. La diosa Vanir se echó su coleta rubia y alta sobre el hombro derecho y acto seguido, apoyó sus manos sobre sus caderas. Alzó la barbilla y, miró a las valkyrias allí reunidas.
Odín se materializó en su trono dorado y se sentó en el que era el lugar de la diosa. Vestía una túnica negra; su pelo rubio y trenzado reposaba en un bajo moño mal hecho. El parche negro cubría uno de sus ojos y el otro, azul tan claro, la repasaba de arriba abajo, desnudándola con la mirada y sonriendo ante lo que solo él podía ver. Munin y Hugin, sus dos inseparables cuervos, se apoyaron en su hombro derecho, susurrándole todo tipo de palabras que nadie más podía entender.
Freyja rechinó los dientes. Odín se pensaba que, por echarle un polvo rápido, ella iba a caer rendida a sus pies. ¿Quién se había creído que era? Bueno, de acuerdo: era el Alfather, el Padre de Todos, pero eso no le daba licencia para creerse que ella, la gran diosa Vanir, iba a babear en su presencia.
—¿Te has equivocado de trono? —preguntó la diosa entre dientes.
—Desde aquí te puedo ver perfectamente —replicó él, divertido y provocador.
—Me ves al cincuenta por ciento, tuerto. —Le guiñó un ojo y se dio la vuelta para dejarle con la palabra en la boca.
Los cuervos grajearon ofendidos, pero el dios Aesir apoyó la barbilla en su mano y negó sonriente con la cabeza.
Bragi, el sabio bardo, rubísimo y poeta hijo de Odín, que cargaba con una copa dorada de ambrosía, se acercó al cuerpo muerto de Indra y se acuclilló delante de él. Era el encargado de recibir al guerrero con cortesía y ofrecerle el sorbo revitalizador y dador de vida del elixir de los dioses. Cuando el guerrero abriera sus ojos, recitaría una oda en su honor al compás de su arpa.
—¿Es un bárbaro? —preguntó el poeta acariciándose la barba oblicua—. Lo parece.
Naori puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.
—Todos los hombres del Midgard son bárbaros —contestó.
—¡¿Quién de mis hijas reclama a este guerrero?! —preguntó Freyja sabiendo perfectamente que Indra era de Sakura. Ah, pero le gustaba desafiarla, tanto como Sakura disfrutaba incordiándola a ella. Y, cuando hizo esa pregunta, sabía perfectamente lo que iba a suceder. Todas las guerreras sin reclamar alzaron el brazo, preparadas para desafiar a la valkyria que quisiera llevarse a tamaño ejemplar de macho.
La Generala apretó los puños a ambos lados de sus caderas. Fue la única que no levantó la mano, pues sabía en su fuero interno que no había duda posible. El highlander la había escogido a ella. Pero a Freyja le gustaba el juego; y quizá la diosa quisiera un poco de espectáculo en aquella recepción.
La pelirosa de larga melena lisa dio un paso al frente con los hombros echados hacia atrás, sin necesidad de intimidar a nadie con la mirada. Decían que Sakura, al andar, enmudecía a todo el Asgard y que su presencia hacía tartamudear al más dicharachero. Ella estaba al tanto de todos esos comentarios, y no le ofendían; porque comprendía que si un hombre o mujer se atemorizaban ante ella era porque no se respetaban lo suficiente a sí mismos como para encararla y hablarle sin bajar la mirada. Nadie debía sentirse atemorizado por nadie. Ella nunca pretendía intimidar, pero lo hacía. Había seres que se sentían tan inseguros y mal consigo mismos que la firmeza de otros les molestaba. Y contra eso no podía luchar. Así que lo había aceptado.
Sakura se adelantó a todas y fulminó a la diosa Vanir con sus ojos turquesa.
—Mi diosa —gruñó la Generala entre dientes—. ¿Acaso quieres que fría a todas tus guerreras? —Otra de sus peculiares virtudes era que nunca daba rodeos. Decía lo que pensaba y en el tono que le salía. No moderaba sus comentarios.
Las valkyrias, excitadas ante la expectativa de cuidar de ese guerrero corpulento, enmudecieron al oír a Sakura. Todas anhelaban el cuerpo del highlander: Olrún, la conocedora de los hechizos; Sigrdrifa, una excelente luchadora, la que decían que atraía la victoria; Prúdr, la hija de Thor; Hilda, Mist, Göll... Bellas, esbeltas y desafiantes; no había una de aspecto demasiado dulce, excepto Temari. Pero, para Sakura, Tema no contaba y porque era su nonne, y su naturaleza inofensiva había quedado patente en muchas ocasiones, sobre todo, en alguna de las batallas en el Jotunheïm.
Aun así, las demás valkyrias debían andarse con ojo con Sakura, porque ella era la más temida y respetada de todas las guerreras del Valhall: la Generala, su líder. ¿Cómo la iban a desafiar? ¿Había llegado su hora? ¿Ese hombre se había encomendado a ella?
Freyja sonrió ante la abierta pregunta.
—¿Achicharrarlas dices? No, en absoluto, querida. —Abarcó a todas sus chicas con una mano—. Pero puede que ellas reclamen a este hombre que tu querida Naori ha traído.
—Este hombre —Sakura arqueó las cejas y pronunció cada sílaba con tono mordaz—. Es mí-o. Me ha buscado a mí en su última exhalación. No metas a mis hermanas en esto; no las provoques. No quiero hacerle daño a ninguna —se encogió de hombros y miró a sus posibles oponentes de reojo.
—¿Y si le dejamos a él la elección? —preguntó Prúdr—. Que él busque a aquella a quien se ha encomendado. Si es verdad que hay un hombre que esté lo suficientemente loco como para encomendarse a la Generala... —susurró con malicia.
—¡Ja! —protestó Mei, ofendida ante el tono de aquella entrometida—. ¡Y eso lo dices tú, que estuviste a punto de liarte con el gigante adefesio de Hrungnir! ¿La tenía muy grande, hija de Thor? —preguntó la del pelo rojo, moviendo la mano arriba y abajo con los dedos cerrados haciendo una o.
Prúdr sonrió a Mei por encima del hombro.
—Podría ordenar a mi padre que te cosiera esa bocaza que tienes, Mei —sugirió la de pelo castaño.
—¿Sabes con qué me puede tapar la boca tu padre? —replicó Mei encarándose a ella nariz con nariz—. ¡Con la punta de su na...!
—Eso no va a pasar, señorita Prúdrete. —Sakura tapó la boca de su querida e intrépida nonne con la mano y la reprendió con la mirada. Comprendía a Mei. Prúdr era hermosa, pero todo lo que tenía de bella lo tenía de vanidosa. Se creía que ser hija de una deidad otorgaba prioridades. Y seguramente era así, pero no iba a tomar lo que era suyo. Y el escocés lo era—. Espera a que llegue tu guerrero y deja de buscar en los platos ajenos. No mendigues, Prúdr, eres hija de un dios. —Un trueno provocado por la ira de Thor iluminó el palacio de marfil.
Prúdr dibujó una fina línea con sus labios y miró hacia otro lado, como una niña pequeña enfurruñada.
Freyja sonrió con orgullo. Sakura era su valkyria más leal y poderosa por una sencilla razón: no le hacía falta desplegar su fuerza y su furia para amedrentar a nadie. Le bastaba con sus mordaces palabras educadas para zanjar discusiones y comportamientos demasiado agresivos. Y ella la adoraba. Sin más.
—Bragi, procede —ordenó Freyja entretenida con la discusión.
El dios poeta levantó la cabeza morena del guerrero, que reposaba en las piernas de Naori, y le puso la copa en los labios. Naori miró a Sakura y sonrió con complicidad.
—¿Te lo vas a comer todo? —deletreó la valkyria moviendo los labios en silencio.
Sakura bizqueó y ocultó una sonrisa maligna. Todo. No iba a dejar nada.
La Generala observó hipnotizada cómo el líquido ambarino resbalaba por la comisura de los labios del guerrero y recorría su viril mandíbula. Sus ojos se enrojecieron por la pasión, tan brillantes como claros y sin tapujos era su deseo por él.
«Por fin. Mi guerrero ya está aquí».
Las espesas pestañas negras de Indra aletearon como las alas de una mariposa. Abrió los ojos con lentitud y los clavó en el cielo de colores pasteles y enormes luceros que custodiaban el mundo en el que se encontraba.
Indra, el líder de la armada naval de los Ōtsutsuki del oeste de Escocia, se incorporó sobre los codos. La superficie en la que estaba era fría y lisa. Ante él tenía a un hombre rubio con ropas romanas, y una copa de bronce en la mano. No entendía nada.
Acababan de hacerse con la isla de Man y las Orcadas. Pero algo había sucedido... Sí: le habían herido en la espalda y el pecho. Se llevó una mano a la aparatosa herida. Su torso descubierto ya no tenía ninguna incisión de espada. Había desaparecido. Intentó recordar lo que le había sucedido. Luchó sin aliento hasta derribar al líder del fuerte de Man, pero después se desplomó y...
—Bienvenido, guerrero —saludó ese hombre de barba oblicua con una sonrisa gentil.
Un momento, ¿por qué lo comprendía? ¿Qué idioma era ese? Él hablaba gaélico escocés... No eso.
—Estás en el Asgard. Soy Bragi... —El hijo de Odín se puso una mano en el centro del pecho—. Odín te ha elegido como guerrero inmortal. Naori ha recogido tu cuerpo muerto del Midgard y te ha traído al reino de los Vanir. Esta bebida te está convirtiendo en un einherjar eterno, y lucharás a partir de ahora en nombre del Alfather. No te preocupes, en un momento lo entenderás todo. La ambrosía te dará el conocimiento necesario para que comprendas tu nueva realidad.
Indra frunció el ceño y sacudió la cabeza. Joder... ¿Dónde estaba ella?
Apenas le atendía, porque la verdad era que estaba buscando a la sirena. Había una sirena. Al desplomarse en el suelo, en medio de la batalla de la isla de Man, se encontró con el rostro de una mujer de pelo rosa con ojos de cielo y nariz respingona, tan bonita que ninguna hada de leyenda podía hacerle frente.
—¿Dónde está? —preguntó con voz ronca, incorporándose poco a poco. Ciento diez kilos de músculo y dos metros de altura. Vaya, ¿él también hablaba ese idioma?
Bragi le dejó espacio para que se levantara, y Naori se retiró para que, en ningún momento, le rozara el cuerpo. Indra estaba vivo ahora, y eso lo convertía en veneno para ella.
—¿Estás buscando a tu valkyria, guerrero?
Indra dirigió su rostro hacia aquella voz celestial. Una mujer rubia y alta, parecida a las mujeres troyanas, se acercó a él y lo tomó de la barbilla. Aun así, él le sacaba una cabeza.
Sus ojos plateados lo estudiaban con interés, y él hacía lo mismo con ella.
—¿Valkyria? Tú no eres ella —decretó Indra, buscándola entre aquella multitud disfrazada de halcones y cuervos.
Mei se aclaró la garganta y sin querer se le escapó una risita.
Freyja inclinó la cabeza a un lado, entretenida con su atrevimiento y su menosprecio. Pero era normal: ese bárbaro no sabía quién era ella. Pobre ignorante.
—Eres el guerrero más grande que ha pisado mi palacio. —Le pasó el pulgar por los labios y Indra retiró el rostro molesto—. Has muerto y te hemos resucitado. Era una pena que alguien como tú se desperdiciara, ¿no crees? —Freyja sabía perfectamente que Sakura estaba echando fuego por la boca y las orejas; pero lo cierto era que ese escocés se erigía como un macho único.
—No me toques tanto, mujer. No te he dado permiso. —Sus ojos color obsidiana se oscurecieron, y una sonrisa sardónica se dibujó en su boca.
Odín se levantó y aplaudió a Indra.
—¡No me lo puedo creer! ¡El primero! —exclamó riendo abiertamente—. ¡El primero al que no dejas hipnotizado, Frígida! ¡Un buen einherjar, eso es!
—Que te calles, Ojoloco —contestó Freyja soltando a Indra y encarando a Odín—. Todavía tengo que darle la bienvenida, ¿sabes?
—No lo harás esta vez —advirtió él. La recepción que Freyja prodigaba a sus einherjars le ponía enfermo. Siempre lo había hecho. ¿A cuántos hombres había besado la maldita diosa delante de él? A tantos que ya ni se acordaba.
—¿No? ¿Me vas a detener? —le preguntó poniéndose de puntillas para estar casi a su misma altura. Ese gesto nunca lo hacía, pues ella no necesitaba auparse ante nadie; pero sí ante Odín. Porque él era... Bueno, era él. Y punto—. Me lo imaginaba... Me imaginaba que no harías nada. Pero yo sí. —Se dio la vuelta de nuevo y alzó la barbilla retando de nuevo a Indra—. Soy Freyja, la diosa Vanir. Y gracias a mí puedes estar con esa... sirena, o como sea que la has llamado. Tendrás que respetarme, ¿entendido? Las diosas no pedimos permiso para nada, y menos para tocar a un mundano como tú. —Lo inmovilizó con sus poderes, acercó sus labios a los de él y le besó en la boca.
El beso de Freyja, un clásico en la bienvenida de los einherjars. Era como un bautismo: como si la diosa diera permiso para que ese hombre compartiera la eternidad, la alcoba y los cuidados de una de sus valkyrias.
Cuando Freyja separó sus labios de los de él, Indra seguía con los ojos abiertos, sin pestañear, dirigiéndole una mirada de perdonavidas.
—Tienes el alma muy perversa —asumió Freyja limpiándose las comisuras de los labios—. Creo que alguien ha encontrado la horma de su zapato...
—Y no eres tú, diosa.
—Alégrate por que no te mande azotar, escocés. Tu impertinencia no me gusta.
—¿Dónde. Está. Ella? —preguntó de nuevo Indra con la mirada acerada.
La ambrosía hacía estragos. Indra sentía la sangre rugir en sus venas, recorriéndolas como si se tratase de una estampida de caballos locos. Como los de su tierra.
Había muerto en el mar de la isla de Man y, al tomar su último aliento, aquella sirena hermosa le había sonreído entre las nubes, como si él fuera su más preciado amanecer. Parecía tan feliz de verlo. «Te estoy esperando. Yo cuidaré de ti», le había dicho. Y Indra no lo entendía, porque era la primera vez que se veían; pero el efecto de aquellos ojos de tan bello color verdoso y de esos hoyuelos de pilluela en las mejillas le había devastado y puesto de rodillas en un santiamén.
Se había enamorado, atravesado por la honestidad y el desafío de sus ojos; por la aceptación. Un flechazo. En vida, ninguna mujer le había atraído demasiado como para querer reclamarla. Ninguna lo suficientemente fuerte. Disfrutaba con ellas, pero ninguna le había tocado el corazón. Y era curioso que, una vez muerto, la encontrara.
¿Por qué? ¿Por qué ella le había mirado así? ¿Acaso sabía quién era? ¿Sabía qué era? ¿Todo lo que había hecho ya? ¿Conocía su lado oscuro?
Pero eso no importaba. Ella lo había llamado como una sirena, y él había caído en su embrujo como un vil marinero, como el líder de la armada naval de su amigo el rey Áedán Mc Gabráin que era. Un líder caído y muerto porque no se había cubierto las espaldas. Y aquello había supuesto un descuido mortal. Pero si la muerte tenía el rostro de esa mujer, entonces deseó haber fallecido mucho antes.
Se dispuso a buscar a su sirena entre aquella multitud de cuervos y águilas pero, cuando dio el primer paso para hallar a su objetivo, el tuerto rubio tocó su pecho con la punta de su lanza. Sus rodillas cedieron y su cuerpo convulsionó.
¿Qué demonios le había hecho? Algo recorrió su espalda, como las puntas de miles de navajas cortando y marcando su piel. Sus músculos se definieron y su cuerpo se afiló preciso y cortante como una escultura. Las esclavas de titanio rodearon sus antebrazos, y sus hombros se cubrieron por sendas hombreras metálicas. El tartán se desmaterializó y, en su lugar, cubrió su piel un pantalón de piel negra con un cinturón metálico.
Sus ojos color de obsidiana se aclararon y se tiñeron de colores de sol y atardecer, pero mantenían esa tonalidad oscura tan profunda y seductora. Se llevó las manos a la espalda y miró por encima del hombro para ver lo que le estaba sucediendo en ella. Un tatuaje. Unas alas tribales increíbles que rodeaban toda su espalda y se abrían hasta alcanzar parte de sus hombros y sus bíceps.
Alas negras y doradas. Echó el cuello hacia atrás y soltó un largo alarido de dolor.
Indra se quedó postrado ante la diosa y el tuerto, y el rubio del arpa empezó a cantar y a evocar versos sobre quién era él. Hablaba de un líder escocés que había surcado los mares, luchando por su tierra y contrarrestrando la barbarie de algunas tribus.
—Eres mi einherjar a partir de ahora —le comunicó el tuerto—. Te he otorgado el don druht. Has sido un gran guerrero en Tierra, Indra. Pero ahora necesito que prestes tus servicios en el Asgard. Mis einherjars y mis valkyrias son mi ejército.
—Tus einherjars son tu ejército. —Señaló Freyja con aburrimiento—. Las valkyrias son mías.
—Te entrenarás en nuestros reinos como guerrero —continuó Odín ignorando a Freyja—, y estarás dispuesto a descender al Midgard cuando llegue el momento de la batalla final. Mientras tanto, este es tu nuevo hogar.
A Indra, la ambrosía le daba todo el conocimiento que necesitaba. Lo notaba en su modo de pensar y de asumir aquellas palabras.
Nunca le asustó la muerte y, como buen hijo de padre procedente del norte de Irlanda, creyó siempre en las leyendas del más allá; así que no le fue muy difícil entender aquella nueva realidad.
La vida era tan mágica e imprevisible que uno no concebía que la muerte lo apagara todo. No; la muerte era tan solo un nuevo pasaporte, una nueva entrada a un nuevo estado y ser. No un fin.
Seguramente, si los humanos entendieran que solo recordabas una vida, habrían vivido la suya de otro modo, con otra intensidad. No sumidos en la guerra y la destrucción como estaban en ese momento.
Y él ahora era un einherjar; y aunque le preocupaba la labor que había realizado en el Midgard —caray, ya pensaba como ellos—, sabía que solo su mejor amigo, Kokatsu, le echaría de menos. Nadie más. Sus padres habían muerto, y su hermano pequeño también. Kokatsu era su única familia.
—Cuando un guerrero se convierte en einherjar tiene la opción de reclamar un deseo para alguien en tierra —explicó Odín—. ¿Quieres desearle algo a alguien?
—¿Algo bueno? ¿Algo malo? Me encantaría que el Imperio Romano desapareciera al completo. ¿Es posible?
Odín sonrió y chasqueó la lengua.
—La humanidad tiene que evolucionar por sí sola. No podemos alterar esos ciclos de autodestrucción. Si matamos a los romanos, vuestra historia se modificará —Negó con la cabeza—. Prueba con otro deseo.
Indra no lo pensó dos veces:
—Quiero que mi mejor amigo Kokatsu encuentre la felicidad.
Odín y Freyja se miraron y sonrieron abiertamente.
—Te dije que pediría eso mismo —murmuró el dios.
—Y yo te dije que pediría antes la muerte de los romanos —replicó Freyja malhumorada.
—Has perdido, diosa —decretó como único conocedor de una apuesta privada entre ellos. Odín se dio la vuelta y levantó la mano en señal de despedida.
—¡No he perdido! —Freyja clavó la vista en su ancha espalda—. Lo que pasa es que tú decides concederle el segundo deseo en vez del primero. ¡Tramposo!
Odín se desmaterializó ante sus ojos al tiempo que decía:
—Paga tu deuda, Frígida. Te espero —y desapareció.
—¡Que te den, cíclope! —gruñó entre dientes. Se dio la vuelta para encarar de nuevo a Indra. Seguía ofendida por las artimañas del dios Aesir, pero casi siempre le hacía lo mismo. Se lo haría pagar esa misma noche—. Einherjar, busca a tu valkyria entre la multitud, y ella te dará un nombre —le explicó Freyja—. A partir de ahora, os pertenecéis. Os alimentaréis, sanaréis vuestras heridas y el uno se hará cargo del otro. Lucharéis juntos siempre. Tenéis un kompromiss.
Por alguna razón, comprendió todo lo que Freyja le dijo. Sabía lo que era el kompromiss: una relación de dependencia entre valkyria y einherjar que iba más allá de lo humano y conocido. Y estaba dispuesto a tener ese compromiso con la pelirosa de ojos color turquesa. De hecho, hervía en deseos de conocerla por fin.
El higlander se dirigió al aquelarre de aves con cuerpos femeninos y voluptuosas curvas. Todas lo miraban hambrientas y, a la vez, recelosas.
Con ojos inquisitivos oteó a las mujeres.
Había muchos otros guerreros golpeando el suelo con sus pies, saludándolo y dándole la bienvenida. Einherjars como él.
Indra divisó un movimiento por el rabillo de su ojo derecho. Una melena rosa ajustada en un casco de cuervo rodeado de plumas negras le llamó la atención más que el resto. Su cuerpo y sus pies se dirigieron inclementes hacia ella.
Los vítores iban en crescendo y, de repente, se hizo el silencio cuando el Highlander se detuvo ante aquella beldad que parecía intocable para los demás pero no para él. Para él no lo sería jamás.
Su corazón se encogió para, al cabo de pocos segundos, henchirse y explotar en su pecho. Los ojos de aquella chica tocaron su alma y se grabaron para siempre en su espíritu, en su piel y en su sangre. Jamás había sentido aquella conexión con nadie.
Sakura inclinó la cabeza obedientemente en señal de saludo; pero en su mirada no había ni una pizca de sumisión ni de respeto hacia él. Era todo descaro y seguridad.
Indra sonrió y levantó una mano para postrarla sobre su mejilla. La piel de esa valkyria era cremosa y suave al tacto.
—Dijiste que ibas a cuidar de mí —murmuró él—. Cuando morí...
—Eso dije —asintió Sakura acercando su cuerpo al de él. El magnetismo entre ellos era incontestable; se llamaban como polos opuestos, los de un hombre y una mujer, y el instinto salvaje que puede haber entre dos naturalezas tan distintas.
—¿Lo harás? ¿Cuidarás de mí?
—Sí. Por supuesto.
—¿Cual es tu nombre, maighdeann-mhara? Sirena.
—Sakura —contestó ella. Una de sus manos se levantó involuntariamente para tocar su pecho musculoso. Necesitaba hacerlo. Aquel guerrero estaba hecho para ella. La vinculación y la conexión entre ellos, entre einherjar y valkyria, era casi inmediata, y la Generala podía sentir los hilos invisibles del amor y la pasión arremolinarse en su corazón como una tela de araña—. Soy la Generala de las valkyrias —apuntó con orgullo.
—Yo era el líder de los Ōtsutsuki.
—Lo sé —afirmó Sakura pasando la punta de sus dedos por el pezón moreno de aquel macho.
—¿Te gusta mandar?
Las pestañas de la chica aletearon y lo miraron con atrevimiento. Ella había nacido para mandar y liderar. Por supuesto que le gustaba; pero sabía que el significado que le daba Indra a esas palabras era otro.
—Es lo que siempre he hecho —se encogió de hombros en un movimiento sorprendentemente vulnerable—. Es mi sino.
Indra entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en una fina linea oscura. Gracias a los dioses... Una mujer que no le temería nunca.
—¿Y a ti? —preguntó Sakura—. ¿Te gusta mandar?
—No estoy hecho para obedecer, ángel. Pero me gusta jugar.
Temari carraspeó y miró hacia otro lado, con las mejillas rojas como tomates.
Mei, en cambio, tenía los ojos abiertos como platos y susurraba:
—Ahora, ahora Generala... —decía emocionada—. ¡Métele la lengua en la boca!
Sakura, completamente ajena a los ojos que recaían sobre ellos, se relamió los labios e inclinó la cabeza a un lado, raspando el pezón con una de sus uñas y admirando cómo se endurecía ante sus ojos.
—Jugaremos, entonces.
—La diosa ha dicho que me darás un nombre —miró maravillado el contraste entre el pelo rosa de la joven y los dedos grandes y morenos de él, que no podían dejar de jugar con su melena—. Dámelo. Me llamaré como tú quieras.
Sakura se abstrajo de todo lo que tenía a su alrededor y se centró en él. Lo demás dejó de existir y entró en una realidad formada por ambos en la que nadie podía penetrar.
Los ojos de obsidiana claros del highlander sonrieron con ternura y posesividad, y los turquesas de Sakura chispearon con complicidad.
—Eres Indra de Escocia. Mi Highlander.
