I

—Imbéciles. Estoy rodeado de imbéciles —era el temperamental Jefe Brian Irons, que arrojaba el diario con el funesto encabezado al cesto de la basura, donde había ordenado debían terminar todos los ejemplares de esa maliciosa manipulación de la prensa—, ¡imbéciles, todos y cada uno de ustedes son imbéciles! ¡Imbéciles!

Frente a él, un puñado de oficiales sindicados, algunos con algún golpe sin sanar, pero sin perder una jocosa sonrisa de satisfacción. Y claro, había algunos STARS, como el gran Sullivan, el desgraciado Doyle y el infaltable Redfield.

—¡Malditos imbéciles, ¿es que acaso no pensaron por un segundo lo que estaban haciendo o estaban tan intoxicados que les fue imposible?! —junto a Irons se mantenían firme el Capitán Wesker y el Capitán Marini—, miren que golpear a Santa, ¿cómo pudieron...? A nadie le importa si se pasan de la raya con unos cuantos negros o latinos, ¿pero Santa? ¿Santa Claus? ¿La figura más importante en este país después de Jesús y George Washington? Repasemos esto. Arrestaron a unos traficantes de juguetes, los trajeron a la estación con todos ustedes ebrios, mientras el puto Bertolucci estaba aquí, y los comenzaron a golpear sin siquiera quitarles…— pareció quedarse sin aire en este momento, y colocó sus dos manos sobre la mesa, una a la vez— ¡…sin siquiera quitarles los putos trajes! ¡Los putos trajes! ¡¿Qué rayos les costaba quitarles los putos trajes antes de llevarlos a las celdas?! ¡¿Tienen idea de lo que esto le hará a la reputación de mi hermoso departamento de policía?! ¡¿Acaso no saben que tengo a la puta prensa todo el tiempo sobre mí, esperando cualquier error, cualquier escandalo?! ¡Estúpidos! ¡Tengo al puto de Bertolucci todo el día detrás de mí, en mi auto, fuera de mi casa, escondido dentro del inodoro esperando el momento en que me siente para contarme los pelos del culo! —y mientras vociferaba realizaba jocosos aspavientos y balanceaba su desconchinflada figura—, ¡Y ahora esta ese puto nuevo Fiscal de la ciudad buscando cualquier excusa para arruinar mi carrera! ¡Ahora mismo debe estar frotándose sus asquerosas manos como una maldita mosca frutera, va a pedir que rindamos cuentas, quieren hacer una puta inspección! ¡Una Inspección, en mi hermosa RPD! ¡Luego querrán hacerme una auditoría federal! ¡Me llevaran ante los tribunales! ¡Iré a Juicio! Esto era lo que querían ustedes ¿Verdad? Querían verme así, ¿No es cierto? ¿Destituido, arruinado? ¡Iré a prisión, ya está, iré a la cárcel! ¿Eso querían, no? ¡Verme tras las rejas! ¡Díganmelo! ¡Díganmelo para llevarlos allá atrás y matarlos con mis propias manos!

Y más o menos así fue el regaño. Hubo alguna amonestación menor, una declaración escrita asegurando que no hubo el escandaloso "uso excesivo de la fuerza" a la que tanto se habían acostumbrado últimamente los periodistas, y que por sobre todo, que no había ni gota de alcohol. Nadie terminó por hablar. La Gallina Vickers había estado adornando el árbol de la Oficina STARS, por lo que esta vez no serviría para nada. Los Capitanes decidieron disciplinarlos con sus formas conocidas, hubo pago en cervezas y pavo por la ocasión, muchas salidas y para el Año Nuevo se había convertido en anécdota simpática. Claro que vivirla fue un infierno, y en plena Navidad.

—El Jefe es muy exagerado —se afeitaba Chris con una navaja frente a un espejillo.

—Está bajo mucho estrés —declara el Capitán Wesker atravesando la oficina—. En lo que a mí respecta la misión fue un éxito. No dejemos que detalles menores opaquen un buen trabajo. Los resultados son objetivos.

Una ronda de aplausos llegó. Marini había tenido buen tino y sus hombres buena mano para aplicar con severidad la ley.

—Ahora, al orden del día —el Capitán Wesker dio el paso a buen Barry Burton, su lugarteniente y antiguo mentor, que se plantó en medio con una pequeña caja en brazos. Con él se impuso la figura tosca y ruda del Capitán de Bravo, Enrico Marini.

—Muy bien, señoritas, acérquense —ordenó Enrico—, sin ofender, Valentine, me refiero a estos patanes y su cuestionable masculinidad.

—¿Qué sucede, Barry, no puedes vivir sin mí un segundo? —se acercó Chris.

—Sueño contigo todas las noches, perra —le responde Barry—, muy bien, escuchen, sucios bastardos. Este año jugaremos al Santa Secreto.

Un abucheo sutil se deslizó por la oficina.

—Sí, sí, lo que sea —les contestó Barry—, sé lo que piensan, pero ya hicimos los papelitos.

—Uy, qué varonil —se burló Doyle—, ¿tuvieron sexo salvaje después?

—Sí, pero antes lo hice con tu madre —habló Enrico, firmemente parado—. Todos sacarán un nombre y serán su Santa Secreto. Para el 24, deberán haberle entregado un regalo.

—¿Realmente tenemos que hacerlo? —Comentó Richard apoyado en el armario de armas—, es decir, no tenemos 12 años.

—El Capitán lo autorizó —indicó Barry—, así que tómenlo como una orden.

—¿El Capitán Wesker jugará? —inquirió Jill, a lo que Chris levantó una ceja.

—Sí, jugará —reveló Barry—, así que por favor, no sean maricas y jueguen.

Los miembros de la oficina observaron, sin animarse a tirar la primera piedra.

—Como sea, Enrico y yo sacaremos los primeros nombres.

Barry introdujo su mano, meneó los papelitos y retiró uno de ellos. Enrico, inmediatamente, imitó. Y se imitaron las reacciones de su rostro. Barry tosió.

—Ahora ustedes.

—Jajá, de acuerdo, Barry, si se esforzaron tanto —se acercó Kenneth con su altura y sacó su papelito—, vaya, eso sí que no lo esperaba —y se retira lentamente, mientras se frota la calva y murmura—. Uhm… ¿qué podría regalarle?

—Ahora tú, Richard.

—Vale, pero no esperen una gran cosa.

Retiró su papelito y el color de su rostro se transformó.

—Eh, esperen… Este… Este era de prueba, déjenme sacar otro…

—No, no es posible eso, Richard, no sería justo.

—Joder... ¿Por qué entre todos…? —se retiró cabizbajo.

—¿Y qué dice la señorita Jill? —Barry inclina la caja. Jill sonríe confiadamente.

—Está bien —dice con su tenue voz mientras sonríe y mete la mano—, veamos, ¿encontraré un conejito? —y sacó el papel—, vaya, no es una mala opción.

A Chris se le encendieron las alarmas. Intentó deslizarse imperceptiblemente detrás del escritorio para así poder observar el papel, pero Jill lo giró sobre los dedos y este simplemente desapareció. "¡Es maga!".

—Forest, trae tu trasero aquí —le manda Barry.

—Ah, no lo creo, viejo. Yo no creo en los Regalos.

—¿Qué no crees en los Regalos, y qué diablos significa eso? —Se burla Barry—, Dime, ¿cómo que no crees en los regalos? Explícate, los regalos no son una religión, no hace falta creer en ellos, solo los das y los recibes. Fin de la historia

—No, no es así. Claro que son una religión. Bueno, es que todos los años es la misma idiotez, sabes. Corremos a comprarle algo bonito y costoso a alguien, ¿y para qué? No duran ni un mes, son cosas superficiales, solo alimenta un sistema de consumismo desesperado, es como una enfermedad, y todo por las malditas Corporaciones, solo ellas se benefician. Yo no creo en los Regalos, es sólo eso.

—Bueno, quizás a ti nadie te regaló el pony que querías de niño, pero alguien no se quedará sin su regalo este año por tu maldito egoísmo, ¿de acuerdo? —encaró Marini.

—No se trata de eso, viejo, no se trata de eso.

—¿Qué eres, un puto comunista?

—Sí, bueno, no lo sé, voto por los demócratas, ¿eso me hace comunista?

—¿Saben qué? —Dijo Jill—, creo que pienso como Forest, ¿puedo regresar mi papelito?

—Nadie regresará sus papelitos —ordenó Marini—, Este es un bonito juego para compartir y afianzar los lazos de hermandad, así que saca tu maldito papelito, idiota.

—De acuerdo, pero desde ya dejo claro que no quiero nada, ¿ok?

—No quiero nada, desgraciado imbécil —le dijo Marini—, cenas en mi casa y me faltas el respeto. Saca tu papelito, saca tu puto papelito.

—Ya veo. Ya está, ¿ves? Ya lo saqué. Ya saqué el maldito papelito. Lo iba a sacar de todos modos.

—El puto papelito —y con un amague de patada lo aleja— inventando toda esa basura sobre la Navidad y qué no quieres nada ¿eh?

—Sí, lo que sea. Ya lo saqué. Solo es un papelito. Al diablo con todo, es solo un puto papelito —decía mientras se iba caminando con mucho swing.

Luego de esa extraña escena todos los presentes sacaron sus papeles. El relajado Joseph, el acertivo Edward y el curiosamente nervioso Chris. Con solo un pequeño vistazo, Barry pudo cerciorarse que nadie estaba realmente contento con quien le había tocado.

—Bien, eres el último, Brad.

Brad, con todo el entusiasmo que otorga la ignorancia, rebuscó innecesariamente la caja con un único nombre restante, deseando que la suerte universal haya dejado a Jill hasta el final, y así, con el rostro encandilado de las mejores –y no tan mejores- intenciones, sacó el papel. Su rostro estalló.

—¡¿QUÉÉÉÉ?!

—Y eso es todo —se volvió Barry.

—¡Esperen!

—Recuerden —habló tras enrocar la voz—, está prohibido revelar quién les ha tocado y está prohibido intercambiar nombres, y si me entero que alguien rompe las reglas… —le quita el seguro a su revólver. Los STARS tragan en seco—. Bueno, eso es todo. Compren algo bonito —y cerró la puerta, para abrirla Enrico de inmediato.

—¡Y ya déjense de chingar y métanse al puto juego!

Richard se inclinó sobre Chris.

—Oye ¿Quién te tocó?