III
—Ah, al fin llegaron las fiestas —Brad apareció tras el escritorio con una vincha de la que salían cuernos de reno en hule espuma—, Qué ansías por recibir esa jugosa gratificación. Uy, y la enorme canasta, con su vale para pavo de 16 libras, ah, adoro trabajar aquí. Bueno, chicos, nos vemos después de fiestas.
La prominente y rechoncha figura de Irons apareció detrás de él.
—¿Jugosa gratificación? —Dio un paso—, ¿Enorme canasta?—uno más— ¿Vale para pavo?… —terminó de introducirse sobre todos—, ¡¿Después de fiestas?!
—¿Eh? ¿Qué le sucede, Jefecito? —preguntó Brad, nerviosón.
A Irons se le reventó una vena.
—¡Vuelvan todos al trabajo! ¡Este Año Nadie Celebra Nada!
[Jimmy Smith – Honky Tonk]
Lo siguiente que supieron de Irons fue que se paseaba por la RPD con un megáfono anunciando la cancelación de la Navidad. Mandó retirar la decoración que apenas se había instalado y a reemplazar los buenos mensajes de los carteles coloridos por serias amenazas en gris plastificado, como El Crimen no celebra Navidad y No hay vacaciones para la Justicia.
Así de mal.
La prensa, revitalizada por las filtraciones de la RPD, desempolvó su viejo discurso sobre el bizarro régimen tiránico de Irons, de cómo era un déspota y excéntrico líder que llenaba de temor y valor a sus hombres, y que bien venía a representar el espíritu de la época y la nación.
—Tenemos problemitas, Valentine.
Valentine sabía que cuando Irons decía que había problemitas es porque había algo serio en juego.
—Bueno, quizás sea un problema un poco mayor.
Y también sabía que cuando Irons hablaba de problemas un poco mayores es porque en realidad estaba cagado hasta las patas.
—Esos Santas siguen causando pánico por allí. Parece ser que Marini solo golpeó una célula de la organización, pero todavía quedan muchas otras... Vestigios...
La había convocado a su oficina, su exótica e intimidante oficina, con esa media luz, ese aire viciado y esos animales disecados de ojos saltones, y Jill sabía que cuando Irons no le está mirando los pechos, cepillando su grasoso bigote ni hablando basura hasta por las orejas, está discutiendo cosa seria.
—Quiero que te encargues del tema. Tú sabes, eres lista, resolviste lo del Cuervo. Haz lo que sabes, investiga, usa tu inteligencia. No podemos confiar en Marini y sus hombres que no piensan, todos, todos se dejan llevar. Mira a Dooyle, lo tuve que suspender. ¿Puedo confiar en ti, Valentine? Dímelo.
—Puede confiar en mí, Jefe.
—Bien, eso quería oír. ¿Cómo van tus terapias, vas bien?
—Voy bien.
Fue todo cuanto tuvieron que decirse. Jill no era de hacer preguntas cuando le encargaban algo, y Irons, como él mismo decía, no necesitaba dos caminos que volvieran a él. Cuando se fue pudo sentir, con un escalofrío lumbar, cómo Irons le miraba siniestramente el culo. Quizás Valentine no lo sabía mientras bajaba las escaleras quitándose las malas sensaciones del cuerpo, pero una verdadera locura estaba por desatarse en Raccoon City.
—Esos tipos vestidos de Santa —era Irons en otra de sus furibundas entrevistas—, invaden propiedad privada y defraudan la confianza de los niños de esta ciudad ¿Qué les diremos cuando despierten y no vean sus regalos? ¿Qué un puto Santa se los llevó? ¡Qué mamada!
La prensa, que siempre podía encontrar en Irons una fuente digna de comidillas y locuras para dotar de interés la vida citadina, cuando no encubría jueces o endemoniaba pequeños sindicatos, se comprometió en esta confusa campaña de desprestigio-apoyo cuando Irons inició la pública cacería de Santa Claus.
Lo llamaron la Fiebre de Santa.
—Yo llevaré a cada uno de esos barbudos a la cárcel, así tengamos que autorizar una maldita invasión al puto Polo Norte. Proteger esta ciudad es mi responsabilidad y la cumpliré a cabalidad, así se caiga el cielo, ¿entendieron, eh, eh?
En las ferias navideñas y los desfiles podías ver los porta-tropas cargadísimos y dispuestos y agentes bien equipados distribuidos en cada esquina cateando a cualquier sospechoso. Cualquiera que fuera visto con una barba blanca ligeramente más larga de lo usual era sindicado como posible conspirador. Le echaban a los perros a cualquier pobre diablo agitando una campanita afuera de una Librería. Enserio, podían arrestarte solo por tener barba blanca y camisa roja. Parecía un circo.
—¿De qué me perdí?
Jill dio un sorbo a su café mientras analizaba el mapa de conexiones en la pared de su departamento. El café estaba un poco amargo.
Gracias al circo que había montado Irons, ahora ella tenía una nueva misión que completar antes del 25. El trabajo nunca le había desagradado, y ella nunca tuvo buena relación con la Navidad, ¿pero cazar a Santa? Quizás sea pasarse un poco...
—A ver, uno, dos, uno, dos —Irons hacía trotar a los reporteros en plena entrevista.
Irons era el de las cámaras, él entretenía al público a veces con curiosísimas participaciones en programas de variedades, preparando un buen desayuno o bailándose un buen cumbión. Pero también era el de las declaraciones intensas, el de los anuncios oficiosos, él decía lo que se tenía que decir.
—Oye, Ryman, todos estos súbemelos al camión. Acuartelados un año.
Los reporteros no podían reaccionar sino riendo del excéntrico Jefe de Policías que les había tocado. Ryman también se reía con esa cara de perro que tiene.
Irons le había encargado los operativos. Ryman era uno de sus conocidos ayayeros, considerado a veces un matón a sueldo más que un oficial. Él era el de las detenciones, las persecuciones y los allanamientos. Él hacía lo que se tenía que hacer.
—Oye, chica, ¿sabes qué puedes hacer con ese micrófono? —le preguntaba con la mirada desviada, a una de las reporteras, la rubia de chaqueta roja.
—Vete al diablo, imbécil —le respondía Alyssa Ashcroft, con expresión de asco.
—Bien que te gusta.
Y le metió un manazo en la pompa que fue respondido con uno en la cara.
Jill suspiró sobre su café.
Si tuviese un perro, lo llamaría Cioran.
Si tuviese un novio, lo mandaría a pasear a Cioran.
Ella era la del trabajo largo, el importante, el que no sale en la Tele. Era donde se sentía cómo Valentine, y la momentánea fama que le había granjeado el Caso de El Cuervo la había esquivado exitosamente gracias al blindaje de Irons y Wesker. Estaba agradecida con un Capitán que protegía a sus subordinados. Así podía trabajar tranquila. Ella pensaba lo que se necesitaba pensar.
Por las calles, se desplazaban silenciosos autos blindados de lunas polarizadas, fotografiando almacenes y talleres semi-abandonados.
Para comenzar su búsqueda, Valentine tendría que inmiscuirse en los puntos neurálgicos del crimen en Raccoon, esos rincones que el transeúnte común suele evitar instintivamente. Viajaría a esas esquinas que exponen a todas luces un mundo que parece invisible al ojo no entrenado.
Jill, que tiene otro tipo de necesidades, preguntas y algunas crisis, asiste a estos antros y a veces pulsa esperando conseguir que segregue una miel ambarina entre toda esa pus.
Tal vez hoy sea uno de esos días en que tiene suerte.
Alcanza a un indigente de pantalones remilgados y un saco de codos parchados que empuja una carretilla llena de latas aplastadas, botellas sucias y zapatos sin par.
—Hey, Billy Bob, ¿qué tal? —saluda Jill, confiada. El vagabundo no la mira ni detiene su carretilla— ¿Qué? No me digas que estás preocupado. Ven, ¿por qué no charlamos?
—Olvídelo. —Dijo sin mirarla— sé lo que intenta. No he hecho nada, nada de nada.
—No seas tímido. Ven.
—Tengo que cuidar mis latas.
—¿Acaso alguien te las va a robar?
—Pff, esta ciudad está llena de vagabundos.
—Ya.
—Joder, tengo una reputación que cuidar. ¿Sabes lo que digo? Una imagen que proteger. ¿Sabes qué me harían si me ven hablando contigo?
—Dime algo, ¿quieres pasar Navidad en un calabozo?
—Carajo... —el hombre estaciona su carretilla en un callejón. Revisa sus cosas y se asegura de que no hayan demasiados moros, muy atento a las esquinas y las tomas de agua—, ustedes siempre lo fastidian a uno, siempre, ¿sabes cuánto llevo en esto?
—Lo suficiente para que tu olor sea muy convincente. Sabes lo que busco.
—No tengo nada. La hierba verde ha desaparecido, lo saben bien. Desde septiembre que la ciudad está limpia.
—Los Santas, Billy Bob. Háblame de ellos.
—¿Los Santas? ¿Acaso estás buscando el regalo prometido?
—Sé que recuerdas bien tu época como Papa Noel, robando tiendas departamentales y vaciando casas a medianoche.
—¡Eso ultimo nunca pasó!
—La Corte no piensa lo mismo. Por eso terminaste donde estas ahora, Tu sentencia también dice que debes colaborar en todo lo que te exijamos. Así que habla. Debiste conocer a otros cómo tú en ese entonces. Ya, escúpelo.
—Esas cosas quedaron atrás. Ya no conozco a nadie.
—No me engañes, Billy Bob ¿O prefieres que te llame Willie, Willie?
—Carajo, ¿y si mejor me expones frente a todos como a un mono de feria con un cartel que diga "soplón"?
—Vale, ¡eh, escuchen! —Jill le pasa la voz a una pandilla de color en un portal.
—Cállate, cállate... Ay, carajo.
—Ayúdame y quizás yo te ayude —sugirió Valentine—, ¿no quieres dejar de vestirte como vagabundo y apestar a mierda?
—Vale, esto es lo que escuché —susurra el tipo—. El Centro, el Raccoon Mall, allí está Santa, allí se cuecen las habas.
—No bromees, hay como 50 Santas en el Centro Comercial.
—No, no, yo me refiero a El Santa, ¿captas? El Santa...
—Rayos, ¿enserio?
—Te lo digo, lo juro por diosito —se besa los mugrosos dedos.
—Mierda...
—Bien, ¿y qué tal si ahora hablamos de mi situación? ¿Crees que podrías conversar con Irons?
—Ha estado alterado últimamente...
—Vamos, Valentine, no me hagas esto...
—¿Qué quieres de mí?
—No sé, que me levanten la condicional, ¿qué tal eso?
—Puedo conseguirte un certificado de buena conducta.
—¿Certificado, qué es esto, un puto jardín de niños?
—Lo siento, Billy Bob...
—Carajo, me llamo Willie y... —se gira, para descubrir que otros vagabundos están hurtando sus latas—, ¡Hey, hey, eso es mío! ¡Malditos desgraciados, suelten eso! —grita yendo a perseguirlos.
Valentine se aleja, calmada, dejando atrás el desastre.
¿Quizás esto era pasarse?
O quizás era una oportunidad. Quizás era la venganza que el destino le ofrecía, la oportunidad de atrapar a ese desgraciado espíritu navideño y arrojarlo a una sucia jaula donde no pueda herir a nadie con su hipócrita cariño y sus parcas ausencias. Esa era la misión de Jill: Para salvar la Navidad, debía atrapar a Santa, y si con él venían Frosty y los 12 renos, entonces sería todo un combo.
—Si no podemos convencer a la gente de que la RPD ama la Navidad —discutía Irons con un puro entre las manos—, entonces haremos que toda Raccoon la odie.
Ryman volvió a sonreír con sus dientes filudos.
—Demonios, Irons... estás completamente loco, ¿realmente estás dispuesto a arruinar toda la Navidad en la ciudad solo para proteger a tu amada RPD?
Irons se reclinó en su acolchado asiento con espaldar ortopédico.
Exhaló una buena bocanada de humo.
—... ¿Acaso lo dudas, muchacho?
Jill soltó un suspiro al sentir el calor de su café con leche.
Aún tenía 10 días antes del intercambio de regalos.
Una maldita carrera para llegar a 25.
