XXIV
Así, muy pronto y sin que nadie lo viera venir, un agradable ambiente navideño se apoderó del hogar de los Burton. Todos charlaban en la sala y el comedor, ya sea que Bass contase a Jill y Moira alguna de sus irreverentes anécdotas que sonaban jocosas o las hermanas Spellman se burlasen a más no poder de Chris y sus tonterías, aunque se reían amigablemente, o bien Tina y Mila jugando con Polly al pie del árbol y al son de la música, mientras Barry y Linda daban su aprobación como anfitriones del festejo. Y todos, sin excepción, compartían las viandas con mucho gusto. En ocasiones Barry interrumpía los cuentos de Bass para echarle agua fría a la emoción o aclarar algún detalle familiar. Las hermanas Spellman gustaban de interrogar a Jill sobre su limitada exposición a la luz del sol y Tina obligaba a Mila a perder poco a poco la timidez con la señora Burton, a quién describía como una mujer maravillosa.
Era verdadero amor familiar, y Moira estaba harta.
Buscando librarse un poco de ese insoportable cariño, huyó a la cocina, se conectó a Oz y vio que si bien algunos de sus amigos se habían reunido y algunos charlaban por los canales habituales, la gran mayoría se había quedado con sus familias.
—Qué tontos —dijo Moira y se quedó con la mirada como perdida en la ventana sobre el lavado, como embelesada por el parpadeo cálido de las luces del techo y la musiquita liviana que de ellas despedía.
—Disculpa.
Moira se giró. Era aquella mujer policía, la compañera de Barry. Aunque había compartido la mesa y una que otra palabra apenas estaba segura de su nombre. Se llamaba Jill, cree.
—¿Eh?
—Solo quería un vaso. Traje jugo de manzana. —mostró su fino cartón.
—Sí, claro —y Moira le señaló la despensa.
Jill solo se acercó, tomó el vaso y sirvió del envase. Luego, sacó una botella de vidrio que había traído consigo en su bolso. Moira atendió los detalles.
Aquella mujer, a pesar de ser policía y mayor, lucía realmente bien, con un aire sobrio y una mirada ciertamente inteligente, además de ser muy guapa, y de seguro no ofrece las dichas de su cariño a cualquiera y se reserva para quien se lo trabaje.
Aquella muchacha, a pesar de la apatía de sus gestos, y la oscuridad de su vestuario, revelaba en su voz una dulzura secreta, solo accesible para quienes navegan en las profundidades de su corazón.
—Es un poco agobiante, ¿verdad? —le dijo Jill. —Tu familia puede ser un poco... intensa.
—Uff, y yo vivo con ellos —suspiró Moira con gracia, apoyada en la mesa.
—Y yo trabajo con él —imitó Jill con igual gesto, pero con su propio encanto.
Moira supo de inmediato que esa mujer le podría caer bien.
—Es un buen hombre —prosiguió Jill—, Barry, digo, creo que tú lo sabes.
—Sí, supongo —volvió a suspirar Moira.
—Oye... ¿Extrañas a tu novio, cierto?
A Moira le pareció sospechoso que aquella mujer supiera algo.
—Ugh, Barry te habló de eso, ¿no? Ese Barry, seguro leyó mi diario. Mendigo hijo de...
—Jajá, no te preocupes. Barry podrá ser muy metiche, pero respeta tu privacidad.
Moira miró como extrañada.
—Entonces...
—No es difícil adivinarlo. Yo a tu edad era como tú, clavadita.
—No bromees —Moira se sostuvo los brazos. De cierta forma, aquello le parecía impensable, pero también le daba cierto gusto—, ¿enserio?
—Te lo juro. Solo quería fumar y robar alcohol en tiendas.
—No manches...
—También tuve un novio, en la universidad. Era muy lindo, y algo tonto, pero mantenía como un aura de misterio que me volvía loca, ja.
Eso sonaba a una descripción exacta de Dante.
—¿Cuál era su nombre?
—Se llamaba Leon. Al final, no funcionó como pensábamos. Cosas de la vida —Jill miró por la ventana, con tono ensoñador—. Qué habrá sido de él. Hace años que no lo veo. Perdón —se rio, algo apenada—, lo que te puedo decir que es que, bueno, aún eres joven, habrá muchos momentos en tu vida, personas vendrán y se irán... Disfruta de todo mientras puedas.
Y aunque aquellas palabras no eran tan consideradas como cabría esperar, para Moira fueron muy buenas y le ayudaron bastante. Era lo que necesitaba oír.
—Gracias —dijo Moira. — Oye... ¿Estás un poco ebria, verdad?
—¿Acaso lo parezco? Jajaja. —Jill le guiñó un ojo—Gracias por el vaso.
Y con ello la mujer policía regresó a la sala.
Chris Redfield ahora se mantenía algo alejado de la alegre reunión, contemplando el gran árbol de Navidad de la familia Burton. Era frondoso, vigoroso, lleno de luces doradas y de colores, sincronizadas de tal forma que el árbol nunca lucía apagado y cuya aura se refractaba en las esferas de distintos tamaños que colgaban como suspendidas mágicamente. Estaba salpicado también con flores plateadas y claveles rojizos, que desprendían polvos centellantes, de esos que producen lo que se conoce como la fiebre navideña. En su copa, una estrella dorada brillaba intensamente, como un faro que alumbra a los viajeros exhaustos y les señala el hogar.
Jill se le acercó, y Chris ni se dio cuenta. Intentó ofrecerle el vaso, pero quedó de pronto también embelesada con el candor amoroso de aquel árbol. Todos los años los Burton lo armaban igual: Linda daba las indicaciones según sus sueños estéticos, Barry se ponía manos a la obra, Moira le ayudaba de mala gana y Polly le colgaba adornos sin demasiada estrategia. Pero ni Jill ni Chris tenían costumbre de ver árboles navideños más que los públicos, los corporativos, los que se arman automáticamente por manos anónimas. Un árbol familiar era algo especial, para cada uno algo único. Ellos ni siquiera habían puesto uno en sus departamentos, ni sintieron necesidad, ¿o quizás no quisieron reencontrarse con aquellos recuerdos que ahora el árbol de Barry les dispara en la cabeza?
—Es bonito, ¿cierto? —logró comentar Jill, rompiendo el trance.
—Sí —Chris reaccionó.
—¿Juguito? —Jill le ofreció el vaso. Él la miró sospechosamente—. Es legítimo.
Chris lo recibió. Sabía bien, era natural.
—Oye... —dijo Jill tras un rato—, estamos juntos, hay que pasarla bien.
Chris se mantuvo distante mentalmente, hasta que decidió romper su silencio.
—Mi regalo fue horrible.
Jill, que sabía que el hombre mentía, que al hombre no le importaba, o al menos no tanto, decidió seguirle la corriente con tal de acorralarlo contra la verdad.
—¿Y si lo llamamos?
—¿Eh, y eso para qué?
Y sin perder el tiempo o darle oportunidad de evitarlo, Jill lo empujó contra el sofá, desenfundó su teléfono celular, marcó increíblemente rápido y se lo pasó.
—Ten.
—Eh... —y Chris se quedó algo impedido, no por temor a Edward, sino por el aura de determinación que despedía Jill cuando se proponía algo y por el hecho de que tenía uno de esos aparatos—, tú, ¿tienes un teléfono? ¿Y con el número de Edward?
—Todos tenemos uno, Chris —le declaró Jill—, tú eres el único anticuado.
—Bien... bien...
Chris cogió el teléfono, lo pegó incómodo contra su oído, la pantalla se apagaba y prendía, pero escuchó cómo timbraba. Cuando contestaron del otro lado, un bullicio festivo reventó en el tímpano de Redfield.
—Ah, ¿Edward, estás allí?
—¡¿Eh, quién habla?! —gritaba Edward, que parecía en el centro de un concierto.
—Este... Soy Chris... ¡Chris Redfield!
—¡Ah, sí, Chris! ¡¿Qué tal, viejo?!
—Bueno... este... quería desearte Feliz Navidad...
—¡Oye, viejo, no lo vas a creer! —Gritó Edward—, ¡aposté tus 20 dólares y gané, gané mucho dinero, pagué una deuda y ahora la estoy pasando de lujo con mi familia! ¡Les compré regalos a todos! ¡Jajá, gracias, Chris! —y le colgó.
Chris quedó incrédulo con la pantalla pitando a su lado.
—Eh... Genial... —dijo, y le devolvió a Jill su aparato, con el espíritu tranquilo. Ella soltó una risilla incrédula— Gracias por eso...
La chica ponía en acción su instinto detectivesco, pero entonces algo más llamó su atención, algo que seguía poniendo a prueba su resistencia a creer en milagros navideños.
—Mira —dijo Jill observando a través de la ventana de la sala, hacia el cielo—. ¿Es una estrella fugaz? ¿Crees en eso de pedir deseos?
Chris ojeó el cielo, extrañado. Efectivamente, una luz parpadeante se trasladaba.
—Creo que es un helicóptero.
Eran ya las 11 con 15 cuando un helicóptero aterrizó en el techo de la RPD. Forrest bajó rápidamente de la nave y corrió hacia las oficinas, reventando las puertas.
—¡Oiga, ¿dónde está Chris?! —gritó, agitadísimo.
—Hey, Forest, volviste —Brad se levantó—, ten, chocolate caliente —le ofreció una taza.
—Aleja esa cosa de mí —le dio un manotazo arrojando la bebida y rompiendo la porcelana—, ¡pregunté por Redfield!
—Au —Brad se sobó su manita—, creo que fue a casa de Barry...
—Así que donde Barry, eh... —y se fue corriendo tan frenético como vino.
Brad, Joseph y Richard se vieron las caras, extrañados, y quisieron seguir en lo suyo.
—¿Y ahora qué? Ni idea. Forest está loco. Como siempre.
En ese instante, alguien pasaba por la puerta de la Oficina STARS, y se detenía a contemplar la gran placa en ella. Lanzó un silbido de lujo. Los STARS allí presentes se quedaron con la boca abierta.
—¡Rita, rápido! —Bajó Forest por la escalera de mano—, ¡necesito un auto! —ni siquiera se detuvo en la excesiva decoración que ahora inundaba el hall de la Comisaría, ni reparó en los sombreritos que llevaban todos y cómo comían pastel y escuchaban villancicos.
—Claro, tú código de reservación —le dijo Rita, contenta.
—¡No tengo un código de reservación! —gritó Foresto, furioso.
—¿Qué? ¡Estás loco! —Exclamó Rita, histriónica— ¡Es navidad, no puedes conseguir un auto como si nada! ¡Ni siquiera yo puedo conseguir uno!
—¡Por favor, Rita, es muy importante! —suplicó Forest, golpeando el mostrador.
—¿Qué puede ser tan importante?
En esos momentos, unas botas de cuero pisaban el lustroso piso de la RPD. Por el balcón del segundo piso asomaba una figura casi mitológica, contemplando la RPD toda decorada y bonita y bien barroca ella. Rita, al elevar la vista, quedó impactada por la imagen tan maravillosa, y cogió la radio.
—Todas las patrullas, repórtense.
[Nat King Cole – Joy to the World]
Ya faltan 20 minutos para las doce. Las cantinas le han subido el volumen a su música, y en la Avenida Central de Raccoon ya los grupos han crecido y se rozan constantemente. En alguna ocasión, algo revienta en los cielos, e incrementa las ansiosas por el conteo. Corre un viento frío, pero es repelido con una cálida aura que va extendiéndose y abrazando a propios y ajenos.
Las patrullas corrían en fila con sus sirenas aullando, abriendo la mar.
—Buenas noches, Sherry —El Capitán Wesker cerró lentamente la puerta.
—Buenas noches, tío Albert —susurró la niña, debajo de su manta y abrazada a su peluche de ADN modelo doble hélice.
Con 15 para las doce, Irons se paseaba por la RPD una vez más, aún con su traje de Santa, repartiendo cajas recién forradas y de dudoso peso.
—¡Jo Jo Jo, pónganle huevos, mamones!
En el Bar Black Jack los clientes habituales soplaban cornetas, giraban matracas, y algunos, tempranamente embriagados, se movían intentando bailar. Cindy repartía y recogía vasos moviéndose entre los fiesteros con una habilidad profesional y una linda sonrisa en el rostro, aunque cansada por dentro.
Faltando 5 minutos, Moira estaba fuera, en el patio, como comparando la iluminación y la felicidad de los otros hogares. Solía aprovechar los últimos 5 minutos del 24 para fumarse un cigarro, porque eran los momentos en los que sus padres más se concentraban en Polly. Y quizás la música estaba muy alta porque Moira no escuchaba los silbidos tras ella, que cada vez eran ser más fuertes e incluso venían con aspavientos de brazos hasta que se les unió una rama muerta.
—Hey, ¿qué cara...? —se volvió Moira.
—Hola, nena...
—¿Dante? ¡Dante! —Se apresuró a alcanzarlo, escondido entre el camper y los arbustos, pero aunque su emoción era evidente hizo lo posible para mantenerse ecuánime y cínica—, hey, sí pudiste venir... Qué bien.
—Eh, sí, andaba paseando por el barrio y dije "hey, aquí vive Moira"...
Pero ya ninguno podía ocultar el gusto de verse.
—Oye... este, ¿cómo se dice? Te traje un regalo.
Dante le ofreció una cajilla mal envuelta. Moira, sorprendida, la tomó.
—Dante, ay... —la fue abriendo—, yo no tengo nada para darte.
—¿Cómo que nada?
Moira rio para sus adentros y descubrió que el regalo se trataba de una correa de cuero negra y una hebilla dorada con el rostro de un Diablo.
—¿Y esto es para...?
—Te lo pones en el cuello —señaló sonriente Dante.
Solo sonrió. Qué otra cosa le quedaba por hacer.
—Gracias, Dante... ¿No quieres pasar?
—Esto... ¿Es una buena idea?
—En realidad no.
—Bueno... entonces ya debo irme —se sonrió Dante, y como un chulo se dio media vuelta y empezó su retirada, las manos en los bolsillos—, pásala bien... supongo.
—Dante... —susurró ella—. ¡Dante! —Alcanzó a gritar Moira cuando el chico alcanzaba la acera. Él se giró—. ¿Estaremos juntos... hasta la muerte?
—Claro, claro... —dijo él sin voltear, solo haciendo girar la muñeca.
Moira se sintió esa noche mucho más enamorada que nunca.
—Feliz Navidad... —susurró al aire frío—, Dante.
Moira volvió al interior del hogar cuando ya solo faltaba un minuto para las doce.
—¡Familia, ya no falta nada! —gritó Bass adelantándosele a Barry, seguido por una ronda de aplausos.
En la RPD, hacían llamado general para iniciar el conteo.
En el Bar Black Jack, Cindy subía el volumen.
—¡10! —inició el conteo
—¡9! —en la RPD reinaba la emoción.
—¡8! —contaban Brad, Joseph y Richard.
—¡7! —los presos también contaban.
—¡6! —Sherry lloraba en su cama.
—¡5! —los invitados del Ayuntamiento hacían coro.
—¡4! —la simpática Rebecca y su amiga Yoko bebían tranquilas en su dormitorio.
—¡3! —la patrulla comunicaba por radio.
—¡2! —felicidad en la Casa Marini.
—¡1! —y también en la casa de los Burton.
Y todos exclamaron al tiempo:
¡FELIZ NAVIDAD!
[Darlene Love – Christmas]
Y todos se abrazaron en sucesivas muestras de afecto. Toda Raccoon City, por al menos unos minutos, olvidó los problemas de un terrible año lleno de corrupción, drogas y crimen organizado, y dejaron que sus corazones sonrieran al menos por un íntimo instante. En la RPD se dispararon los corchos, hubo estallidos de pasión, y algún despistado tentó su revólver. En el Bar Black Jack los clientes compartían besos y lloros, y despilfarraban el trago con efusivos brincos.
El cielo pronto se llenó de estrellas artificiales que retumbaron en todas las ventanas y asustaron a varios perros callejeros y algunos con hogar.
En medio de la dulce escena, Barry y Linda se encontraron.
—Feliz Navidad... amor.
—Feliz Navidad... mi vida.
Y sellaron su unión con un buen beso.
—Oficialmente es Navidad —decía Alyssa Ashcroft, y a su lado transmitían las imágenes en vivo de las celebraciones callejeras—, quién diría que veríamos algo así este año, yo creo que la ciudad se merecía este día, y por algún motivo... yo sigo aquí... trabajando... Feliz Navidad, Raccoon City.
En la RPD los abrazos continuaban efusivos e incluso había algunos besos robados.
—Feliz Navidad, Marvin —Rita le abrazaba, le besaba en la mejilla izquierda, casi se colgaba de él. Estaba acalorada y evidentemente pasada de copas.
—Feliz Navidad, Rita —dijo contento el oficial, tratando de conservar la compostura de su compañera y aprendiz—, Realmente lo lograste.
—¡Sí, Jejé! —Se descolgaba apenada e iba buscando con la mirada a quién más abrazar—, este... Yo no hice nada...
El jolgorio reinaba de tal manera que incluso los reos fueron liberados de sus carceletas para que pudieran darse abrazos como es debido y comer pan dulce y tomar ponche de huevo junto a sus hermanos policías, y Irons pronto inició una entrega de regalos en la que se empezó a desvalijar la comisaria entera. Primero fueron los objetos perdidos que nadie reclamaba, siguieron por el almacén de armas, y bajaron luego a la Sala de Evidencias, donde incluso algunos se quedaron más de la cuenta.
Quizás fue que en esos trajines que ninguno se dio cuenta que 3 de los Santas apresados aprovecharon para escabullirse y salir de la RPD por la puerta delantera. Uno eran gordito, el segundo flaquito, y el último pequeñito, y cuando iban llegando a la reja principal, se cruzaron con un Kevin Ryman borracho hasta su puta madre, y los vio, y se les quedó viendo, tambaleándose, y estos empezaron a bailar, y Ryman también bailó y les quiso enseñar unos pasos que estaba practicando porque en secreto quería ser bailarín profesional, pero cuando terminó se dio cuenta que ya se habían ido.
—Ah bueno —balbuceó—, tendrán regalos que repartir.
—Feliz Navidad, chicos —Richard palmeaba a sus amigos Brad y Joseph.
—Feliz Navidad —dijeron casi al unísono.
—Oigan —Brad tuvo una idea—, ¿qué les parece si vamos a probar la Joy Station?
—¿Enserio? —dijeron ambos, ilusionados.
—Claro, para algo compré dos controles extras.
Así los tres se fueron a instalar la Joy Station 5 en la Sala de Conferencias y se encontraban en un nivel muy difícil de Dash Dingo intentando saltar un río imposible de cruzar cuando alguien abrió las puertas. Llevaba una botella de champán en una mano y un juego de copas en la otra.
—Hola. ¿Hay espacio para uno más?
—¡Capitán Wesker! —Quedaron impactados los muchachos—, yo pensaba que usted pasaba Navidad con los ricos.
—Sí, pero me aburrieron. Prefiero pasarla con... Mi Equipo.
Y Wesker se unió a ellos y empezaron a jugar un juego de pelea lleno de botargas que intentaban arrojarse de una isla o algo así. Al tiempo, Kenneth fumaba un buen habano en la comodidad de su sala, en un hermoso sillón satinado, y la señora Sullivan le traía una buena taza de chocolate y se acurrucaba a su lado. Los niños ya dormían. En casa de los Burton todos degustaban los sándwiches de Jill antes de empezar a repartir los regalos, pero Chris estaba fuera, en el gélido humo de la noche, contemplando la ciudad festiva que le parecía tan simplona y ajena.
—Oye, Chris... —Jill salió a la puerta, pero Chris no hizo caso, no la oyó, y caminó hasta llegar al medio de la calle, sobre su asfalto cruel.
[Isaac Fonseca – Ven a mi casa esta Navidad]
Mirando al cielo, empezó a ver su propio vaho emerger de su boca. Levantó la mano, como intentando coger el frío, y contempló cómo una partícula de hiel descendía ante él y se posaba en medio de su palma, convirtiéndose en una lágrima.
—Feliz Navidad... —suspiró—, Claire...
Jill no podía creer lo que veía.
Nevaba, estaba empezando a nevar en Raccoon City.
Chris no parecía darse cuenta, perdido en recuerdos, en añoranza, en cariños lejanos, pero solo la luz roja y azul de una patrulla en la bocacalle lo pudo sacar de su reflexión. Se tocó el claxon repetidas veces. En la casa Burton todos se asomaron a ver cómo la patrulla se detenía a unos cuantos metros de Chris, haciéndolo retroceder. Se quedó observando, extrañado, y vio a alguien bajar del vehículo.
—Hey... ¡Chris! —le gritó.
Chris lo reconoció, y Forest le levantó el pulgar.
—¿Qué demonios, Forest?
Una de las puertas traseras de la patrulla se abrió. Una bota de cuero pisó el amable asfalto. Unos mechones rojos emergieron tras los cristales empañados. Chris no pudo creer el rostro que le sonreía en ese momento. A través de la fría noche, en esa iluminada calle, con la delicada nieve cayendo a su alrededor y los juegos artificiales coreando en el fondo, su hermana Claire lucía preciosa y feliz.
—¡Claire! —se apresuró hacia ella.
—¡Chris! —le dio el alcance, y ambos hermanos se fundieron en un poderoso abrazo.
Todos observaron; Jill y Barry sonrientes y agradecidos; Mila y Tina emocionadas por la alegría del reencuentro, aunque no sabían si eran novios, esposos, hermanos o qué cosa; Bass profundamente conmovido porque ver al tipo que se hacía el rudo desmoronándose como un muñeco de nieve ante el Sol era algo que lo tocaba profundamente; y el resto de las mujeres Burton-Spellman, congraciadas porque siempre es bueno ver que algo bonito le pase a la chusma.
—Feliz Navidad... —dijo Claire—, Chris...
