No tardé mucho en llegar al taller de Ieva, la mecánica del pueblo y hermana menor de Armandas.
Ni me molesté en timbrar, simplemente tumbé la puerta de una patada. El taller estaba hecho un desastre, con herramientas y materiales desperdigados por todo el lugar. Junto a un montón de chatarra y un motor a medio desmontar pude ver mi moto de nieve. Estaba como nueva. Sólo necesitaba un pequeño recambio, pero a Ieva le estaba costando mucho más tiempo de lo normal arreglarla, y ahora entendí por qué. Recé por que las reparaciones ya estuvieran terminadas.
Las llaves no estaban puestas, probablemente Ieva las guardaría por precaución. Era una tontería, en aquel pueblo todos nos conocíamos. Si alguien hubiera robado una moto de nieve cualquiera la habría reconocido. Atribuí aquella decisión a lo desconfiados que eran su hermano y ella.
Odiaba la idea de tener que rebuscar en su casa para encontrar las llaves. Muchas cosas podrían salir mal. Ieva o, aún peor, Armandas, podrían haberse vuelto locos ya como los demás. No recordaba haberle visto a él en la fábrica.
Desenfundé la pistola y subí silenciosamente las escaleras que llevaban al segundo piso del taller, donde ellos vivian. En la cima, giré a la izquierda y pude ver la cocina y el salón. A la izquierda de estos había dos puertas. La de más al fondo había sido bloqueada por una barricada improvisada con todos los muebles del salón. Sobre la encimera de la cocina pude ver un llavero. Crucé metafóricamente los dedos para que fueran las mías y fui directo hacia allí. Las cogí y examiné. No hubo suerte.
Sentí un leve crujido detrás de mí y, aunque el cuerpo me pedía girarme de golpe, no lo hice. Llevaba una pistola en mi mano y si hacía un movimiento demasiado brusco, Ieva me volaría los sesos. Sabía que estaba detrás de mí y también sabía que estaba apuntando la pistola de su hermano directamente a mi cabeza. Armandas ya me había mostrado antes su Makarov, un recuerdo de sus días en el ejército lituano durante los últimos años de la Unión Soviética.
Por supuesto, no estaba cien por ciento seguro de ello, pero fue una suposición acertada. A los pocos segundos y tras oír un par de pasos, sentí el metal del arma contra mi nuca.
—Soy yo, Talker. —dije. — ¿Puedes apartar eso, por favor?
Ella no respondió, sólo obedeció. Me giré lentamente y la miré. Ieva, de treinta y pocos años y pelo negro. Su rostro tenía reminiscencias del de su hermano. Aún llevaba puesto el overol de trabajo y tenía los ojos enrojecidos. Se la notaba débil. Quise ignorar el hecho de que lucía igual que Svein momentos antes de perder la cabeza, pero no pude. Sabía que debía irme de allí cuanto antes.
—Necesito las llaves de mi moto.
—No puedo dártelas, yo también tengo que escapar del pueblo…—Dijo Ieva. Ella dominaba el inglés, a diferencia de su hermano. —…y no lo haré hasta que haya .solucionado eso. —señaló la barricada y entendí rápidamente lo que había al otro lado de esa puerta.
—Tenemos que irnos de aquí, ya mismo, Ieva. Si tú hermano también… si se convierte en una de esas cosas y estamos cerca vamos a pasar un muy mal rato.
—No puedo dejarle aquí.
—Entonces quédate con él, pero necesito mi moto. —dije, alzando la voz un poco más de lo necesario.
Ambos quedamos en silencio, estaba claro cómo iba a acabar aquello.
Ella quiso apuntar el arma contra mí otra vez, pero lo vi venir y la agarré por el antebrazo. Su pistola se disparó y la bala pasó zumbando a mi lado.
Ieva, incluso en aquel estado debilitado, era fuerte, la única manera que yo tenía de ganar en el forcejeo era aplicar todo mi peso contra ella. Me dejé caer hacia delante y los dos caímos contra la barricada. Su espalda y cabeza impactaron contra el marco de la puerta y yo giré su muñeca con fuerza obligándola a soltar la pistola.
— ¡¿Dónde están mis llaves?! —grité.
Ella liberó una de sus manos y me hizo un arañazo en la cara, haciéndome retroceder. Harto, la encañoné. Ella me miró por unos segundos. Estaba furiosa. Hundió su mano en el bolsillo del overol y me lanzó un llavero.
—Ojalá que te atragantes con ellas. —dijo.
No me dio tiempo a elaborar una respuesta ingeniosa, porque unos pasos pesados sobre la madera, seguidos de un gran golpe, anunciaron que Armandas estaba despierto.
— ¡Aparta de ahí! —exclamé intentando alcanzar la mano de Ieva.
No sirvió de nada. El enorme brazo de Armandas atravesó el yeso de la pared y agarró a Ieva por la cabeza, cubriento la totalidad de su cara con la mano. Ella gritó, chilló y pataleó, pero no pude ayudarla. Si disparaba a Armandas, también la mataría a ella, y si me acercaba, me arriesgaba a que aquella suerte de Goliat lituano enfurecido decidiera que yo era una mejor presa.
—Lo siento, Ieva.
Salí corriendo escaleras abajo y me senté sobre mi moto de nieve. Fui a poner las llaves en el contacto, pero de los nervios se me cayeron al suelo.
— ¡Mierda!
Un estruendo en el piso superior seguido de los mismos pasos que había oído momentos antes me hizo perder aún más los nervios. La última persona a la que quería enfrentarme era a Armandas, pero su gigantesca figura no tardó en asomarse por el borde de las escaleras. Sus ojos inyectados en sangre y su boca chorreante de espuma. Su ropa llena de la sangre de su hermana, cuya cabeza y columna colgaban de la mano izquierda de aquel monstruo que se parecía a mi compañero, el mismo que siempre bebía de más cuando íbamos al bar y que a pesar de lo poco que nos entendíamos por culpa del idioma, siempre parecía dispuesto a pasar un buen rato conmigo. Hubiera preferido enfrentarme al oso otra vez y sin cuchillo.
Apunté y disparé, pero ni una sola de mis balas consiguió darle en la cabeza. Todas impactaron en su enorme torso, ralentizándolo, pero ni cerca de tumbarlo. Decidí que sería un desperdicio de munición y me centré en aprovechar los pocos segundos que había ganado para recoger las llaves.
Las introduje en el contacto y arranqué la moto. El motor tardó unos interminables segundos en terminar de encenderse, durante los cuales el coloso se acercó peligrosamente aunque a un ritmo más lento del que me esperaba.
Mi corazón volvió a latir cuando la moto finalmente se desplazó hacia delante y pude salir de allí a toda velocidad.
Breves minutos después me encontraba surcando la nieve. El pueblo donde había pasado los últimos dos años de mi vida ya no era sino un recuerdo. Hasta la última de sus luces había desaparecido de mi vista entre las montañas del norte.
Tras tres horas de viaje, conseguí llegar a Leirstad. Si hubiera sido un buen ciudadano, mi primera parada habría sido la estación de policía, donde debería haber ido a denunciar lo sucedido en Nørrested, pero tras todo lo que había visto, lo que necesitaba era descansar y ver una cara amable. Fue por eso que ignoré la entrada principal al pueblo y en su lugar me desvié por la carretera veinte minutos hacia el sur, rio abajo, pensando en llegar al único lugar donde sabía que me sentiría seguro.
Al borde de la carretera, entre árboles cubiertos de nieve, había una casa pequeña y acogedora. Aparqué la moto de nieve junto al viejo BMV, cerca de la entrada. Eran las tres de la mañana y sabía que sería descortés despertarla, pero ella lo entendería en cuanto se lo contase todo.
Me bajé de la moto, helado hasta los huesos. Applebloom se había asomado fuera de la mochila un par de veces durante el viaje, pero al final el frio hizo que prefiriera quedarse dentro. Golpeé con fuerza la puerta una, dos y tres veces, desesperado por poder entrar en calor. Antes de golpear una cuarta vez, una luz se encendió y pocos segundos después, mi amiga Kirste abrió la puerta.
Sus ojos eran de un azul pálido y su cabello largo y fino era de un rubio casi blanco. Como era de esperar, estaba medio dormida. Llevaba puesta una sudadera de The Offspring. Mi sudadera de The Offspring, que había dejado allí la última vez que vine visitarla y que le quedaba dos tallas demasiado grande. Abrió los ojos como platos al verme y se lanzó a abrazarme. Luego, sin decir nada, tiró de mi brazo hasta dentro de su casa.
—Estaba muy preocupada por ti. —dijo desde la cocina mientras yo salía de la ducha. Necesitaba sacarme la sangre y el sudor de encima. En su casa siempre había ropa mía que iba olvidando, así que no fue un problema cambiarme de atuendo. —Llevo intentando contactarte desde la tormenta, pero no te llegaban mis mensajes y al llamarte saltaba el contestador, algo de que estabas fuera de línea. —explicaba mientras calentaba agua para hacer té.
—Sí, la maldita tormenta tumbó la antena del pueblo, llevamos desde entonces sin comunicaciones.
— ¿Entonces no has visto las noticias? El mundo es un caos ahora mismo —explicó —
No he salido de casa. Está todo el país en cuarentena, quieren que todos nos encerremos hasta que encuentren una cura.
—Entonces no sólo ha sido en Nørrested.
—No, esto está sucediendo en todo el mundo. Es el apocalipsis. Por suerte para ti, tengo comida, bebida y hierba de sobra hasta que todo esto se termine. Me alegra que hayas pensado venir aquí antes que a cualquier otro sitio.
Le sonreí, pero luego la angustia regresó. Antes no sabía qué estaba causando que todos en Nørrested se convirtieran en esas cosas, pero si se trataba de una enfermedad, era casi seguro que yo estaba infectado.
—No debí hacerlo ¿Has dicho "cura"? Si esto es una enfermedad, podría haberla traído conmigo. He estado cerca de mucha gente afectada, en Nørrested todo el mundo se ha vuelto loco. -dije mientras tomaba asiento en su sofá.
—Tranquilo, creo que has tenido suerte. El ministerio de salud ha anunciado que se transmite por el aire y que los síntomas aparecen en cuestión de horas. Si la tuvieras, ya tendrías que mostrar algún síntoma. —Ella intentó tranquilizarme, pero no serviría de nada.
En el fondo sabía que ella sólo quería hacerme sentir menos culpable, pero también tenía sus dudas sobre todo aquello. Habían pasado casi cuatro horas desde mi enfrentamiento con Ieva. Si yo estaba infectado o no, lo sabría en unas pocas horas más. Si al despertar al día siguiente tenía algún síntoma, yo mismo me pegaría un tiro. No esperaría a convertirme en un monstruo. Mi corazón se encogió por la pequeña Applebloom ¿Qué haría ella al descubrir que su único amigo en un mundo que no conoce ya no está? ¿A dónde iría?
De todos modos, dejarla sola era mejor que matarla yo mismo bajo la influencia de la enfermedad.
Kirste notó mi preocupación y fue a su habitación para regresar momentos después con algunos objetos que depositó sobre la mesita de café. Luego fue a la cocina y sirvió dos tazas de té que puso sobre la misma mesita.
—Qué manera de estropear el ambiente…tranquilo, tengo algo que te hará sentir mejor.
Sin decir nada más, comenzó a liar un porro. Lo hizo con cuidado y destreza, como si intencionadamente buscara liar el canuto más elegante de su vida. Al terminarlo, lo observó por un par de segundos.
—Abre, —dijo
Le hice caso y abrí un poco mis labios, dejando que ella depositase el porro. Luego arrimó un mechero y lo probé. Tras todo lo que había tenido que ver. Todas esas muertes, toda esa sangre. Mis amigos y compañeros, la vida humilde pero grata que había llevado en mi cabaña aquellos dos años. Lo había perdido todo una vez más, pero al menos la tenía a ella. Kirste no era mi novia, ella sabía que yo nunca me sentiría merecedor de algo así, pero siempre estuvo allí para mí. Nos apoyábamos mutuamente en momentos de sufrimiento, que, me apena admitir, eran más numerosos en mí. Ambos sufríamos por cosas que el otro no era capaz de entender. Yo nunca sabría lo que era ser víctima de abuso y ella nunca entendería el dolor que la guerra me había dejado, pero siempre podíamos contar el uno con el otro para pasar un buen rato.
Me gustaba creer que la guerra me había insensibilizado ante ciertas cosas. Era mi manera de pensar que no todo había sido malo, pero la realidad es que allí mismo, cuando la marihuana hizo efecto y mis emociones finalmente comenzaron a brotar, me di cuenta de que matar me seguía provocando la misma repulsión o más que hacía cinco años. Mis decisiones siempre eran tácticas, sólo maté a aquella gente en el pueblo porque era necesario para asegurar mi supervivencia y la de Applebloom, pero al final del día debía cargar con ello. Los gritos de Ieva al ser asesinada brutalmente por su hermano me perseguirían por siempre, había sido mi culpa.
Mi sudadera hizo las veces de pañuelo cuando Kirste se acercó a secarme las lágrimas con la manga, que cubría por completo su mano.
—Ya pasó, aquí estás a salvo. Lo que sea que hayas visto, déjalo ir. Aquí nada puede hacerte daño.
Rodeó mi cuello con sus brazos. Yo di otra calada al porro y lo apoyé en el cenicero, luego le devolví el abrazo a Kirste.
—No quiero volver a tirar de un gatillo nunca más. —sollocé.
—No tendrás que hacerlo. Quédate aquí, quédate conmigo.
Hundí mi cara en el pecho de Kirste. No abandoné esa posición por un buen rato, pero podía notar cada movimiento de mi amiga. Al poco rato estiró el brazo, terminó de fumar y me acarició el pelo. Yo la miré a los ojos. Desde mi posición, aquella chica dos tallas más pequeña que yo parecía infinitamente más grande. No quería abandonar la seguridad de su pecho por nada en el mundo. Su cara se acercó más y más. Aquello no era algo nuevo, era parte de nuestro acuerdo entre dos adultos rotos que necesitaban consuelo pero no eran capaces de comprometerse con nadie. Ambos vacilamos por un instante, pero al final mis labios temblorosos se juntaron con los suyos. Después de aquello no dijo nada, sólo se levantó, me tomó de la mano, me guió hasta su habitación y dedicó el resto de la noche a hacerme olvidar todo, como había hecho tantas otras veces.
Sólo duró unos instantes y los recuerdos que retuve al despertar no eran demasiado claros, pero dejó una impresión muy fuerte en mí. Pude reconocer que era de la misma especie que Applebloom, pero ella era mucho más grande y esbelta. Sus ojos brillaron en la oscuridad de la noche y pronunció mi nombre, pero nada más.
Desperté con mi cabeza cómodamente alojada en el cuello de Kirste y sus brazos aun rodeándome. Quería quedarme así para siempre, pero necesitaba comprobar que Applebloom estaba bien. Me deslicé fuera de la cama con cuidado de no despertar a mi amiga y me puse los pantalones. Luego me dirigí a la sala de estar, no sin antes ver en mi móvil la hora. Era casi la una de la tarde, menuda manera de dormir.
La mochila, que había dejado sobre el sofá la noche anterior, estaba abierta. Había dejado una pequeña apertura en la cremallera en caso de que Applebloom despertara y quisiera salir, y ese parecía ser el caso.
—Applebloom. —susurré.
Los cojines amontonados en la esquina del sofá se movieron y la cabeza de la potranca asomó entre ellos. Bostezó y me miró fijamente.
—Me gusta este sofá. El tuyo olía a viejo.
Fruncí el ceño, pero no respondí nada.
—No te enfades. —dijo volteando los ojos. — ¿Ya no estás triste?
— ¿De qué hablas? —anoche te oí hablar con una chica, no parecías muy feliz.
—Pensaba que estabas durmiendo.
—Es que hicisteis mucho ruido ¿Y qué era ese olor tan raro?
—Nada importante, y no, ya no estoy triste. Gracias por preocuparte.
—No hay problema ¿Cuál es el plan? —preguntó.
¿Plan? Desde lo sucedido en la comisaría yo sólo había pensado en llegar a casa de Kirste.
—Creo que deberíamos quedarnos. Ahí fuera todo está como en el pueblo. Aquí estamos seguros.
—Hmhm, suena bien.
Asentí y tomé asiento junto a ella. La miré acurrucarse de nuevo en la pequeña fortaleza de cojines y por un momento intenté imaginarme lo que debía estar pasando por su cabeza.
Independientemente de si mi mundo se estaba yendo a la mierda o no, ella sólo debía de querer regresar a su hogar, pero ninguno de los dos teníamos idea de cómo cumplir esa tarea, y tener que sobrevivir a todo lo que estaba sucediendo no nos lo iba a facilitar.
—Escucha, cuando todo esto termine, haré lo posible para devolverte a casa.
No quería pronunciar esas palabras. No sabía ni cómo iba a hacerlas realidad, pero necesitaba darle esperanza a la pequeña, necesitaba que supiera que ayudarla era importante para mí.
—Gracias. —dijo desanimada.
—Lo siento, no debí sacar el tema, seguro que lo último que quieres ahora es pensar en tu familia.
—Es igual. Pienso en ellos todo el tiempo.
No quise seguir hablando.
Al rato, Kirste salió de su habitación y fue directa a la cocina.
—Sé que tenemos esas estúpidas reglas, pero no habría pasado nada por quedarte en la cama un rato más. La expresión en su cara cambió a una de curiosidad cuando vio a Applebloom entre los cojines.
—Pero que cosita más mona ¿La has traído tú y no me habías dicho nada?
Arqueé una ceja, pero pronto sustituí esa expresión por una sonrisa. Típico de Kirste.
— ¿Alguna vez habías visto algo como ella? Tu reacción no era la que esperaba.
—En realidad sí que he visto algo parecido antes.
Applebloom se levantó de golpe, haciendo que uno de los cojines cayera al suelo.
— ¡¿Has visto a otro poni?! ¡¿Cómo era?!
— ¡Madre mía! ¡Puede hablar!
— ¡Tienes que decirme cómo era! —Applebloom me miró. —Si hay mas ponis aquí, quizás sepan cómo volver a casa.
—Lo siento, sólo la vi por un momento y salió huyendo. Era, déjame recordar bien….Si, su melena era anaranjada y su pelaje era parecido al tuyo.
—Podría ser cualquiera… ¿Viste su marca de belleza? — ¿Su…qué?
Los tres quedamos en silencio por un momento. La pequeña se había dado cuenta de que no iba a conseguir más información útil de mi amiga. Sus orejas cayeron y su humor se amargó con la misma rapidez con la que se había levantado momentos antes.
—Lo siento cariño, es todo lo que se. Como le dije a Talker, no he salido de casa desde la tormenta.
Puse mi mano sobre el lomo de Applebloom y acaricié su melena.
—Te dije que te ayudaría a volver a casa, y lo haré. No pierdas la esperanza tan pronto.
Lo hice una vez más. Prometí algo que no sabía si algún día podría cumplir.
Mi mirada se desvió a Kirste. Ella y Applebloom eran todo lo que me quedaba, y no me separaría de ellas por nada en el mundo.
