—Tú.

Su expresión de sorpresa e incredulidad casaba perfectamente con la mía y, sus palabras, también ahogadas en su propia garganta, hicieron un coro perfecto con las mías.

¡Era él! De pronto podía recordarle con total nitidez. ¡Era el hombre de mi sueño! ¡¿Cómo era posible que existiese de verdad?! ¿Sería algún famoso o algo así?

—Eh… Nos… ¿nos conocemos de algo? Tengo la sensación de que te he visto antes en alguna parte —pregunté cautelosamente mientras el color de mis orejas delataba cuáles eran mis recuerdos.
—Yo… No creo que nos conozcamos realmente, pero…

Toda su cara se pintó de rosa y me pregunté qué tipo de pensamientos estarían cruzando su mente en aquellos momentos. Sin duda, no serían tan extraños como los míos.

—Es igual. Toma, tu anillo.

Su voz… no podía asegurar que fuese la misma, pues no le había oído hacer otra cosa más que gemir (o más bien gruñir algunas veces), pero me resultaba conocida, familiar y terriblemente excitante.

Extendió cuidadosamente su mano hacia mí ofreciéndome el anillo del mal y, pese al deseo de deshacerme de él, me decidí a recuperarlo sólo por descubrir cómo era realmente el tacto de su piel.

Tragué saliva y dejé que mi mano se replegase lentamente sobre su palma regodeándose en la sensación casi áspera de su piel. Después mi brazo volvió a pegarse a mi cuerpo y miré el anillo con recelo.

—Oye, es verdad que no es asunto mío lo que hagas con tu anillo, pero… siempre hay opciones mejores que hacer que un pez se raje por dentro con ese pedrusco.
—¿Por ejemplo?
—Pues… así de primeras se me ocurre regalarlo, venderlo… viajar a Mordor y lanzarlo a un volcán…

No pude evitar reír ante su propuesta y una hermosa sonrisa invadió su rostro.

—Imposible. Seguro que rebotaba y le sacaba un ojo a algún Hobbit.

Fue él el que rio entonces. Abriendo ampliamente su caja torácica, sin reparos de ningún tipo. Una risa gratificante y grande como él.

—Tienes razón. Habrá que buscar un plan D —dijo frotándose la frente.

La culpa apareció de pronto cuando me di cuenta de que había golpeado a un ¿desconocido? y, en lugar de disculparme, le había gritado.

—Lo siento. ¿Te he hecho daño?

—No te preocupes. Sobreviviré.

—Pero, de verdad está rojo —contesté asomando mi vista despacio por debajo de su rubio, largo y desastrado flequillo.
—De verdad, estoy bien. Soy de cráneo grueso.

Le sonreí sin saber muy bien qué decir para alargar aquella conversación que no quería que acabase nunca, guardé el anillo en la caja y lo metí de vuelta a mi bolsillo.

—Está bien. Ya se me ocurrirá un plan D.

Quizás el plan D podría incluir ir a tomar algo con él y… y quizás me estaba emocionando más de la cuenta. Por mucho (e increíblemente placentero) que hubiese soñado con él, no le conocía de nada. Parecía un buen tipo, pero también lo parecía Hans. Es cierto que la energía que desprendían era completamente diferente, pero… no volvería a ser esa tonta. Había aprendido la lección.

—Bueno, yo… —dijo interrumpiendo mis pensamientos—, supongo que debería empezar a trabajar.
—Oh, claro, yo… ¡Trabajar! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!

Abrió los ojos mientras su expresión iba reflejando irremediablemente la diversión que le provocaba mi ¿actitud?, ¿torpeza?, en fin, yo.

—Siento mucho lo del golpe y eso, ¿vale?

"¡Pídele el teléfono! ¡Pídeselo!"

—No hay problema.

Tropecé con un tablón en mi marcha atrás, me recompuse rápidamente mientras oía una risa medio contenida y di media vuelta arrepintiéndome de no haberle hecho caso a la voz de mi cabeza.

—¡Adiós!

Eché a correr de camino al trabajo confiando en que Elsa fuese compasiva con una mujer en un día duro como aquel. Sin embargo, ese mismo pensamiento me hizo darme cuenta de que, por razones bastante obvias, aquel día, ya no parecía malo en absoluto.