—No hay derecho. No ha sido compasiva en absoluto.

Acababa de despedir al que iba a ser mi último cliente del día y me senté a esperar al nuevo cliente que mi bondadosa hermana había añadido a mi agenda como compensación por llegar tarde. Pero no me importaba. Un masaje más y tendría el resto de la tarde para perderme en mi mundo de fantasía; probablemente en unas rugosas y enormes manos.

Un suave toque en la puerta me hizo saber que mi cliente había llegado.

—¡Adelante!

Oí sus pasos inseguros mientras yo me lavaba las manos y las cubría de aceite de cedro en el cuartito de al lado.

—Kristoff Bjorgman, ¿no es así? Puedes poner tu ropa en la silla, taparte con la toalla que hay en esa misma silla y tumbarte boca abajo en la camilla. Mi nombre es Anna, por cierto.

Escuché cómo se acomodaba en la camilla y asumí que era el momento de entrar.

—Elsa me ha dicho que has sufrido un tirón en la espalda esta mañana. ¿Cómo ha sido?

Crucé el umbral de la puerta de la clínica y me encontré con un rubio imponente descamisado y en vaqueros que me esperaba sentado en la camilla con una mezcla de diversión e incredulidad en la mirada.

—Así que, ¿Anna?

Mi rubio.

—Tú… tú eres… —balbuceé sin acabar de creer la suerte que había tenido.
—Kristoff —dijo tendiéndome de nuevo la mano pero, esta vez, para estrechar la mía.
—Claro, claro… eres Kristoff…

Tomé su mano y sentí cómo la mía resbalaba completamente convirtiéndolo en un apretón extraño e incómodo.

—Oh, Dios, lo siento, el aceite.

Kristoff rio brevemente y repartió el aceite que había quedado impregnado en él entre sus manos.

—Así que, ¿eres masajista?
—Fisioterapeuta, en realidad.
—Ya… a eso me refería.
—Así es. Y, ¿bien? ¿Qué te ha ocurrido? Elsa me ha dicho que era una urgencia.
—Bueno, yo no diría tanto… Creo que sólo es una contractura.
—¿Ha sido trabajando?
—No exactamente…

—¡No me digas que ha sido al rescatar el anillo!
—No, no ha sido eso.

Se frotó avergonzado la nuca y me di cuenta de que le había puesto en un apuro.

—¡Oh, Dios Santo! ¡Cuánto lo lamento! ¡No tienes por qué contarme nada de tu vida privada! El cómo te lo hayas hecho es asunto tuyo y sólo tuyo. Bueno, quizás no sólo tuyo, pero, en todo caso, no es asunto mío con quién te lo has hecho ni qué estabais haciendo.

"Mierda. Estoy hablando demasiado."

Alzando las cejas, probablemente sorprendido por el don que tengo para divagar y farfullar sin control, dejó caer el brazo hasta apoyarlo de nuevo en la camilla y se sonrió.

—Me he echado una siesta a la sombra de un montón de escombros y, por lo visto, he tomado una mala postura.
—Ah… ¿Una siesta?
—Sí. Me ha sobrado algo de tiempo después de comer, hacía calor, corría la brisa del mar…
—¿Trabajas cerca del mar?
—Estamos restaurando el embarcadero. Hemos empezado esta mañana.
—Así que por eso estabas allí…

—De hecho, me acerqué para pedirte que salieses porque íbamos a precintar la zona, pero las cosas siguieron un curso inesperado.
—Oh…

Así que no se lo había hecho con nadie. ¿Habría alguien con quien hacérselo?

"Anna, ¡trabaja!"

—Eso está bien.
—¿Lo está?
—¿Eh? ¡Sí! Quiero decir que… ¿qué brazo es? ¿Dónde te duele? ¿Qué movimientos tienes limitados?
—Por suerte es en el izquierdo. Pero, duele cuando cargo peso y me cuesta levantarlo a partir de aquí.

Aquel hombre alzó su brazo hasta poco más arriba de la altura de su codo y mi vista quedó atrapada por la estructura de su cuerpo. Un cuerpo trabajado, ancho y fuerte, pero sin llegar al exceso. Su piel parecía suave y no muy castigada por el Sol. Además, se podía intuir alguna pequeña cicatriz que parecía el recordatorio de que el trabajo es un lugar para ser precavido.

Podría haberme sorprendido, pero no lo hizo; conocía ese cuerpo: lo había visto en mis sueños. Sabía cómo se sentía su tacto y sabía también cómo continuaba por debajo de los vaqueros.

Era una locura sin sentido. Pero estaba segura de que era él.

—No es una gran molestia, pero me complica el trabajo.
—Me lo imagino. Túmbate boca abajo y veré lo que puedo hacer, ¿vale?

Kristoff asintió y obedeció mostrándome la espalda más perfecta que había presenciado en veinticinco años de vida (extraonírica) y cuatro de ellos viendo unas d espaldas diarias. Por primera vez en mi carrera, me sentía insegura a la hora de tocar a un cliente. Embadurné de nuevo mis manos en aceite para recuperar la capa que le había dejado en las manos, respiré profundamente y posé mis manos despacio sobre sus hombros.

Un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza y un aluvión de recuerdos hizo que me costase horrores mantener la profesionalidad en la forma de tocarle. Quizás yo no era la persona más indicada para ser su fisio. Quizás debería pedir el relevo o… ¿contarle la verdad?

"¡¿Estás loca?! ¡No puedes contarle eso! Concéntrate en hacer bien tu trabajo, que sabes cómo hacerlo."

Y eso hice. Puse mis manos en modo automático luchando para no prestar atención a lo que estaba sintiendo ni a lo que quería hacerle sentir y me centré en calentar y relajar ligeramente sus hombros y su espalda y en aliviar la carga de la contractura que limitaba su movilidad. Gracias a Dios, la experiencia me permitió hacer apropiadamente mi trabajo aunque mi mente no estuviese en el estado ideal. Pero, para ser sinceros, él tampoco lo ponía fácil. No con sus ahogados gruñidos de dolor en unas zonas y con sus disimulados gemidos de placer en otras. Estaba siendo el masaje más difícil de mi carrera.

"Conversación, Anna. Distrae la mente."

—Hace mucho calor hoy, ¿no?

"¿De verdad? ¿Así piensas sacarte su calor de la cabeza?"

—Mhm…

"Y, ¿ya? ¡Eso no ayuda! Tampoco sé qué esperaba que me contestase a eso, la verdad…"

—Encontraste…

"¡Gracias al cielo!"

—¿Sí?
—¿Encontraste un plan D?
—Ah… no. No sé muy bien qué hacer con él… Sé que vale una fortuna, pero…

Mis manos, víctimas del recuerdo, se clavaron un poco más de lo debido en su espalda y no me di cuenta hasta que no sentí la fuerza que estaba haciendo con la espalda para intentar contrarrestarlo.

—¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento! ¿Te he hecho daño? Yo…
—¿Has pensado en donarlo?
—¿Qué?
—Así convertirías lo que parece un mal recuerdo en algo positivo. Pero… tampoco es que sea cosa mía, lo siento.
—Es… ¡es una idea estupenda!

La emoción me hizo apretar de nuevo sacándole está vez un gruñido más fuerte y me di cuenta de que, si no quería lisiarle más, era el momento de acabar el masaje. Relajé brevemente la zona y le tapé con la toalla.

—Perdóname. No está siendo mi mejor día…

—No te preocupes. Muevo mejor el brazo.
—Aún así, deberías procurar no forzarlo en unos días y quizás repetir el masaje en un par de días. Si hablas con Elsa al salir, apuesto a que puede concertarte cita con alguien que esté en un momento menos emocional y no te destroce la espalda en el intento…

Y rio de nuevo. Podría reclamarme, incluso exigir que le devolviesen el dinero; podría indignarse e irse de mala manera, y nadie podría culparle por hacerlo. Y, sin embargo, se estaba riendo. Se incorporó despacio en la camilla, se puso de pie, se metió en su camiseta y comenzó a poner de nuevo a prueba la movilidad de su brazo.

—Gracias por el masaje. Pediré cita al salir.
—Gracias a ti por tu paciencia…

Me estrechó de nuevo la mano y se dio media vuelta dispuesto a salir por la puerta, pero, de pronto, paró en seco sus pasos y se volvió otra vez hacia mí.

—Ehm… si… si no tienes ninguna preferencia respecto al lugar al que donar el anillo… Conozco un lugar en el que podría venir bien la ayuda.
—Oh… Ehm… ¿Dónde?

—Es… bueno. Es el orfanato.

—¿El orfanato? ¿No le pertenece al estado?
—Eh… sí. Pero… verás… un buen amigo mío trabaja allí y las cosas que me cuenta son… en fin. Que las subvenciones no siempre llegan a tiempo y cubren lo básico y… esos niños… no tienen la mejor vida que podrían tener, sin duda.

Siempre había pensado que los donativos eran para los que no tienen de nada antes que para los que no viven una vida ideal. Y me llamaba más la atención darle el dinero a quien no tuviese ni para comer que a quien tuviese cubierto lo básico, pero, por alguna razón, parecía realmente tocado por el tema, así que decidí no cerrarme en banda.

—Perdona. Ha sido una tontería. No sé por qué te lo he dicho. Es tu anillo y tu dinero y nadie debería decirte lo que puedes o no hacer con él. Discúlpame.
—¿Has ido alguna vez?
—Eh… sí. Voy a veces.
—¿Como voluntario?
—Sí.
—¿Me llevarías a conocerlo?
—No sé qué decirte… No sé si será un lugar que te apetezca mucho ver. A veces no es el típico lugar que te alegra el día precisamente.
—Quiero entender a qué te refieres y, como tú has dicho, juzgar por mi misma. ¿Me acompañarías?

Una increíble sonrisa cruzó su cara de oreja a oreja y me di cuenta de que había cosas de aquel hombre que no había visto en mi sueño.

—Si de verdad es lo que quieres, hablaré con Sven para ver cuándo se puede, ¿vale? Pero… por favor, no te sientas obligada, no querría…
—Dime tu número.

Calló y asintió de nuevo. Rebuscó entre sus bolsillos hasta dar con su móvil e intercambiamos números.

—Vale, pues nos vemos pronto Anna.
—Nos vemos, Kristoff.