Si cierro los ojos, todavía puedo sentir su cuerpo estremeciéndose ferozmente aferrado al mío. Puedo recordar cada una de sus pecas. No sólo las que cubren grácilmente sus mejillas y su nariz, sino también las que bañan sus hombros y parte de su cuello; recuerdo también las pecas sueltas que nadan solitarias sobre sus senos.

Recuerdo su garganta frente a mis ojos mientras su barbilla se elevaba al cielo. Recuerdo la curva de su espalda, el arco perfecto que formaba buscando un contacto más intenso con mi cuerpo. Recuerdo su dulce risa, sus delicados mordiscos, su mirada infinita.

Y, por muy vivamente que lo recuerde, sólo fue un sueño; el mejor sueño de mi vida, pero un sueño al fin y al cabo.

Pero no fue soñada la marca que me dejó su rabia en la frente, ni lo fue el tacto delicado de su mano sobre la mía, ni lo fue su mirada infinita que encontró a la mía también en la realidad. No fue un sueño su risa. Mucho más abierta y clara que en el sueño. Menos sensual, pero más jovial y enérgica.

Tampoco fue un sueño su voz a través de aquella pequeña puerta de la clínica encontrándome de nuevo como por arte de magia. No fue un sueño, aunque sí puede que mi imaginación, el modo en qué me devoraba con la mirada. Y, Dios, no fue un sueño el tacto de sus manos sobre mi espalda; recorriendo cada milímetro de ella, paseando suavemente por mis hombros, fascinándome con su aroma… El dolor… eso tampoco fue soñado, sin duda. De hecho hoy me duele todavía más que mientras ella empleaba la sorprendente fuerza que puede sacar un cuerpo tan pequeño para, aparentemente, destruir lo que me quedaba de hombro.

No fue un sueño cuando me pidió que la acompañase al orfanato, ni lo fue cuando sacó su móvil con orejitas de conejo y plagado de girasoles e intercambiamos nuestros números.

Estaba perfectamente despierto cuando la cité esa misma tarde para el día siguiente, y, sin duda, no me dio tiempo a dormirme en los diez segundos que tardó en contestar.

Estoy despierto aquí y ahora mientras veo a la mujer de mi sueño correr hacia mí tropezando con todo el mundo a su paso y disculpándose hasta con las papeleras. Y seguiré despierto para no perderme ni un detalle de la sorprendente mujer que el destino ha puesto en mi vida.

—¡Lo siento! ¡Llego tarde! ¡Había un abuelo en la consulta que no parecía ir a dejar de hablar nunca! Y, ¿cómo le pides que se calle a alguien que podría estar pronunciando sus últimas palabras?

Rompí a reír a carcajada limpia. Había algo en ella que rompía todos mis esquemas, pero siempre dejaba otros mejores.

—No hay problema —dije encontrando por fin la calma y encontrándome con una mezcla de puchero y sonrisa en sus labios—, tenemos un buen rato todavía.

Caminamos unos minutos más que ella pasó en sospechoso silencio hasta llegar al orfanato y, cuando estaba a punto de llamar al timbre, tiró de mi camiseta bloqueando mi intento.

—¿Ocurre algo? ¿Has cambiado de opinión? Si es así, no debes preocuparte, yo…

—¿Crees que les caeré bien?
—¿Qué?
—A los niños. ¿Les gustaré?
—¿Por qué no ibas a gustarles?
—¿Y si piensan que soy una vieja aburrida?
—Me extrañaría.
—Pero, ¿y si es así?
—Pues tampoco creo que fuese un gran problema.
—¡Sí que lo sería!
—Venga, se reirán contigo, no sufras.
—¿Por qué soy divertida o por que soy cómica?
—Eh… ¿ambas?
—¡¿Soy cómica?!
—Eh… ¿no? ¡No lo sé! ¡Déjame llamar! ¡Llegamos tarde!
—¡Es cierto! ¡¿Por qué no has llamado ya?!

Mi mandíbula se descolgó, pero volvió rápidamente a su sitio mientras me debatía entre si dejar salir la risa que se escondía en mi garganta o si era un mal momento para eso. Finalmente, una leve carcajada salió sin permiso y llamé rápidamente al timbre para cubrirla.

—Lo he oído —susurró Anna a mi lado mientras la puerta comenzaba a abrirse.
—Ser cómico es algo bueno —susurré de vuelta y, sin pensar mucho en la confianza que me estaba tomando con ella, tomé su mano para entrar al que, durante casi ocho años, había sido mi hogar.