No sabía por qué se me había ocurrido ir allí, pero comenzaba a preguntarme si había sido una mala idea.
El restaurante mejicano que regentaban mis padres era una auténtica locura. El color y la música lo inundaban todo. Casi todas las mesas estaban llenas y la gente parecía animada y disfrutando de su cena que, para ser justos, abría el apetito sólo de olerla. Demasiado bullicio para dos pobres muchachos extenuados y sucios.
—¡Por todos los trolls! ¡Kristoff! ¡¿Qué te ha pasado?!
Mi madre salió de detrás de la cortinilla que daba a la parte trasera envuelta en un delantal cubierto de manchas rojas y con cara de preocupación.
—Nada, ma. Sólo hemos pasado la tarde en el orfanato.
—¿Hemos?
Desvió su mirada de mi cara a la de Anna, la analizó descaradamente de arriba a abajo y su preocupación desapareció mágicamente.
—Yo soy Bulda, querida. La madre de este enorme bebé.
—¡Ma!
—Ven, te acompaño arriba. Te llevaré a la que era la habitación de Kristoff antes de que abandonase a sus padres porque ya era muy mayor para seguir disfrutando de su compañía y alguna de mis hijas te dejará algo de ropa limpia y sin jirones. Viendo esos huesos desnutridos, cualquier cosa que te dejen te quedará un poco grande, pero te sentirás más a gusto.
Miré a Anna horrorizado de cómo la domesticidad de mi madre estaba empezando a resultar algo insultante, y vi una risa contenida en sus apretados labios. Gracias a Dios.
Las vi desaparecer en dirección a mi cuarto mientras mi madre hablaba casi sin parar a respirar y me colé en la habitación de uno de mis hermanos para limpiarme y sacudir mi ropa. Por mucho que lo intentase, dudaba que pudiese ponerme la ropa de cualquiera de ellos sin reventarla en el segundo uno.
Unos cinco minutos después, menos maloliente y polvoriento, salí al pasillo y me encontré cara a cara con Anna y con mi madre que debatían fervientemente si la mejor salsa para un buen plato de pasta era pesto o carbonara. Anna llevaba una camisola sencilla y holgada que le llegaba casi hasta las rodillas y cubría el siete de sus pantalones, se había soltado y lavado el pelo y diría que hasta se había perfumado.
—¿Cuánto tiempo he estado ahí dentro?
—¿Ya estás aquí, cielo? Perfecto. Acompaña a la señorita a la mesita que os hemos reservado. No podemos permitir que tu chica pase hambre.
—Ella no es mí…
Pero mi madre no me permitió acabar la frase. Se encaminó escaleras a bajo canturreando una ranchera y haciendo oídos sordos a cada una de mis palabras.
Me giré hacia Anna algo avergonzado y me encontré con su brillante sonrisa.
—Lo siento. Creo que no lo pensé todo lo bien que debería haberlo hecho.
—Es un encanto de mujer. Y me siento limpia y fresca. Gracias por traerme. Además me ha prometido que sus nachos son los mejores de la ciudad.
—Eso no se lo puedo discutir.
—Pues, ¿a qué estamos esperando?
Seguí a Anna, que se movía por la casa de mi familia como Pedro por la suya, y nos sentamos en la pequeña, arrinconada y pobremente iluminada mesa que nos había reservado mi madre. Unos minutos después, apareció mi padre con una fuente de nachos con diferentes salsas y una notita enganchada en el borde. Con total descaro, me metió la nota en el bolsillo de la camiseta, me guiñó un ojo, reverenció levemente a Anna y se fue por donde había venido.
Anna me miró intrigada y yo ojeé la nota temeroso de encontrar lo que efectivamente ponía en aquel papel.
"Si necesitáis una habitación, tus sábanas están recién cambiadas. Nos aseguraremos de que tus hermanos no molesten."
Suspiré y me llevé las manos a la cara. Después abrí los dedos tratando de ver a Anna a través del hueco que quedaba entre ellos y su mirada intrigada me sacó una carcajada.
—No quieres ver lo que pone aquí.
—Pero, ¿puedo?
—Supongo que puedes… Sólo… no te lo tomes muy en serio. Ya has visto cómo son.
Anna asintió, se inclinó hacia mí haciendo que se me encogiesen las entrañas y cogió el papel de entre mis dedos sin romper en ningún momento el contacto visual. Después, se acomodó en su silla, desdobló la nota y el color de sus mejillas hizo que pareciese que ya había probado la salsa picante.
—¿Quieres probar los nachos? —pregunté cambiando de tema mientras recuperaba la nota y me la guardaba en el bolsillo.
—Claro —contestó ella devolviéndome una sonrisa tímida.
La sonrisa tímida pronto se convirtió en unos labios cubiertos de salsa picante, una cara más roja de lo que esperaba y algo de sudor.
—Si prefieres una salsa más suave, podemos…
—¿Crees que no puedo con esto?
—Yo no he dicho…
—Permíteme decirte que he pasado por cosas más complicadas que lidiar con una salsa jodidamente picante.
Reí ante su franqueza.
—Y, ¿es necesario hacerte una úlcera para demostrarlo? Pensaba que la idea era disfrutar de la cena.
—Y lo estoy haciendo. ¡Disfruto los retos!
—Como quieras, fierecilla.
Anna se secó el sudor de la frente con el brazo, tomó aire, bebió un trago de agua y cogió otro nacho. Entonces, como si le hubiesen cambiado el programa con un mando, de repente su expresión se tornó triste y empezó a jugar con el nacho sobre la salsa.
—¿Ocurre algo? —pregunté sin saber bien si teníamos el nivel de confianza necesario como para preguntar.
Anna me miró a los ojos sin dejar de jugar con la comida y me sonrió algo sombría.
—¿Sabes? Te tengo un poco de envidia.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Tienes una familia grande y afectuosa, un montón de pequeños que te consideran como su hermano y un amigo de literalmente toda la vida. Yo… yo me crié en una casa en el campo, sola con mi hermana mayor y mis padres. Nunca hubo nadie más. Luego… mi hermana pasó por una extraña enfermedad que hizo que tuviese que ser ingresada en un hospital de la ciudad durante años. La veía poco y ella tampoco tenía energía para lidiar con una niña, por lo que nuestra relación se fue enfriando poco a poco. Afortunadamente, durante la adolescencia logró superar su enfermedad, pero no se sentía a gusto con nosotros, por lo que buscó trabajo y se quedó en la ciudad. Creo que se había sentido desplazada, y no la culpo. Y, cuando, hace diez años, mis padres fallecieron en un accidente, no le quedó más remedio que acogerme en su casa. Hemos ido reconstruyendo nuestra relación más o menos, e incluso trabajamos juntas, pero nunca volvió a ser lo mismo. Ha sido una vida bastante solitaria, ¿sabes? Hasta que entré a la facultad, nunca tuve amigos, y tampoco es que los de allí hayan sido muy duraderos. Cada uno hace su vida y deja a los demás de lado. Algunos incluso te consideran competencia.
Me parecía increíble la facilidad con la que me estaba contando la parte oscura de su vida. ¿Habrían echado alcohol en la salsa? Sin embargo, no me sentí incómodo en absoluto. Todo lo contrario. Sólo deseaba tomar de nuevo su mano e intentar reconfortarla. Pero no era tan fácil, allí me sentía mucho más consciente de mis acciones y no logré sacar el valor para hacerlo.
—Y, entonces —continuó llenándose de repente la boca con el nacho y secándose una lagrima que nunca supe si fue fruto de sus dolorosos recuerdos o del picante del exceso de salsa que había recogido con la lengua—, cuando por fin encuentras a alguien que parece estar genuinamente interesado en compartir su vida contigo, que te dice que ya no vas a estar sola y que todo va a estar bien, descubres que sólo te decía todas esas cosas porque, por lo visto, compartes nombre y apellidos con no-sé-qué chica de alta alcurnia que acaba de heredar la fortuna familiar y creía que eras ella y te deja a dos meses de la boda que gracias a Dios estabas esperando al último momento para organizar y que justo habría sido ayer, por cierto.
Mi espalda se tensó y pude sentir cómo me rechinaban los dientes.
—El anillo —dijo entonces mirando cómo mis puños se apretaban hasta el punto de empezar a clavarme las uñas en las palmas—, era el recuerdo de cómo me dejé engañar por las primeras palabras bonitas que oía en mucho, mucho tiempo. El recuerdo de cómo se rio de mí y de cómo suspiró aliviado al darse cuenta de que se había enterado antes de casarse conmigo. Es el recuerdo de lo estúpida y vulnerable que fui y de que no hay nadie en este mundo que me quiera de verdad.
Tragué saliva. Algo me estaba doliendo en el pecho, quizás en el alma, al escuchar esas palabras de aquella mujer que hacía que cada segundo a su lado mereciese la pena.
—Yo creo… —me animé por fin a tomar su mano en la mía y le acaricié el dorso cuidadosamente con el pulgar—, yo creo que no tiene por qué ser el recuerdo de todas esas cosas.
—¿Cómo? —preguntó aparentemente intrigada.
—Creo que ese anillo debería convertirse en la muestra de lo fuerte que eres; de cómo has pasado por unas circunstancias complicadas y dolorosas y has seguido adelante, superándote cada día, aprendiendo de tus errores y convirtiéndote en una mejor versión de ti misma.
Anna apretó mi mano y me sonrió de nuevo, pero esta vez con un brillo diferente en los ojos, claramente influenciado por las lágrimas que amenazaban con salir de ellos, pero también con un toque de alegría y energía, con fuerza y pasión. Esta vez vi superación en su sonrisa y no culpa.
—Creo que podría acostumbrarme a tu teoría —dijo entonces metiendo otro nacho en la salsa con mucho más cuidado de no mojar más de la cuenta.
—Deberías hacerlo.
Solté su mano despacio y cogí mi propio nacho. Podría acostumbrarme a tener esa sonrisa en mi vida.
—¡¿Anna?!
Anna reaccionó a su nombre con un sobresalto más intenso de lo que cabría esperar y se giró hacia el lateral de la mesa donde un pelirrojo de ojos verdes y unas patillas exageradamente largas y perfiladas esperaba con algo de sorpresa en su mirada y una sonrisa retorcida que no me gustó ni un pelo.
—Justo estaba pesando que tenía que llamarte. Tengo una charla pendiente contigo.
