La cena estaba deliciosa y el restaurante mucho más tranquilo que un rato antes. Pero, de repente, no podía creer lo que acababa de pasar.

Gracias a Dios, Hans no seguía por allí, y Kristoff parecía radiante de felicidad. Era sencillamente increíble que realmente me hubiese involucrado hasta ese punto con aquel fantástico hombre. Sus ojos me acompañaban con cada movimiento medio cubiertos por su flequillo mientras agachaba la cabeza en busca de su burrito, y su mandíbula y sus labios se movían al masticar haciendo resaltar el descuidado afeitado que cubría sus mejillas. Y, su sonrisa… su sonrisa afloraba cada vez que su madre o alguno de sus parientes nos servía un nuevo plato y yo miraba hacia el suelo incapaz de ocultar los colores que delataban mi vergüenza.

—Así que… ¿tienes muchos hermanos? —pregunté viendo cómo otros tres chavales entraban hacia la zona privada del local.
—Si siete hermanos te parecen muchos…

—¡¿Siete?!
—Y cuatro primos que se quedan a temporadas. En total somos doce jovenzuelos de entre los once y los veintiocho años.
—¿Eres el jovenzuelo de veintiocho?
—¿Se nota mucho?
—No parecías el de once.
—No. Ese muchacho… en un par de años será más grande que yo.
—¡Imposible!
—Espera a verle.
—Así que… has crecido rodeado de niños toda la vida, ¿no?
—Se podría decir que sí. Pero ya van estando creciditos.
—No los del orfanato.
—Es cierto.
—Ha sido divertido verte jugar con ellos. Se nota que te gustan y se te dan bien los niños.
—Sí me gustan, pero lo del trato… no creo que sea más que una cuestión de práctica.

En ese momento, mi lengua, que no sabe cuándo debe parar, decidió que ya había disfrutado suficiente por el resto de mi vida.

—Seguro que serás un buen padre.

Su mirada cambió por completo. Algo lúgubre invadió su expresión y su burrito fue cuidadosamente apoyado en su plato.

—No lo creo.
—¿Por qué no? ¡Claro que sí! ¡¿Tú te has visto hoy?!
—Y tú, ¿has visto la cantidad de niños necesitados de atención que había allí? Yo… no quiero ser la causa de otro niño más perdido en el mundo. No podría perdonármelo.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—¿Y si lo hago? ¿Y si soy padre junto a la mujer de mis sueños y algo nos ocurre y nuestros hijos, lo que más amemos en el mundo entero, se quedan solos y desamparados? ¿Y si no podemos estar ahí para ellos? ¿Y si se sienten abandonados? Yo… yo no quiero eso. Yo no quiero tener hijos.

Su expresión triste y serena a la par dejaba claro que aquello no era algo negociable; dejaba claro que, si me quedaba a su lado, nunca sería madre. Más soledad, más sueños frustrados…

—¿Y si…? ¿Y si la mujer de tu sueños desease con todas sus fuerzas ser madre algún día? —pregunté muy bajito temiéndome lo peor.

Se mordió el labio y juraría que sus ojos se pusieron cristalinos. Acarició mi mano con su pulgar como despidiéndose de mi tacto y pude sentir un leve temblor en él.

—Entonces… —La luz desapareció completamente de su mirada y mi garganta se secó repentinamente—. Entonces supongo que yo no sería el hombre adecuado para quedarse a su lado.

"Se acabó."

Su dolida expresión me decía claramente que así era, y la culpa en su mirada me hizo consciente de la falta de color en mi cara y en mis manos. Le acababa de conocer. Por muy increíble que hubiese sido lo nuestro, le acababa de conocer. Debería poder con aquello. Pero, entonces, ¿por qué no sentía que fuese capaz?

Me soltó delicadamente y puso sus manos en su regazo.

—Yo… ehm… yo me voy a casa ya. Ha sido un día… agotador —dije finalmente sintiendo que aquel ya no era lugar para mí.

—Claro. Te acompaño.
—No. No es necesario. No vivo lejos. Eh… gracias por el día de hoy.

Una triste sonrisa apareció en su rostro y asintió sin más.

—Buenas noches, Anna.
—Buenas noches, Kristoff.

Salí de allí sin atreverme a mirar atrás y mis lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin freno enfriando mi piel al nadar en el fresco viento nocturno.

Al día siguiente, tras una noche de temblores, lágrimas y un vómito puntual que me hizo sentir que ya no me quedaba nada de aquel mágico y fatídico día, fui a trabajar intentando no pensar en la cita que tenía pendiente con Kristoff. Me aterraba volver a verle y, a la vez, era lo que más deseaba en este mundo. ¿Cómo estaría él? ¿Habría pasado mala noche? ¿Le habría dado igual? ¿Le dolería mucho el brazo? ¿Le dolería el corazón como me dolía a mí?

—Anna.

Elsa entró a mi consulta poco después de la salida de uno de mis asiduos pacientes con cara de extrañeza.

—Dime.
—Ha llamado Kristoff Bjorgman, el rubio aquel grandote, ¿te acuerdas?
—¡¿Kristoff?! Eh… sí, me acuerdo de él. ¿Qué ha dicho?
—Ha cancelado la cita.
—¿Qué?
—Por lo visto se encuentra mejor. Le he preguntado que si ya no le dolía el brazo y me ha dicho que era lo que menos le dolía. Aunque eso tampoco suena muy bien, ahora que lo pienso… ¿Anna? ¿Estás llorando?
—No…

—Anna… tienes los ojos rojos y se te caen los mocos.
—Es que ayer cené picante.
—¡Y, ¿qué tiene que ver eso?!
—Me… ¿me quedan más citas para hoy?
—No, él era el único al que tenías pendiente.
—Vale. Pues me voy a casa, ¿vale?
—Vale, pero… Anna, estoy aquí para lo que necesites.
—Gracias. Lo tendré presente.

"Sé fuerte, Anna. El mundo no acaba aquí. ¿Verdad…?"