Cinco días. Habían pasado cinco días desde la cena con Anna y todavía tenía las marcas de mis propios dedos en las rodillas. Mi hombro había mejorado significativamente, pero cada día me sentía peor.
Dormir no era una opción. Todo lo que veía al cerrar los ojos era a ella, y, todo con lo que recordaba soñar era con ella. ¿Es que nunca iba a abandonar mis sueños? ¿Quién era Anna y por qué había entrado en mi vida? ¿Para qué? ¿Para qué invadir mi sueños, enamorarme de la forma más absurda y luego dejarme hacerle daño? ¿Por qué no pensé en todo esto antes? ¿Por qué no tuve un poco de autocontrol? ¿Por qué sentía que estábamos hechos el uno para el otro si a final resultamos ser incompatibles? ¿Por qué tenían que salir las cosas así?
Era domingo. Al menos no tenía que ir a trabajar y exponerme a provocar otro accidente por la falta de sueño. No creía que me fuesen a consentir un sólo accidente más en tres días sin darme la patada. No sólo me estaba jugando el pellejo, además estaba poniendo en peligro a los demás. Quizás era el momento de pedir unas vacaciones e irme a algún lugar lejano a intentar olvidar. Sin embargo, algo me decía que la distancia no curaba ese tipo de males.
Me metí en la ducha. Probé con el agua caliente para relajarme un poco y no tensar el hombro más de lo que estaba, pero acentuaba mi estado de somnolencia, por lo que la enfrié de mala gana harto de no lograr hacer que nada funcionase como debía. El agua fría nunca había sido un problema para mí, me espabilaba y me hacía sentir vital, pero, aquel día, sólo podía sentir cómo me robaba la energía.
Sin llegar a enjabonarme si quiera, salí de la ducha, me fui a mi habitación dando un portazo y, sin intentar secarme antes, me tiré sobre la cama. No podía seguir así. Aquello era un suicidio.
El tiempo sin dormir tuvo su lado bueno, y no tuve tiempo de pensar en Anna antes de caer dormido. Pero el mundo de los sueños… ése no me pertenecía: bailaba a su merced llenando mi mente de Anna sin tener cómo evitarlo. El recuerdo de su sonrisa, su cara llena de tierra, el sonrojo en su nariz, cada una de sus pecas, el hilo de voz con el que susurraba mi nombre y el estallido de rugidos con los que ensordecía al vecindario cuando ya no coordinaba lo suficiente como para pronunciarlo. La soñaba corriendo detrás de un montón de niños, la recordaba consolando a uno de los pequeños, la recordaba lanzando con rabia aquel anillo y la recordaba plantándole cara a aquel que tanto daño le hizo.
Y soñé conmigo. Soñé que la refugiaba entre mis brazos, que me perdía entre su pelo, que reía a su lado, que corría tras ella y los dos caíamos a los pies de un árbol. Soñé cómo un montón de niños nos "apedreaban" con bolas de periódico sin importar ya de qué bando era cada uno. Y soñé… la soñé con un niño entre sus brazos. Soñé que le miraba con amor y ternura y que besaba con suavidad su diminuta nariz. Soñé que yo estaba allí con ellos y que nada me podía hacer más feliz.
Y desperté. Desperté en el suelo, con el hombro sano dolorido por el golpe, el pelo aún húmedo del fracaso de ducha que me había dado, y las mejillas mojadas de mis propias lágrimas.
Me senté con cuidado y me aseguré de no haber hecho un charco de sangre por ningún lado.
—Si no te vistes te vas a coger una neumonía, cariño.
—¡¿Ma?! ¡¿Qué haces aquí?!
—He usado la llave para emergencias.
—¡No ha habido ninguna emergencia!
—Y por eso acabas de estar inspeccionando tu frente y el suelo, ¿a que sí?
—Sólo me he caído de la cama.
—¿Qué ha pasado, cielo?
Mi madre se sentó en mi cama mientras yo buscaba algo de ropa limpia que ponerme.
—¿De qué hablas?
—No has vuelto por casa. Y tu chica tampoco.
—Anna no es mi chica.
—Vaya, y ahora, ¿qué hago yo con su ropa? Te la había traído para que se la devolvieses. Tu padre la ha lavado y planchado con tanto mimo…
Mi madre me ofreció una bolsa de papel con la ropa de Anna dentro. Como de costumbre, mi padre había dejado la ropa como recién salida de la tintorería. Perfectamente doblada, sin una sola arruga y con su característico olor a pino. Ya no olía a Anna.
Rompí a llorar. Mierda, el poder de las madres.
—¿Sabes, cariño? A veces está bien hablar las cosas con tu madre. No siempre podemos ayudar, pero siempre tenemos un abrazo para vosotros.
Me abracé a ella sin pensarlo y lloré durante un buen rato sin decir nada en absoluto. Mientras lloraba, sólo podía pensar en que Anna no tenía el hombro de su madre para llorar.
—Gracias —murmuré cuando, ya algo más descargado el corazón y más cargada la espalda de abrazar a una mujer tan bajita, deshice el abrazo.
—¿De qué tienes miedo, mi niño?
—No puedo hacerla feliz, ma. No puedo hacerla madre.
—Por lo que pude escuchar el otro día, diría que ambos tenéis bastante claro el procedimiento —dijo riendo y haciéndome sonrojar hasta las orejas.
—No me refiero a eso.
—Lo sé. ¿Te asusta ser padre?
—No. Me asusta dejar de serlo.
Mi madre frunció el ceño como intentando comprender a qué me refería.
—Ella quiere tener hijos algún día, y… a mí me encantaría hacerlo. No se me ocurre nada más maravilloso que formar una familia con ella, pero…
—Tienes miedo de desaparecer y dejarles solos, ¿no es así?
Asentí y mi madre me sonrió tiernamente mientras alargaba el brazo para acariciar mi cabeza.
—Es muy noble por tu parte el proteger así a tus hijos incluso antes de nacer, pero, creo que hay algo de lo que no te has dado cuenta.
—¿De qué?
—No conozco a nadie en el mundo más que a ti con dos madres, dos padres, siete hermanos legítimos y más de treinta extraoficiales. ¿Te sientes solo? ¿Crees que, si tú y tu mujer faltaseis, vuestras criaturas se quedarían solas?
Mis ojos se fueron abriendo lentamente mientras las palabras de mi madre iban calando en mí.
—Tu familia te adora. Todos te queremos con locura. Y tus hijos serán parte de esta loca y gigantesca familia lo quieras o no. No sé cuántos años podré disfrutar de ellos o cuántos años podrás hacerlo tú, pero, si algo tengo claro, es que nunca les va a faltar amor y que nunca, nunca, nunca, van a estar solos. De hecho, probablemente algún día se quejen de eso mismo como lo hacías tú.
Reí ante su elegante ataque y cogí su mano entre las mías.
—Te quiero, ma.
—No tengas miedo de ser feliz, Kristoff. No tengas miedo de hacer felices a los tuyos. Todo lo que reciban de ti ahora, les acompañará siempre.
Secó mis lágrimas con su rechoncha, cálida y maternal mano y me dio un beso en la mejilla.
—Y, ahora, haz el favor de darte una ducha antes de dejarme inconsciente y ve a hablar con tu chica. Apuesto a que, ahora mismo, sólo tú puedes hacerla feliz.
—Y yo apuesto a que tengo la mejor madre del mundo.
Le di otro rápido abrazo a mi ma y corrí sorprendentemente recargado de energía hacia el cuarto de baño donde me esperaba una ducha templada.
