"Demasiado tarde."

Cuando salí de la ducha, mi madre había dejado en mi piso una bandeja con magdalenas y la bolsa con la ropa de Anna y se había ido de allí. Me vestí volando con lo primero que pillé en el armario y salí al encuentro de Anna.

Convertí la emoción y los nervios que me recorrían el cuerpo en energía y, con una magdalena en la boca, salí corriendo en dirección al restaurante. No sabía donde vivía Anna, pero la noche de la cena dijo que vivía cerca de allí. Quizás, leyendo timbre a timbre o preguntando a la gente de la calle, podía dar con ella.

De camino, como mágicamente iluminado por una revelación, me acordé del siglo en el que vivimos y de que tenía su número. Paré un instante en mitad de la acera, ya casi enfrente del restaurante de mi familia, y, con la torpeza que el temblor de mis manos y la falta de sueño fraguaban en mí, logré acertar las teclas a las que tenía que dar al tercer intento.

"El teléfono al que llama está apagado o fuera d-"

—Genial.

Caminé despacio en la dirección en la que la vi partir aquella noche, cabizbaja y enjugándose las lágrimas. Buscaba alguna pista que me dijese hacia donde debía dirigir mis pasos. Algo de ropa que reconociese en algún tendedero, ella o su hermana asomadas a alguna ventana, el rastro de su perfume, su risa… ¡Su risa! ¡Estaba oyendo su risa!

Miré en todas direcciones desesperado hasta dar con un ardiente reflejo rojizo que brillaba al Sol rodeado por el brazo de un morenazo terriblemente atractivo. El hombre que abrazaba a Anna tenía el pelo castaño y domado, no enmarañado como el mío, una amplia y blanca sonrisa, una mandíbula perfectamente delineada y masculina, no exageradamente robusta como la mía, una nariz alargada y estilizada que, a diferencia de la mía, no ocupaba un porcentaje importante de su cara. Su barbilla, no redonda y ancha sino aguda, estaba cubierta por una cuidada y degradada perilla que le daba un toque aún más masculino. Sus hombros eran anchos, su cintura firme, su espalda recta, sus piernas fuertes y estilizadas a la vez, su piel tostada e inmaculada… Era jodidamente perfecto.

Ella… ella sonreía. No diría que era su mejor sonrisa, pero no era la cara de rabia que le provocaba Hans ni la de dolor que le provoqué yo. Quizás de verdad debía desaparecer de su vida. Quizás no era yo quien iba a hacerla feliz.

El chico sonrió a Anna y le dio un cálido beso en la frente al que ella correspondió con una caricia en la mejilla y una dulce mirada. Quería verla feliz, pero no podía ver aquello. Di media vuelta dispuesto a marcharme para siempre de su vida y dejarla ser feliz cuando una enérgica castaña de inmensos ojos verdes chocó conmigo y cayó de culo.

—¡Ou!
—Lo lamento. ¿Te has hecho daño?
—Tranquilo, era yo la que iba sin cuidado. Estoy bien.
—¿Kristoff?

Mierda. La voz de Anna, más cuchicheada que hablada, sonó justo detrás de mí. Me di media vuelta lentamente y me encontré con la parejita taladrándome con la mirada. Él con algo de indiferencia y, ella, diría que con miedo.

—¿Tú eres Kristoff? —dijo la castaña entusiasmada.
—Hola —contesté abandonado por el resto de mis palabras sin retirar la mirada de los ojos de Anna.
—Os dejamos solos —dijo la muchacha asiéndose demasiado cariñosamente del brazo del chico que abrazaba a Anna—, seguro que tenéis mucho de lo que hablar.

Anna miró al moreno con preocupación y él le dedicó una sonrisa.

—Eugene, vámonos.

La castaña le dio un beso en la comisura de los labios al tal Eugene y me dejó con cara de idiota.

—¿Vosotros no estáis…? —dije mirando de Anna al muchacho y de él a Anna esperando que aliviasen mi alma confirmándome que sólo eran amigos.
—¿Qué? Oh, nosotros… —empezó a decir Anna.
—No sufras, Kristoff. Puedo apañármelas con dos mujeres a la vez.

—¿Disculpa?

Miré a Anna y ella miró sonrojada y boquiabierta a Eugene; miré entonces a la otra chica que sonreía complacida y le devolví mi mirada a él. ¿Qué era exactamente todo aquello?

—Si quieres hablar con mi chica, hazlo, pero no tardes mucho, tengo planes con estos dos bombones. ¿Vamos, rubita?

"¿Rubita? Yo ya no entiendo nada. ¿Qué dimensiones abarca su harén en realidad?"

—Así que, ¿eres su chica? —pregunté tímidamente mientras la pareja se alejaba.
—¿Te importa si lo soy?
—A mí… me importa.

—¿Por qué? Creía que no estabas hecho para estar a mi lado.
—Te quiero.
—Espera, ¡¿qué?! ¿De qué estás hablando? ¿Dónde queda todo lo que me dijiste el otro día?
—A veces, no está tan mal hablar con una madre…

—Así que…

—Así que, si tu quisieses, me gustaría dedicarte mi vida a ti. A nuestra familia.

La mandíbula de Anna se descolgó por completo, a diferencia de su cerebro, que parecía completamente colgado.

—Yo… yo…

Miró hacia atrás, como buscando refugio en la compañía de su… peculiar relación amorosa y se giró de nuevo hacia mí.

—No te preocupes. Entiendo que todo esto ya no te interesa. Sólo… por favor, igual no soy el más indicado para hablar, pero… no dejes que te hagan daño. Intenta ser feliz.

Me di la vuelta luchando por no derramar ni una lágrima en su presencia y empecé a caminar hacia el restaurante cuando su voz irrumpió de nuevo en mi mundo.

—Eso haré.

De pronto, sentí cómo sus brazos hacían un esfuerzo sobre humano para hacer girar mi cuerpo y cómo, una vez cara a cara, me trepó hasta cerrar mis labios con un beso.

Allí estaba de nuevo. Su dulce aroma y su suave tacto. Su cuerpo entregándose al mío. Su alma reclamándome a mí. La necesitaba. La necesitaba a ella, pero no podía estar involucrado en algo así. No la quería nada más que a ella y no soportaría verla con alguien más que no fuese yo.

—Anna… —luché por hacer que mis palabras saliesen por mi boca mientras mis manos se perdían inconscientemente por su cintura—. Yo… yo no quiero ser parte de eso…

Señalé con la cabeza a la pareja acaramelada que miraba sonrientemente hacia nosotros.

—Pues, si formas una familia conmigo, no te quedará más remedio —dijo ella con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Tan inquebrantable es lo vuestro?
—Ya sabes, uno no elije a sus primos.
—A sus…

Cabría esperar que uno, en la que probablemente sea la situación más ridícula y vergonzosa del mundo, se pusiese colorado, pero no fue mi caso. Yo me puse aún más rojo a base de reír.

Anna tiró de mi mano hasta ellos y me los presentó formalmente.

—Kristoff, ella es mi prima Rapunzel y él es Eugene, su marido.
—Mío y de nadie más —añadió Rapunzel con una sonrisa traviesa.
—Eres un cabrón, Eugene… gracias.

El morenazo perfecto me estrechó amigablemente la mano y me di cuenta de que era perfecto de verdad. Estaba intentando tocarme los… ponerme celoso. Intentaba ponerme celoso para hacerme reaccionar. Supongo que él no esperaba que yo ya viniese reaccionado de casa.

—Me alegra verte por aquí —dijo Rapunzel dándome un efusivo abrazo—. Esta pobre criatura estaba hecha polvo hasta que has aparecido.

Una punzada me atravesó el pecho imaginando a Anna pasándolo tan mal como yo durante aquellos interminables cinco días.

—Anna, yo… lo siento muchísimo.

Anna sacudió la cabeza.

—Entendí perfectamente tus razones. Pero, ¿sabes? Hoy hablando con ellos, me he dado cuenta de que nuestros hijos nunca estarían solos. Elsa y ellos podrían hacerse cargo de ellos si nos pasase algo. Pero tampoco te vayas a descuidar, ¿eh? Que yo te prefiero a ti; si quieres… ¡No ahora, claro! ¡Es pronto! Sólo… algún día.

"Nuestros hijos. Ha dicho nuestros hijos."

—¡Lo quiero! ¡Quiero formar una familia contigo! Te quiero a mi lado, siempre. ¡Quiero a nuestros hijos! Y me esforzaré para estar ahí para ellos. Y quiero… quiero ponerte un anillo que nunca tengas que lanzar al mar. Quiero nuestra vida juntos. —¿Me estás… proponiendo matrimonio? —Yo… No... lo sé. O sea, sí, pero no necesariamente ya. Yo... sé que si es contigo, será acertado. Da igual cuando sea. Eso depende de ti.

La mirada de Anna se iluminó y su vibrante sonrisa volvió a mi mundo devolviéndome el aliento y las ganas de soñar.

—Disculpa, perfecto desconocido, pero agradecería que nos presentasen al menos antes de la boda.

La recepcionista de la clínica, la hermana de Anna, apareció tras de mí sin previo aviso y me dedicó una sonrisa gélida que pronto se convirtió en una expresión de absoluta sorpresa.

—¡El rubio grandullón! —exclamó sin parecer ser capaz de cerrar la boca de nuevo.
—Elsa, te presento a Kristoff, el hombre de mis sueños.
—Eh… un placer —dije sintiéndome extrañamente pequeño ante aquella poderosa mujer.
—Kristoff. Tengo un favor que pedirte —contestó ella obviando las presentaciones.
—¿Qué favor?
—Acompaña a Anna a descansar. Hace ya días que no duerme y yo tengo una comida pendiente con nuestros primos.

—¡Claro! Yo… si a ella le parece bien, yo cuidaré de ella.
—Cuento contigo —dijeron las dos hermanas a la vez.

En ese instante, Anna me cogió fuertemente de la mano y echó a correr calle abajo. Me guió por un par de callejuelas y paró frente a un pequeño y antiguo bloque de tres pisos. Sin decir absolutamente nada, abrió y me arrastró hasta el primero, donde desencajó la chirriante puerta de su casa y tiró de mí hasta llegar a su habitación.

Entró a aquel lugar inundado de luz pese a las desgastadas cortinas que cubrían la ventana y se paró a enseñarme todos los dientes a través de su maravillosa sonrisa.

—Este lugar…

Conocía aquel lugar.

—Yo ya he estado aquí antes.
—¿Aquí?
—Sí. Contigo.
—Ya claro, en tus sueños.
—Exactamente.
—¿Qué?
—Fue en un sueño. La noche antes de conocerte yo… soñé contigo, aquí.
—Fue una noche ventosa…

—Lo fue.
—Y hacía frío.
—Eso creo.
—Pero yo tenía calor.
—Lo tenías en mi sueño.
—Lo teníamos en el mío.
—¿El tuyo?
—Esa misma noche, yo también soñé contigo.
—¿Aquí?
—Estabas aquí, ambos lo estábamos.

Tragué saliva.

—En tu sueño… ¿estábamos los dos aquí? —preguntó entonces con un suave y diminuto hilo de voz.

Me senté despacio en su cama y reconocí la forma de hundirse de aquel blandísimo colchón.

—Estábamos exactamente aquí.

Miré en sus ojos y encontré desconcierto y entendimiento a la par. Se sentó sobre mi regazo y besó dulcemente mis labios. Después, deslizó suavemente su mejilla por la mía hasta que sus dientes rozaron el lóbulo de mi oreja.

—¿Crees en la magia? —susurró perdiéndose en mi cuello.
—Lo hago ahora.

...

—Vamos, Anna, tú puedes hacerlo. Has hecho cosas más difíciles en esta vida. Es sólo un pañal. Un rollizo bebé cubierto de caca verdosa no es nada con lo que no puedas lidiar.
—¡Anna! ¡Necesito tu ayuda! ¡Keldan ha vomitado! ¡En mi hombro!
—¡¿Ahora?! ¡Y, ¿dónde está Eir?!
—¡Vomitando en mi otro hombro!
—¡No te preocupes! ¡Estoy contigo en cinco minutos!
—¡¿Cinco?!
—¡Vale! ¡Tres!
—¡Que sean dos! ¡Están jugando con el vómito!
—Venga, Liv. Ayúdame. Tus hermanos nos necesitan. ¡No! ¡Fuente de pis noooo!

—¡Anna!

Abrí los ojos a mitad de grito y me encontré cara a cara con mi preocupado y desnudísimo marido que me intentaba reconfortar pese a tener casi peor cara que yo.

Había sido una noche mágica. Tras un romántico pícnic nocturno, habíamos retozado a la luz de las estrellas y habíamos disfrutado del más absoluto desenfreno en la intimidad de nuestra tienda de campaña.

—Anna, ¿estás bien?

—Sí… lo siento, no quería despertarte. Sólo ha sido una locura de sueño, nada más.

Kristoff respiró aliviado y me envolvió entre sus confortables brazos. Entonces, me dedicó una divertida sonrisa y besó mi mejilla.

—No creo que haya sido tan loco como el que acabo de tener yo. Imagínate. Nosotros dos solos lidiando con tres rollizos y… pastosos trillizos.
—Oh, Dios…
—¿Qué?
—Kristoff… ¿crees en la magia?