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El amor, es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente, es un soñado bien, un mal presente, es un breve descanso muy cansado.
- F. de Quevedo.-
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CUANDO VOLVAMOS A VERNOS
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CAPITULO 5
Adrien Agreste había tenido un vida solitaria y triste, gris. Luminosa por los flashes de las cámaras, pero oscura en su intimidad. Su padre, Gabriel Agreste, un famosísimo diseñador, no lo amaba o al menos, no le daba ninguna muestra de cariño, y su madre, amante madre como todas, murió cuando era él pequeño. La alegría, entonces, quedó como un recuerdo y como un tesoro dentro de su ser. El amor, quedó como un fin, un objetivo, algo que tuvo y que deseaba volver a tener. Adrien Agreste sabía que él estaba vacío, pero siempre intentó rellenar su corazón con lo que pudo.
Hacía amigos.
Tenía novias.
Y comía croissants.
Placeres efímeros. Pero él anhelaba algo eterno, algo que fuera para siempre. Una familia, un amor, un trabajo estable. Quizá tener una casa con jardín, varios niños, quizá tres, alguna mascota, tal vez un hámster. Y por supuesto, una compañera.
Sí, él estaba vacío.
Y un día, todo lo que buscaba, al fin, él lo encontró.
Lo encontró en París, en una prueba de vestuario y siendo él, el mejor modelo de la casa Agreste.
La primera vez que la vio, le sorprendió lo bella y gélida que parecía. Envuelta en un halo de melancolía. Con su cabello azabache, perfectamente recogido, en una coleta prieta. Sus ojos azules, levemente rasgados, delineados con pincel por arriba y abajo. Labios rosados, cuerpo intenso. Pechos pequeños y cintura estrecha, piernas sinuosas.
Voz tierna y suave.
Pero severa.
- ¡Mire al frente, Agreste!. Mi ayudante le atará la corbata y debo ver qué tal queda. – escuchó que ella le dijo.
Era un traje precioso de tres piezas, pantalón, chaleco y camisa. Todo en tonalidades verde oscuras con detallitos plateados en la espalda y que conjuntaban con las empuñaduras de la camisa. Delicado y serio.
Oh, Adrien se sentía bello.
El verde era su color.
Obedeció de inmediato, fijando su vista hacia delante, mientras una joven en vaqueros y blusa movía los dedos a una velocidad espeluznante. Al terminar, la ayudante estiró la tela, palmoteó el blazer, revisó los botones, le alisó los hombros, y suspiró, mordiéndose los labios.
- Atrás, Manon. Déjame verlo. – ordenó la diseñadora.
Manon Chamack se hizo a un lado. Marinette, en tanto, cruzó sus brazos y elevó el mentón, repiqueteando la punta de sus zapatos con tacones contra el suelo. Observaba al rubio modelo, en tanto juzgaba, seria y estricta, el resultado de su arte.
- Tiene el cabello muy desordenado. Péinaselo, Manon, con raya al costado. –
Marinette Dupain-Cheng dio su veredicto.
Su ayudante se lanzó hacia él en el acto.
Adrien odiaba peinarse así. Le parecía demasiado estricto, demasiado rígido. Él era un chico alegre, fresco y joven. Sin embargo, modelar era su trabajo, y si alguien le pedía incluso pintarse el pelo, él lo haría sin rechistar. Así que guardó silencio y cerró los ojos. El sonido del spray de la laca lo despertó del trance en el que estaba. La muchacha volvió a retroceder y miró, ansiosa, a Marinette.
- Es perfecto. – Manon se atrevió a pronunciar, buscando aprobación en la mirada de su jefa.
Marinette dejó de taconear y se acercó a él, lentamente. Sus ojos azules estaban abiertos, impactada de lo que veía. Adrien intentó mantener la vista al frente, como había aprendido, pero Marinette parecía Medusa, dispuesta a convertirlo en piedra si la miraba. Apuntó sus ojos hacia el suelo, tratando de sobrevivir a su juicio.
Los dedos fríos de Marinette sujetaron su mentón y lo obligaron a mirarla directamente.
Desde la profundidad de su mirada añil, Adrien Agreste pudo ver angustia y agonía, sorpresa y lágrimas a punto de brotar. ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué tanta pena?
- ¡Vete!. – le gruñó ella, de forma inexplicable, a media voz, soltando las palabras como si quemaran. – ¡No te quiero volver a ver! –
Manon no entendió nada, pero la orden sonó tan horrible que no dudó en cumplirla. Empezó a desvestirlo instantáneamente. En unos segundos, Adrien Agreste salía de la habitación, casi en paños menores, echado de la sala de pruebas.
Él tampoco entendía nada.
Intensa, brutal.
Oh, Marinette.
De repente, Adrien Agreste se detuvo a medio pasillo, con el torso al descubierto y el cabello perfectamente peinado con raya al costado, irguió su cabeza, enderezó el tronco. Y abrió la boca, anonadado.
Sorprendido porque su corazón ya no estaba vacío.
Atontado porque notó revoloteos en su tripa.
El batir de las alas.
El timbre de su voz.
Su mirada hiriente y herida.
Mariposas y amor.
Cupido.
Cupido, le había lanzado una flecha.
O su arpón, sí, seguro que fue un arpón.
*.*.*.*
Cinco años antes.
En poco tiempo, Marinette había conseguido una clientela pequeña pero leal, y pudiente. Le encargaban trajes, de colores apagados y grises. Clásicos. Sombreros, guantes, incluso bastones. Frac y esmoquin. Chalecos y jerseys. Ella cumplía las órdenes. Muchas veces, terminaba agregando su toque personal, algún pañuelo, alguna flor, algún nuevo corte en la chaqueta. Tenía a su cargo a una costurera, a una publicista y a una dependienta que se encargaba de tomar las medidas y gestionar a los clientes.
Ella simplemente, cogía su cuaderno de dibujo, o su tableta digital, y se dedicaba a diseñar.
Atrás quedaron las tardes de diario y de festivo, en los que trabajaba a lomo partido en la cafetería. Atrás quedaron las mañanas, en las que iba a los talleres chinos, a coser botones y subir bajos de pantalones. Atrás quedó el Metro y las botas de segunda mano, compradas en el mercadillo. Ahora alguien le hacía el café, encendía la calefacción y le limpiaba la tienda.
Valiente, ella había insistido en entrevistarse con los grandes de la industria textil de Inglaterra, y aunque en un principio se le resistieron, al final, sorprendidos por sus diseños, aceptaron conocerla. Ella se presentaba con su calidez y amabilidad características, hacía gala de su humildad y luego deslumbraba apenas abría su carpeta con sus diseños.
Corbatas clásicas, chalecos, pantalones y abrigos.
Zapatos y botas.
Calcetines.
Gabardinas y camisas.
En menos de un año, el nombre de Marinette Dupain-Cheng había logrado colarse entre los grandes diseñadores, como un rostro novedoso y juvenil, pero a la vez, serio y digno. Soberbio.
Marinette suspiró profundamente y luego, deslizó sus suaves manos sobre el chaleco de casimir que su novio llevaba puesto. Repasó con los dedos, la camisa que llevaba por debajo, jugueteó con los botones, arregló el cuello. Después, bajó al cinturón y acarició la hebilla, descansando su mano sobre el bulto que estaba debajo de la cremallera. Hizo una ligera presión con sus pulpejos, notando la consistencia de su hallazgo.
- Estoy muy seguro que eso que tienes cogido de tu mano, no forma parte de tus diseños, Dupain-Cheng. – dijo Félix, socarrón.
Marinette le sonrió, ladina y ansiosa.
- Todo te queda perfecto, Félix. No importa qué color te ponga, ni qué corte haga. Eres mi mejor modelo. -
- Soy tu único modelo, cielo. -
- ¡Pero porque eres el mejor! -
Félix se carcajeó, divertido.
Tampoco él quería que ella tuviera más modelos. Su amor era así, necesitado e intenso. Con una constante obligatoriedad de saber todo de ella, de participar en todo lo que ella hiciera. La quería entera para él. No quería compartirla.
Con nadie.
Incluso si tuvieran niños, él estaba convencido que contrataría una niñera o dos para que les criaran a los hijos. Y así, ella tendría tiempo, para diseñar y dirigir, y para amarlo a él, por siempre.
- No, Félix, no puedes hacer eso. No puedo estar siempre contigo, no puedes exigir eso de mí. – le decía Marinette, cada vez que él le contaba sus oscuros planes.
Él la necesitaba como el aire, como una droga.
Ella era su otra mitad.
Porque había sido un hombre incompleto, hasta que la conoció a Marinette, y descubrió, atónito, que ahora ambos eran uno. Compactos, exactos. Las frases que ella empezaba, él las terminaba. Y si ella ponía el café, él sabía cuándo apagarlo. Ella se olvidaba los paraguas, y él corría detrás suyo, con varios de ellos en la mano.
Lentamente, mirándolo a los ojos, Marinette cogió la cremallera del pantalón entre sus dedos y la deslizó abajo, liberando el contenido. Ambos estaban solos en el atelier, que ya había cerrado. Y Félix estaba ahí para probarse, como todos los días, la ropa que su novia hacía para él, pensando en él.
- No despiertes al monstruo, Dupain-Cheng. -
Pero Dupain-Cheng no escuchó a Graham.
Dupain-Cheng introdujo su mano y apretó con fuerza el paquete de carne que tenía su novio, cubierto sólo por su ropa interior. Graham estaba de pie, frente al espejo, excitado, él cerró los ojos, frunció el ceño, masculló algo ininteligible. Se mordió los labios y se quedó quieto.
- No te escuché, cariño.- susurró Marinette.
Félix tomó a Marinette del mentón, elevó su mirada y la hizo coincidir con la de él. Entrecerró sus párpados, torció sus labios.
- Dije de rodillas, cielo, y no quiero que muerdas. -
De rodillas.
Marinette iría a rastras si eso él quisiera. Le seguiría saltando en un pie, balanceando sus brazos. Iría feliz, aunque fuera al cadalso. Correría detrás suyo, aunque Félix no le hiciera caso. A cualquier sitio, a donde sea.
Cuando menos lo pensó, ya su boca estaba llena, a reventar, ya sus cabellos estaban desordenados y tenía los dedos de Félix sujetando su cabeza vehemente. Cuando la carne en su boca se sintió latente y a punto de estallar, ella abrió sus ojos y le enseñó a su novio el color de sus iris, su mirada trasparente, llena de amor y pasión, y deseo y de placer.
Desde arriba, desde su cielo, Félix se sintió como un dios que lastima y condena pero que se divierte y goza. Y Marinette, ella era su diosa, su aliada, su compañera.
- Oh, Mari, no aprietes tanto mi cielo.-
Y así, cada tarde, día y noche, cada momento que tenían, ellos se amaban, sobre la mesa, en el atelier, sobre el diván, en la parte de atrás del nuevo Audi, o en el departamento donde ambos se habían mudado recientemente.
Como dos recién casados.
Como dos seres que andaban partidos y que hoy, ya eran uno.
- Miss Dupain-Cheng, creemos que debe participar en los fashion week celebrados en Europa, en el de París, en el de Milán. Ya sabe que es importante, presentarse junto a sus modelos, en las pasarelas. Y participar después en las fiestas, en los after. Eso es la moda: interacción, contacto, hacer relaciones.- le decían los directivos de las casas de moda, cada vez que contrataban sus diseños.
Pero Marinette no lo consideraba necesario.
Estaba bien en Londres, estaba bien con Félix.
- Londres es mi hogar, señor, no tengo tiempo para dejarlo ni por un día. –
Nadie lo sabía entonces.
Nadie lo supo después.
Pero Félix era su razón de diseñar, su éxito asegurado. Ella lo miraba desnudo, por las noches, mientras dormía sobre la cama, con la ventana abierta, en pleno verano. Sus encuentros eran siempre intensos y frecuentes. No había ninguna parte de su cuerpo que él no conociera, ni había trozo del cuerpo de él, que ella no hubiera probado. Se amaban a pelo, al natural, entremezclando cuero y piel, y fluidos y lamentos. Gimiendo y gozando, riendo y gritando. Soñando y viviendo.
Así eran sus noches, eternas y húmedas. Ardientes e intensas. Así también eran sus mañanas y sus tardes.
Ella gemía hasta quedarse sin voz.
Él se venía hasta quedarse seco como un junco en el desierto.
Así eran sus noches.
Después de amarse, ella, rellena de su esencia, se levantaba de la cama, se colocaba un albornoz ligero y observándolo con atención, risueña y satisfecha, Marinette cogía su tableta, dibujaba su figura con el lápiz electrónico, y lo empezaba a vestir, imaginariamente.
- Londres es mi hogar, señor, no tengo tiempo para dejarlo ni por un día. –
Félix, ferviente enamorado, después de ver esos diseños, la cogía en brazos, haciéndola girar en el aire. Le decía que la amaba, que siempre la amaría. Le prometía una casa, con niños, con un invernadero y con coches, con joyas. No fregaría ni un plato. Nunca tendría frío, ni pasaría hambre. Ella sería exitosa y él, sería feliz.
- La vida, Marinette, sólo dura dos días: una mañana y una noche. ¡Qué suerte tengo de pasarlos contigo! -
Por las mañanas, al despertar, ella agradecía al destino por haberlo conocido. Por haberlo hecho sufrir, esos meses en los que no le hizo caso. Por haber aceptado ése viaje en medio de la nieve. Por haberle invitado el vino.
Félix era su destino. Su futuro.
Su amanecer, su despertar.
Su noche, y su tormenta.
Su nieve y su verano.
Conforme pasaban los días y los meses, Félix, orgulloso de ella y de sus éxitos, olvidó sus sueños posesivos e intensos sobre secuestrarla de por vida, y decidió que la sonrisa de Marinette, y su felicidad, deberían ser patrimonio de la humanidad.
Imposible de ocultar, imperioso de mostrar.
Marinette debía ser feliz, de una manera u otra.
Y si ella quería diseñar, él la dejaría, él estaría a su lado, la apoyaría en todo, pero mientras tanto...él la sujetaba de las caderas y se enterraba fuerte dentro de ella, hasta que Marinette sentía que se le revolvían las tripas. Los pechos se le batían ante cada embiste y la vista se le nublaba, conforme pasaban los minutos. De repente, él caía encima de ella, gruñendo mientras le mordía la piel del cuello. Y su novia, producto del dolor mezclado con el placer, le clavaba las uñas y lo abrazaba con las piernas, gritando despavorida:
- Te amo Félix, oh, cielo santo, te amo tanto. –
Y lo amaba.
No mentía.
No, ella nunca mintió, no.
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El amor, tan profundo y tan grande, cuando se va, te deja un orificio en el corazón, como una bala de cañón.
¿Qué tal vuestro día? ¿os habéis puesto a pensar que siempre se dice que Félix es igual a Adrien?...pero...¿por que no Adrien es igual a Félix?. Mi Félix.
Vemos algunos trocitos de su vida diaria, de ambas épocas.
Un fuerte abrazo y gracias gracias por los comentarios.
Lordthunder1000
