.

.

A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd.

- Alphonse de Lamartine. -

.

.


CUANDO VOLVAMOS A VERNOS


.

.

.

ANGST

.

CAPITULO 9

Adrien supo que su oportunidad había llegado cuando lo eligieron para acompañar a Marinette, en su viaje a Italia.

Ya llevaba meses cortejándola, regalándole flores y revistas, y libros. Marinette casi nunca lo observaba mientras dibujaba sus bocetos. Aunque algunas veces, parpadeaba en su dirección. Manon lo miraba de reojo, compadeciéndolo. Pasaban unos minutos de charla unilateral, y Adrien, parcialmente derrotado, dejaba las flores y salía de su despacho para volver al día siguiente, o para aguardarla a la hora de la salida.

Él la esperaba.

Y ella, huía de él.

En Italia, sin embargo, Marinette no pudo escapar. Debía ir a todas partes junto a Adrien, presentarlo a los inversores, y además, también vestirlo. Manon Chamack se quedó en París, y ella, sin ayudante ni asistente, estuvo encargada de vestir y preparar a los modelos, antes de los desfiles privados, a puertas cerradas, en las grandes compañías italianas.

- Marinette – le dijo Adrien una tarde antes de uno de esos desfiles. – hoy habrá una fiesta, ¿quisieras ir conmigo? -

Marinette sabía muy bien qué responder. De hecho, siempre le contestaba lo mismo.

- No. -

Luego ella bajó la mirada y le arregló la corbata. Ya estaba listo para salir a desfilar.

- Por favor. - pidió Adrien. – Por favor, por favor. -

Esta vez, Marinette no se dignó a contestar. Cada palabra que Adrien Agreste decía le calentaba el corazón, y cuando alguna frase que emitía se parecía a las de Félix, Marinette pensaba que iba a explotar de la alegría. La voz de Adrien era distinta a la Félix, pero la tonalidad era la misma, la tonalidad cuando hablas con alguien a quien amas. Un tono dulce y suave, delicado y complaciente. ¡Cuánto le gustaba escucharla!

Ella tuvo miedo de ése cambio.

Ella tuvo miedo al descubrir que ahora la alegría también la encontraba en palabras o acciones de otro hombre.

Félix, pensaba Marinette de inmediato, Félix te amo tanto.

La vida trascurre, día a día, inexorable, algunas veces lenta, otras veces, rápido. Las flores florecen en primavera y caducan en invierno. Y el corazón de Marinette, sin quererlo, había seguido latiendo. El amor, había seguido existiendo.

Ese día, ella no escuchó la alarma del recordatorio.

Del recordatorio que estaba apuntado en su calendario desde hacía cuatro años, cuatro tristes años.

Ese día, ella no lo escuchó.

Estaba sumergida en el último y el más importante desfile de todos. A lo largo del día, ella permaneció pendiente de la presentación de los modelos, mientras que coordinaba el orden de aparición, así como arreglaba los pequeños desperfectos. Al terminar el desfile, el glorioso desfile, los demás empresarios estuvieron de acuerdo en aliarse con la casa Agreste, y con Marinette Dupain-Cheng. Era un gran salto, un gran resultado.

Marinette se sentía regocijada y feliz, para ella, diseñar moda era como un chute de droga.

Sus días siempre eran grises y monótonos, oscuros y aburridos, tristes, como si un monstruo hubiera succionado el color y la alegría. Sólo su corazón latía emocionado, cuando veía desfilar sus atuendos, sus creaciones, cuando pasaba la máquina de coser y las tijeras sobre los patrones de fieltro, cuando daba las últimas puntadas sobre un vestido o un traje. Era lo único que la mantenía con vida, lo único por lo que valía la pena seguir viviendo.

Y ahora, en Milán, por fin tenía un verdadero éxito profesional, por fin lo palpaba.

Ése día la invitaron, nuevamente, a una fiesta, donde irían modelos y diseñadores, inversores.

Ella, nuevamente, se negó a ir.

Quería volver a su habitación de hotel e inmiscuirse, como siempre, en sus recuerdos, volver a ver esa foto en la que los dos aparecían, reproducir sus vídeos, escuchar sus mensajes de voz. Marinette abría el ordenador y revisaba su correo electrónico, y ahí encontraba sus emails, de cuando él la amaba y todo era felicidad y paz. Londres, su departamento, su Audi y su Ducati, sus quichés sin cocinar y sus besos al despertar, la nieve y la lluvia, su café y su rubio cabello. Sus alubias para desayunar.

Y su amor.

No había nada más doloroso que haber sido amada y ahora, sencillamente, no serlo.

Con melancolía, resopló y bajó la mirada, mientras volvía sola a su hotel.

Una vez ahí, ella encendió el móvil.

Y el sonido incesante de las notificaciones por recordatorio perdido inundaron la pantalla de inicio.

Marinette abrió los ojos y la boca, ahogando un grito mudo.

Sus pupilas se ampliaron y se le desenfocó la mirada.

Su cuerpo tembló.

Lo había olvidado.

Después de cuatro años, ella, Marinette, lo había olvidado.

Debía estar en Londres, y no en Milán.

Volvió sobre sus pasos, desesperada, hasta que llegó a la calle fuera del hotel, levantó la mirada y observó que era una noche estrellada, con brisa fresca de otoño, casi a puertas del invierno. Miró su reloj, vio la hora, casi al borde de la medianoche.

Ya era todo muy tarde.

Ya todo estaba perdido.

Las lágrimas salieron sin esfuerzo.

Sintió otra vez el dolor, que la carcomía por dentro. La soledad, que le enfriaba el espíritu. Sintió su ausencia tan reciente, como si sólo hubiese sido ayer el último día que lo había visto.

Félix, Félix, te amo tanto.

Con horror, Marinette descubrió que eso podría haber sido una mentira, su amor, ahora, cinco años después, podía ser solo una falacia. Algo caduco. Como las ruinas del Partenón en Atenas, o como las pirámides de Egipto. Algo antiguo, pero inmortal. Algo muerto, pero permanente.

Y eso, ella no lo quería.

Quería que su amor por Félix fuese eterno pero que también estuviera vivo, como una llama incesante, como un fuego infinito, como el magma adentro de un volcán.

Se odio a sí misma.

Tuvo asco de sí misma.

Angustiada, quiso hacerse daño y desaparecer de este mundo.

Echó a andar sin rumbo fijo, buscó un bar, entró intempestivamente y sin mirar a nadie más, se sentó en la barra, y empezó a pedir todo el alcohol de las bodegas, sin detenerse.

Adrien Agreste, quien también había llegado detrás de ella, la vio salir del hotel y desaparecer en una esquina, en el movimiento más bizarro que le conoció hasta esa fecha.

Preocupado por esa actitud, él la siguió, pero no la encontró de inmediato. Se equivocó de bar, una y otra vez. Decidió llamarla. Y el teléfono lo tenía apagado. Derrotado, volvió al hotel para averiguar si ella ya había vuelto.

Pudo haber sido el destino.

Seguro que fue él.

Adrien se topó con Marinette, a la salida del establecimiento más cercano al hotel. Él ya había buscado ahí, pero no la había encontrado. Dedujo que quizá ella había estado saltando de lugar en lugar, como un saltamontes aturdido por el humo. Solo que ese saltamontes iba aturdido por el alcohol.

No podía ni dar un paso.

Ni siquiera medio.

De hecho, Marinette estaba apoyada en una farola, casi al borde del colapso. Era ya muy tarde, y toda la gente iba bastante igual. Aunque no tan mal.

- ¡Marinette! ¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho? - preguntó Adrien.

Pero Marinette no le contestó.

Él, desencajado por verla en un estado tan lamentable, la sujetó como pudo, malamente, y caminó junto a ella, los pocos metros que los separaban del hotel. Explicó brevemente a los recepcionistas, que habían salido de fiesta y que ya estaban volviendo. Les creyeron. Les llamaron al ascensor, les acompañaron y los hicieron pasar, a los dos, a la habitación de ella.

Adentro, ahí en la habitación, Adrien Agreste atendió a una semicomatosa Marinette, en las arduas tareas de limpiarse, vomitar, volver a limpiarse, volver a ensuciarse, prepararse la bañera, quitarse la ropa sucia, sumergirse en el agua sin ahogarse, salir y secarse, cambiarse, y reiniciar el ciclo de limpieza y desintoxicación, al menos una vez más.

Casi amanecía, cuando Marinette Dupain-Cheng salió del baño, con el albornoz puesto y con parte de su cerebro recuperado. Pero no mucha parte.

Porque su mente le traicionó.

Sus recuerdos la confundieron.

De pie, en medio del salón, con una pequeña taza de café en la mano, Marinette volvió a ver a un hombre rubio, de ojos verdes, iluminado tenuemente por la luz del amanecer, aclarando su rostro enmarcándolo con la oscuridad de la madrugada.

Su pobre mente viajó lejos, hacia Londres.

Y recordó una noche de invierno, cuando cayó tanta nieve que Félix decidió llevarla en su coche hasta su casa, en el distrito norte. Recordó su beso, inexplicable pero lógico y consecuente, y recordó su sabor: a vino caliente, canela y naranja.

Recordó el amor.

En Milán entonces, una madrugada de otoño, luego de una borrachera casi mortal, Marinette Dupain-Cheng pensó, que se había vuelto a encontrar con el amor, que él había reaparecido.

No dudó.

Caminó hacia ese hombre, con una sonrisa ligera y los ojos brillando de alegría. Estiró sus brazos, y con la punta de los dedos rozó las mejillas de Adrien. Sus dedos siguieron avanzando hasta que sintieron la suavidad de su pelo rubio en los pulpejos. Y Marinette, perdida en su pasado, sonrió aún más, cerró sus ojos y se dejó llevar.

Ni una palabra.

Ella nunca le había dicho ni una palabra de amor.

Él siempre se le había insinuado.

Él sólo la miraba trabajar, se reía con ella, y esperaba que algún día, ella conversara con él.

Un beso, sucedió.

Un nuevo beso.

Y este beso, fue para Marinette ilógico e inexplicable, inconsecuente y maldito.

No supo lo que hacía.

No podía saberlo.

*.*.*.*

Cuatro años antes

Él siempre fue el que despertaba primero, antes que ella. Félix se incorporaba de la cama, tratando de no desabrigarla. Ponía la cafetera italiana en la cocina y se metía en la ducha. Salía de ella ocho minutos después, para apagar el café recién hecho.

Marinette seguía dormida.

Si no había prisa, él la despertaba con besos y abrazos, con una caricia o un lametón. Cuando había prisa, él la despertaba de la misma manera. Dependía de ella, cómo terminaba ese beso. En la cama, en la ducha, en la mesilla de la cocina.

Ella siempre decidió su destino.

Él siempre pensó que lo hacía.

Si todo hubiese salido bien ése día, lo más probable es que Félix y Marinette, se hubiesen casado, en una pequeña boda, rodeados de amigos, allá en Londres.

Hubiesen vivido en Escocia, donde Félix tenía grandes propiedades. Hubiesen pasado los veranos en Francia, el invierno en Suiza, en los Alpes, aprendiendo a esquiar. Ella le confeccionaría sus trajes, él la besaría en los labios. Hubiesen tenido niños, varios, o pocos, daba igual. Los hubiesen amado. Habrían ido al parque todos los días, a verlos jugar, a tomarles de la mano y enseñarles a montar bicicleta. Les hubiesen criado con atención y cariño. No. A ninguno de sus descendientes le podía haber faltado algo jamás.

Ellos todo lo tenían.

Amor.

Salud.

Dinero.

Trabajo.

Y esperanzas.

Y como en todos los cuentos realistas y lúgubres, ellos nunca tuvieron un final feliz, ellos jamás se dieron un "sí quiero", un "sí, mi amor, oh mi amor".

Ella jamás fue madame Graham.

Él jamás la vio vestida de novia.

Esa mañana, sentada en el regazo de su novio, sujetando su taza de café, Marinette jugueteaba con sus mechones rubios, mientras los iba peinando con los dedos. Miraban ambos las noticias en la televisión. Félix la tenía rodeada con un brazo a través de su cintura. Con la mano libre, bebía su té, para luego ir comiendo sus alubias con tomate, untarlas en pan, seguir bebiendo el té.

- Se te hace tarde, cielo. – le susurró Marinette, viendo que él cerraba los ojos y dejaba que ella lo siguiera peinando.

- Amor, sólo un rato más. – masculló Félix, arremolinándose sobre el pecho de Marinette como un gatito pidiendo cariño.

Ella reía.

Él la amaba.

Marinette recordaría esa mañana lluviosa de otoño, para toda su vida.

La última mañana que lo vio.

Con vida.

Nunca más ella volvería a reír, al menos no sinceramente.

Hay momentos en la vida en los cuales te partes en trocitos, como un jarrón cuando cae al suelo, momentos en los cuales te deshojan los pétalos como si fueras una margarita. La vida te golpea, en el estómago, y te arrebata el aire. La vida, de esta manera, se vincula con la muerte, su gran aliada.

Entonces, la muerte se ríe de ti, cabrona como ella sola.

Te dice, jocosa: "no debiste creer en el amor, no debiste pensar que todo era bueno, que todo era eterno".

Porque nada es eterno.

Nada dura para siempre.

Marinette ese día, emprendió su cruzada personal contra la muerte, para demostrarle que lo único eterno e imperecedero es el amor.

Su amor.

¿Lo conseguiría? ¿Lo amaría para siempre?

Nada es eterno.

Félix se despidió como todos los días, un beso intenso, de ésos que le dejaban los labios hinchados. Un abrazo. Le acarició el rostro a su novia, jugueteó con un mechón de su pelo. Volvió a besarla otra vez en la frente, mientras se arreglaba el abrigo y se envolvía la bufanda al cuello. Se puso sus guantes de piel, para que el volante del Audi no le enfriara los dedos. Cogió su bolso, metió las llaves en el bolsillo.

Cuando abrió la puerta, Félix giró sobre sí mismo.

Y miró a Marinette, el amor de su vida, por última vez.

- Te amo, cariño, espérame para la hora de la comida. –

Y Marinette, amante mujer, abnegada, devota y firmemente enamorada, le lanzó un beso con su mano, sonriéndole.

Él cerró la puerta, sin saber que al irse, se llevaba el corazón de Marinette con él.

Sólo unos minutos después, Marinette escuchó las sirenas de las ambulancias y de los coches de policía alardeando, feroces, muy cerca suyo. Se acercó a la ventana, y vio, a lo lejos, un tumulto de luces azules y rojas.

Algo le dolió en el pecho.

Una angustia inexplicable.

Miró su teléfono y mandó un mensaje preguntándole a Félix si había llegado bien a su destino.

Pero el mensaje nunca fue leído.

En las horas siguientes, ella mandaría decenas de mensajes más, de texto, de audio, o dejaría algunos en el buzón de voz.

Pero él ya se había ido.

Para consolarla, le dijeron que él no sufrió, que él nunca se enteró del accidente, ni jamás se percató de lo que se venía encima.

Supuso, la dulce Marinette, que Félix buenamente había parpadeado por una última vez, sin saber que sería la última, sin saber que no llegaría a comer, ni a cenar, y sin saber, que le rompería el corazón eternamente.

Supuso que el alma de su novio, voló liviana, sin pena ni culpa.

Supuso que ella se quedaba en el mundo, para sufrir la condena de perderlo.

Su novio murió.

Y la única que quedó después de eso, fue ella.

La única que quedó para recoger las cenizas de su amor, de su vida y de sus sentimientos, era sólo una joven mujer de 21 años, que no sabía nada del dolor.

Sus padres acudieron de inmediato a atenderla. Habían logrado conocer a Félix en uno de sus viajes a Londres. Sabían de ésa relación, de lo fuerte e inmortal que era. Sabine y Tom ya se habían hecho la idea que sus nietos serían ingleses y que su hija no volvería jamás.

La cuidaron cómo buenamente pudieron, por los largos meses que siguieron al sepelio. El duelo, se volvió una enfermedad. Ella no abrió los ojos, salvo para vomitar o comer, o comer y vomitar. Se consumía, agónica, tratando de ir ella también con él. Por las noches, durante el día, a todas horas, ellos podían encontrarla tumbada boca abajo en la cama, llorando y contrayendo el pecho a consecuencia de sus gemidos. O gritando sin sentido, mordiendo la almohada, apaciguando el sonido. En el mejor de los días, ella solo miraba al infinito a través de la ventana.

Muerta, como si ella también se hubiera ido.

Sus padres le rogaban que reaccione.

Ella se negaba a hacerlo.

Un buen día, antes de la cena, Tom Dupain cogió el periódico y empezó a narrarle a Marinette las últimas noticias. Ella estaba sentada en la mecedora que Félix le había comprado al mes de ennoviarse, con un mantita a cuadros sobre sus piernas. Su padre estaba sentado en el sillón, cerca suyo.

De repente, Tom Dupain, enorme como era, se encogió sobre sí mismo, quedando en silencio, agarrándose el cuello. Un dolor extraño, nunca conocido, nació en su pecho. Unos sudores fríos aparecieron en su rostro. El aire le faltó.

Marinette buscó a su padre con la mirada, tratando de encontrar una razón por la cual, él hubiera dejado de hablar en voz alta.

- ¡Papá! – gritó desesperada.

Horas después, Tom Dupain bromeaba en francés sobre su infarto, en tanto los médicos, en inglés británico, le daban indicaciones sobre su enfermedad, su pronóstico y los cuidados de ahora en adelante.

- Tu padre estará bien, Marinette. Se pondrá bien. – le dijo al día siguiente Sabine, ambas sentadas la una al lado de la otra, en la sala de espera del hospital. – Pero debemos volver a París, a retomar nuestra vida, a seguir adelante...–

Marinette se mordió los labios y sus pies empezaron a temblar.

- No puedo- gimió ella, con las lágrimas brotando otra vez de su rostro. - No puedo, mamá. -

- Sí, cariño, sí que puedes Marinette. -

- No, no. - volvió a gemir, ya casi sin voz.

- Sí, sí podrás. Mírame, Marinette, tú podrás seguir adelante porque tu corazón está latiendo, Marinette. Ahora mismo, está latiendo. Sigues viva. Y habrá que seguir, porque eso es lo que debemos hacer – Sabine cogió el rostro de su hija, y limpió con sus dedos sus lágrimas. – Aunque ahora duela mucho, algún día, ése dolor calmara, al menos un poco, al menos para seguir viviendo. Y tal vez, más adelante, volveremos a sonreír. Tal vez, Marinette, algún día, pero hay que intentarlo…siempre. -

Lloró sobre las faldas de su madre, una cantidad infinita de minutos. Infinitamente rota. Sabine le acariciaba el pelo, para después susurrarle frases de cariño, comprensión, y consuelo.

Pero no hay consuelo para la muerte.

Tan sólo acostumbrarse al dolor.

Tan sólo esperar a que el día en el que duela menos nuestra pérdida, sencillamente aparezca.

Y seguir extrañando, hasta el final.

Aguantar, llorar.

Seguir adelante.

Amar.

Hasta cuando volvamos a vernos.

Hasta cuando nos reencontremos con aquellos a los que hemos perdido.

Él no cumplió sus promesas.

Él no podía hacerlo.

Unas semanas después que su padre saliese del hospital, los Dupain-Cheng vendieron todo, cerraron el atelier, embalaron baúles, cajas. Regalaron lo que pudieron, la cafetera, el sofá. Al Ducati lo remataron en subasta, del Audi recuperaron su precio a coste de siniestro. Marinette nunca vio el estado en el que quedó el coche, retorcido y partido, a un lado de la calle.

Marinette, viuda sin haberse casado, se quedó con las fotos, su ropa de diario, su cepillo de dientes, su peine, un par de zapatos, su violín.

Sus sueños los dejó en Londres, en el piso donde vivía con Félix Graham de Vanily, el hombre de su vida.

La nieve que le recordaba su amor, la despidió el último día que vivió ahí. Copos densos descendiendo sobre el asfalto, hielo acumulado en su corazón.

Derrotada, volvió a Francia, a vivir con sus padres, en su ático.

A vivir, porque no le quedaba más remedio.

Tom Dupain le dio su receta y sus pastillas y le pidió que por favor cuidara de él.

Marinette se secaba las lágrimas, organizaba el pastillero, le daba un beso a su padre, para luego preguntarse nuevamente, qué cosa había hecho mal, en qué se había equivocado.

Y se preguntaba, rota por dentro, si algún día lo volvería a ver.

Y planeaba, soñadora, todo lo que le diría cuando lo volviese a encontrar.

Te amo, siempre te he querido.

Mientras tanto, soñaba y soñaba con él, con sus besos, con sus palabras. Soñaba que él la tomaba en brazos, que caminaban juntos.

Ella soñaba con él.

Él ya no soñaba con ella.

Felix te amo tanto.

Esperar

Aguantar

Llorar y amar.

Hasta cuando volvamos a vernos.

Hasta que...

.

.

.


Lo sabían, lo intuían. Así es. Así fue.

Algunas veces me pregunto si se puede seguir amando, luego de haber vivido cosas tan tremendas como esto. Amar con la misma intensidad, reír con la misma intensidad. Llorar, tantísimo.

Una vez escuché una entrevista a Keanu Reeves en el que le preguntaban que qué pensaba cuando uno se moría. Y él, contestó, casi de inmediato: "Sé que los que nos aman, nos echarán de menos".

Gracias a la pandilla que tengo conmigo a mi lado, leyendo esto entre todos. Me refiero a ustedes. Me siento honrada que me estén leyendo.

Ánimo. Todavía nos quedan unos capítulos más.

Un fuerte abrazo a todas y todos.

Lordthunder1000.